Desde un principio se estableció que el Guardián fuera el único que conociese la ubicación de Incarceron. Todos los delincuentes, indeseables, extremistas políticos, degenerados y lunáticos serían trasladados allí. Se sellaría la Puerta y daría comienzo el Experimento. Era primordial que nada perturbara el delicado equilibrio de la programación de Incarceron, que proporcionaría todo lo necesario (educación, dieta equilibrada, bienestar espiritual y trabajo útil) para crear un paraíso.
Desde entonces han transcurrido ciento cincuenta años. El Guardián asegura que los progresos son excelentes.
Archivos de la Corte, 4302/6
—¡Estaba delicioso! —Lord Evian se limpió los gruesos labios con una servilleta blanca—. Tenéis que darme la receta sin falta, querida.
Claudia dejó de repiquetear con las uñas en el mantel y sonrió de oreja a oreja.
—Pediré que os la escriban, mi lord.
Su padre la observaba desde la presidencia de la mesa, con las migajas de su parco desayuno (dos panecillos secos) acumuladas en un ordenado montoncito sobre el plato. Igual que su hija, había terminado de desayunar hacía por lo menos media hora, pero escondía su impaciencia con un control férreo. Eso, si es que estaba impaciente. Claudia ni siquiera estaba segura.
En ese momento dijo:
—Su Señoría y yo iremos a montar a caballo esta mañana, Claudia, y tomaremos un almuerzo ligero a la una en punto. Después continuaremos con las negociaciones.
«Sobre mi futuro», pensó ella, pero se limitó a asentir con la cabeza. Se percató de la consternación del gordo caballero. No podía ser tan tonto como parecía, o la reina no lo habría enviado en representación suya y, por mucho que se empeñaba en disimularlo, unos cuantos comentarios sagaces se le habían escapado de los labios. De todas formas, no tenía aspecto de ser buen jinete.
El Guardián era consciente de eso. Su padre tenía un humor muy negro.
Cuando Claudia se puso de pie, él también se levantó, exageradamente educado, y sacó el relojito de oro que llevaba en el bolsillo. El artilugio resplandeció. Era hermoso, de una precisión digital, y totalmente ajeno a la Era. Esa era su excentricidad particular: el reloj y la cadena, así como el diminuto dado de plata que colgaba de él. El Guardián dijo:
—Creo que deberías tocar la campana, Claudia. Me temo que ya te hemos entretenido bastante y tus clases se van a retrasar.
Claudia se acercó rápidamente a la borla verde que pendía junto al hogaril, mientras, sin levantar la cabeza, su padre añadía:
—Hace un rato he hablado con el Maestro Jared en el jardín. Estaba muy pálido. ¿Qué tal su salud?
A Claudia se le congelaron los dedos durante una fracción de segundo y no pudo tocar la campana. Entonces tiró con fuerza de la borla.
—Está bien, señor. Muy bien.
El Guardián apartó el reloj.
—He estado dándole vueltas a una cosa. Después de la boda ya no necesitarás un tutor, y además, en la Corte ya tienen varios Sapienti. Creo que podríamos dejar que Jared regresara a la Academia.
La muchacha sintió ganas de mirarlo a la cara con terror a través de un espejo tintado, pero eso habría sido lo que él esperaba. Así que mantuvo la expresión alegre y se dio la vuelta con despreocupación.
—Como deseéis. Aunque, por supuesto, lo echaría de menos. Y estamos inmersos en un fascinante estudio de los reyes Havaarna. Él sabe todo lo que hay que saber sobre la saga.
Sus ojos negros la escudriñaron con interés.
Si Claudia añadía una palabra más no podría seguir escondiendo su aflicción, y eso lo haría decidirse. Una paloma revoloteó junto a la fachada. Lord Evian se levantó con un crujido.
—Guardián, sabed que, si lo hacéis, os aseguro que otra familia se lo adjudicará al instante. Jared Sapiens es famoso por todo el Reino. Podría pedir lo que quisiera. Poeta, filósofo, inventor, genio. Deberíais quedaros con él, señor.
Claudia sonrió complacida para indicar que estaba de acuerdo, pero por dentro se sintió perpleja. Era como si aquel hombre seboso del traje de seda azul supiera que ella no podía decidir por sí misma. Le devolvió la sonrisa con unos ojillos centelleantes.
El Guardián apretó los labios.
—Seguro que tenéis razón. ¿Nos vamos, mi lord?
Claudia les dedicó una reverencia. Su padre siguió a Evian y, cuando se dio la vuelta para cerrar la puerta de doble hoja, la miró a los ojos. Al instante, las puertas se cerraron herméticamente.
Claudia suspiró aliviada. «Igual que un gato que mira a un ratón», pensó. Pero lo único que dijo fue:
—Ahora, por favor.
Al segundo, el panel de la pared se deslizó; criadas y sirvientes entraron a la carrera y empezaron a recoger tazas, platos, candelabros, centros de mesa, vasos, servilletas, fuentes, cuencos de fruta. Las ventanas se abrieron de par en par y las velas agotadas volvieron a encenderse; el fuego abrasador en el hogar lleno de troncos se desvaneció sin dejar ni una muestra de madera calcinada. La ceniza se evaporó; las cortinas cambiaron de color. El aire se endulzó con un popurrí floral.
Mientras los dejaba inmersos en esa actividad, Claudia salió a toda prisa. Cruzó el distribuidor sujetándose decorosamente los faldones, después subió a la carrera la escalinata curvada de madera de roble y agachó la cabeza para atravesar la puerta oculta que había en el rellano, con lo que pasó en un abrir y cerrar de ojos de los lujos ampulosos del castillo a los fríos pasillos grises de las dependencias de los sirvientes; a las paredes desnudas y ensambladas con cables y alambres y generadores eléctricos, plagadas de pantallitas de cámara y de escáneres de sonido.
En la parte posterior, la escalera era de piedra; Claudia subió corriendo y abrió la puerta acolchada, que la devolvió al pasillo lujoso y perfectamente acorde con la Era.
Dos pasos más la condujeron a su dormitorio.
Las sirvientas ya lo habían limpiado. Aseguró con doble cerrojo la puerta, puso en marcha todos los sistemas de seguridad y se acercó a la ventana.
Los prados, verdes y lisos, lucían muy hermosos con el sol otoñal. El hijo del jardinero, Job, merodeaba de aquí para allá con un saco y un palo acabado en punta, para eliminar las hojas caídas. Desde la ventana Claudia no distinguía el diminuto implante musical que llevaba en el oído, pero sus movimientos veloces y sus giros repentinos la hicieron sonreír. Aunque si el Guardián lo veía, lo despediría.
Se dio la vuelta, abrió el cajón del tocador, sacó el minicomunicador y lo activó. El aparato parpadeó y le mostró una imagen distorsionada de su propia cara, grotesca en aquel cristal curvado. Sorprendida, dijo:
—¿Maestro?
Una sombra. Aparecieron dos dedos inmensos y un pulgar que levantaron la funda del alambique. Entonces Jared se sentó delante del receptor oculto.
—Aquí estoy, Claudia.
—¿Está todo listo? Saldrán a montar a caballo dentro de unos minutos.
El rostro del Maestro se ensombreció.
—Estoy preocupado. Puede que el disco no funcione. Necesitamos hacer comprobaciones…
—¡No hay tiempo! Voy a entrar hoy. Ahora mismo.
Él suspiró. Claudia sabía que quería llevarle la contraria, pero a pesar de todas las precauciones, era posible que alguien los estuviera espiando, así que era peligroso desvelar demasiado. Así pues, en lugar de hablar claro, dijo:
—Por favor, tened cuidado.
—Tal como me enseñasteis, Maestro.
Por un breve instante pensó en la amenaza que el Guardián había hecho contra él, pero no era el momento.
—Me voy —dijo Claudia, y cortó la comunicación.
Su habitación estaba amueblada en madera de caoba oscura; la cama de cuatro columnas tenía un dosel de terciopelo rojo, con el escudo bordado del cisne negro cantando. Detrás de la cama había lo que parecía un pequeño armario ropero empotrado, pero cuando atravesó la ilusión óptica, entró en lo que era en realidad un cuarto de baño en suite con todos los lujos posibles; incluso el estricto Protocolo del Guardián tenía sus límites. Cuando se puso de pie encima del inodoro y asomó la cabeza por la estrecha ventana, las motas de polvo iluminadas por el sol bailaron a su alrededor.
Desde allí veía el patio de armas. Habían ensillado tres caballos; su padre estaba de pie junto a uno de ellos, con ambas manos enfundadas en los guantes y apoyadas sobre las riendas. Con alivio descubrió que su secretario, el moreno vigilante llamado Medlicote, estaba montándose en la yegua gris. Detrás de ellos, dos sudorosos mozos de cuadra ayudaban a lord Evian a encabalgar. Claudia se preguntó qué parte de esa extraña comedia era fingida, y si el hombre estaba preparado para montar en un caballo de verdad en lugar de en un cibercorcel. Evian y su padre jugaban a un refinado y peligroso juego de modales e insultos, de irritación y etiqueta. A Claudia le aburría, pero así eran las cosas en la Corte.
Pensar que el resto de su vida sería así le provocaba escalofríos.
Para huir de aquella sensación, bajó de un salto y se quitó el recargado vestido. Debajo llevaba un mono oscuro. Se miró un segundo en el espejo. La ropa te transforma. Hace mucho tiempo, el rey Endor ya se había dado cuenta. Por eso había detenido el Tiempo y había aprisionado a todo el mundo con jubones y vestidos con miriñaque, los había constreñido mediante la conformidad y la rigidez formal.
Ahora Claudia se sentía ligera y libre. Incluso peligrosa. Volvió a subir para mirar por la ventana.
Justo entonces salían a caballo por la puerta del castillo. Su padre se detuvo y miró hacia la torre de Jared. Ella sonrió en secreto. Sabía lo que podía ver.
Podía verla a ella.
Jared había perfeccionado la imagen por holograma durante sus largas noches de insomnio. Cuando se la había mostrado a la propia Claudia, sentada, hablando, riendo, leyendo junto al alféizar de la ventana de la torre soleada, la muchacha se había sentido fascinada y abrumada a la vez.
—¡No soy yo!
Él había sonreído en silencio.
—A nadie le gusta verse desde fuera.
Claudia había visto a una criatura petulante y altanera, con el rostro convertido en una máscara de compostura, todas sus acciones medidas, todos sus comentarios ensayados. Con aire superior y burlón.
—¿Así es como soy «en realidad»?
Jared se había encogido de hombros.
—Es una imagen, Claudia. Digamos que es una de las maneras en que podéis mostraros.
En ese momento saltó de nuevo al suelo y volvió corriendo al dormitorio, desde donde observó cómo los caballos trotaban con elegancia por las extensiones de césped recién cortado. Evian iba hablando, su padre permanecía callado. Job había desaparecido y el cielo azul estaba moteado por alguna nube alta.
Tardarían por lo menos una hora en regresar.
Sacó el pequeño disco que llevaba en el bolsillo, lo lanzó al aire, lo atrapó y lo volvió a guardar. Entonces abrió la puerta del dormitorio y asomó la cabeza.
La Extensa Galería recorría toda la casa. Estaba forrada de roble y abarrotada de retratos, libros guardados en vitrinas, jarrones azules sobre peanas. Sobre cada puerta, el busto de un emperador romano miraba muy serio por encima del hombro desde su pedestal. Más abajo, al fondo, la luz del sol proyectaba unos rombos sesgados que resplandecían sobre la pared, y una armadura protegía la parte superior de la escalera, como un fantasma rígido.
Subió un peldaño y los escalones crujieron. Las maderas eran viejas y Claudia hizo un mohín, pues sabía que no podría evitar que siguieran crujiendo. Tampoco podía hacer nada contra los bustos, pero por lo menos, mientras pasaba por delante de los cuadros, fue tocando los botones de los marcos para oscurecerlos. Al fin y al cabo, estaba casi segura de que algunos de ellos escondían cámaras. Sujetaba delicadamente el disco en una mano; sólo una vez emitió un discreto pitido de advertencia, y Claudia ya sabía a qué se debía: un entramado de líneas difusas que había delante de la puerta del estudio y que le resultaron fáciles de disolver.
Claudia volvió a mirar hacia el pasillo. A lo lejos, en otro extremo del castillo, se golpeó una puerta, un sirviente gritó. Aquí arriba, en el lujo amortiguado del pasado, el aire tenía fragancias de enebro y romero, y bolas de crujiente lavanda aromatizaban el armario de la colada.
La puerta del estudio estaba oculta entre las sombras. Era negra y parecía de ébano; una plancha lisa, salvo por el cisne. Imponente y malévolo, el pájaro la miró a los ojos, con el cuello estirado y las alas extendidas, como si la desafiara con desdén. Sus ojillos brillaban igual que dos diamantes, o dos ópalos negros.
Lo más probable es que fueran mirillas ocultas, pensó Claudia.
Tensa, levantó el disco de Jared y lo pegó con cuidado a la puerta; el objeto se agarró al panel con un leve clic metálico.
El aparato emitió un zumbido. De él salió un ligero gemido, que cambiaba de tono y volumen con frecuencia, como si buscara la intrincada combinación de la cerradura arriba y abajo, por todas las escalas del sonido. Jared le había dado pacientes explicaciones acerca de cómo funcionaba el artilugio, pero Claudia no había prestado demasiada atención.
Nerviosa, jugueteó con los dedos. Y entonces se quedó petrificada.
Unos pasos subían la escalera con un golpeteo suave. Tal vez fuera una de las doncellas, a pesar de las órdenes dadas. Claudia se escondió en el hueco de la puerta, maldijo en silencio y apenas respiró.
Justo por detrás de su oreja, el disco emitió un chasquido suave y satisfecho.
Al instante se dio la vuelta, abrió la puerta y se coló dentro, sacando un brazo con rapidez para despegar el disco.
Para cuando la sirvienta llegó apresurada con la pila de ropa de cama, la puerta del estudio estaba ensombrecida y tan herméticamente cerrada como siempre.
Poco a poco, Claudia retiró el ojo de la mirilla del cisne y respiró aliviada. Después se quedó agarrotada, con los hombros rígidos por la tensión. Una mezcla de curiosidad y terror la embargó. Estaba convencida de que la habitación que tenía detrás no estaba vacía, sino que su padre se hallaría de pie a su espalda, al alcance de la mano, con su amarga sonrisa. Pensó que el jinete que había visto marcharse había sido su propio holograma, que la había engañado, adivinando sus intenciones como siempre hacía.
Se obligó a darse la vuelta.
La habitación sí estaba vacía. Pero no era como ella esperaba.
Para empezar, era inmensa.
No se parecía en nada a las estancias de la Era.
¡Y estaba inclinada!
Por lo menos, fue eso lo que pensó Claudia durante un momento, porque los primeros pasos que dio al adentrarse en ella fueron inusitadamente inestables, como si el suelo resbalara, o como si la perspectiva de las paredes grises y desnudas produjera ángulos extraños. Algo se difuminó y luego se enfocó; entonces, la habitación pareció ir allanándose poco a poco, se normalizó, salvo por el calor y el leve olor dulzón y un zumbido grave que no lograba identificar.
El techo era alto y abovedado. Unos pulcros dispositivos plateados abarrotaban las paredes, cada uno de ellos con lucecillas rojas parpadeantes. Una lámpara estrecha iluminaba apenas la zona que quedaba justo debajo y desvelaba un escritorio solitario con una silla metálica meticulosamente alineada.
El resto de la sala estaba vacía. Lo único que mancillaba el suelo perfecto era una pequeña manchita negra. Se agachó para examinarla. Un resto de metal, que se habría desprendido de algún mecanismo.
Abrumada, y sin estar del todo segura de hallarse sola, Claudia paseó la mirada por la habitación. ¿Había ventanas? Tenía que haber dos ventanales con contraventanas. Con frecuencia, Claudia se había planteado trepar por la enredadera de hiedra para colarse por uno de ellos. Desde fuera, la estancia parecía normal. Y no esta humilde caja inclinada demasiado grande para el espacio que ocupaba.
Dio un paso al frente mientras agarraba con fuerza el disco de Jared, pero el mecanismo no detectó ningún peligro. Cuando llegó hasta el escritorio, tocó la superficie lisa y sin muescas y en ese momento surgió en silencio una pantalla sin mandos que ella pudiera ver. Buscó por la mesa pero no encontró ningún botón, así que supuso que se activaba con la voz.
—Enciéndete —dijo en voz baja.
No pasó nada.
—Venga. Enciéndete. Ábrete. Arranca.
La pantalla continuó fundida en negro. La habitación era lo único que murmuraba.
Seguro que tenía una contraseña. Se inclinó hacia delante, colocó ambas manos en el escritorio. Sólo se le ocurría una palabra, así que la dijo:
—Incarceron.
Ni rastro de imagen. Sin embargo, debajo de los dedos de su mano izquierda uno de los cajones se abrió lentamente.
Dentro de él, en un lecho de terciopelo negro, vio una llave solitaria. Era muy elaborada, una retorcida malla de cristal. Grabada en el corazón de la llave había un águila con corona; la insignia real de la dinastía Havaarna. Se inclinó para mirarla de cerca y observó sus caras afiladas, que resplandecían con mucha fuerza. ¿Estaba hecha de diamante? ¿O de cristal? Atraída por su pesada belleza, se acercó tanto a la llave que su respiración empañó la frialdad del objeto y su sombra impidió el paso de la luz de la lámpara que tenía encima de la cabeza, de modo que los brillos de arco iris desaparecieron. ¿Sería la llave que abría Incarceron? Le entraron ganas de cogerla. No obstante, antes de hacerlo pasó cuidadosamente el disco de Jared por la superficie.
Nada.
Miró una vez a su alrededor. Reinaba la quietud.
Así pues, levantó la llave.
La habitación estalló. Las alarmas aullaron; unos rayos láser dispararon hacia el techo desde el suelo, aprisionándola en una jaula de luz roja. Una reja metálica cubrió la puerta; unos focos escondidos se encendieron y Claudia se quedó petrificada en un ataque de pánico, con el corazón golpeándole el pecho, y en ese instante el disco la sacudió con un pinchazo de ardiente dolor en el dedo pulgar para que le prestara atención.
Bajó la miraba hacia el dispositivo. El mensaje de Jared sonó entrecortado por el terror.
—¡El Guardián ha vuelto! ¡Salid, Claudia! ¡Salid!