7

En una ocasión, Sáfico llegó al final de un túnel y bajó la mirada hacia una amplia caverna. El suelo era una piscina contaminada con veneno. Unos tallos corrosivos ascendían desde él. Por toda la oscuridad se extendía un alambre en tensión, y en el extremo más alejado, se veía una puerta, con luz al otro lado.

Los moradores del Ala intentaron disuadirlo:

—Muchos han caído —le decían—. Sus huesos se han podrido en el lago negro. ¿Por qué iba a ser diferente en vuestro caso?

Él respondió:

—Porque tengo sueños, y en esos sueños veo las estrellas.

Entonces se abalanzó sobre el alambre y empezó a avanzar. Repetidas veces se detuvo, o se quedó colgando presa del dolor. Repetidas veces le instaron a que regresara. Al final, al cabo de varias horas, llegó al otro lado, y vieron cómo se tambaleaba y desaparecía por la puerta.

El tal Sáfico era moreno y esbelto. Tenía el pelo liso y largo. Nadie conoce su verdadero nombre.

Andanzas de Sáfico

Gildas repitió con irritación:

—Te lo he dicho mil veces. El Exterior sí existe. Sáfico encontró la manera de salir. Pero nadie puede entrar. Ni siquiera tú.

—Tú qué sabes…

El anciano soltó una carcajada que hizo temblar el suelo. La jaula metálica pendía en lo alto de la cueva, y apenas era lo bastante grande para que ambos cupieran dentro acuclillados. De ella colgaban libros con cadenas, instrumentos quirúrgicos, una bamboleante cascada de cajas de latón plagadas de especímenes purulentos. Estaba forrada con colchones viejos de los que salían briznas de paja que caían como una nieve irritante sobre las hogueras en las que cocinaban distintos alimentos en grandes cacerolas. Una mujer alzó la mirada para gritar con exasperación. Entonces vio a Finn y se quedó callada.

—Lo sé, insensato, porque lo han escrito los Sapienti. —Gildas se calzó una bota—. La Cárcel se construyó para contener a la Escoria de la humanidad; para encerrarlos bajo llave, para exiliarlos de la tierra. Eso ocurrió hace siglos, en los tiempos de Martor, en la época en que la Cárcel hablaba con los hombres. Setenta Sapienti se prestaron voluntarios para entrar en la Cárcel y dirigir a sus internos, y tras ellos, la entrada se selló para siempre. Les transmitieron su sabiduría a sus sucesores. Hasta los niños lo saben.

Finn frotó la empuñadura de la espada. Estaba cansado y resentido.

—Desde entonces no ha entrado nadie más. También sabemos que existen los Vientres, pero desconocemos dónde están. Incarceron es muy eficaz; fue diseñado para ser así. No desperdicia la materia inerte, sino que lo recicla todo. En esas celdas engendra nuevos internos. Puede que también cree animales.

—Pero yo recuerdo cosas… fragmentos de cosas.

Finn se agarró de los barrotes de la celda como si quisiera aferrarse a esa creencia. Observó a Keiro, que cruzó la cueva, muy por debajo de ellos, con los brazos alrededor de dos chicas risueñas.

La mirada de Gildas siguió la suya.

—No es verdad. Sueñas los misterios de Incarceron. Tus visiones nos mostrarán cómo Escapar.

—No. Son «recuerdos».

El anciano parecía nervioso.

—¿Qué es lo que recuerdas?

Finn estaba confuso.

—Bueno…, una tarta. Con bolas plateadas y siete velas. Había gente. Y música… mucha música.

No se había percatado de ese detalle hasta ahora. Se sintió curiosamente complacido, hasta que miró a los ojos al anciano.

—Una tarta. Supongo que eso podría ser un símbolo. El número siete es importante. Los Sapienti lo denominan el símbolo de Sáfico, por la ocasión en que se encontró con el Escarabajo renegado.

—¡Estuve allí!

—Todos tenemos recuerdos, Finn. Lo que importa son tus profecías. Las visiones que descienden sobre ti son el gran don de los Visionarios, lo que los hace especiales. Son únicos. Todo el mundo lo sabe, tanto los esclavos como los guerreros, incluso Jormanric. Así es como te ven los demás. Algunas veces te tienen miedo.

Finn se quedó callado. Odiaba esos arrebatos. Llegaban de improviso, con un mareo confuso y unos desvanecimientos que lo aterrorizaban, y las insistentes e infatigables preguntas de Gildas que seguían a cada uno de ellos lo dejaban tembloroso y sin fuerzas.

—Algún día me moriré por culpa de un ataque —dijo en voz baja.

—Es cierto que pocos Nacidos en la Celda viven hasta la vejez —la voz de Gildas sonó seria, aunque desvió la mirada. Mientras se abrochaba el ornamentado collar por encima de la túnica verde, murmuró—: El pasado ya no existe; fuera lo que fuese, ya no importa. Quítatelo de la cabeza o te volverá loco.

Finn preguntó:

—¿A cuántos Nacidos en la Celda has conocido además de a mí?

—A tres. —Gildas se mesó la punta trenzada de la barba con gran irritación. Hizo una pausa—. Sois seres extraños. Hasta que te conocí a ti, me pasé la vida buscándolos. El primero que conocí fue un hombre que, según los rumores, había nacido en la celda y que pedía limosna en la puerta del Salón de los Leprosos. Sin embargo, cuando por fin conseguí convencerlo para que hablara conmigo, me di cuenta de que había perdido la chaveta; balbuceaba tonterías sobre un huevo que hablaba, un gato que se desvanecía dejando sólo una sonrisa. Años después, tras muchas habladurías, conocí a otra persona Nacida en la Celda, una trabajadora de los Cívicos, en el Ala de Hielo. Tenía un aspecto bastante normal; intenté persuadirla para que me hablara de sus visiones. Pero se negó en rotundo. Un día me enteré de que se había ahorcado.

Finn tragó saliva.

—¿Por qué?

—Me dijeron que había empezado a convencerse de que la seguía un niño, un niño invisible que se aferraba a sus faldones y la llamaba, que la despertaba por las noches. Su voz la atormentaba. Y no conseguía que se callara.

Finn se estremeció. Sabía que Gildas lo observaba. El Sapient dijo con brusquedad:

—Encontrarte a ti aquí fue una oportunidad entre un millón, Finn. Tú eres el único que puede dirigir mi Huida.

—Yo no puedo…

—Sí que puedes. Eres mi profeta, Finn. Mi vínculo con Incarceron. Dentro de poco me traerás la visión que llevo esperando toda la vida, la señal de que ha llegado mi hora, de que debo seguir a Sáfico y buscar en el Exterior. Todo Sapient emprende ese viaje. Ninguno ha logrado su propósito, pero es que ninguno tenía a un Nacido en la Celda para guiarlo.

Finn sacudió la cabeza. Llevaba años oyéndole decir eso, y todavía lo asustaba. El anciano estaba obsesionado con Escapar, pero ¿cómo iba a ayudarlo Finn? ¿Cómo podían los flashes de memoria y las lagunas de inconsciencia que lo asfixiaban y le ponían la piel de gallina ayudar a alguien?

Gildas lo apartó de un empujón y agarró la escalera metálica.

—No hablas con nadie de esto. Ni siquiera con Keiro.

Descendió la escalera y sus ojos se pusieron a la altura de los pies de Finn antes de que el joven pudiera murmurar:

—Jormanric nunca te dejará marcharte sin más.

Gildas lo miró por entre los travesaños.

—Yo voy adonde quiero.

—Él te necesita. Gobierna el Ala gracias a ti. En solitario, él…

—Se las arreglará. Se le da bien la violencia y la intimidación. —Gildas bajó un peldaño más y se irguió, con la menuda cara marchita pero iluminada con una alegría repentina—. ¿Te imaginas cómo será, Finn, un día, abrir una trampilla y salir trepando de la oscuridad, salir de Incarceron? ¿Ver las estrellas? ¡Ver el sol!

Finn permaneció un instante callado; después descendió colgándose de una cuerda y adelantó al Sapient.

—Yo ya lo he visto.

Gildas se rio con amargura.

—Sólo en visiones, insensato. Sólo en sueños.

Zigzagueó con sorprendente agilidad para bajar la diagonal de escaleras de mano entrelazadas. Finn también siguió bajando pero más despacio, pues la fricción de la cuerda le calentaba las manos a pesar de los guantes.

«Escapar».

Esa palabra lo aguijoneaba como una abeja, era un filo que le perforaba la mente, un anhelo que le prometía todo y no significaba nada. Los Sapienti enseñaban que una vez Sáfico encontró la forma de salir y escapó. Finn no sabía si creérselo o no. Las historias sobre Sáfico se magnificaban con cada uno de los narradores; cada cuentacuentos itinerante y cada poeta conocían un relato nuevo. Si un solo hombre hubiese vivido todas esas aventuras, si hubiese burlado a todos esos Señores del Ala, si hubiese emprendido ese viaje épico a través de las Mil Alas de Incarceron, tendría que haber vivido varias generaciones. Se decía que la Cárcel era inmensa, e inabarcable, un laberinto de pabellones y escaleras y cuevas y torres sin número. O eso enseñaban los Sapienti.

Tocó el suelo con los pies. En cuanto vislumbró la iridiscencia verde como una serpiente de la túnica de Gildas, que se apresuraba a salir de la Guarida, Finn corrió tras él, asegurándose antes de llevar el florete envainado y sus dos dagas colgando del cinturón.

El cristal de la Maestra era lo que más le preocupaba en esos momentos. Y llegar hasta él no sería fácil.

El Abismo de los Rescates estaba a sólo tres pabellones de allí, y Finn fue cruzando los oscuros espacios vacíos rápidamente pero muy atento, para protegerse de las arañas y de los halcones nocturnos endémicos, que descendían en picado desde las altísimas vigas del techo. Daba la impresión de que todos se habían congregado ya. Oyó a los Comitatus antes de pasar por el último arco; gritaban y lanzaban insultos desde el otro lado del abismo, y su desdén se ampliaba con el eco que reproducían los lisos muros de la estancia, por los que era imposible trepar.

En el extremo más alejado, los Cívicos esperaban en una fila de sombras.

El Abismo era una grieta irregular que surcaba el suelo, una escarpada cara de obsidiana negra. Si se tiraba una piedra hacia él, jamás se oía el sonido de la piedra al aterrizar. Los Comitatus consideraban que no tenía fondo; algunos llegaban a decir que si alguien caía en sus profundidades, caía directamente a través de Incarceron hasta llegar al corazón líquido de la tierra, y era evidente que de la grieta emanaba calor, un miasma que hacía que el aire temblequease. En el centro, desprendida por la especie de movimiento sísmico de la Cárcel que había creado el abismo, se elevaba una roca fina como un alfiler que llamaban el Pico, con la cumbre plana, agrietada y gastada por el tiempo. Desde ambos lados del abismo, un puente de requemado metal oxidado y oscurecido con grasa de cerdo conducía al Pico. Era un lugar neutral que no pertenecía a nadie, un lugar para las treguas y las negociaciones, para el dubitativo intercambio entre las tribus hostiles del Ala.

Casi al borde del abismo, sin valla protectora, desde donde a menudo arrojaba a los esclavos que le causaban problemas entre gritos de desesperación, Jormanric estaba repantigado en su trono, con los Comitatus a su alrededor y el pequeño perro esclavo acurrucado al final de la cadena.

—Míralo —susurró la voz de Keiro al oído de Finn—. Grande y gordo.

—Y tan vanidoso como tú.

Su hermano de sangre soltó un bufido.

—Por lo menos yo tengo motivos para ser vanidoso.

Sin embargo, Finn no le prestó atención, pues miraba a la Maestra. Cuando la condujeron a la sala del Abismo, sus ojos se pasearon con celeridad por la muchedumbre, por los puentes destartalados, por todo su pueblo, que esperaba al otro lado de la nube de aire resplandeciente. Desde la distancia, un hombre gritó, y al oír su voz el rostro de la Maestra perdió la compostura; se zafó de sus guardianes y chilló:

—¡Sim!

Finn se preguntó si sería su marido.

—Vamos —le dijo a Keiro, y lo empujó para que avanzaran.

Al verlos, la multitud se rezagó. «Así es como te ven», recordó con amargura Finn. Saber que el anciano tenía razón lo enojaba. Apareció por detrás de la Maestra y la agarró del brazo.

—Recuerda lo que te dije. Nadie te hará daño. Pero ¿estás segura de que habrán traído esa cosa?

Ella lo miró a los ojos.

—No pondrán impedimentos. Algunas personas saben lo que es el amor.

El aguijón lo alcanzó.

—A lo mejor antes yo también lo sabía.

Jormanric los observaba sin acabar de enfocar bien con esos ojos apagados. Señaló el puente con un dedo en el que lucía un anillo y bramó:

—¡Preparadla!

A la fuerza, Keiro le colocó las manos en la espalda a la mujer y se las encadenó. Al verlo, Finn murmuró:

—Mira, lo siento.

Ella le sostuvo la mirada.

—No tanto como yo lo siento por ti.

Keiro sonrió con malicia. Entonces miró a Jormanric.

El Señor del Ala se incorporó y caminó dando zancadas hasta el borde del Abismo, mirando fijamente a los Cívicos. La grasienta cota de malla crujió cuando Jormanric cruzó los enormes brazos delante del pecho.

—¡Escuchadme, los del otro lado! —atronó—. Os la devuelvo a cambio de su peso en riquezas. Ni más, ni menos. Y eso quiere decir que nada de aleaciones ni baratijas.

Sus palabras se propagaron por el aire caliente de la estancia.

—Primero, danos tu palabra de que no será un embuste —fue la fría respuesta cargada de furia.

Jormanric sonrió. El jugo del ket brillaba entre sus dientes.

—¿Queréis mi palabra? No he cumplido mi palabra desde que tenía diez años y apuñalé a mi propio hermano. Pero os la doy encantado.

Los Comitatus soltaron una risilla. Tras ellos, medio oculto en la sombra, Finn vio a Gildas, que tenía una expresión seria.

Silencio.

Entonces, desde lo más profundo de la neblina iridiscente y cálida del abismo, llegó un tintineo y un ruido sordo. Los Cívicos estaban transportando su tesoro por el puente, en dirección al Pico. Finn se preguntaba qué habrían recopilado: minerales, seguro, pero Jormanric esperaba recibir oro y platino y, el más preciado de todos los tesoros, cable de microcircuitos. Al fin y al cabo, los Cívicos eran uno de los grupos más ricos del Ala. Ése había sido el motivo de la emboscada.

El puente se bamboleó. La Maestra se agarró a la barandilla para no perder el equilibrio.

Finn dijo en voz baja:

—Vamos.

Miró hacia atrás. Keiro había sacado la espada.

—Aquí estoy, hermano.

—No soltéis a la ramera hasta que hayáis recogido la última piedra —gruñó Jormanric.

Finn frunció el entrecejo. Empujó a la Maestra para que avanzara en primer lugar y empezó a cruzar el Abismo.

El puente era una red de cadenas entrelazadas; se balanceaba a cada paso. Finn se resbaló dos veces, una de ellas tan violentamente que toda la estructura empezó a dar bandazos descontrolados y estuvo a punto de arrojarlos a los tres por el precipicio. Keiro maldijo; los dedos con los que la Maestra se agarraba a la barandilla de metal tenían los nudillos blancos de tanto apretar.

Finn no miró hacia abajo. Sabía lo que le esperaba allí; nada salvo una negrura y un calor que ascendía y te abrasaba la cara, emanando unos humos extraños y soñolientos que no era muy sano respirar.

Mientras avanzaba centímetro a centímetro, la voz de la Maestra se dirigió a él, fría y severa.

—¿Y si no traen… el cristal? Entonces ¿qué?

—¿Qué cristal? —preguntó con astucia Keiro.

Finn dijo:

—Cállate.

Ante ellos, entre la neblina, distinguió a los Cívicos: tres hombres, como habían acordado, esperando junto a la balanza para pesar. Se acercó hasta rozar casi a la Maestra.

—Ni se te ocurra intentar huir. Jormanric mandará que te disparen con veinte armas.

—No estoy tan loca —susurró ella.

Y continuó caminando hacia el Pico.

Finn la siguió aliviado e inhaló una profunda bocanada de aire. Fue un error. Los humos de la bruma de calor se le atragantaron en la garganta. Tosió.

Keiro lo adelantó, blandiendo la espada, y agarró a la mujer por el brazo.

—Venga, súbete.

La empujó hacia el plato de la balanza. Era una gran construcción de aluminio, que habían ido transportando allí por piezas y habían montado con grandes esfuerzos para ocasiones como ésa, a pesar de que, en todo el tiempo que Finn llevaba con los Comitatus, no había visto que la utilizaran ni una sola vez. Jormanric no solía molestarse en pedir rescates.

—Fíjate bien en el peso que marca, amigo. —Keiro se volvió desafiante al líder de los Cívicos—: No es un peso pluma, ¿eh? —Sonrió—. Más os habría valido ponerle una dieta más estricta.

El hombre era bajo y fornido, e iba enfundado en un abrigo de rayas, que abultaba mucho por todas las armas que llevaba escondidas. Haciendo caso omiso de la burla de Keiro, se acercó para ver la aguja en el oxidado marcador, antes de intercambiar una mirada rápida y furtiva con la Maestra. Finn lo reconoció de la emboscada. Era el hombre al que había llamado Sim.

El Cívico miró a Finn con asco. Para no correr riesgos, Keiro tiró de la Maestra y la colocó detrás de él. Luego le puso la daga en el cuello.

—Ahora empezad a cargar. Y no intentéis hacer nada raro.

En el momento previo a que el tesoro empezara a ser vertido sobre el plato de la balanza, Finn se secó el sudor de los ojos. Tragó saliva otra vez e intentó no respirar demasiado hondo, arrepentido de no haberse atado un pañuelo sobre la boca y la nariz. Leves pero terriblemente familiares, los puntos rojos empezaron a nadar por delante de sus ojos. «Ahora no», pensó histérico. «Por favor. Ahora no».

El oro se deslizaba sobre la balanza con un repiqueteo. Anillos, copas, platos, candelabros labrados. Abrieron una bolsa y de ella empezaron a caer en cascada monedas de plata, probablemente forjadas a partir del mineral que habían pasado de contrabando los comerciantes. Después cayó un diluvio de delicados componentes robados de las partes oscuras y menos transitadas del Ala: Escarabajos rotos, lentes de Ojos, una Cigarra con el radar destrozado.

La aguja empezó a moverse. Con los ojos puestos en ella, los Cívicos vertieron un saco de ket y dos trozos pequeños de preciada madera de ébano, que crecía en alguna parte de un raquítico bosque que incluso Gildas conocía únicamente de oídas.

Keiro sonrió a Finn.

Conforme la aguja avanzaba, un montón de alambre de cobre y de plastiglas se unió a la pila, a lo que siguieron un puñado de filamentos de cristal, un casco remendado y tres floretes oxidados que sin duda se romperían con el primer golpe certero.

Los hombres iban cargando las riquezas a toda velocidad, pero era evidente que se estaban quedando sin bienes. La Maestra observaba con los labios fruncidos, la punta de la daga de Keiro le emblanquecía la piel por debajo de la oreja.

Finn respiraba de forma entrecortada. Punzadas de dolor estallaban por detrás de sus ojos. Tragó saliva e intentó susurrarle a Keiro, pero no le quedaba aliento y su hermano de sangre estaba contemplando cómo colocaban el último saco (de quincalla inservible) encima del montón de objetos valiosos.

La aguja se desplazó un poco más.

Se quedó corta.

—Más —dijo Keiro sin alzar la voz.

—No tenemos más.

Keiro se echó a reír.

—¿Aprecias más el abrigo que llevas puesto que a ella?

Sim se quitó el abrigo y lo lanzó sobre el montón de tesoros. Entonces, mirando a la Maestra, lanzó también la espada y el trabuco. Los otros dos hombres hicieron lo mismo. Se quedaron de manos vacías mientras todos y cada uno de ellos contemplaban el avance de la aguja.

No llegó hasta la marca.

—Más —dijo Keiro.

—¡Por el amor de dios! —la voz de Sim sonó rotunda—. ¡Dejadla libre!

Keiro miró a Finn.

—El cristal. ¿Está ahí?

Mareado, Finn negó con la cabeza.

Keiro dedicó una sonrisa gélida a los hombres. Apretó el filo contra el cuello de la Maestra; una gota brillante de sangre oscura apareció en la punta.

—Suplica, mujer.

Estaba muy tranquila cuando dijo:

—Quieren el cristal, Sim. El que encontraste en el salón perdido.

—Maestra…

—Dáselo.

Sim vaciló. Fue sólo por un segundo, aunque, a través de las náuseas, Finn vio que la duda golpeaba a la Maestra como una bofetada. Entonces, el hombre se llevó la mano a la camisa y sacó un objeto que absorbió el brillo de la luz, de modo que un fugaz arco iris surgió de entre sus dedos.

—Hemos descubierto algo —dijo—. Algo que hace…

Ella lo cortó con una mirada. Lentamente, el hombre colocó el cristal encima de la pila de riquezas.

La aguja llegó al peso necesario.

Al instante, Keiro soltó a la mujer con un empentón. Sim la agarró del brazo y la empujó hacia el segundo puente.

—¡Corre! —le chilló.

Finn se acuclilló. La saliva se le acumuló en la garganta cuando recogió el cristal. Dentro tenía un águila con las alas extendidas. ¡Era igual que la que llevaba grabada en la muñeca!

—Finn.

Levantó la cabeza.

La Maestra se había detenido y se había dado la vuelta, con el rostro blanco como el papel.

—Espero que te destruya.

—¡Maestra! —Sim la tenía cogida del brazo, pero ella se soltó. Se agarró de las cadenas del segundo puente y se quedó mirando a Finn antes de escupirle estas palabras.

—Maldigo el cristal, y te maldigo a ti.

—No hay tiempo —dijo él con voz ronca—. Vete ya.

—Has destruido mi confianza. Mi compasión. Pensaba que era capaz de distinguir la verdad de la mentira. Jamás volveré a atreverme a mostrar compasión por un desconocido. ¡Nunca te lo perdonaré!

Su odio lo abrasó. Entonces, cuando la Maestra se dio la vuelta, el puente se tambaleó.

El Abismo giró alocadamente. En un segundo de horror petrificado, la Maestra gritó y él exclamó: «¡No!», dando un trompicón hacia ella. En ese momento, Keiro lo agarró y empezó a gritar, y algo se resquebrajó y, como si el dolor de cabeza las hubiera ralentizado, Finn vio cómo las cadenas y los remaches que sujetaban el puente comenzaban a saltar con un chasquido y a desprenderse, oyó el gran alarido de risa de Jormanric y supo que era una traición.

La Maestra también debía de haberse dado cuenta. Se quedó de pie muy erguida. Lo miró directamente a los ojos durante una fracción de segundo, y entonces desapareció. Tanto ella como Sim y los demás se desvanecieron, cayeron más y más, y el puente se convirtió en un artilugio desenfrenado que se retorcía y lanzaba a propulsión los restos de hierro desvencijado con un estruendo metálico contra el borde del precipicio.

Los ecos de los gritos se apagaron.

Finn se acurrucó de rodillas y miró hacia abajo apabullado. Una oleada de náuseas se apoderó de él. Apretó el cristal y, a través del zumbido de sus oídos, oyó cómo Keiro decía sin inmutarse:

—Tendría que haberme imaginado que el viejo bribón iba a hacer algo así. Aunque un trozo de cristal no parece gran cosa para todas las molestias que te has tomado. ¿Qué es?

Entonces Finn supo, en un segundo de amarga claridad, que estaba en lo cierto, que tenía que haber nacido en el Exterior; lo supo porque lo que tenía firmemente sujeto en la mano era un objeto que ningún habitante de Incarceron desde hacía generaciones había visto jamás, algo cuyo propósito ni siquiera podían adivinar, y al mismo tiempo, le resultaba familiar, tenía un nombre para denominarlo, sabía lo que era.

Era una llave.

La oscuridad y el dolor crecieron y lo engulleron.

Cayó entre los brazos firmes de Keiro.