Se despertó y vio que todos lo rodeaban. Los viejos, los lisiados, los enfermos, los medios hombres. Escondió la cabeza, porque lo embargaban la vergüenza y la ira.
—Os he fallado —les dijo—. He viajado hasta tan lejos, y aun así he fracasado.
—No es verdad —respondieron—. Sabemos que hay una puerta, una puerta secreta y diminuta. Ninguno de nosotros se atreve a reptar por ella, pues tememos morir atrapados. Si nos prometéis que volveréis a buscarnos, os la mostraremos.
Sáfico era ágil y esbelto. Los miró con sus ojos oscuros.
—Llevadme a ella —susurró.
Leyenda de Sáfico
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Jared sobresaltado.
—La Cárcel ha intervenido —dijo entre dientes el Guardián, muy furioso.
Sus dedos se desplazaron con habilidad por los controles.
—¡Pues detenedla! Ordenadle que…
—No puedo hacer que Incarceron me obedezca. —El Guardián se lo quedó mirando—. Hace siglos que nadie lo consigue. La Cárcel gobierna, Maestro. No tengo potestad sobre ella. —Y a continuación, en una voz tan baja que Jared apenas la oyó—: Se ríe de mí.
Apabullado, Jared contempló la pantalla en negro. Fuera, un puño aporreó de nuevo la puerta de bronce. Una voz atronó:
—¡Guardián! ¡Abrid la puerta! La reina exige vuestra presencia.
—Evian fue un temerario al intentar el magnicidio —dijo el Guardián. Levantó la mirada—. No temáis, no entrarán. Ni siquiera con hachas.
—La reina cree que estáis involucrado.
—Puede ser. Es una buena excusa para deshacerse de mí. Ahora no habrá boda.
Jared sacudió la cabeza.
—Entonces, es el fin de todos nosotros.
—Antes de que os deis por vencido, Maestro, no me vendría mal vuestra ayuda. —Sus ojos grises lo miraron con fijeza—. Por el bien de Claudia, tenemos que colaborar el uno con el otro.
Jared asintió lentamente con la cabeza. Procurando hacer oídos sordos a los furiosos porrazos en la puerta, se acercó a los controles y los estudió con atención.
—Esto es viejísimo. Muchos de los símbolos están en el idioma de los Sapienti. —Levantó la mirada—. Vamos a intentar hablar con Incarceron en la lengua de sus creadores.
El Terremoto de la Cárcel fue rápido y repentino. El suelo se combó; las paredes se desplomaron. Finn agarró a Keiro; juntos aterrizaron contra una puerta que cedió ante su peso y ambos cayeron al otro lado.
Claudia se escabulló tras ellos, pero Attia masculló:
—¡Ayudadme con él!
Intentaba transportar a Gildas, que, encorvado, no dejaba de jadear. A toda prisa, Claudia volvió a salir y pasó el otro brazo del anciano por sus hombros, de modo que entre las dos lo arrastraron hasta la celda, donde Finn tiró de ellos para que entraran y cerró la puerta con firmeza inmediatamente después. Keiro y él la aseguraron con un madero roto.
Fuera, los escombros caían en cascada y todos prestaron atención al estruendo, consternados. No había duda de que el pasillo había quedado incomunicado.
—Pero supongo que no creeréis que podéis impedirme entrar, ¿verdad? —Incarceron les dedicó su risa estentórea—. Nadie puede hacer eso. No hay forma de escapar de mí.
—Sáfico Escapó. —La voz de Gildas sonó como un gemido de dolor, pero logró escupir las palabras. Se agarró el pecho con las manos; le temblaban de forma incontrolable—. ¿Cómo lo hizo entonces si no tenía Llave? ¿Existe otro medio de salir, un medio que sólo él descubrió? ¿Un medio tan secreto y tan asombroso que ni siquiera tú puedes anularlo, Incarceron? ¿Un medio que no requiere puerta ni maquinaria? ¿Es eso, Incarceron? ¿Es eso lo que tanto temes, por lo que siempre vigilas, por lo que siempre espías?
—No temo a nada.
—No es eso lo que me dijiste —espetó Claudia. Le costaba respirar; miró a Finn—. Tengo que regresar. Jared está en apuros. ¿Vienes conmigo?
—No puedo dejarlos aquí. Llévate al anciano.
Gildas se echó a reír; tuvo convulsiones y jadeó para coger aire, sin resuello. Attia le agarró las manos; entonces volvió la cabeza.
—Se está muriendo —susurró.
—Finn —pronunció el Sapient con voz ronca.
Finn se acuclilló junto a él, mareado por los pinchazos que notaba detrás de los ojos. Las lesiones que tenía Gildas debían de ser internas, aunque el temblor de sus manos, el sudor y la palidez extrema de su cara eran signos demasiado evidentes de que agonizaba.
El Sapient acercó la boca al oído de Finn.
—Muéstrame las estrellas —le susurró.
Finn miró a los demás.
—No puedo…
—Entonces, déjame a mí —dijo la Cárcel. El brillo trémulo de la luz dentro de la celda se apagó. Un Ojo rojo lució como una centella en un rincón de la pared—. Mira esta estrella, viejo. Es la única estrella que verás jamás.
—¡Deja de atormentarlo!
El gruñido de rabia de Finn los sobresaltó a todos. Y entonces, para asombro de Claudia, el muchacho se volvió hacia Gildas y lo agarró de la mano.
—Ven conmigo —dijo—. Te las mostraré.
Un mareo mental lo barrió y Finn dejó que lo embargara. Caminó deliberadamente hacia su oscuridad y arrastró al anciano con él, alrededor del lago iluminado por las lamparillas flotantes, de color azul, púrpura y oro, y el barco se meció bajo el cuerpo de Finn mientras él se recostaba y contemplaba las estrellas.
Resplandecían en la noche estival. Como polvo de plata poblaban el cosmos, igual que si una mano gigante las hubiera desperdigado, y su misterioso brillo hechizaba la negrura aterciopelada.
Junto a él, Finn percibió la admiración del anciano.
—Esto son las estrellas, Maestro. Mundos enteros, lejanísimos, en apariencia minúsculos, pero en realidad más grandes que todo lo que conocemos.
El agua del lago lamió el barco.
Gildas dijo:
—Qué lejos… ¡Y cuántas!
Una garza se elevó de las aguas con un chapoteo lleno de gracia. En la orilla sonaba una música dulce; unas voces reían con delicadeza.
El anciano dijo con voz quebrada:
—Ahora tengo que ir hacia ellas, Finn. Tengo que ir al encuentro de Sáfico. Es imposible que él se contentara con el Exterior, ¿sabes? No, después de haber visto esto.
Finn asintió. Notó cómo el barco soltaba amarras bajo su cuerpo, la cadencia y las salpicaduras del oleaje. Notó que los dedos del anciano soltaban los suyos. Y mientras los contemplaba, las estrellas crecieron y ardieron, se convirtieron en llamas, unas llamas minúsculas en la punta de unas velas diminutas, y él las soplaba entonces para apagarlas, soplaba con todo su aliento, con toda su energía.
Se desvanecieron y Finn rio, una gran carcajada de triunfo, y todas las personas que lo rodeaban rieron con él, el rey con su casaca roja, y Bartlett, y su pálida madrastra nueva, y todos los cortesanos y doncellas y músicos, y la chiquilla del precioso vestido blanco, la niña que había llegado ese día, que según decían, iba a ser su amiga especial.
En ese momento la niña lo miró. Y dijo:
—Finn, ¿me oyes?
Claudia.
—Ya está listo. —Jared levantó la mirada—. Hablad y la traducción será instantánea.
El Guardián había estado deambulando todo ese tiempo, escuchando las voces del otro lado; entonces fue a sentarse junto al escritorio, con los brazos cruzados.
—Incarceron —dijo.
Silencio. A continuación, en la pantalla, un puntito de luz roja. Era diminuto, como una estrella. Los miró y dijo:
—¿Quién es el que me habla en la lengua antigua?
La voz sonaba insegura. Parecía haber perdido parte de su aplomo reverberante.
El Guardián miró a Jared. Entonces dijo en voz baja:
—Ya sabes quién soy, padre mío. Soy Sáfico.
Los ojos de Jared se abrieron como platos, pero permaneció callado.
Se produjo otro silencio. Esta vez, fue el Guardián quien lo rompió:
—Te hablaré en el idioma de los Sapienti. Te ordeno que no hagas daño al chico llamado Finn.
—Tiene la Llave. Ningún Preso tiene permitido Escapar.
—Pero tu ira podría hacerle daño. Y a Claudia.
¿Había cambiado la voz del Guardián al pronunciar el nombre de la chica? Jared no estaba seguro.
Un momento de quietud. Y entonces:
—Muy bien. Lo haré por ti, hijo mío.
El Guardián hizo una seña a Jared para que cortara la comunicación, pero justo cuando su dedo se aproximaba al panel, la Cárcel dijo en voz baja:
—Pero si de verdad eres Sáfico, recordarás que tú y yo hemos hablado ya muchas veces.
—De eso hace mucho tiempo —contestó con cautela el Guardián.
—Sí. Me ofreciste el tributo que te pedí. Te perseguí y escapaste. Te escondiste en recovecos y robaste los corazones de mis hijos. Dime, Sáfico, ¿cómo lograste huir de mí? Después de que te derribara, después de la terrible caída a través de la oscuridad, ¿qué puerta encontraste que yo no he sabido ver? ¿A través de qué grieta te arrastraste? Y ¿dónde estás ahora, en qué lugares remotos que no puedo siquiera imaginar?
La voz denotaba nostalgia; el Guardián levantó la mirada hacia el Ojo fijo de la pantalla. Cuando respondió, lo hizo de forma esquiva.
—Ése es un misterio que no puedo desvelar.
—Qué lástima. Ya sabes que no me proporcionaron la capacidad de ver más allá de mí mismo. ¿Te lo imaginas, Sáfico? ¿Tú, el caminante, el gran viajero, puedes imaginarte cómo es vivir por siempre atrapado dentro de tu propia mente, observando únicamente las criaturas que la habitan? Me hicieron poderoso, pero también me hicieron imperfecto. Y sólo tú, cuando regreses, podrás ayudarme.
El Guardián se quedó inmóvil. Con la boca seca, Jared accionó el interruptor. Le temblaban las manos y las tenía húmedas por el sudor. Ante su mirada atenta, el Ojo se esfumó.
A Finn se le nubló la vista y todo su cuerpo se quedó vacío. Se acurrucó hasta hacerse un ovillo: únicamente el brazo de Keiro impidió que golpeara el suelo con la cabeza. Sin embargo, por un instante, antes de que el hedor de la Cárcel volviera a filtrarse en él, antes de que el mundo volviera a atraparlo, supo que era un príncipe, hijo de otro príncipe, y que su mundo tenía el brillo dorado de la luz del sol, un príncipe que había entrado galopando en un bosque oscuro una mañana, como en un cuento de hadas, y que no había vuelto a salir de él.
—Bebe un poco. —Attia le dio agua; Finn consiguió tragar y tosió mientras intentaba sentarse en el suelo.
—Va de mal en peor —le decía Keiro a Claudia—. Mira lo que le ha hecho tu padre.
Claudia hizo oídos sordos y se inclinó sobre Finn.
—La sacudida de la Cárcel ha terminado. Se ha calmado.
—¿Gildas? —murmuró Finn.
—El viejo se ha ido. Ya no tendrá que seguir preocupándose por Sáfico. —La voz de Keiro sonó brusca. Finn se dio la vuelta y vio al Sapient tumbado entre los escombros, con los ojos cerrados, el cuerpo encogido, como si durmiera. En el dedo, suelto e inerte, como si Keiro lo hubiera empujado allí en un vano esfuerzo por salvarlo, resplandecía el anillo de la calavera.
—¿Qué has hecho? —preguntó Claudia—. Decía… cosas raras.
—Le he enseñado cómo salir. —Finn se sentía desnudo, limpio y desarmado. No quería hablar de eso ahora, ni contarles lo que pensaba que había recordado, así que se sentó lentamente con la espalda recta y dijo—: ¿Habéis probado a ponerle el anillo?
—No ha funcionado. En eso también tenía razón. A lo mejor ninguno de ellos hizo nada. —Keiro le puso la Llave entre las manos—. Vete. Sal ahora mismo. Dile al Sapient que diseñe una llave con la que sacarme a mí. Y manda a alguien para que venga a buscar a la chica.
Finn miró a Attia.
—Volveré yo mismo. Lo juro.
Attia sonrió, lánguida, pero fue Keiro quien dijo:
—Más te vale. Porque no quiero quedarme pegado a ella.
—Y también te liberaré a ti. Mandaré a todos los Sapienti de mi reino que fabriquen llaves. Hicimos un juramento, hermano. ¿Crees que se me ha olvidado?
Keiro se echó a reír. Su hermosa cara estaba mugrienta y amoratada, el pelo aplastado por la suciedad, su elegante casaca destrozada. Pero, a ojos de Finn, era él quien parecía un príncipe.
—A lo mejor. O a lo mejor es tu oportunidad de deshacerte de mí. A lo mejor tienes miedo de que te mate y ocupe tu lugar. Si no regresas, créeme, lo haré.
Finn sonrió. Se miraron mutuamente durante un instante, dentro de aquella celda abovedada, entre las cadenas y los grilletes desperdigados.
Entonces Finn se dirigió a Claudia:
—Tú primera.
Ella preguntó:
—¿Me seguirás?
—Sí.
Lo miró y luego miró a los demás. Rápidamente, tocó el ojo del águila y desapareció, con un resplandor que hizo que todos ellos suspiraran.
Finn bajó la vista hacia la Llave que sujetaba.
—No puedo —dijo.
Attia sonrió con alegría.
—Yo confío en ti. Te esperaré.
Pero Finn no fue capaz de mover el dedo, detenido por encima del ojo oscuro del águila, así que Attia se acercó a él y lo apretó en su lugar.
Claudia se encontró sentada en la silla, en medio de un alboroto de voces y aporreos en la puerta. Al otro lado, Caspar gritaba:
—… os arrestaré por alta traición. ¡Guardián! ¿Me oís?
El bronce resonó con los golpetazos frenéticos.
Su padre la tomó de la mano y la invitó a levantarse.
—Querida mía. Y ¿dónde está tu joven príncipe?
Jared observaba cómo la compuerta de bronce se combaba hacia dentro. Dirigió una mirada rápida y amable hacia Claudia.
Tenía el pelo alborotado, la cara sucia. Había un olor extraño impregnado en su ropa. Entonces Claudia dijo:
—Justo detrás de mí.
Finn también estaba sentado en una silla, pero su habitación era oscura, una celda pequeña, como la que recordaba haber visitado hacía tanto tiempo, antigua, con las paredes grasientas y repletas de nombres grabados.
Enfrente de él había sentado un hombre flaco de pelo moreno. Al principio pensó que era Jared, pero luego supo de quién se trataba.
Miró a su alrededor, confundido.
—¿Dónde estoy? ¿Es esto el Exterior?
Sáfico estaba apoyado contra la pared, sentado con las piernas flexionadas hacia arriba. Dijo con voz apacible:
—Ninguno de nosotros sabe a ciencia cierta dónde está. Tal vez en nuestra vida nos esforcemos demasiado por saber dónde estamos, y no lo suficiente por saber quiénes somos.
Los dedos de Finn se aferraron con ímpetu a la Llave de cristal.
—Dejadme marchar —dijo en un susurro.
—No soy yo quien te lo impide. —Sáfico observó a Finn con unos ojos oscuros, en cuyas profundidades brillaban las estrellas como puntos de luz—. No te olvides de nosotros, Finn. No te olvides de los que quedan en la oscuridad, de los hambrientos y los destrozados, de los asesinos y los rufianes. Hay cárceles dentro de las cárceles, y estas personas habitan en las más profundas.
Extendió la mano y tomó una cadena larga de la pared; tintineó y el óxido se desprendió de ella. Sáfico deslizó las manos dentro de los eslabones.
—Igual que tú, salí al Reino. No era lo que me esperaba. Y yo también hice una promesa. —Tiró el metal al suelo, con un enorme estruendo, y Finn vio el dedo amputado—. A lo mejor es eso lo que te aprisiona.
Giró la cabeza hacia un lado e hizo una seña. Una sombra se elevó tras él y caminó hacia delante. Finn ahogó un chillido, porque era la Maestra. Tenía la misma estatura, los mismos andares desgarbados, el pelo rojo, los ojos desdeñosos. Se quedó de pie, mirando por encima del hombro a Finn, y él notó como si una cadena lo atase, fina e invisible, una cadena cuyo extremo sostenía la Maestra, porque Finn sentía que no podía mover ni pies ni manos.
—¿Cómo puedes estar aquí? —susurró—. Caíste…
—¡Ah, ya lo creo que caí! A través de reinos y siglos. Como un pájaro con el ala rota. Como un ángel caído. —A Finn le costaba distinguir si quien susurraba era ella o Sáfico. Pero la rabia era de la Maestra—. Y todo por tu culpa.
—Yo… —Deseaba culpar a Keiro o a Jormanric. A quien fuera. Pero en lugar de eso dijo—: Ya lo sé.
—Recuérdalo, príncipe. Y aprende de tus errores.
—¿Estás viva? —Lo embargó la antigua vergüenza; le costaba hablar.
—Incarceron no malgasta nada. Estoy viva en sus profundidades, en sus celdas, en las células de su cuerpo.
—Lo siento.
Se arropó con el abrigo con la dignidad de antaño.
—Si te arrepientes, no pido más.
—¿Vas a retenerlo aquí? —murmuró Sáfico.
—¿Igual que él me retuvo? —La Maestra se echó a reír sin perder la calma—. No necesito recompensa a cambio de mi perdón. Adiós, chico asustado. Protege la Llave de cristal.
La celda se difuminó y se abrió. Finn tuvo la impresión de que lo arrastraban por una conmoción cegadora de piedra y carne; de que unas enormes ruedas de hierro rugían sobre él, de que lo abrían y cerraban, lo dividían y remendaban.
Se levantó de la silla y una figura oscura le tendió la mano para ayudarle a recuperar el equilibrio.
Y esta vez, sí era Jared.