Para el lector resultará una incógnita imaginar cómo fue posible que esa bala disparada por Gavrilo Princip al cuello del heredero de los Habsburgo pudiera desencadenar un conflicto que costaría la vida a más de ocho millones de soldados y un número similar de civiles.
Esta dificultad para comprender el desencadenamiento de la conflagración es compartida también por los historiadores, que no alcanzan a ponerse de acuerdo sobre la naturaleza de la gestación del conflicto. Al contrario de lo que ocurriría en 1939, cuando las democracias occidentales entraron en guerra con la Alemania nazi tras su agresión a Polonia para evitar así que todo el continente cayera en manos de Hitler, la Primera Guerra Mundial no estalló como reacción a una amenaza directa y concreta, sino como la chispa que encendió una larga serie de disputas larvadas desde mucho tiempo atrás.
Además, para añadir más confusión a este asunto, hay que tener en cuenta que la mayoría de las casas reales europeas estaban emparentadas, lo que supuestamente debía servir como un factor que canalizase el diálogo y el entendimiento. De los nueve hijos de la reina Victoria de Inglaterra (1819-1901) —cuyo reinado duró 64 años—, la mayor, también llamada Victoria, se había casado con el entonces káiser alemán Federico III, conocido familiarmente como Fritz. El fruto de este matrimonio sería el futuro káiser Guillermo II.
El segundo hijo de la reina Victoria, Eduardo, sucedió a su madre en el trono en 1901 y reinó hasta su muerte, en 1910, al que siguió su hijo, Jorge V. El tercer retoño de la reina Victoria, Alicia, se casó con el príncipe alemán Luis de Hesse; su hija, Alexandra, se casaría con el zar Nicolás II. Por lo tanto, el rey Jorge V, el káiser y la zarina de Rusia eran primos carnales. Las relaciones epistolares entre ellos eran habituales, especialmente entre el káiser y su primo político, el zar, que eran especialmente amistosas, lo que no contribuye a esclarecer el origen de la locura que llevó al continente europeo a la guerra.
En el verano de 1914, Europa era una gigantesca taberna —una metáfora para la que apelo a la complicidad del lector y a la que continuaré refiriéndome más adelante— en la que, aparentemente, todo el mundo bebía y departía amigablemente en medio de una camaradería animada por esos estrechos lazos familiares. Sin embargo, los recelos y las envidias no estaban demasiado alejadas del festivo ánimo de los presentes.
Francia albergaba todavía un gran resentimiento contra los alemanes desde que en 1871, tras el triunfo del canciller Otto von Bismarck en la guerra Franco-prusiana, los teutones se anexionaran la totalidad de Alsacia y buena parte de Lorena. Las ansias de revancha, inculcada en las escuelas, no se habían disipado en las cuatro décadas que habían transcurrido desde entonces.
Pero Alemania había olvidado ya las mieles de aquel triunfo y, por el contrario, anidaba en ella la amarga sensación de sufrir una injusticia histórica. Al haberse unificado en una fecha tan tardía como 1870, el Imperio alemán había llegado tarde al reparto colonial. Desde Berlín se observaban con envidia las exóticas aventuras de los soldados franceses y británicos en sus vastos imperios coloniales, mientras que Alemania tenía que limitarse a defender unas escasas posesiones en ultramar, como la desértica Namibia o las impenetrables Togo y Camerún. Los alemanes, pese a su gran potencial económico e industrial, y a ser una referencia universal en el arte, la ciencia y la técnica, se veían constreñidos en su prisión europea sin esperanzas de ocupar el lugar en el mundo que, según ellos, les correspondía.
Por su parte, Gran Bretaña no contemplaba con buenos ojos el objetivo de Alemania de convertirse en una potencia naval. La ampliación del canal de Kiel en 1914, que permitía un rápido desplazamiento de los buques germanos hacia el mar del Norte, sería interpretada como un desafío al dominio mundial de la Royal Navy, incontestable desde su victoria en Trafalgar en 1805.
Pero no solo los grandes actores europeos tenían cuentas pendientes entre ellos. La Rusia de Nicolás II tenía aspiraciones en los Balcanes. Sus puertos del Báltico o en el Extremo Oriente quedaban inutilizados por el hielo en invierno, mientras que sus puertos de aguas cálidas del mar Negro podían ser fácilmente bloqueados por los turcos en el Bósforo. Así pues, el polvorín de los Balcanes era una presa apetecible para la armada del zar, que aún no había digerido su derrota a manos de los japoneses en 1905.
Una consecuencia de estas aspiraciones fue el apoyo ruso a los eslavos del sur para expulsar a su histórico enemigo, el Imperio Otomano, del continente europeo. El resultado fue la alianza de Bulgaria y Serbia para derrotar en 1912 a los turcos en la Primera Guerra de los Balcanes. Pero el acercamiento interesado de Austria y Bulgaria para frenar la constitución de la Gran Serbia causó un choque diplomático entre los recientes vencedores, degenerando en un nuevo conflicto armado, la Segunda Guerra de los Balcanes, en la que todos los Estados de la zona se unieron contra los búlgaros.
Bulgaria, pero Serbia continuó sin disfrutar de salida al mar, lo que acentuó aún más su resentimiento hacia Austria. Los Balcanes, en donde convivían mal que bien una treintena de etnias diferentes, se habían convertido en un auténtico avispero.
Como quedó demostrado con su apoyo a Bulgaria, el Imperio Austrohúngaro contemplaba con acusada preocupación las ingerencias rusas en la región. Los Habsburgo debían gobernar un inmenso mosaico de pueblos y etnias (checos, eslovacos, croatas o eslovenos, entre otros), siempre prestos a la rebelión. Rusia, convertida en campeona del mundo eslavo, protegía a Serbia ante la presión de Viena, que abrigaba todo tipo de sospechas sobre Belgrado, acusándola de ser la gran instigadora de los movimientos desestabilizadores que actuaban en su Imperio.
La consecuencia de este complejo cúmulo de rencillas y odios era un intrincado sistema de alianzas en el que, tal como vemos, unos brindaban garantía a otros en caso de ser atacados. Alemania y Austria-Hungría se encontraban ligadas por profundos lazos culturales y sentimentales, lo que les convertía en aliados naturales. En el otro bando, Gran Bretaña y Francia habían constituido de palabra la denominada Entente Cordiale en 1904 para defender mutuamente sus intereses coloniales, a la que más tarde se sumaría Rusia, creándose así la Triple Entente.
Esta alianza despertó los recelos de las Potencias Centrales, al quedar rodeadas geográficamente. Para Austria, además, la presencia de una Serbia independiente y amiga de Rusia suponía un factor especialmente amenazante.
Turquía, pese a su posición periférica, también jugaba un papel importante. Los alemanes se labraron su amistad al constituir este el único camino hacia el exterior. Fruto de esta amistad, se impulsó en 1899 la construcción de un ferrocarril que debía unir Berlín y Bagdad a través de territorio otomano, lo que fue visto con recelo por los ingleses, pues no deseaban ver alemanes cerca de la joya de la corona de su imperio, la India. Pero el ramal de esta vía férrea que debía llegar al mar Rojo agotó la paciencia de Gran Bretaña, que entonces ocupaba Egipto, lo que le llevó a anexionarse los territorios orientales del desierto del Sinaí, pertenecientes a Turquía. Esta agresión, unida a las apetencias turcas en la región de Armenia a costa de Rusia, situaría definitivamente a Constantinopla en la esfera de los Imperios Centrales.
En 1902, Gran Bretaña y Japón firmaron un pacto para frenar las aspiraciones germanas en el Pacífico. En África, los intentos alemanes de establecer un puerto en Agadir, en la costa marroquí, también fueron cortados de raíz en 1911 por británicos y franceses; una cañonera germana tuvo que retirarse para evitar la respuesta armada de la Entente. Las presiones de Londres para que Berlín no continuara con su plan de rearme naval, junto a la expansión de la armada rusa impulsada por los británicos, acabaron por crear en Alemania un intenso sentimiento de frustración.
En cuanto a Italia, en 1892 había firmado un pacto con Alemania y Austria-Hungría, formando la Triple Alianza, a la que se uniría Rumanía al año siguiente. Pero la lealtad transalpina a sus aliados centroeuropeos no se demostró inquebrantable; en 1902 resolvió un conflicto colonial con Francia garantizándose recíproca neutralidad en caso de ser agredidas por un tercero, un pacto que sería renovado diez años más tarde. Además, un pacto secreto entre Italia y Rusia acordado en 1909 garantizaba el statu quo en los Balcanes, lo que convertía a los italianos, pese a continuar nominalmente formando parte de la Triple Alianza, en un socio poco fiable.
Pero Rumanía tampoco atesoraba un gran aprecio por los austríacos, pues consideraba como territorio propio Transilvania y Bucovina, dos regiones pertenecientes al Imperio de los Habsburgo que les habían sido arrebatadas dos siglos antes. En cuanto a Montenegro y Grecia, nada les inquietaba más que esa gigantesca tenaza formada por Viena y Estambul.
Por lo tanto, en el ambiente de aquella gran taberna europea flotaba un buen número de cuentas pendientes. Tan solo era necesario que los efluvios del alcohol patriótico comenzasen a crear una falsa euforia para que, en un instante, se pasase de la camaradería a la pelea multitudinaria. Y eso es lo que ocurrió cuando aquel estudiante serbio disparó contra el archiduque. No fue más que un pisotón de la enclenque Serbia al gigante austríaco, pero la reacción de la prepotente Austria-Hungría contra los insolentes serbios hizo entrar en liza a Rusia, que acudió presta a socorrer a sus protegidos eslavos. A su vez, Alemania entró en escena para poner en su lugar a los rusos, pero estos contaron con la solidaridad de Francia y Gran Bretaña, que se remangaron de inmediato los puños para acudir en defensa de su aliada.
La consecuencia es que los grandes estados europeos se acababan de enzarzar en una barahúnda en la que el motivo primigenio a penas tenía ya importancia. Pero, en este caso, no volarían mesas y sillas por la sala, ni se rompería en pedazos el cristal situado detrás de la barra del bar mientras el pianista continuaba tocando… La trifulca supondría la lucha a muerte en el campo de batalla entre toda una generación de jóvenes de diferentes naciones, que responderían con entusiasmo a las respectivas órdenes de movilización, empujados por el exacerbado patriotismo de las masas.