UN TRÁGICO DESPISTE DE CONDUCCIÓN

Franz Urban era ese día el conductor del vehículo oficial del archiduque por las calles de Sarajevo. Durante una parte del trayecto no prevista, el experimentado chófer se confunde y toma una calle equivocada. Para retomar de nuevo la ruta correcta, decide salir de la calle circulando lentamente marcha atrás. En ese momento, por pura casualidad, uno de aquellos estudiantes, Gavrilo Princip, ve acercarse hacia él el coche oficial, reconociendo de inmediato al archiduque. No puede creer lo que ven sus ojos; tiene a pocos metros al hombre que encarna la dominación austríaca. Sin pensárselo dos veces, Princip echa mano a su pistola y apunta al archiduque. La tragedia que conmocionará a Europa va a producirse en pocos segundos…

El archiduque Francisco Fernando quería descentralizar el Imperio austrohúngaro, pero sus propuestas ya no serían escuchadas por los nacionalistas serbios, deseosos de librarse por la fuerza del dominio austríaco.

El coche en el que viajaba el archiduque cuando fue asesinado, expuesto en el Museo de Historia Militar de Viena, al igual que el uniforme ensangrentado y el arma utilizada. La bala disparada por Princip puede contemplarse en el castillo de Konopiste, en la ciudad checa de Benesov.

Pero dejemos congelada esta dramática escena y retrocedamos a lo que había ocurrido esa misma mañana. Poco antes de las diez, Francisco Fernando y Sofía habían llegado a Sarajevo por vía férrea.

Al salir de la estación subieron al coche oficial y, junto a seis vehículos más, se dirigieron al Ayuntamiento. Hacía un tiempo espléndido; el cielo se encontraba totalmente despejado de nubes y soplaba una suave y agradable brisa. En su recorrido por las engalanadas calles de la ciudad tuvieron ocasión de saludar al público que se había congregado en las aceras desde el vehículo descapotable.

Aunque se oían algunos aplausos, no se percibía ningún entusiasmo y la sensación general era de simple curiosidad por la visita de tan altas personalidades, cuando no de indiferencia.

Pero el tranquilo discurrir de la caravana oficial se vería alterado de golpe. Pasaban unos veinte minutos de las diez, cuando uno de los integrantes del grupo de jóvenes conspiradores arrojó contra el vehículo del archiduque una granada de mano escondida en un ramo de flores. En lugar de caer en el interior, la bomba rebotó en el lateral, estallando al paso del coche de seguimiento y causando heridas a dos nobles austríacos que viajaban en él.

El asesino frustrado intentó suicidarse de inmediato ingiriendo una pastilla de cianuro y arrojándose al río. Definitivamente, ese no era su día de suerte, puesto que cayó en un lugar del río en que tan solo había un palmo de profundidad y, para colmo, vomitó la píldora. Fue arrestado por la policía.

El archiduque no se dejó impresionar por este atentado y, en lugar de dar por finalizada la visita, decidió continuar con la agenda prevista y ser recibido en el Ayuntamiento con todos los honores.

Allí se produjo un momento de gran tensión, cuando el alcalde, al no haber tenido tiempo de modificar el discurso previamente preparado, leyó un párrafo en el que se hablaba de «la acogida calurosa que la población de Sarajevo ha brindado a los príncipes». El archiduque interrumpió al alcalde y le manifestó su célebre reprimenda:

«Venimos aquí en visita de amistad… ¡y nos recibís con bombas!».

Sofía, tomando la mano de su esposo, consiguió calmarlo mientras el azorado alcalde concluía su desafortunado discurso.

A la finalización del acto, el archiduque, para desesperación de su séquito, que deseaba abandonar cuanto antes la ciudad, en lugar de despedirse, decidió trasladarse al hospital en donde habían quedado ingresados los dos miembros de su comitiva para interesarse por su estado de salud.

Alguien sugirió que, vistas las circunstancias, lo más aconsejable era que las tropas austríacas estacionadas fuera de la ciudad formasen un cordón de seguridad en el siguiente trayecto, pero esta idea fue desechada por la absurda razón de que esos soldados no tenían disponibles sus uniformes de gala. Así pues, la seguridad del archiduque continuó en manos de la policía de Sarajevo. Los relojes del campanario de la iglesia señalaban las doce cuando partieron Fernando y su esposa desde el Ayuntamiento.

Y llegamos a la escena que habíamos dejado en suspenso, en la que el chófer Franz Urban, desconocedor de la mejor ruta para llegar al hospital, se equivoca entrando desde el muelle Appel en la calle Gebel. Ese simple error de conducción será fatal, no solo para la ilustre personalidad que viaja en el asiento de atrás, sino, a la postre, para toda Europa. Aquel giro de volante, producto de una decisión tomada en unos segundos, marcará para siempre la historia del siglo XX.

Princip, el conspirador que en ese momento pasa por el lugar, rumbo a la cafetería Moritz Schiller para comer algo y olvidar así el fracaso de su compañero, se topa de repente con el coche del archiduque, retrocediendo a escasa velocidad. El heredero del odiado Imperio de los Habsburgo está a un escaso metro y medio de él. No duda ni un instante; saca su pistola y dispara solo dos veces, una contra el heredero y otra contra su esposa. Francisco Fernando es herido en el cuello y Sofía, en el abdomen.

Los disparos son tan certeros que nadie piensa que han resultado heridos; de hecho, Urban sigue retrocediendo para retomar la calle principal, hasta que advierte horrorizado que de ambos cuerpos mana un reguero de sangre. La duquesa fallece casi en el acto, mientras su esposo, que está perdiendo mucha sangre, le implora:

«Sofía, no te mueras, vive por nuestros hijos…».

El chófer conduce ahora a toda velocidad hacia el hospital, pero Francisco Fernando exhala su último suspiro durante el camino. La leyenda dice que no se pudo contener la hemorragia del archiduque porque este, muy presumido, prescindía de botones y hacía que le cosiesen sus uniformes una vez puestos para que se ajustasen perfectamente a su cuerpo. Cuando, una vez en el hospital, alguien rasgue el grueso uniforme con la ayuda de unas tijeras, ya será demasiado tarde.

La policía detiene sin dificultad a Gavrilo Princip y al resto del grupo. El interrogatorio de Princip será tan duro que más tarde tendrá que amputársele un brazo. Juzgado y condenado, el magnicida se libraría de la pena de muerte al tener menos de veinte años, pero moriría en prisión víctima de la tuberculosis, en abril de 1918.

Tras la derrota de Austria, el puente Latino, por el que había pasado el vehículo del archiduque antes de que su conductor sufriera su trágico despiste, pasó a denominarse Puente Gavrilo Princip.

Aquel 26 de junio de 1914, el heredero del Imperio Austrohúngaro se había desangrado en Sarajevo. Muy pocos podían advertir los negros nubarrones que se vislumbraban en el horizonte más inmediato. La cuenta atrás de la guerra que iba, a su vez, a desangrar a Europa había comenzado en ese preciso momento.

Este es el punto exacto en el que el asesino disparó contra el archiduque y su esposa; la esquina que forma la calle Gebel con el muelle Appel.

Retrato del magnicida Gavrilo Princip, en base a una fotografía tomada después de ser arrestado. La expresión de su rostro denota que fue interrogado con dureza.