Pese a lo que se podría inferir de esta metáfora tabernaria, las reacciones de las distintas potencias no se desencadenaron tan rápidamente. De hecho, el mecanismo de relojería que pondría en marcha la guerra funcionó tan lentamente que aún no se explica cómo, en algún momento, este proceso no se logró detener.
El asesinato del heredero de los Habsburgo provocó una ola de indignación antiserbia en el Imperio Autrohúngaro, pero en Viena se dudaba del tipo de respuesta que debía darse. El emperador Francisco José, basándose en su larga experiencia, no era partidario de castigar militarmente a Serbia, temiendo la reacción de Rusia, pero Guillermo II se dedicó a azuzar a su aliado a través de su embajador, animando a los austríacos a infligir una derrota a los levantiscos serbios. En cuanto a la amenaza rusa, el káiser aseguraba que los ejércitos del zar no estaban en absoluto preparados para acudir en defensa de Belgrado.
De todos modos, el mes de julio de 1914 no parecía el período más propicio para que se desatase un conflicto entre las potencias europeas. Las distintas casas reales estaban pensando más en sus vacaciones de verano que en efectuar un seguimiento de la actividad de sus cancillerías. De hecho, pese a la posibilidad cierta de una guerra entre Austria y Serbia, el káiser decidió continuar adelante con su veraneo, previsto para el 6 de julio. Después de asegurar al canciller y al ministro de la Guerra que «no había ninguna perspectiva de grandes sucesos bélicos», zarpó en su velero para emprender un crucero de tres semanas por aguas noruegas.
El káiser alemán, Guillermo II, animó a los austríacos para que atacasen a Serbia, a pesar del riesgo de que los rusos entraran en guerra para defender al pequeño país balcánico.
En Viena, los partidarios de atacar a Serbia comenzaron a imponerse en el gabinete austrohúngaro, envalentonados por el apoyo alemán. Mientras tanto, en Londres se levantaban las primeras voces de advertencia sobre la posibilidad de que estallase la guerra, aunque en ese momento eran recibidas con burlona indiferencia.
El 13 de julio llegó a Viena un informe secreto en el que se desligaba el asesinato del archiduque de cualquier tipo de apoyo del gobierno de Belgrado. Esa crucial información, que podía haber puesto fin a la escalada diplomática, se mantuvo oculta. El deseo austríaco de castigar a Serbia era ya más acusado que actuar conforme a la realidad de los hechos. Francisco José fue convencido por su gobierno para enviar un ultimátum a Serbia, al garantizarle que ninguna potencia acudiría en socorro del agredido.
El 19 de julio, el gobierno austríaco concluyó la confección del ultimátum, en el que se vinculaba falsamente a Belgrado con el asesinato, estipulándose un total de quince demandas. Aunque la mayoría eran asumibles, como la prohibición de la propaganda antiaustríaca en territorio serbio, la exigencia de que fueran funcionarios austríacos los que llevaran a cabo el proceso judicial contra los ciudadanos serbios implicados en el complot suponía una humillación difícil de aceptar.
Francisco José dudó en autorizar su envío, debido a las advertencias del embajador ruso en Viena, pero finalmente a las seis de la tarde del 23 de julio fue entregado en Belgrado, exigiendo una respuesta en 48 horas. Al día siguiente, el gobierno ruso acordó movilizar trece cuerpos del ejército, mientras Francisco José ordenaba una movilización parcial. Europa comenzaba a precipitarse de forma imparable por la pendiente de la guerra.
El rey Pedro de Serbia decretó la movilización el 25 de julio, como medida de precaución, al mismo tiempo que comunicaba a Viena, cuando quedaban solo diez minutos para que finalizase el plazo, su aceptación del ultimátum. Los serbios admitían todos los agravios y humillaciones que se derivaban de él, excepto el punto de la intervención judicial austríaca, aunque aseguraban que estaban dispuestos a abrir negociaciones.
El káiser presenciando un desfile. Su Ejército estaba preparado para golpear a Francia con rapidez antes de que los rusos pudieran reaccionar.
Pese al innegable espíritu conciliador de Belgrado, los austríacos rechazaron la propuesta serbia, una decisión que parecía satisfacer a Viena, puesto que el enviado austríaco había recibido órdenes de abandonar la capital serbia media hora después de las seis, para no dar a los serbios opción de recapacitar sobre su decisión. Además, horas antes ya se habían trasladado a Austria los archivos secretos que se custodiaban en su embajada. Más que un ultimátum, todo indicaba que lo único que se buscaba era una excusa para declarar la guerra a Serbia.
Al día siguiente, los rusos apoyaron el inicio de las conversaciones, al igual que los británicos, que intentaron impulsar la celebración de una conferencia internacional para encontrar una salida al conflicto; pero los alemanes mostraron su rechazo a esta iniciativa de paz afirmando que era inviable. La respuesta germana fue interpretada como una amenaza, por lo que el Ministerio de la Guerra británico ordenó proteger los puntos más sensibles del sur del país, en previsión de un hipotético ataque alemán.
Berlín continuaba con su presión sobre Viena para que emprendiese de inmediato el ataque contra Serbia, pese a que la reciente movilización austríaca no quedaría completada antes de dos semanas.
Por su parte, Londres continuaba planteando sin éxito todo tipo de medidas de mediación.
Sorprendentemente, la actitud del káiser dio un giro el 28 de julio, al remitir a su ministro de Asuntos Exteriores una nota en la que afirmaba que el gobierno austríaco podía darse por satisfecho con la respuesta serbia al ultimátum y que no era necesario provocar un conflicto armado. Sin embargo, esta inesperada actitud conciliadora de uno de los mayores instigadores de la escalada bélica llegaba demasiado tarde. En esos momentos, las calles de Viena ya mostraban el entusiasmo de la población con la perspectiva de la guerra. Al mediodía de ese 28 de julio de 1914, un mes exacto después del asesinato del archiduque en Sarajevo, Austria declaraba la guerra a Serbia.
El choque armado ya era inevitable, pero el fallo de todas las espitas de seguridad provocaría un conflicto generalizado, constituyendo el fracaso diplomático más espectacular de toda la Historia. El 29 de julio se produjo en todas las cancillerías europeas una actividad frenética. Alemania movilizó a su flota, pese al compromiso de paz que el monarca británico, Jorge V, había expresado al káiser a través de su hermano, que se encontraba en Inglaterra. Aun así, la Royal Navy había comenzado a tomar posiciones en el mar del Norte para responder a la flota germana.
Ese mismo día, Rusia decretó una movilización parcial; un total de seis millones de soldados se pusieron en camino hacia las fortificaciones de la frontera con Austria, mientras Belgrado comenzaba a ser bombardeada. El zar, que no deseaba enfrentarse a Alemania, envió un telegrama urgente en el que pedía al káiser —con el que, como hemos visto, mantenía una larga y sincera amistad— que frenase a sus aliados austríacos. El káiser le respondió asegurando que estaba llevando a cabo todos los esfuerzos para forzar un acuerdo entre los dos contendientes. A última hora de la tarde de ese intenso día, confiado en la palabra del káiser, el zar intentó cancelar la movilización, pero su gobierno le convenció de que eso era imposible, puesto que la maquinaria militar rusa se había puesto ya en movimiento. Nicolás II volvió a telegrafiar a Guillermo II insistiendo en la necesidad de su mediación.
Las siguientes jornadas no serían menos delirantes. Pese a las supuestas ansias de paz del káiser, el gobierno alemán decretó el 30 de julio una movilización parcial. Cuando la noticia llegó a San Petersburgo, el zar —abatido por la perspectiva de una guerra inminente— no tuvo otro remedio que firmar por la tarde la orden de movilización total.
A la mañana siguiente, el jefe del Estado Mayor germano, el general Helmuth von Moltke, aconsejó a los austríacos que se movilizaran contra la amenaza rusa. Confiado en el apoyo alemán, el gobierno de Viena ordenó el envío de tres millones de hombres a la frontera con Rusia. Esa tarde, Alemania enviaba un ultimátum a los rusos para que cesasen en sus preparativos bélicos, pero la exigencia fue rechazada.
Francia, que tenía una alianza con Rusia, se aprestó a movilizar a sus tropas con la intención de disuadir a Alemania de atacar en el este. Pero el entusiasmo popular desbordó las previsiones. El movimiento socialista francés, contrario a la guerra, se vio sobrepasado de inmediato por el fervor patriótico de los trabajadores y de la población en general, deseosa de ajustar cuentas con los alemanes. Los gritos de «¡A Berlín!» podían escucharse en todo París, mientras los soldados que desfilaban por los bulevares acompañados por el marcial sonido de los tambores eran seguidos por los niños y besados por las mujeres.
El 31 de julio continuaron los preparativos bélicos en las capitales europeas, envueltos en el entusiasmo de las masas. Este tendría su máxima expresión en Alemania al día siguiente, cuando se hizo pública la declaración de guerra a Rusia. Los esfuerzos del zar para que el káiser la revocase fueron inútiles.
Aquí surge una cuestión no resuelta por los historiadores, y es si era posible detener la maquinaria que daría como resultado el estallido de la conflagración. Algunos han definido el comienzo de la Primera Guerra Mundial como la timetable war (traducible como «guerra del horario»); la movilización alemana se basaba totalmente en la coordinación de su red ferroviaria para transportar las tropas al frente, y de la sincronización del horario de estos trenes dependía el éxito de la movilización.
Hay que tener en cuenta que solo un cuerpo de ejército requería casi un millar de vagones para la infantería, dos mil para la artillería y cerca de tres mil para la caballería, además de seis mil para los suministros. Si multiplicamos estos vagones por los cuarenta cuerpos de ejército de que constaban las fuerzas germanas nos haremos una idea del sistema de transporte ferroviario que debía idearse para organizar la movilización. Los alemanes habían trabajado meticulosamente durante años para establecer ese engranaje que, una vez puesto en marcha, ya no podía detenerse; una pequeña duda en la aplicación del plan convertiría ese despliegue perfectamente sincronizado en un completo caos.
Franceses, rusos y austríacos también dependían de complejos planes de movilización para asegurar la concentración de los soldados y su posterior envío al frente. Aunque hoy en día no podemos entender que el camino a la guerra no pudiera detenerse con una simple orden, no hay que perder de vista este factor para tratar de comprender las circunstancias que llevaron a Europa por la pendiente de la guerra sin que, aparentemente, nadie pudiera hacer nada por impedirlo.