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¿De qué sirve una llave entre miles de millones de presos?

Diario de lord Calliston

—Incarceron intentó impedir que te encontrara —dijo Claudia.

Caminó hacia él por el sombrío pasadizo.

—No deberías haber entrado.

Finn se sentía abrumado. La chica estaba totalmente fuera de lugar, con ese aroma a rosas y a un extraño aire fresco que lo hechizaba. Tuvo ganas de rascar algún punto irritado de su mente; pero en lugar de eso, Finn se frotó los ojos cansados con la mano.

—Vuelve conmigo ahora mismo. —Claudia le tendió la mano—. ¡Ven, rápido!

—Eh, eh, espera un momento. —Keiro se puso de pie al instante—. No irá a ninguna parte sin mí.

—O sin mí —murmuró Attia.

—Entonces podéis venir todos. Tiene que ser posible.

A continuación su semblante se ensombreció.

Finn preguntó:

—¿Qué pasa?

Claudia se mordió el labio. De pronto cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de cómo hacerlo. No había atravesado ningún portal al llegar a Incarceron, ni había visto sillas ni paneles de control; sencillamente había surgido en una celda vacía. Además, aunque ese lugar hubiera sido la compuerta, ni siquiera sabía cómo regresar a él.

—No sabe qué hacer —dijo Keiro.

La escudriñó con atención y, a pesar de que su conducta la irritaba, Claudia le devolvió una mirada tranquila.

—Por lo menos tengo esto.

Sacó la Llave de un bolsillo y la mostró. Vieron que era idéntica a la que conocían, aunque la factura parecía más esmerada, el águila perfecta en su quietud.

Finn se llevó la mano al bolsillo. Estaba vacío. Alarmado, se dio la vuelta.

—Está aquí, tontorrón.

Gildas se apoyó en la pared y se incorporó como pudo. Estaba macilento y con el rostro sudoroso. Sujetó la Llave con tanta fuerza entre sus manos nudosas que la piel que le rodeaba los nudillos se puso tan blanca como el hueso que cubría.

—¿De verdad provienes del Exterior? —resopló.

—Sí, Maestro. —Claudia caminó hacia él y alargó la mano para que la tocara—. Y es verdad que Sáfico Escapó. Jared descubrió que tenía seguidores en el Exterior. Lo llaman el Hombre de los Nueve Dedos.

Gildas asintió, y todos vieron que tenía los ojos repletos de lágrimas.

—Ya lo sé. Siempre he sabido que era real. Este chico lo ha visto en sus iluminaciones. Y pronto yo también lo veré.

Su voz sonó áspera, pero había cierto temblor en ella que Finn no había percibido jamás. Con un miedo repentino, le dijo:

—Necesitamos la Llave, Maestro.

Por un instante pensó que el Sapient no iba a soltarla; se produjo un breve intervalo en el que tanto los dedos de Gildas como los suyos agarraron el cristal. El anciano bajó la mirada.

—Siempre he confiado en ti, Finn. Aunque nunca creí que procedieras del Exterior, y en eso me equivocaba. Pero tus visiones de las estrellas nos han conducido a la Huida, como sabía que ocurriría, desde el primer día que te vi acurrucado en aquel carro. Éste es el momento para el que me he preparado toda la vida.

Abrió los dedos; Finn notó el peso de la Llave.

Levantó la mirada hacia Claudia.

—¿Y ahora qué?

La chica respiró hondo, pero no fue su voz la que respondió. Attia permanecía en la penumbra, detrás de Keiro; no se movió de allí, pero sus palabras sonaron afiladas como cuchillos.

—¿Qué ha pasado con ese vestido tan bonito?

Claudia frunció el entrecejo.

—Lo rompí en pedazos.

—¿Y la boda?

—Cancelada.

Attia se rodeó el delgado cuerpecillo con los brazos.

—Así que ahora quieres a Finn.

—Giles. Se llama Giles. Sí, lo quiero. El reino necesita a su rey. Alguien que haya visto cosas más allá del palacio y el Protocolo. Alguien que haya descendido hasta los abismos. —Dejó que su irritación se transmitiera a sus palabras; la convirtió en rabia—. ¿No es eso lo que quieres tú también? ¿Alguien que pueda poner fin a la miseria de Incarceron porque sabe cómo es?

Attia se encogió de hombros.

—A quien deberías preguntar es a Finn. Podría ocurrir que lo sacaras de una cárcel para meterlo en otra.

Claudia la miró a los ojos y Attia le sostuvo la mirada. Fue la desenfadada risa de Keiro la que rompió el silencio.

—Propongo que resolvamos estas diferencias en el magnífico nuevo mundo del Exterior. Antes de que la Cárcel vuelva a sacudirse.

Finn añadió:

—Tiene razón. ¿Cómo lo hacemos?

Claudia tragó saliva.

—Bueno… Supongo que… usando las Llaves.

—Pero ¿dónde está la puerta?

—No hay puerta. —Era muy difícil de describir, y todos la miraban expectantes—. No como… os la imagináis.

—Entonces, ¿cómo entraste aquí? —preguntó Keiro.

—Eh… Cuesta de explicar.

Mientras hablaba, sus dedos se deslizaron por los botones escondidos de la Llave; empezó a murmurar y unas luces se movieron dentro del artilugio.

Keiro dio un salto hacia delante.

—¡De eso nada, princesa!

Se la arrebató; Claudia se abalanzó para recuperarla pero él blandió la espada y la amenazó apuntándole a la garganta.

—Nada de trucos. Nos vamos todos juntos o no se va nadie.

Furiosa, Claudia contestó:

—Ése es el plan.

—Baja el arma —espetó Gildas.

—Intenta llevárselo. Y dejarnos aquí.

—No quiero…

—¡Dejad de hablar de mí como si fuera un objeto! —La orden de Finn los hizo callar a todos.

Se pasó una mano por el pelo; tenía el cuero cabelludo mojado y los ojos centelleantes. Parecía que le faltaba el aliento. No podía permitirse tener un ataque en ese momento, pero le temblaban las manos y notó que la tensión reptaba por su cuerpo.

Y entonces supo que estaba dejándose caer en él, que debía de estar alucinando, porque detrás de Gildas, el muro parpadeó y vio cómo de él surgía, enorme y ensombrecido, el rostro de Blaize.

Los ojos del Sapient los vigilaban, su imagen era gigante, y estaba enmarcada en una habitación blanca de paredes limpias.

—Me temo —dijo— que Escapar no es tan sencillo como cree mi hija.

Se quedaron inmóviles. Keiro bajó la espada.

—Vaya, ya estamos todos —dijo—. Y mira lo contenta que está de verte.

Finn observó cómo Claudia se dirigía hacia la imagen. Se percató de que, aunque la cara del Guardián le resultaba familiar, no había ni rastro de costras o pústulas en sus mejillas; era más delgado y una refinada tensión le rodeaba los ojos.

Claudia levantó la mirada hacia él.

—No me llaméis hija —dijo con dureza y frialdad—. Y no intentéis detenerme. Voy a sacarlos a todos de aquí y vos…

—No puedes sacarlos a todos. —El Guardián le aguantó la mirada—. La Llave sólo puede liberar a una persona. Y su copia, si es que funciona, hará lo mismo. Toca el ojo negro del águila. Desaparecerás para reaparecer aquí. —Sonrió con parsimonia—. Ésa es la puerta, Finn.

Abrumada, Claudia no separó los ojos de él.

—Mentís. Vos me sacasteis de aquí.

—Eras recién nacida. Muy pequeña. Me arriesgué.

Se oyó una voz en la habitación; el Guardián se dio la vuelta y Claudia vio a Jared detrás de él, en pie, con el rostro pálido y fatigado.

—¡Maestro! ¿Dice la verdad?

—No tengo forma de saberlo, Claudia. —Parecía muy triste, con el pelo oscuro enmarañado—. Sólo hay una manera de averiguarlo, y es intentándolo.

Claudia miró a Finn.

—Tú no. —Fue Keiro quien se movió—. Finn y yo iremos los primeros y, si funciona, regresaré para buscar al Sapient. —Volvió a blandir la espada cuando Claudia desenvainó la suya—. Tira eso, princesa, o te corto el cuello.

La chica agarró la empuñadura con vigor, pero Finn le pidió:

—Hazlo, Claudia. Por favor.

Lo dijo mirando a Keiro. Mientras la muchacha bajaba el filo, vio cómo Finn se acercaba a su hermano de sangre y le preguntaba:

—¿De verdad crees que voy a marcharme dejándolos aquí tirados? Devuélvele la Llave.

—Ni hablar.

—Keiro…

—Eres tonto, Finn. ¡Es que no ves que es un montaje! Ella y tú desapareceríais y ahí se acabaría la historia. Nadie se molestaría en volver a buscar al resto de nosotros.

—Yo sí.

—No te dejarían. —Keiro le plantó cara—. Una vez que tuvieran a su príncipe perdido, ¿por qué iban a preocuparse de la Escoria de delincuentes? ¿De una esclava y de un tullido? Cuando estés de nuevo en tu palacio, ¿por qué vas a pensar en nosotros?

—Te juro que volveré.

—Sí, claro. ¿No es eso lo que dijo Sáfico?

En la quietud, Gildas se sentó de forma abrupta, como si se hubiera quedado sin fuerzas.

—No me dejes aquí, Finn —murmuró.

Finn negó con la cabeza, absolutamente exhausto.

—No podemos retener a Claudia aquí, decidamos lo que decidamos el resto de nosotros. Ha venido para rescatarnos.

—Pues mala suerte. —Los ojos azules de Keiro eran implacables—. Una vez ya estuvo presa… puede volver a estarlo. Yo voy el primero. Para averiguar qué nos espera allá fuera. Y si funciona, como os he dicho, regresaré.

—Mentiroso —dijo entre dientes Attia.

—No podrás impedírmelo.

El Guardián se echó a reír en voz baja.

—¿Y éste es el héroe que según tú es Giles, Claudia? ¿Éste es el hombre que gobernará el Reino? ¡Si ni siquiera puede controlar a esta chusma!

Finn se movió al instante. Le lanzó la Llave a Claudia; pilló a Keiro desprevenido y le quitó la espada. La rabia rugía dentro de él; rabia hacia todos ellos, hacia la sonrisita del Guardián, hacia el miedo y la debilidad de su interior. Keiro dio un traspiés, pero se recuperó enseguida y agitó la espada en alto, de modo que ambos la aguantaron. Al final, Finn logró arrebatársela por la empuñadura.

Keiro no pestañeó cuando el filo relumbró en su cara.

—No te atreverás a usarla contra mí.

El corazón de Finn latía desbocado. Su pecho subía y bajaba. Detrás de él, Attia lo azuzó entre dientes:

—¿Por qué no, Finn? Él mató a la Maestra. Lo sabes, ¡siempre lo has sabido! Él mandó que cortaran el puente. No fue Jormanric.

—¿Es cierto?

Finn apenas reconoció su propio susurro.

Keiro sonrió.

—Piensa lo que quieras.

—Dímelo.

—No. —Su hermano de sangre encerró la Llave en un puño—. Tú eliges. Yo no me justifico delante de nadie.

Los latidos de su corazón eran tan fuertes que le hacían daño. Llenaron la Cárcel, resonaron por todos los pasadizos, por todas las celdas.

Finn bajó la espada y la tiró. Keiro se agachó para cogerla, pero Finn la apartó de una patada. De repente empezaron a pelearse, todo el aire que le quedaba a Finn se esfumó con un puñetazo rabioso en el estómago. La habilidad despiadada de Keiro lo tumbó. Claudia gritaba, Gildas rugía muy enfadado, pero ahora a Finn ya no le importaba; se levantó como pudo y se abalanzó sobre Keiro con el fin de arrebatarle la Llave. Entorpecido por el frágil cristal, Keiro se protegió y después volvió a propinarle un puñetazo; Finn lo había cogido por la cintura y tiraba de él hacia abajo, pero mientras apretaba los brazos para reducirlo, Keiro le dio una patada que lo desestabilizó y le hizo retroceder.

Keiro rodó por el suelo y se reincorporó. El labio le sangraba.

—Ahora lo veremos, hermano —dijo apretando los dientes.

Tocó el ojo negro del ave.

Una luz.

Era tan brillante que les abrasaba los ojos.

Se ensanchó alrededor de Keiro, se lo tragó, y dentro de ella se oyó un ruido, un chirrido que hacía daño a los oídos, una nota aguda y discordante que cesó de repente.

La luz se fundió.

Y Keiro seguía allí.

En el silencio conmocionado, la risa del Guardián sonó fría y recriminatoria.

—Ah —dijo—. Me temo que eso significa que contigo no funciona. Seguramente los componentes metálicos de tu cuerpo invalidan el proceso. Incarceron es un sistema cerrado; sus elementos propios nunca pueden salir de él.

Keiro se quedó petrificado.

—¿Nunca? —consiguió preguntar sin resuello.

—No, a menos que esos componentes sean eliminados.

Keiro asintió. Tenía el rostro serio y sofocado.

—Si es el precio que hay que pagar…

Anduvo hacia Finn y dijo:

—Saca el cuchillo.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

—¡No puedo!

Keiro se rio con amargura.

—¿Por qué no? Keiro el de los Nueve Dedos. Siempre me pregunté qué sentido tenía el sacrificio de Sáfico.

Gildas gruñó:

—Chaval, quieres decir…

—A lo mejor somos más de los que pensamos quienes hemos nacido en Incarceron. A lo mejor tú también naciste aquí, viejo. Pero no dejaré que un dedo me retenga. Saca el cuchillo.

Finn no se movió, pero Attia sí. Sacó una navajita que siempre llevaba consigo y se la tendió a Finn. Éste la cogió lentamente. Mientras, Keiro colocó la mano en el suelo, con los dedos extendidos. La uña metálica tenía exactamente el mismo aspecto que las demás.

—Hazlo ya —ordenó.

—No puedo…

—Claro que puedes. Es por mi bien.

Se miraron mutuamente. Finn se arrodilló. Le temblaba la mano. Acercó la punta de la navaja a la piel de Keiro.

—Esperad —soltó Attia. Se acuclilló—. ¡Pensad un poco! A lo mejor no basta con eso. Como acabas de decir, Keiro, ninguno de nosotros sabe de qué estamos fabricados por dentro. Tiene que haber otro modo.

Los ojos azules de Keiro estaban desenfocados por la desesperación. Vaciló.

Durante un largo instante se quedó allí quieto, y después cerró la mano y asintió con la cabeza a cámara lenta. Bajó la mirada hacia la Llave y se la tendió a Finn.

—Entonces tendrás que ser tú quien lo averigüe. Disfruta de tu reino, hermano. Gobierna bien. Y cúbrete las espaldas.

Finn estaba demasiado conmocionado para responder. Un martilleo distante hizo que todos ellos alzaran la vista.

—¿Qué es eso? —preguntó Claudia.

Jared se apresuró a contestar:

—Es aquí. Evian intentó seguir los planes, pero ahora está muerto. Los guardias de la reina están en la puerta.

Claudia miró fijamente a su padre, quien dijo:

—Debes regresar, Claudia. Y trae al chico. Lo necesito cuanto antes.

—¿Es el verdadero Giles? —preguntó ella, cortante.

La sonrisa del Guardián fue heladora.

—A partir de ahora sí.

En cuanto hubo terminado de pronunciar esas palabras, la pantalla se fundió. Una oleada de movimiento se expandió por el pasillo; Finn miró a su alrededor con nerviosismo. Las losas empezaron a desplomarse de la bóveda.

Entonces levantó la mirada y vio el diminuto Ojo rojo que zumbaba y se enfocaba sobre él.

Ah, claro —dijo la voz en un susurro—. Todos os habéis olvidado de mí. Pero ¿por qué iba a permitir que alguno de mis hijos se marchara?