Como se ha indicado en el capítulo anterior, los alemanes disponían de la hoja de ruta que les debía abrir las puertas de Francia y permitirles la conquista de París: el Plan Schlieffen. Por este plan, ideado por el que fue jefe del Alto Estado Mayor alemán de 1891 a 1905, el mariscal de campo conde Alfred von Schlieffen (1833-1913), se renunciaba a intentar penetrar directamente por la bien defendida frontera francesa, haciéndolo en su lugar a través de Bélgica.
La ofensiva debía ser un golpe contundente, desarrollado a máxima velocidad, para tomar por la espalda a los franceses acantonados en la frontera franco-germana por la espalda. Siguiendo un símil pugilístico, mientras el brazo izquierdo, retraído, tenía la misión de proteger el rostro de Alemania, el puño derecho debía propinar un rápido directo a la mandíbula de Francia. Por lo tanto, la clave era la potencia del ala derecha, la que debía ejecutar el veloz movimiento envolvente que tendría como destino París.
Sin embargo, el jefe de Estado Mayor encargado de poner en práctica este vigoroso planteamiento era el dubitativo y pusilánime Von Moltke. Temiendo que los franceses pudieran penetrar a través de la frontera común, reforzó este sector en detrimento de la fuerza impetuosa que debía atravesar Bélgica. El espíritu de Von Schlieffen, a buen seguro, debía revolverse en su tumba al ver cómo la actitud timorata de su sucesor ponía en riesgo el éxito de su infalible plan.
Además de las inoportunas modificaciones llevadas a cabo por Von Moltke, el punto débil de este brillante plan no era táctico, sino estratégico; la violación de la neutralidad belga, garantizada por Gran Bretaña, podía provocar la entrada de los ingleses en la guerra para defender a los agredidos belgas.
Los alemanes decidieron afrontar esta eventualidad, pero los franceses demostraron ser unos ingenuos. Los planes del Estado Mayor francés no contemplaban la posibilidad de que los alemanes pasaran a través de Bélgica, al confiar en que el káiser respetaría los acuerdos internacionales.
El Plan Schlieffen, por el que las tropas alemanas invadían Francia atravesando Bélgica y Luxemburgo, en un mapa británico de la época. Los franceses esperaban que el ataque germano se produjese por la frontera común.
Von Moltke, jefe de Estado Mayor alemán, no se ciñó al plan elaborado por Schlieffen para derrotar a Francia. El debilitamiento del ala derecha, ordenado por él, sería determinante para el fracaso final del plan.
Aunque el servicio de información galo se hizo con los detalles del plan gracias a un desertor, el Estado Mayor francés permaneció inactivo, creyendo que una impetuosa ofensiva de su Ejército lograría rechazar el ataque teutón, previsto a través de la frontera común.
Las directrices para hacer frente a una ofensiva alemana, el llamado Plan XVII, no eran más que retórica vacía: «Atacar a ultranza» o «destrozar la voluntad del enemigo».
Estos principios venían a sustituir a otra mentalidad, más defensiva, que había tenido su materialización en el refuerzo de las fortalezas fronterizas, como la de Verdún. Ese nuevo espíritu ofensivo tenía su base teórica en que «el carácter nacional francés exige atacar a la manera de Napoleón». Pero los defensores de esta doctrina no tenían en cuenta que, según la mayoría de teóricos militares, solo se puede atacar con garantías de éxito si se posee una superioridad de tres a uno. En esos momentos, los franceses padecían una inferioridad ante los alemanes en una proporción de dos a tres, por lo que esa táctica ofensiva estaba destinada indefectiblemente al fracaso. Los admiradores de Napoleón no tuvieron en cuenta uno de sus axiomas, el que aseguraba que una batalla se gana o se pierde antes de que suene el primer disparo.
Unas horas después de la declaración de guerra, los franceses pudieron comprobar que los alemanes sabían muy bien lo que debían hacer. El pequeño ejército belga, superado por el germano en una proporción de siete a uno, bien poco podía hacer para resistir.
Una parte se fortificó en Lieja, otra se dirigió al sur para unirse a los franceses y al cuerpo expedicionario británico que había llegado en su socorro, mientras que el grueso de las tropas belgas se concentró en la defensa de Amberes. La resistencia belga, aunque muy meritoria, no detuvo a las tropas del káiser. Lieja y Amberes cayeron en pocos días, y el 18 de agosto los alemanes ya se extendían por toda su geografía.
El que la Gran Guerra sería un conflicto diferente a todo lo que se había visto en Europa se vio desde el inicio. El primer día de la ocupación de Bélgica, la presencia de francotiradores despertó la ira de los alemanes. Aunque el derecho internacional —plasmado en la Convención de La Haya de 1907— legitimaba la resistencia armada contra un invasor, los alemanes consideraban que la existencia de francotiradores violaba las leyes de la guerra, por lo que llevaron a cabo salvajes represalias contra la población civil en las localidades en las que eran atacados. Fueron trágicamente habituales los fusilamientos de decenas de aldeanos, aunque en algunas ocasiones estos asesinatos llegarían a ser masivos; en Tamines acabaron el 22 de agosto con la vida de 384 hombres, y al día siguiente, en Dinant, fueron masacradas 612 personas, incluyendo mujeres y niños.
La infantería alemana cruza una aldea belga incendiada. La población civil sufrió los excesos de los soldados germanos, que llevaron a cabo asesinatos masivos como represalia a la acción de los francotiradores.
La guerra contra los civiles continuó desde el aire. El 25 agosto, un dirigible alemán dejó caer varias bombas sobre Amberes.
Aunque solo murieron seis personas, se hizo evidente que, al contrario que en las guerras decimonónicas, se trataba de una contienda en la que la distinción entre frente y retaguardia quedaba fatalmente diluida.
Para contrarrestar la victoriosa ofensiva germana en Bélgica, el mariscal Joseph Joffre, jefe del Estado Mayor francés, puso en marcha el referido Plan XVII, que debía ser el antídoto contra el Plan Schlieffen. Las tropas francesas avanzaron a través de la frontera francogermana, ocupando Alsacia y Lorena. El Ejército galo tomó el 8 de agosto la ciudad alsaciana de Mulhouse, pero la ofensiva en Lorena perdió fuelle y quedó detenida. Se llevó a cabo un nuevo intento a través de las Ardenas, pero las defensas germanas permanecieron incólumes.
Los franceses habían cometido un colosal error de planteamiento. No habían comprendido que, gracias a las innovaciones técnicas en el arte de la guerra, era relativamente fácil defender una posición estática con unos pocos hombres. Los jinetes franceses, sable en mano, caían segados por las ametralladoras. La infantería, ataviada con vistosos pantalones rojos y quepis azules, era aniquilada por la artillería pesada y las armas automáticas. Los últimos vestigios de las guerras napoleónicas quedaban destrozados por la potencia de fuego de las armas recién salidas de las factorías alemanas. En solo veinte días, 300.000 soldados franceses habían perdido la vida en la denominada batalla de las Fronteras.