Todos mis años para este momento,
todas mis andanzas para este muro.
Todas mis palabras para este silencio,
todo mi orgullo para este fracaso.
Cantos de Sáfico
Deambuló muy ansiosa por el despacho, vestida con unos pantalones oscuros y una chaqueta.
—¿Y bien?
—Cinco minutos.
Jared siguió toqueteando los controles sin levantar la mirada. Había colocado un pañuelo encima de la silla y había puesto en marcha el mecanismo; el pañuelo había desaparecido, pero ahora no lograba que volviera a aparecer.
Claudia miró fijamente la puerta.
Había hecho trizas el vestido de novia con una furia que la había asombrado a ella misma, había roto en pedazos el encaje y rasgado por la mitad la falda con volantes. Adiós a todo aquello. El Protocolo había terminado. Claudia acababa de declarar la guerra. Había corrido a toda velocidad por las bodegas oscuras, impulsada por la rabia, el desconcierto y el vacío de un pasado malgastado.
—De acuerdo. —Jared levantó la mirada—. Creo que he entendido qué es cada cosa, pero no sé dónde puede llevaros esta máquina, Claudia…
—Yo sí sé dónde puede llevarme: lejos de «él». —La noticia de que no era su padre todavía repicaba en su cabeza, como un gran estallido sonoro que se hiciera eco sin cesar, de tal modo que pensó que no volvería a oír nada más que las palabras tranquilas pero devastadoras de aquella chica.
Jared le dijo:
—Sentaos en la silla.
Claudia agarró la espada, empezó a caminar y luego se detuvo.
—¿Y qué pasa con vos, Maestro? Cuando descubra que…
—No os preocupéis por mí. —La cogió por el brazo con dulzura e hizo que se sentara—. Ya era hora de que le plantara cara a vuestro padre. Estoy seguro de que será lo mejor para mí.
El rostro de Claudia se ensombreció.
—Maestro… si os hace daño…
—De lo único que tenéis que preocuparos es de encontrar a Giles y traerlo de vuelta. Debe hacerse justicia. Buena suerte, Claudia.
Levantó la mano de la muchacha y le dio un beso formal. Por un momento, Claudia se emocionó al pensar que tal vez fuera la última vez que lo viera; lo que de verdad deseaba era dar un salto y abrazarlo, pero él se apartó y puso las manos sobre los instrumentos. La miró.
—¿Lista?
Claudia no podía hablar. Asintió con la cabeza. Y entonces, justo antes de que los dedos de él tocaran el panel, dijo apresuradamente:
—Adiós, Maestro.
Él apretó el botón azul y entonces ocurrió. Desde las ranuras del techo cayó una jaula de luz blanca, tan cegadora y tan veloz que desapareció al segundo de haber aparecido, y lo único que pudo ver Jared a continuación fue la huella negra de la luz impresa en su retina.
Se apartó las manos de la cara.
La habitación estaba vacía. Percibió un suave dulzor.
—¿Claudia? —susurró.
Nada. Aguardó un instante en silencio. Quería quedarse, pero tenía que salir del estudio cuanto antes; era vital que el Guardián tardase todo lo posible en enterarse de lo que había ocurrido, y si lo encontraban allí… Se precipitó a apagar los mandos, se deslizó a través de la gruesa puerta de bronce y la cerró tras de sí.
Mientras recorría las bodegas, Jared sudaba sin parar por culpa del miedo. Seguro que había alguna alarma que se le había escapado, algún dispositivo estridente que su escáner no había logrado detectar. A cada paso que daba esperaba toparse con el Guardián o con una partida de guardias del palacio, y para cuando llegó a los pasillos oficiales, estaba tan pálido y temblaba tanto que tuvo que apoyarse contra la pared de una alcoba para respirar profunda y atentamente. Una sirvienta que pasó por allí se lo quedó mirando con curiosidad.
En el Gran Salón el ruido de la multitud había ido en aumento. Cuando se introdujo entre los invitados, notó la tensión creciente, la expectación convertida casi en histeria. La escalera por la que Claudia debía descender quedaba a la vista de todos, rodeada de lacayos con pelucas empolvadas. Cuando se deslizó para tomar asiento junto a la chimenea vio a la reina, gloriosa con su vestido dorado y una tiara de diamantes, que miraba fugazmente y con irritación en dirección a la escalera.
Pero es tradición que la novia llegue tarde.
Jared se inclinó hacia atrás y estiró las piernas. Estaba aturdido por el miedo y la fatiga, pero al mismo tiempo, sintió otra cosa que lo sorprendió, una extraña paz. Se preguntó cuánto duraría esa sensación.
Entonces vio al Guardián.
Alto y serio, el hombre que no era el padre de Claudia. Jared observó cómo el Guardián sonreía, asentía, intercambiaba comentarios educados con los cortesanos que aguardaban. En una ocasión sacó el reloj y lo miró, se lo llevó al oído como si, entre todo aquel alboroto, necesitara comprobar que seguía funcionando. Entonces lo guardó y frunció el entrecejo.
La impaciencia fue creciendo poco a poco.
La multitud murmuró. Caspar se acercó para decirle algo a su madre, ella le contestó con dureza, y él volvió a reunirse con sus acólitos. Jared observó a la reina. Le habían hecho un recogido muy recargado que le despejaba la cara, tenía los labios rojos, en contraste con la palidez empolvada de su rostro, pero sus ojos eran igual de fríos y astutos que siempre, y Jared reconoció que la sospecha anidaba en ellos.
La reina dobló un dedo y el Guardián se desplazó para colocarse a su lado. Hablaron brevemente. Llamaron a un criado, un supervisor elegante y de pelo canoso que hizo una reverencia antes de desaparecer de manera discreta.
Jared se frotó la cara.
Seguro que había cundido el pánico en los aposentos de Claudia: las doncellas la estarían buscando, las costureras remendarían el vestido y temerían por su propio pellejo. Lo más probable era que todas ellas acabaran huyendo. Confiaba en que Alys no estuviera por allí… culparían a la anciana niñera. Se recostó contra la pared e intentó aunar todo su coraje.
No tuvo que esperar mucho tiempo.
Se oyeron rumores en la escalera. Los invitados volvieron la cabeza. Las mujeres estiraron el cuello para ver mejor, se oyó un roce de vestidos y un leve aplauso que se fue apagando por el desconcierto, porque el sirviente de pelo canoso bajó a la carrera, sin aliento, y en las manos llevaba el vestido, o mejor dicho, lo que quedaba de él. Jared se secó el sudor de los labios. Nunca había visto a Claudia tan furiosa como cuando lo había roto en pedazos.
Se formó una gran confusión.
Un grito enfadado, órdenes, el chasquido de las armas.
Lentamente, Jared entendió lo que ocurría.
La reina estaba blanca como el papel; se volvió hacia el Guardián:
—¿Qué es esto? ¿Dónde está?
Su voz sonó fría como el hielo.
—No tengo la menor idea, señora. Pero propongo…
Se detuvo. Sus ojos grises se toparon con los de Jared a través de la agitada multitud.
Se miraron el uno al otro y, en el repentino murmullo ascendente, la muchedumbre pareció darse cuenta, porque se apartó abriendo un pasillo entre ambos, como si los invitados temieran quedarse en medio de aquel sendero de ira.
El Guardián dijo entonces:
—Maestro Jared. ¿Sabéis dónde está mi hija?
Jared logró esbozar una sonrisilla.
—Lamento no poder decíroslo, señor. Pero sí puedo deciros esto: ha decidido no casarse.
La multitud guardó completo silencio.
Con los ojos brillantes por la furia, la reina dijo:
—¿Ha dejado plantado a mi hijo?
Él hizo una reverencia.
—Ha cambiado de opinión. Fue tan repentino que creyó que no podría enfrentarse a ninguno de los dos. Se ha marchado del palacio. Os suplica que la disculpéis.
Claudia aborrecería esa última frase, pensó Jared, pero tenía que andar con pies de plomo. Se preparó para mantener la compostura ante la respuesta. La reina soltó una risa que era puro veneno; se dirigió al Guardián:
—Mi querido John, ¡qué mal trago para vos! ¡Después de todos los planes y conjeturas! Tengo que decir que la idea nunca me pareció muy buena. Era tan poco… adecuada. Elegisteis de manera nefasta a vuestra sucesora.
Los ojos del Guardián no se despegaron de los de Jared en ningún momento, y el Sapient notó que esa mirada de basilisco petrificaba lentamente su coraje.
—¡¿Adónde ha ido?!
Jared tragó saliva.
—A casa.
—¿Sola?
—Sí.
—¿En un carruaje?
—A caballo.
El Guardián se dio la vuelta.
—¡Que vayan a buscarla! ¡Ahora mismo!
¿Se lo había creído? Jared no estaba seguro.
—Por supuesto, lamento vuestros problemas familiares —dijo la reina con crueldad—, pero supongo que os dais cuenta de que nunca volveré a sufrir un insulto semejante. No habrá boda, Guardián. Aunque Claudia vuelva arrastrándose y me lo suplique de rodillas.
Caspar murmuró:
—Zorra ingrata y manipuladora.
Pero su madre lo hizo callar con una mirada.
—Despejad la sala —dijo con autoridad—. Quiero que salga todo el mundo.
Como si fuera una señal, estalló una protesta de cientos de voces, preguntas exaltadas, susurros conmocionados.
En medio de todo aquello Jared mantuvo el tipo, y el Guardián permaneció de pie observándolo, con unos ojos que desprendían tal rabia que el Sapient no estaba preparado para soportarla. Volvió la cara.
—Quedaos. —La orden de John Arlex fue brusca e irreconocible.
—Guardián… —Lord Evian se abrió paso para acercarse a ellos—. Acabo de enterarme… menuda noticia… ¿Es cierto?
No había rastro de su afectación habitual; estaba pálido por la intensidad del momento.
—Sí, se ha marchado. —El Guardián le dedicó una mirada rápida y sombría—. Se acabó.
—Entonces… ¿la reina?
—Seguirá siendo la reina.
—Pero… nuestro plan…
El Guardián lo atajó con una mirada furiosa.
—¡Ya basta, hombre! ¿No habéis oído lo que acabo de decir? Volved a vuestros pastelillos y perfumes. Es lo único que nos queda ahora.
Como si fuese incapaz de comprender qué había pasado, Evian se palpó con nerviosismo el traje ajustado con volantes. Se desabrochó un botón.
—No podemos permitir que todo termine así.
—No tenemos elección.
—Todos nuestros sueños. El fin de la Era. —Se metió la mano dentro de la casaca—. Yo no puedo. No lo haré.
Actuó antes de que Jared se diera cuenta de lo que ocurría: una daga resplandeció y se precipitó sobre la reina. Cuando la mujer se dio la vuelta, se le clavó en el hombro; gritó conmocionada. Al instante su vestido dorado se tiñó de sangre, con salpicaduras e hilillos que se extendieron mientras ella jadeaba y se aferraba a Caspar. Se desmayó en los brazos de sus cortesanos.
—¡Guardias! —gritó el Guardián. Sacó su espada.
Jared se dio la vuelta.
Evian retrocedió dando un traspiés, con el traje de color rosa salpicado de sangre. Debió de darse cuenta de que había fallado el tiro; la reina estaba histérica, pero no muerta, y él no tendría oportunidad de dar otra estocada. Por lo menos, no a ella. Los soldados entraron corriendo y lo obligaron a apartarse, formando un corro de acero con sus picas afiladas. Lord Evian miró fijamente a Jared sin verlo, luego al Guardián, a Caspar con su pálido terror.
—Lo hago por la libertad —dijo sin perder la calma—. En un mundo que carece de toda libertad.
Con agilidad le dio la vuelta a la daga y con ambas manos se la clavó en el pecho. Se dobló sobre el filo, se desplomó, tuvo convulsiones durante un momento y luego se quedó quieto. Mientras Jared apartaba a los guardias para inclinarse sobre él, vio que la muerte había sido prácticamente instantánea; la sangre seguía brotando lentamente y empapaba la tela de seda.
Bajó la mirada, horrorizado, hacia esa cara regordeta, esos ojos desenfocados.
—Qué tonto —dijo el Guardián a su espalda—. Y qué débil. —Se agachó y agarró a Jared para levantarlo. Le hizo volverse con brusquedad—. ¿También vos sois débil, Maestro Sapient? Siempre he pensado que sí. Ahora veremos si tenía razón. —Miró al guardia—. Llevaos al Maestro a su habitación y encerradlo. Traedme todos los mecanismos y artilugios que encontréis allí. Colocad a dos hombres junto a su puerta. No podrá salir de aquí, ni recibir visita alguna.
—Señor.
El hombre hizo una reverencia.
Habían sacado de la sala a la reina y disgregado a la multitud; de repente, el Gran Salón parecía vacío. Las guirnaldas de flores y capullos de azahar se mecieron levemente con la brisa que entraba por las ventanas abiertas. Mientras conducían a Jared hacia la puerta, fue pisando pétalos arrojados y dulces pegajosos; los despojos de una boda que nunca se celebraría.
Un instante antes de que lo empujaran para que cruzara la puerta, miró hacia atrás y vio al Guardián de pie, con ambas manos apoyadas en la alta chimenea, inclinado sobre el hogaril vacío. Sus manos eran dos puños apretados contra el mármol blanco.
Lo único que percibió fue una luz blanca. Cuando Claudia abrió los ojos, le picaban; tenía la mirada acuosa y unas manchitas oscuras flotaron en su retina durante un minuto, ensombreciendo las paredes de la celda.
Porque no había duda de que era una celda. Apestaba. El olor era tan fuerte que sintió arcadas e intentó aguantar sin respirar. El hedor era una mezcla de humedad y orina y cuerpos putrefactos y paja.
La paja cubría todo el suelo; Claudia estaba sentada en un montón de briznas secas, desde las que una pulga saltó para colocársele en la mano. Con un susurro asqueado Claudia dio un brinco y la ahuyentó, temblando y rascándose sin cesar.
Así que eso era Incarceron.
Era justo como se lo imaginaba.
La celda tenía las paredes de piedra, una piedra en la que había grabados nombres y fechas antiguas, cubiertos por una capa de liquen lechoso y una piel de algas. En lo alto, una bóveda de arista se perdía en la oscuridad. Había una ventana en la parte alta del muro, pero parecía ciega. Nada más. Sin embargo, la puerta de la celda estaba abierta.
Claudia respiró una vez más y procuró no toser. En la celda reinaba el silencio, un silencio pesado y opresivo que resultaba frío y pegajoso a la vez. Un silencio atento. Y en el rincón de la celda, vio un Ojo. Un Ojo pequeño y rojo que la observaba, impasible.
Se sintió igual que siempre. Sin cosquilleos ni náuseas. Se miró el cuerpo, las manos aferradas a la Llave. ¿De verdad se había vuelto tan diminuta? ¿O acaso toda noción de tamaño era relativa? ¿Sería esto la normalidad y el Reino Exterior un mundo de gigantes?
Cruzó la celda y llegó a la puerta. Hacía mucho tiempo que nadie la cerraba. Las cadenas colgaban a ambos lados, pero estaban corroídas y apelmazadas por el óxido, y los goznes de la puerta estaban tan desgastados que la hoja colgaba formando un ángulo extraño. Asomó la cabeza hacia el pasillo.
Era de piedra y su olor resultaba pestilente. Se extendía hacia la oscuridad.
Miró la Llave; encendió la pantalla.
—¿Finn? —susurró.
No pasó nada. Salvo que, a lo lejos, en el pasillo, algo murmuró. Un gemido grave, como una máquina que se hubiera activado. Apagó la Llave a toda prisa, con el corazón palpitante.
—¿Eres tú?
Nada.
Dio dos pasos hacia delante y luego se detuvo. El sonido reapareció, a pocos metros de ella, un sonido suave y curiosamente ansioso. Vio cómo se abría un Ojo rojo, después giraba lentamente dentro de un semicírculo y a continuación se detenía y volvía a girar hacia ella. Se quedó quieta.
—Te veo —dijo una voz susurrante—. Te reconozco.
No era la voz de Finn. Ni la de nadie que Claudia conociera.
—Nunca olvido a ninguno de mis hijos. Pero hace mucho tiempo que no estabas aquí. No acabo de entenderlo.
Claudia se limpió la mejilla con la mano sucia.
—¿Quién eres? No te veo.
—Claro que me ves. Estás pisándome. Me respiras.
Claudia retrocedió un paso, bajó la mirada, pero no vio más que el suelo de piedra, la oscuridad.
El Ojo rojo la observaba. Tomó aire, un aire vomitivo.
—Eres la Cárcel.
—Exacto. —Sonó fascinada—. Y tú eres la hija del Guardián.
Se quedó sin palabras. Jared le había contado que Incarceron era un ser inteligente, pero nunca se lo había imaginado así.
—¿Por qué no nos ayudamos mutuamente, Claudia Arlexa? —La voz era apacible y desprendía un leve eco—. Buscas a Finn y sus amigos. ¿No es así?
—Sí.
¿Era lo que tenía que responder?
—Yo te guiaré hasta ellos.
—La Llave lo hará.
—No utilices la Llave. Interfiere en mis sistemas.
¿Eran imaginaciones suyas o la respuesta había sonado apresurada y casi irritada? Empezó a avanzar lentamente por el pasillo oscuro.
—Entendido. Y ¿qué quieres a cambio?
Un sonido. Podría haber sido un suspiro o una risita baja.
—Nunca me habían hecho esa pregunta. Quiero que me cuentes cómo es el Exterior. Sáfico prometió fervientemente que regresaría para contármelo, pero nunca lo hizo. Tu padre no me habla del Exterior. Empiezo a preguntarme, en el corazón de mis corazones, si existe siquiera un Exterior, o si sencillamente Sáfico pasó a la muerte y vosotros vivís en un lugar que soy incapaz de detectar. Tengo miles de millones de Ojos y sentidos, pero aun con todo no puedo ver fuera de mi ser. Los Presos no son los únicos que sueñan con Escapar, Claudia. Pero claro, ¿cómo voy a poder escapar de mí mismo?
La chica llegó a una esquina. El pasillo se bifurcaba en dos, ambos brazos oscuros y empapados, idénticos. Claudia frunció el entrecejo y sujetó la Llave con fuerza.
—No lo sé. Eso es precisamente lo que yo intento hacer. Está bien. Llévame hasta Finn. Y por el camino, te contaré cómo es el Exterior.
Las luces se encendieron con un parpadeo ante ella.
—Por aquí.
Claudia se detuvo.
—¿De verdad sabes dónde están? ¿No será una trampa?
Silencio. Y después:
—Claudia, por favor. Y pensar en lo mucho que va a enfadarse tu padre contigo… cuando se entere.