4

Por fin, cuando todo estuvo a punto, Martor convocó al consejo de los Sapienti y pidió voluntarios. Debían de estar preparados para abandonar a su familia y sus amigos para siempre. Para dar la espalda a la hierba verde, a los árboles, a la luz del sol. Jamás volverían a ver las estrellas.

—Somos los Sabios —les dijo—. La responsabilidad del éxito es nuestra. Debemos enviar a nuestras mentes más preclaras para guiar a los internos.

A la hora convenida, mientras se aproximaba a la sala de la Puerta, dicen que murmuró que temía que estuviera vacía.

Abrió la puerta. Setenta hombres y mujeres lo estaban esperando. Con gran ceremonia, entraron en la Cárcel.

Y nadie volvió a verlos.

Relatos del Lobo de Acero

Aquella noche el Guardián dio una cena en honor de su invitado.

Vistieron la mesa larga con una magnífica cubertería de plata, con copas y platos que tenían grabados dos cisnes entrelazados. Claudia se puso un vestido de seda roja con un cuerpo de encaje y se sentó enfrente de lord Evian, mientras su padre, en la presidencia de la mesa, comía con moderación y hablaba en voz baja, paseando la tranquila mirada por entre los nerviosos invitados.

Todos los vecinos y arrendatarios habían obedecido a la llamada. Y así eran allí las cosas, pensó con amargura Claudia, porque cuando el Guardián de Incarceron invitaba a alguien, no aceptaba un «no» por respuesta. Incluso la señorita Sylvia, quien debía de tener por lo menos doscientos años, coqueteaba y charlaba despreocupadamente con el joven aburrido que había a su lado.

Mientras Claudia lo miraba, el joven caballero reprimió como pudo un bostezo. Sus ojos se encontraron. Claudia le sonrió con dulzura. Entonces le guiñó un ojo y él se la quedó mirando fijamente. La joven sabía que no debía bromear con él; era uno de los empleados de su padre, y la hija del Guardián tenía un rango muy superior. Sin embargo, ella también se aburría.

Tras interminables platos de pescado, pavo real y jabalí al horno, seguidos de varios postres, empezó el baile. Los músicos se colocaron en un escenario iluminado por velas que quedaba en alto. Claudia agachó la cabeza por debajo de los brazos levantados de la larga fila de bailarines y se preguntó de repente si los instrumentos estaban bien seleccionados: ¿seguro que las violas no eran de un periodo posterior? Esas cosas pasaban cuando dejaba los pormenores de la organización en manos de Ralph. El viejo criado era un siervo excelente, pero se documentaba de forma apresurada en algunas ocasiones. Cuando su padre no estaba presente, a Claudia no le importaba. Pero al Guardián le gustaba cumplir a rajatabla incluso el menor detalle.

Ya pasaba de medianoche cuando Claudia acompañó a los últimos invitados a sus carruajes y se quedó sola en los escalones de la torre del homenaje. Detrás de ella esperaban adormilados dos criados, con las antorchas avivadas por la brisa.

—Marchaos a la cama —les dijo sin darse la vuelta.

El resplandor y el crepitar de las llamas palidecieron. Era una noche tranquila.

En cuanto se fueron, Claudia bajó corriendo los peldaños y cruzó el arco de la torre de entrada, hasta llegar a la pasarela sobre el foso. Respiró la profunda quietud de la noche cálida. Unos murciélagos revolotearon por el cielo; mientras los contemplaba se quitó el alzacuellos rígido y los collares, y de debajo del vestido extrajo las enaguas almidonadas y las arrojó con alivio en el antiguo excusado en desuso que había debajo del terraplén.

¡Mucho mejor! Ahí podían quedarse hasta el día siguiente.

Su padre se había retirado temprano. Había llevado a lord Evian a la biblioteca; tal vez siguieran allí, hablando de dinero y de condiciones, apalabrando su futuro. Más adelante, cuando su invitado se hubiera marchado y la casa estuviera en silencio, su padre correría la cortina de terciopelo negro que había al final del pasillo y abriría la puerta de su estudio con la combinación secreta, la que Claudia llevaba meses intentando descifrar. Allí desaparecería durante horas, tal vez durante días. Que ella supiera, nadie más entraba nunca en aquella estancia. Ni los sirvientes, ni los técnicos, ni siquiera Medlicote, su secretario. La propia Claudia no la había pisado jamás.

Bueno, de momento.

Levantó la mirada hacia la torre norte del castillo y vio, tal como esperaba, una minúscula llama en la ventana de la habitación superior. Caminó a paso ligero hasta la puerta hendida en la pared, la abrió y subió la oscura escalera.

Su padre la consideraba una herramienta. Un objeto que había fabricado…, criado, era la palabra que él empleaba. Frunció los labios, agarrando con los dedos la grasienta pared fría. Hacía mucho tiempo que había asimilado que la crueldad de él era tan absoluta que para sobrevivir a ella tenía que igualarla.

¿La amaba su padre? Mientras hacía un alto para recuperar el aliento en un rellano de piedra, se echó a reír, qué ocurrencia tan divertida. No tenía ni idea. ¿Y ella lo amaba a él? No cabía duda de que lo temía. Él le sonreía, alguna que otra vez la había cogido en brazos cuando era pequeña, le había dado la mano en ciertas ocasiones especiales, admiraba sus vestidos. Nunca le había negado nada, nunca le había pegado ni se había enfadado con ella, ni siquiera cuando a Claudia le había dado un arrebato y había roto el collar de perlas que le había regalado su padre, o cuando se había escapado a caballo por las montañas y había tardado días en regresar. Y sin embargo, hasta donde alcanzaba a recordar la muchacha, la quietud de sus fríos ojos grises siempre la había aterrorizado, el pavor a importunarlo siempre la había acompañado.

A partir del tercer rellano, las escaleras estaban plagadas de excrementos de pájaros. No cabía duda de que eran reales. Los sorteó y se fue abriendo camino, anduvo a tientas por el pasillo hasta llegar a la última curva, subió otros tres peldaños y se topó con la puerta de barrotes de acero. Agarró el picaporte, lo hizo girar lentamente y asomó la cabeza.

—¿Jared? Soy yo.

La habitación estaba a oscuras. Una vela solitaria ardía en el alféizar de la ventana; la llama parpadeó por la corriente de aire. Rodeando toda la torreta, las contraventanas estaban abiertas de par en par, con una desobediencia al Protocolo que habría hecho estremecer a Ralph.

El techo del observatorio se elevaba sobre unas vigas de madera tan estrechas que parecía flotar. Había un telescopio orientado hacia el sur; de él sobresalían los buscadores y lectores de infrarrojos, además de una pantalla de ordenador que titilaba. Claudia sacudió la cabeza.

—¡Vaya, vaya! Si el espía de la reina ve esto, nos van a dar una somanta de palos.

—No lo verá. Y menos después de los litros de sidra que ha bebido esta noche.

Al principio no logró ubicarlo. Después, una sombra se movió junto a la ventana y en la oscuridad se fue definiendo una silueta esbelta que se incorporó desde el ocular del telescopio.

—Echad un vistazo, Claudia.

La muchacha caminó a tientas por la habitación, entre las mesas abarrotadas, el astrolabio, los globos terráqueos que colgaban. Aturdido, un cachorro de zorro pasó como una centella y se subió al alféizar.

El hombre la cogió del brazo y la guio hasta el telescopio.

—Nebula f345. La llaman La Rosa.

Cuando miró por el ocular, Claudia supo por qué la llamaban así. La explosión cremosa de estrellas que cubría el tenue círculo de cielo se abrió como un conjunto de pétalos de una flor enorme, a miles de años luz de distancia. Una flor de estrellas y quasares, de mundos y agujeros negros, con el corazón líquido palpitando entre nubes gaseosas.

—¿A qué distancia está? —murmuró Claudia.

—A mil años luz.

—Entonces, lo que estoy observando ocurrió hace mil años.

—Puede que más.

Aturdida, quitó el ojo de la lente. Cuando se dio la vuelta para mirarlo, unos diminutos destellos de luz le nublaron la vista, juguetearon sobre la maraña de pelo moreno del hombre, por su rostro estrecho y su figura espigada, con la túnica suelta debajo de la toga.

—Ha adelantado la boda —anunció Claudia.

Su tutor frunció el entrecejo.

—Por supuesto.

—¿Lo sabíais?

—Sabía que habían expulsado al conde de la Academia. —Se desplazó hasta quedar bajo la luz de la vela y Claudia vio sus ojos verdes, que captaron el brillo—. El recado me llegó esta mañana. Suponía que la consecuencia sería ésta.

Enfadada, Claudia apartó un fajo de papeles del sofá y los tiró al suelo. Se sentó con agotamiento y levantó los pies.

—Pues teníais razón. Nos quedan dos días. No será suficiente, ¿verdad?

Él se sentó enfrente de Claudia.

—Para terminar de probar el mecanismo, no.

—Parecéis cansado, Jared Sapiens —dijo la muchacha.

—Y vos también, Claudia Arlexa.

El hombre tenía ojeras y la piel pálida. Con cariño, ella añadió:

—Deberíais dormir más.

Él negó con la cabeza.

—¿Mientras el universo está ahí fuera rodando sobre mi cabeza? Imposible, mi lady.

Claudia sabía que lo que le mantenía despierto era el dolor. En ese momento el hombre llamó al cachorro de zorro, que corrió a subirse en su regazo dándole coletazos y frotándose contra el pecho y la cara. Ausente, le acarició el lomo rojizo.

—Claudia, he estado dándole vueltas a vuestra teoría. Me gustaría que me contarais cómo apalabraron el enlace matrimonial.

—Bueno, vos estabais aquí cuando ocurrió, ¿no?

Él le dedicó esa sonrisa tan tierna.

—Tal vez penséis que llevo aquí toda la vida, pero en realidad llegué justo después de vuestro quinto cumpleaños. El Guardián fue a buscar el mejor Sapient de la Academia. El tutor de su hija no podía ser menos que eso.

Al escuchar de nuevo las palabras de su padre, Claudia frunció el entrecejo. Jared la miró de soslayo.

—¿He dicho algo malo?

—No, vos no. —Alargó la mano para tocar al zorrillo, pero el animal se apartó de ella, escondiéndose hecho un ovillo en el hueco del brazo de Jared. A continuación, la muchacha dijo con amargura—: En fin, depende de a qué enlace os refiráis. He tenido dos.

—El primero.

—No puedo. Tenía cinco años. No me acuerdo.

—Pero os prometieron con el hijo del rey. Con Giles.

—Como acabáis de decir, la hija del Guardián no puede conformarse con un segundo plato.

Se incorporó de un salto y empezó a dar vueltas rápidas por el observatorio, recogiendo papeles sin cesar.

Sus ojos verdes la observaron.

—Recuerdo que era un chiquillo muy guapo.

De espaldas a él, Claudia dijo:

—Sí. Después del compromiso, el pintor de la Corte me mandaba un retrato del príncipe cada año. Los tengo todos guardados en una caja. Diez en total. Tenía el pelo castaño oscuro y una cara simpática y lozana. Habría sido un buen marido. —Se dio la vuelta—. En realidad sólo lo vi una vez. Cuando fuimos a la Corte para su séptimo cumpleaños. Recuerdo a un niño sentado en un trono que le quedaba muy grande. Le habían puesto un cajón para que apoyara los pies. Tenía los ojos grandes y marrones. Le dieron permiso para besarme en la mejilla y se quedó muy cortado. —Claudia sonrió al recordarlo—. Ya sabéis lo colorados que pueden ponerse los chicos. Bueno, pues él se puso rojo carmín. Lo único que consiguió tartamudear fue: «Hola, Claudia Arlexa. Soy Giles». Me regaló un ramo de rosas. Las guardé hasta que, ya secas, se deshicieron.

La muchacha se acercó al telescopio y se sentó a horcajadas en el taburete, levantándose el vestido hasta las rodillas. El Sapient acarició al cachorro y observó cómo Claudia se ajustaba la pieza ocular y miraba a través de ella.

—Os gustaba.

Ella se encogió de hombros.

—Nadie habría dicho que era el heredero. Parecía un muchacho como todos los demás. Sí, me gustaba. Nos habríamos llevado bien.

—Pero su hermano el conde no os caía bien, ¿verdad? Ni siquiera entonces.

Los dedos de Claudia giraron las ruedecillas para enfocar mejor.

—¡Uf, él! Esa sonrisa falsa. No, calé cómo era desde el primer momento. Hacía trampas jugando al ajedrez y tiraba el tablero por los aires cuando perdía. Gritaba a los sirvientes y algunas de las chicas me contaron cosas que les había hecho. Cuando mi… cuando el Guardián llegó a casa un día y me contó que Giles había muerto de forma repentina… que había que modificar todos los planes, me puse furiosa. —Se irguió y se dio la vuelta a toda velocidad—. Lo que os juré sigue en pie. Maestro, no puedo casarme con Caspar. No me casaré con él. Lo detesto.

—Tranquilizaos, Claudia.

—¡Como si fuera tan fácil! —Ahora estaba de pie, dando zancadas—. ¡Es como si todo me saliera el revés! Pensaba que tendríamos tiempo, pero ¡sólo quedan un par de días! Hay que actuar, Jared. Tengo que entrar en el estudio, aunque no hayamos probado vuestra máquina.

Él asintió. Entonces cogió en brazos al cachorro y lo arrojó al suelo, haciendo oídos sordos a su gruñido de fastidio.

—Venid a ver esto.

Junto al telescopio, el monitor parpadeó. El hombre tocó los mandos y la pantalla se llenó de vocablos en lengua Sapient de la que jamás, por mucho que ella se lo había suplicado, le había enseñado ni una palabra. Mientras el tutor iba pasando líneas, un murciélago cruzó revoloteando la habitación y se desvaneció otra vez en la noche por una ventana abierta. Claudia miró a su alrededor.

—Deberíamos ir con cuidado.

—Dentro de nada cerraré las ventanas. —Con cara ausente, Jared detuvo el texto—. Aquí. —Sus delicados dedos tocaron una tecla y apareció la traducción—. Mirad. Es un fragmento del borrador de una carta que escribió la reina y luego quemó, recuperado y copiado hace tres años por un Sapient que espiaba en palacio. Me pedisteis que buscara cualquier cosa que pudiese corroborar vuestra absurda teoría…

—No es absurda.

—Bueno, pues digamos la improbable teoría de que la muerte de Giles fuera en realidad…

—Un asesinato.

—Sospechosamente repentina. Bueno, da igual. El caso es que he encontrado esto.

Claudia estuvo a punto de apartarlo de un empujón por culpa de la impaciencia.

—¿Cómo llegó a vuestras manos?

Él enarcó una ceja.

—Secretos de los Sabios, Claudia. Digamos que un amigo de la Academia estuvo rebuscando en los archivos.

Mientras el hombre se aproximaba a las ventanas, Claudia leyó el texto con avidez.

En cuanto al acuerdo del que habíamos hablado, es una desgracia, pero los grandes cambios a menudo requieren grandes sacrificios. Hemos mantenido a G. distanciado de los demás desde la muerte de su padre; el dolor del pueblo será sentido pero efímero, y podremos contenerlo. Huelga decir que vuestra contribución puede ser de lo más valiosa para nosotros. Cuando mi hijo sea Rey, os prometo todo lo que yo…

Claudia resopló con irritación.

—¿Y ya está?

—La reina siempre ha sido muy precavida. Tenemos por lo menos a diecisiete personas infiltradas en palacio, pero las pruebas que hallamos son muy escasas. —Cerró la última contraventana y las estrellas desaparecieron—. Tardamos mucho en encontrar esto.

—¡Pero si está clarísimo! —Claudia volvió a leerlo con mucha emoción—. Me refiero a: «el dolor del pueblo será sentido»… Y «cuando mi hijo sea Rey»…

Cuando el hombre se acercó y encendió la lámpara, Claudia levantó la mirada hacia él, con unos ojos llenos de exaltación.

—Maestro, esto demuestra que la reina lo mató. Asesinó al heredero del rey, el último de los supervivientes de la dinastía Havaarna, para que su hermanastro, el hijo de la reina, pudiera ascender al trono.

Jared se quedó quieto un segundo. Después, cuando la llama se hubo estabilizado, la contempló. A Claudia se le hundió el corazón.

—No os convence…

—Pensaba que os había enseñado algo más, Claudia. Debéis ser rigurosa en vuestros razonamientos. Lo único que demuestra esto es que deseaba que su hijo fuera rey. No demuestra que hiciera nada para lograrlo.

—Pero este G…

—Podría ser cualquier persona con esa inicial. —La desilusionó sin piedad.

—¡No decís lo que pensáis! No podéis…

—Claudia, lo que importa no es lo que «yo» piense. Si hacéis una acusación de semejante calibre, necesitáis pruebas tan irrefutables que no pueda haber lugar a dudas. —El Sapient se acomodó en una butaca e hizo una mueca de dolor—. El príncipe murió de una caída del caballo. Los médicos lo certificaron. Su cuerpo estuvo expuesto a la vista de todos en el velatorio, celebrado en el Gran Salón del palacio, durante tres días. Miles de personas fueron a presentarle sus respetos. Vuestro propio padre…

—Seguro que mandó que alguien lo matara. Estaba celosa de él.

—Nunca dio muestras de algo así. Y el cuerpo fue incinerado. Ahora no hay forma de demostrarlo. —Suspiró—. ¿Es que no veis qué imagen dará esto, Claudia? Os verán como una simple niña malcriada que no está conforme con su matrimonio de conveniencia y desea inventar cualquier escándalo para librarse de él.

Claudia resopló:

—¡Me da igual! Lo que…

Él se irguió en el asiento.

—¡Silencio!

Se quedó petrificada. El cachorro de zorro estaba a cuatro patas, con las orejas de punta. El susurro de una corriente de aire se coló por debajo de la puerta.

Al instante se movieron los dos. Claudia tardó pocos segundos en llegar hasta la ventana y oscurecer el cristal; al darse la vuelta, vio los dedos de Jared sobre el panel de control de los sensores y alarmas que había instalado en la escalera. Unas lucecillas rojas parpadeaban.

—¿Qué pasa? —susurró Claudia—. ¿Qué era eso?

Él tardó un momento en contestar. Cuando lo hizo, su voz fue un murmullo:

—Había algo ahí. Minúsculo. A lo mejor un mecanismo de escucha.

El corazón de Claudia se detuvo.

—¿Mi padre?

—¿Quién sabe? A lo mejor era lord Evian. O a lo mejor Medlicote.

Se quedaron un buen rato en la penumbra, escuchando. Era una noche tranquila. A lo lejos, oyeron ladrar a un perro. También les llegaba el balido amortiguado de las ovejas en el prado, al otro lado del foso, y el ulular de un búho. Al cabo de unos minutos, un movimiento dentro de la estancia les indicó que el cachorro se había acurrucado de nuevo, dispuesto a dormir. La vela parpadeó y se apagó. En medio del silencio, Claudia dijo:

—Mañana entraré en el estudio. Si no puedo averiguar qué pasó con Giles, por lo menos me enteraré de cómo funciona Incarceron.

—Con él en casa…

—Es mi última oportunidad.

Jared se pasó los dedos largos por el pelo enmarañado.

—Claudia, ahora debéis iros. Ya hablaremos de esto mañana.

Y entonces, de improviso, todo su rostro empalideció y colocó las manos planas sobre la mesa. Se inclinó hacia delante y respiró con dificultad.

Claudia rodeó el telescopio sigilosamente.

—¿Maestro?

—Mi medicación. Por favor.

La muchacha agarró la palmatoria, volvió a encenderla y maldijo la Era por centésima vez.

—¿Dónde…? No la encuentro…

—En la caja azul. Junto al astrolabio.

Anduvo a tientas y tocó plumas, papeles, libros, la caja. Dentro había una jeringuilla fina y varias ampollas; colocó una con cuidado y se la acercó al Maestro.

—¿Queréis que…?

Él sonrió con dulzura.

—No. Me las apaño solo.

Aproximó la vela. Cuando el hombre se remangó, Claudia vio innumerables cicatrices alrededor de la vena. Se clavó la inyección con cuidado, la microaguja apenas le tocaba la piel, y una vez que hubo terminado, devolvió la jeringuilla al estuche y habló con voz más tranquila y firme.

—Gracias, Claudia. Y no pongáis cara de susto. Esta enfermedad lleva diez años matándome, y no tiene prisa. Es probable que tarde otros diez en acabar de liquidarme.

Claudia no pudo sonreír. Los momentos así la aterrorizaban. Le preguntó:

—¿Queréis que llame a alguien…?

—No, no. Me meteré en la cama y dormiré un rato. —Le dio la palmatoria y dijo—: Ahora iros, y tened cuidado al bajar las escaleras.

Claudia asintió a regañadientes y recorrió la habitación. Al llegar a la puerta, se detuvo y se dio la vuelta. Él estaba plantado de pie, como si supiese que ella iba a hacer eso. Se entretuvo en cerrar la caja, y el verde oscuro de su túnica de Sapient de cuello alto brilló con una curiosa iridiscencia.

—Maestro, esa carta… ¿Sabéis a quién iba dirigida?

Él levantó la cabeza y la miró con tristeza.

—Sí. Por eso es aún más urgente que entremos en el estudio.

La vela parpadeó cuando Claudia soltó un suspiro consternado.

—Os referís a…

—Me temo que sí, Claudia. La carta de la reina iba dirigida a vuestro padre.