La desesperación es profunda. Un abismo que engulle los sueños. Un muro en el fin del mundo. Tras él aguardo la muerte. Porque todo nuestro esfuerzo ha desembocado en esto.
Diario de lord Calliston
La mañana de la boda amaneció cálida y apacible.
Todo estaba planificado, incluso el clima: los árboles estaban henchidos de flores y los pájaros cantaban; el cielo lucía un azul impoluto, sin una sola nube; la temperatura era perfecta, la brisa suave y de aroma dulzón.
Claudia espió desde la ventana a los sirvientes que, sudorosos, descargaban las carretadas de regalos. Aun desde aquella distancia distinguió el brillo de los diamantes, el resplandor del oro.
Apoyó la barbilla en el alféizar de piedra, notó su rugosa calidez.
Justo sobre su cabeza había un nido, una golondrina que entraba y salía a intervalos regulares con el pico lleno de moscas. Unos polluelos invisibles piaban con insistencia mientras sus progenitores iban y venían.
Le pesaban los ojos y le dolían los huesos. Se había pasado toda la noche en vela, contemplando desde la cama los doseles encarnados, escuchando el silencio de la habitación, notando que su futuro pendía sobre ella igual que una cortina muy pesada a punto de descolgarse. Su vida anterior había terminado: la libertad, el estudio con Jared, los largos paseos a caballo y los árboles a los que trepaba, la despreocupación de hacer lo que le apeteciera. Hoy se convertiría en la condesa de Steen, entraría en la guerra de intrigas y traiciones que constituía la vida en el palacio. Al cabo de una hora irían a bañarla, a peinarla, a pintarle las uñas, a vestirla como a una muñeca.
Descendió la mirada.
Vio un tejado mucho más bajo que su dormitorio, la cúspide de alguna torreta. Por un momento de ensoñación pensó que si ataba todas las sábanas de la cama entre sí sería capaz de bajar descolgándose lentamente, una mano tras otra, hasta que sus pies descalzos tocaran las tejas calientes. Tal vez pudiera escabullirse y llegar al suelo para robar un caballo de los establos con el que marcharse al galope, para escapar con lo puesto, con el camisón blanco, y adentrarse en los bosques verdes de las colinas lejanas.
Era un pensamiento reconfortante. La chica que desapareció. La princesa perdida. Sonrió sin querer. Sin embargo, una llamada desde el exterior la hizo regresar abruptamente a la realidad; miró hacia el suelo y vio a lord Evian, radiante y vestido de azul y armiño, observándola.
Gritó una frase, pero Claudia estaba demasiado lejos para comprender sus palabras. De todas formas, sonrió y asintió, y él hizo una reverencia y se marchó repicando con sus zapatitos de tacón bajo.
Mientras lo contemplaba, Claudia adivinó que toda la Corte era como él, que detrás de su fachada perfumada y llena de filigranas anidaba un entramado de odios y secretos instintos asesinos. Su papel en esa conspiración empezaría muy pronto, y para sobrevivir, tendría que ser tan dura como ellos. Jamás podría rescatar a Finn. Tenía que aceptarlo.
Al levantarse asustó a la golondrina, que echó a volar despavorida. Se aproximó al tocador.
Estaba abarrotado de flores: ramilletes, adornos florales y ramos despampanantes. No habían parado de llegar en toda la mañana, en tales cantidades que la habitación ofrecía un aroma exquisito y embriagador. Detrás de ella, sobre la cama, estaba extendido el vestido de novia con toda su elegancia. Se miró en el espejo.
De acuerdo. Se casaría con Caspar y sería reina. Si había un complot, participaría en él. Si había asesinatos, sobreviviría a ellos. Gobernaría el territorio. Nadie volvería a decirle nunca qué tenía que hacer.
Abrió el cajón del tocador y sacó la Llave. Las distintas caras de cristal tallado captaron el sol y resplandecieron, haciendo destacar la espléndida águila.
Pero primero tendría que decírselo a Finn. Hacerle asimilar que no había modo de huir.
Contarle que su compromiso se había roto.
Se inclinó sobre la Llave pero, en cuanto la tocó, alguien llamó con cautela a la puerta, así que Claudia deslizó el objeto rápidamente en el cajón y cogió un cepillo.
—Entra, Alys.
La puerta se abrió.
—No soy Alys —dijo su padre.
Se quedó allí plantado, oscuro y elegante, enmarcado por el dintel dorado.
—¿Puedo pasar?
—Sí —contestó Claudia.
Llevaba una casaca nueva, de un terciopelo negro intenso, con una rosa blanca en la solapa y los pantalones de media caña de satén. Calzaba unos zapatos con hebillas discretas y tenía el pelo recogido con un lazo negro. Se sentó con elegancia y se apartó los faldones de la chaqueta.
—Todos estos complementos son un fastidio. Pero uno tiene que estar perfecto en un día como éste. —Al darse cuenta de que Claudia todavía llevaba un vestido sencillo, sacó el reloj y miró la hora, de modo que el sol resplandeció en el cubo plateado que colgaba de la cadena—. Sólo te quedan dos horas, Claudia. Deberías vestirte.
Claudia hincó el codo sobre la mesa.
—¿Eso es lo que habéis venido a decirme?
—He venido a decirte lo orgulloso que estoy. —Sus ojos grises le aguantaron la mirada y la luz que vio en ellos fue amable pero astuta—. Hoy es el día que llevo décadas planeando y esperando. Desde mucho antes de que nacieras. Hoy, los Arlexi entrarán en el corazón del poder. Nada puede salir mal. —Se levantó y caminó hasta la ventana, como si la tensión le impidiera estar quieto. Sonrió—. Confieso que no he podido dormir porque no dejaba de pensar en esto.
—No sois el único.
El Guardián la miró fijamente.
—No debes tener miedo, Claudia. Todos los cabos están atados. Todo está listo.
Algo en su tono de voz hizo que Claudia levantara la cabeza. Durante unos segundos lo escudriñó y vio por debajo de la máscara, vio a un hombre impulsado con tanta furia por su delirio de poder, que estaba decidido a sacrificar lo que hiciese falta para conseguirlo. Y con un gélido escalofrío, comprendió que no estaba dispuesto a compartirlo. Ni con la reina, ni con Caspar.
—¿A qué os referís con… «todo»?
—Pues a las cosas que actuarán en nuestro favor. Caspar no es más que un peldaño que hay que pisar.
Ella asintió.
—Estáis al corriente, ¿verdad? ¿Sabéis lo del complot de magnicidio de… los Lobos de Acero? ¿Formáis parte del grupo?
El Guardián cruzó la habitación con una larga zancada y la agarró del brazo con tanta fuerza que Claudia suspiró.
—Calla —le espetó—. ¿No se te ha ocurrido que puede haber mecanismos de escucha aquí también?
La condujo hasta la ventana y la abrió. La melodía de las cuerdas del laúd y de los tambores flotaba hacia arriba, junto con los gritos de un comandante de la guardia que entrenaba a sus hombres. Camuflado por el ruido ambiental, el Guardián dijo en voz baja y áspera:
—Limítate a cumplir tu parte, Claudia. Eso es todo.
—Y luego los mataréis.
Se apartó de él con brusquedad.
—Lo que ocurra después no te incumbe. Evian no tenía derecho a hablar contigo.
—¿Así que no me incumbe? ¿Cuánto tiempo tardaré en ser un estorbo yo también? ¿Cuánto tiempo falta para que «me caiga del caballo»?
Lo había sobresaltado.
—Eso no pasará nunca.
—¿Ah no? —El Guardián esbozó una sonrisa ácida; Claudia deseó que esa acidez corrosiva lo abrasara—. ¿Porque soy vuestra hija?
Él contestó:
—Porque he acabado por cogerte cariño, Claudia.
Hubo algo en esa frase que la descolocó. Algo extraño. Pero el Guardián no tardó en darse la vuelta.
—Ahora, dame la Llave.
Claudia arrugó la frente, pero se dirigió al tocador y abrió el cajón. La Llave relució; la sacó y la dejó encima de la mesa, entre las flores desparramadas.
El Guardián se acercó para mirarla.
—Ni siquiera tu preciado Jared habría podido descubrir por sí mismo todos los misterios de este artilugio.
—Quiero despedirme —dijo ella con determinación—. De Finn y de los demás. Quiero contárselo. Después os daré la Llave. En la boda.
El Guardián la miró con ojos fríos y claros.
—Siempre pones a prueba mi paciencia, Claudia.
Por un momento, Claudia pensó que iba a arrebatársela. Pero su padre se encaminó hacia la puerta.
—No hagas esperar mucho a Caspar. Ya sabes que… se irrita.
Claudia cerró la puerta con cerrojo cuando su padre se hubo marchado y se sentó, sujetando la Llave entre ambas manos. «He acabado por cogerte cariño». A lo mejor incluso pensaba que era cierto.
Claudia encendió el campo holográfico.
Entonces dio un respingo tan repentino que la Llave se cayó con estruendo al suelo.
Attia apareció en su habitación.
—Tienes que ayudarnos —dijo la chica sin preámbulos—. El barco ha chocado. Gildas está herido.
El campo se amplió; Claudia vio un lugar oscuro, oyó un aullido distante, parecía el viento. Unos pétalos se desprendieron de las flores de la mesa y volaron, como si una ráfaga de aire del otro lado se hubiera colado en su habitación.
Alguien apartó a Attia con brusquedad. Finn dijo:
—Claudia, por favor. ¿Puede ayudarnos Jared…?
—Jared no está. —Impotente, vio los restos de un extraño vehículo desperdigados por el suelo. Keiro estaba rasgando en tiras una de las velas para vendarle el brazo y el hombro a Gildas; vio la sangre que empezaba a empapar la tela—. ¿Dónde estáis?
—En el Muro. —Finn parecía agotado—. Creo que hemos llegado hasta el límite. Estamos en el Fin del Mundo. Hay un pasillo que se pierde más allá, pero dudo que él pueda viajar…
—Pues claro que puedo, demonios —cortó Gildas.
Finn hizo una mueca.
—No aguantará mucho. Debemos de estar cerca de la puerta, Claudia.
—No hay ninguna puerta.
Claudia sabía que su voz carecía de entonación.
Finn se la quedó mirando.
—Pero dijiste…
—Me equivoqué. Lo siento. Todo ha terminado, Finn. No hay puerta ni hay salida. Nunca la habrá. Es imposible salir de Incarceron.
Jared entró en el Gran Salón. Estaba atestado de cortesanos y príncipes, embajadores, Sapienti, duques y duquesas. Había una confusión de prendas de satén de colores y de sudor mezclado con potentes fragancias, y todo ello lo hizo sentir algo débil. Había numerosos asientos resiguiendo la pared; se acercó a uno de ellos y se sentó. Apoyó la cabeza hacia atrás, contra la fría piedra. A su alrededor, los invitados de la boda de Claudia charlaban y reían. Vio al novio, rodeado de sus amigos jóvenes y juerguistas. Habían empezado a beber ya y se reían con descaro de algún chiste. La reina todavía no había hecho acto de presencia, y el Guardián tampoco.
El crujido de un traje de seda junto a él le hizo darse la vuelta. Lord Evian realizó una reverencia.
—Parecéis un poco cansado, Maestro.
Jared le devolvió la mirada.
—Una noche en vela, señor.
—Ah, sí. Pero dentro de poco, todas nuestras preocupaciones habrán terminado. —El hombre gordo sonrió y se refrescó con un abanico negro en miniatura—. Por favor, transmitidle a Claudia mis mejores deseos.
Hizo otra reverencia y se dio la vuelta. Pero Jared dijo de pronto:
—Un momento, mi lord. El otro día… cuando hicisteis cierta promesa…
—¿Sí? —Los modales petulantes de Evian se esfumaron. Parecía en guardia.
—Mencionasteis al Hombre de los Nueve Dedos.
Evian lo fulminó con la mirada. Agarró a Jared por el brazo y lo introdujo entre la multitud. Se movían tan rápido que los invitados se los quedaban mirando mientras se abrían paso a empujones. Una vez en el pasillo, susurró:
—No volváis a decir ese nombre en voz alta jamás. Es un nombre sagrado y reverencial para aquellos que creen en él.
Jared sacudió el brazo para liberarse.
—He oído hablar de muchos cultos y creencias. Sin duda, de todos los que permite la reina. Pero este…
—No es el mejor día para debatir sobre religión.
—Sí lo es. —Jared lo miró con ojos astutos y claros.
—Y nos queda muy poco tiempo. ¿Recibe algún otro nombre ese héroe vuestro?
Evian expulsó el aire con ira.
—No puedo decíroslo, de verdad.
—Claro que me lo diréis, mi lord —contestó Jared sin inmutarse—, o gritaré con todas mis fuerzas ahora mismo y contaré a los cuatro vientos vuestro plan de asesinato. Chillaré con tantas ganas que todos los guardias del palacio me oirán.
A Evian le relucía la frente por el sudor.
—Creo que no.
Jared bajó la mirada; el hombre gordo tenía una daga en la mano, con la hoja hincada contra el estómago de Jared. Con esfuerzo, miró al lord a los ojos.
—De un modo u otro, mi lord, os descubrirán. Lo único que os pido es que me digáis un nombre.
Por un momento permanecieron enfrentados. Entonces lord Evian dijo:
—Sois un hombre valiente, Sapient, pero no volváis a contrariarme. En cuanto al nombre, sí, ya lo creo que tiene otro nombre, oculto en el tiempo, perdido en la leyenda. El nombre del Único que proclama haber escapado de Incarceron. En el más misterioso de nuestros ritos lo conocen como Sáfico. ¿Satisface eso vuestra curiosidad?
Jared se lo quedó mirando por una fracción de segundo. Después lo apartó de un manotazo. Y echó a correr.
Keiro estaba enfurecido; Gildas y él empezaron a gritarle a Claudia.
—¿Cómo puedes dejarnos en la estacada? —le recriminó el Sapient—. ¡Sáfico Escapó! ¡Por supuesto que existe una salida!
La muchacha guardó silencio. Miraba a Finn. Estaba acurrucado sobre un ángulo roto de la cubierta, rígido por el desaliento. Tenía la chaqueta rota y llevaba varios cortes en la cara, pero ahora Claudia estaba más convencida que nunca de que era Giles. Ahora que era demasiado tarde.
—Y vas a casarte con él —añadió Finn en voz baja.
Gildas perjuró. Keiro miró a su hermano de sangre con los ojos cargados de reproche.
—¡Y qué más da con quién se case! A lo mejor ha decidido que le gusta más que tú. —Se dio la vuelta con los brazos en jarras y se enfrentó a Claudia con arrogancia—. ¿Tengo razón, princesa? ¿Acaso todo esto era un divertimento para ti, un jueguecito? —Inclinó la cabeza—. ¡Qué flores tan bonitas! ¡Y qué vestido tan precioso!
Se acercó tanto a la pantalla holográfica que Claudia pensó que iba a alargar la mano para agarrarla del pescuezo, pero entonces Finn dijo:
—Cállate, Keiro. —Se levantó y miró a la cara a Claudia—. Sólo dime por qué. ¿Por qué es totalmente imposible?
No era capaz. ¿Cómo iba a contarle la verdad?
—Jared descubrió algunas cosas. Tenéis que creerme.
—¿Qué cosas?
—Algo sobre Incarceron. Todo ha terminado, Finn. Por favor, intenta buscarte la vida allí dentro. Olvídate del Exterior…
—¿Y qué pasa conmigo? —susurró Gildas—. ¡He invertido sesenta años de mi vida en planear mi Huida! Rastreé la Cárcel durante años y años hasta que di con el Visionario, y ¡no volveré a encontrar a otro! ¡Hemos viajado hasta el Fin del Mundo, jovencita! ¡No renunciaré a los sueños de toda una vida!
Claudia se puso de pie y caminó hacia él, furiosa.
—Utilizáis a Finn igual que mi padre me utiliza a mí. Lo único que veis en él es un modo de escapar, ¡no os importa! ¡A ninguno de vosotros os importa Finn!
—¡Eso no es cierto! —contestó Attia.
Claudia hizo oídos sordos. Miró con dureza a Finn y dijo:
—Lo siento. Ojalá las cosas hubieran sido distintas. Lo siento…
Se produjo cierta conmoción al otro lado de la puerta; Claudia se dio la vuelta y gritó:
—¡No quiero ver a nadie! ¡Decidles que se vayan!
Finn le preguntó:
—¿Sabes de qué quiero escapar? De no conocerme. De tener esta oscuridad dentro de mí, este vacío. No puedo vivir con esto. ¡No me dejes aquí, Claudia!
Claudia no podía soportarlo más. Ni al malhumorado Keiro, ni al irritado anciano, ni al supuesto Giles. Finn le estaba haciendo daño con sus reproches, pero nada de todo esto era culpa suya, nada en absoluto. Alargó la mano hacia la Llave.
—Esto es una despedida, Finn. Tengo que devolver la Llave. Mi padre lo sabe todo. Se acabó.
Sus dedos se cerraron sobre el comunicador. Las voces seguían discutiendo al otro lado de la puerta.
Y entonces Attia dijo:
—No es tu padre, Claudia.
Todos se volvieron hacia ella.
Estaba sentada en el suelo, con los brazos alrededor de las rodillas. No se levantó ni dijo una palabra más, sino que se limitó a permanecer sentada en medio del silencio conmocionado que ella misma acababa de provocar, con la estrecha cara mugrienta y relajada, el pelo oscuro y grasiento.
Claudia fue directa hacia ella.
—¿Qué?
Su propia voz le sonó débil y extraña.
—Me temo que es la verdad. —Attia habló con una frialdad distante—. No iba a decírtelo, pero me has obligado, y ya era hora de que lo supieras. El Guardián de Incarceron no es tu padre.
—¡Zorra mentirosa!
—No, digo la verdad.
Keiro sonrió.
Claudia sintió que su mundo se derrumbaba. De repente, el jaleo del pasillo le resultó tan escandaloso que no pudo aguantarlo más. Les dio la espalda a todos y abrió de par en par la puerta. Ahí estaba Jared, con dos guardias intentando contenerlo.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Claudia con voz acerosa—. Dejadle pasar.
—Las órdenes de vuestro padre, señora…
—¡Mi padre… —gritó— que se vaya al infierno!
Jared la empujó para que entrara en el dormitorio y cerró la puerta de golpe.
—Claudia, escuchad…
—¡Por favor, Maestro! ¡Ahora no!
Vio el campo luminoso. Claudia se acercó a él en silencio.
—Está bien. Cuéntamelo —añadió entonces.
Por un momento, Attia no dijo nada. Pero luego se incorporó y se sacudió la suciedad de los brazos desnudos.
—Nunca me has caído bien. Eres altiva, egoísta, malcriada. Piensas que eres muy dura… pero no aguantarías ni cinco minutos aquí. Y Finn se merece a diez como tú.
—Attia —le reprendió Finn con el ceño fruncido.
Pero Claudia dijo con sequedad:
—Deja que hable.
—Cuando estábamos en la torre del Sapient, encontramos unas listas de todos los Presos que habían pasado por este lugar. Todos buscaron sus nombres, pero yo no. —Attia se acercó más a Claudia—. Yo busqué el tuyo.
Finn se dio la vuelta, anonadado.
—Dijiste que no la habías encontrado.
—Dije que ahora no está en Incarceron. Pero lo estuvo en otra época…
El muchacho se quedó petrificado. Cuando miró a Claudia, ésta tenía la cara totalmente blanca; fue Jared quien preguntó en voz baja:
—¿Cuándo?
—Nació aquí y vivió en Incarceron una semana. Después, nada. Desaparece de los archivos. Alguien sacó a una recién nacida de la Cárcel cuando tenía sólo una semana de vida, y aquí la tenemos, miradla, la hija del Guardián. Debía de ansiar una hija con todas sus fuerzas. Seguro que tuvo una hija verdadera que murió, o de lo contrario, habría elegido a un niño.
Keiro dijo:
—¿La has reconocido por la foto que viste de cuando era recién nacida? Eso es…
—No sólo la vi de recién nacida. —Attia continuó hablando con los ojos fijos en Claudia—. Alguien añadió retratos pintados de ella. Imágenes, igual que las nuestras. De ella creciendo. De ella agasajada con todo lo que quería: ropa, juguetes, caballos. De ella…
—¿En la fiesta de compromiso? —preguntó Keiro con astucia.
Finn se dio la vuelta y suspiró.
—¿Aparecía yo? ¿Estaba yo también en esa imagen? ¡Attia!
La chica frunció los labios.
—No.
—¿Estás segura?
—Te lo diría si te hubiera visto. —Se dio la vuelta con expresión sincera—. Te lo diría, Finn. Sólo aparecía ella.
El muchacho miró a Claudia. Parecía abrumada, en estado de shock. Entonces miró a Jared, quien murmuró:
—Yo también he encontrado el nombre de Sáfico. Parece que es cierto que Escapó.
Gildas se levantó de un brinco y los dos Sapienti intercambiaron miradas.
—¿Veis lo que eso significa? —El anciano estaba pletórico. Sangraba y cojeaba, pero todo su cuerpo se cargó de energía—. Sacaron a Claudia de aquí. Sáfico escapó. Existe el camino. A lo mejor si juntáramos ambas Llaves, podríamos abrir la puerta.
Jared frunció el entrecejo.
—¿Claudia? —preguntó.
Al principio, la muchacha no podía moverse. Después, levantó la cabeza y miró a Finn fijamente a los ojos; él percibió su mirada decidida y amarga.
—Mantén la Llave encendida en todo momento —le dijo a Finn—. Una vez que esté en el Interior, la necesitaré para encontrarte.