La entrada se realizará a través del Portal. Únicamente el Guardián tendrá una llave, y ésta será la única forma de salir. Aunque toda cárcel tiene sus propias rendijas y ranuras.
Informe del proyecto, Martor Sapiens
Era tarde; la campana de la Torre de Ébano tocó las diez. En el anochecer estival, las polillas revoloteaban en los jardines y un pavo real distante chilló cuando Claudia corrió a toda prisa por el claustro. Los sirvientes que se cruzaron con ella se apresuraron a hacer reverencias, cargados con sillas y tapices y enormes piernas de venado. Llevaban horas enfrascados en los preparativos de la fiesta. Claudia frunció el entrecejo, enfadada, y no se atrevió a preguntarle a ninguno de ellos dónde estaba la habitación de Jared.
Pero él ya la esperaba.
Cuando dobló una esquina fría y húmeda junto a una fuente con cuatro cisnes de piedra, la mano del Sapient surgió de la oscuridad y la atrapó. Al verse arrastrada a través de un arco, se quedó quieta y sin resuello. Jared cerró la puerta de roble casi por completo y asomó el ojo por la rendija que quedaba.
Una figura pasó a grandes zancadas. Claudia creyó haber reconocido al secretario de su padre.
—Era Medlicote. ¿Me seguía?
Jared se llevó un dedo a los labios. Parecía más pálido y abatido que de costumbre, y esa energía nerviosa que lo rodeada la preocupó. La condujo por unos escalones de piedra, luego cruzaron un patio descuidado y entraron en un pasaje cubierto por un arco de amarillo laburno trepador. En mitad del pasadizo el Sapient se detuvo y susurró:
—He encontrado un refugio en el que trabajo a salvo. Mi habitación está pinchada.
Una luna inmensa pendía sobre el palacio. Las cicatrices de los Años de la Ira habían hecho hoyuelos en su rostro; el brillo plateado iluminó el huerto y los invernaderos, se reflejó en las ventanas con bisagras que seguían abiertas de par en par a causa del calor. Una breve melodía se escapó de una habitación, acompañada de voces y risas, y del repicar de unos platos. La silueta oscura de Jared se deslizó entre dos pilares en los que bailaban sendos osos de piedra, se escabulló por arbustos que olían a lavanda y a bálsamo de limón, hasta llegar a una pequeña estructura construida en el muro, en el rincón más abandonado del jardín tapiado. Claudia entrevió una torreta, un parapeto en ruinas recubierto de hiedra.
Jared abrió la puerta y la instó a entrar a toda prisa.
La estancia estaba muy oscura y apestaba a tierra mojada. Una luz parpadeó sobre su cabeza; Jared tenía una antorcha pequeña, con la que iluminó una puerta interior.
—Rápido.
La puerta estaba enmohecida por el tiempo, la madera tan blanda que se desmigajaba. Dentro de la sombría habitación las ventanas estaban cegadas por la hiedra. Cuando Jared encendió unas velas, Claudia miró a su alrededor.
—Como en casa.
Había montado el microscopio electrónico sobre una mesa destartalada y había abierto unas cuantas cajas de instrumentos y libros.
El Sapient se dio la vuelta; con la luz de las llamas su rostro parecía aún más demacrado.
—Claudia, tenéis que ver esto. Lo cambia todo. Todo.
Su angustia la asustó.
—Tranquilizaos —dijo Claudia de inmediato—. ¿Estáis bien?
—Lo suficiente. —Jared se inclinó sobre el microscopio y lo ajustó con sus largos y hábiles dedos. Después retrocedió—. ¿Recordáis la pieza de metal que recogí en el estudio? Echad un vistazo.
Abrumada, Claudia acercó el ojo a la lente. La imagen estaba borrosa; volvió a enfocarla ligeramente. Y entonces se quedó petrificada, tan rígida que Jared supo que lo había visto, y en ese mismo instante, lo había comprendido.
Jared se sentó en el suelo presa de la fatiga, entre la hiedra y las ortigas, con el cuerpo enfundado en la túnica de Sapient cuya costura rozaba el suelo sucio. Y contempló a Claudia mientras ella miraba por el microscopio.
Era el Muro del Fin del Mundo.
Si era cierto que Sáfico había caído rozándolo de arriba abajo, habría tardado años en recorrerlo. Cuando Finn levantó la mirada, percibió que el viento rebotaba desde su inmensidad y provocaba un remolino que rugía ante ellos. Los despojos del corazón de Incarceron fueron propulsados hacia arriba y después giraron a toda velocidad como una vorágine; si algo quedaba atrapado en aquel vendaval, jamás conseguiría escapar.
—¡Tenemos que dar la vuelta!
Gildas avanzó a trompicones hacia el timón; Finn se abalanzó detrás de él. Entre los dos se acomodaron como pudieron junto a Keiro y, con todas sus fuerzas, intentaron cambiar el rumbo para que el barco virase antes de ser engullido por el remolino.
Con el trueno llegó el momento de Luzapagada.
En la negrura, Finn oyó que Keiro juraba, notó que Gildas forcejeaba a su lado y se agarraba con vigor.
—Finn. ¡Tira de la palanca! En la cubierta.
Entonces tanteó con la mano, la encontró y tiró.
Los faros parpadearon, dos haces de luz horizontales surgieron de la proa del barco. Vio lo cerca que estaba el Muro. Los discos de luz jugaban con los gigantescos remaches, más grandes que una casa; las planchas clavadas eran inmensas, estaban maltratadas por el impacto de los fragmentos, tenían grietas innumerables, cicatrices y marcas de corrosión.
—¿Podemos retroceder? —gritó Keiro.
Gildas le dedicó una mirada irónica. Y en ese momento, descendieron. El barco se sumergió, arrojando tablones y palos y cuerdas, y cayó junto al Muro como un enorme ángel plateado, las velas eran sus alas batientes, que se hicieron trizas en cuestión de segundos, hasta que, justo cuando pensaban que la embarcación iba a romperse, la estela del vendaval los alcanzó. Con un chasquido del mástil, el artefacto de plata volvió a propulsarse hacia arriba, girando de forma descontrolada, con los focos girando sobre el muro, oscuridad, remache, oscuridad. Enredado entre las cuerdas, Finn se agarró como pudo y atrapó un brazo que tal vez fuera el de Keiro. El viento huracanado los obligaba a subir a toda velocidad, la corriente ascendía desde una oscuridad rugiente, y conforme tomaban altura, el aire se fue haciendo más ligero, las nubes y la tormenta quedaron por debajo, el Muro convertido en una auténtica pesadilla que los succionaba. Estaban tan cerca de la pared que Finn pudo distinguir que su superficie marcada estaba entretejida de grietas y puertecillas diminutas, hendiduras por las que se colaban los murciélagos, que navegaban en la tempestad con suma facilidad. Agredido por la colisión de mil millones de átomos de metal, el Muro resplandeció a la luz de los faros.
El barco volcó. Durante un segundo muy largo Finn se convenció de que iba a darse la vuelta por completo; se aferró a Keiro y cerró los ojos, pero cuando los abrió, el barco había recuperado la posición habitual y Keiro estaba a punto de chocarse contra él, manoteando entre los cabos.
La popa giró de repente. El barco patinó y notaron una tremenda sacudida. Gildas atronó:
—¡Attia! ¡Ha soltado el ancla!
Attia debía de haber bajado y tirado de las palancas del cabestrante. El ascenso aminoró la velocidad, aunque las velas estaban hechas trizas. Gildas se incorporó como pudo y acercó a Finn a su cuerpo.
—Tenemos que meternos en el Muro y saltar.
Finn se lo quedó mirando con cara perpleja. El Sapient insistió:
—¡Es la única forma de salir de aquí! ¡El barco subirá y bajará, y seguirá dando tumbos eternamente! Tenemos que dirigirlo hacia ahí.
Señaló con el dedo. Finn vio un dado oscuro. Sobresalía del metal abombado, un cuadrado hueco de oscuridad. Parecía diminuto; su oportunidad de entrar en él era absolutamente remota.
—Sáfico atracó en un «cubo». —Gildas lo había agarrado por el pecho—. ¡Tiene que ser ése!
Finn miró a Keiro. La duda se transmitió entre ambos. Mientras Attia salía por la escotilla y se deslizaba hasta donde estaban los demás, Finn supo que su hermano de sangre pensaba que el anciano estaba loco, consumido por su búsqueda. Pero al mismo tiempo, ¿qué otra opción les quedaba?
Keiro se encogió de hombros. Con temeridad, hizo girar el timón y dirigió el barco directo contra el Muro. Iluminado por los focos, aguardaba el cubo, un enigma negro.
Claudia no podía hablar. Su asombro, su abatimiento, eran demasiado grandes.
Vio animales.
Leones.
Los contó en silencio: seis, siete… tres cachorros. Una manada. Así se llamaba, ¿no?
—No pueden ser de verdad —murmuró.
A su espalda, Jared suspiró.
—Pero lo son.
Leones. Vivos, en movimiento, uno rugiendo, el resto dormitando en un claro con hierba, unos cuantos árboles, un lago en el que se zambullían aves acuáticas.
Claudia se inclinó hacia atrás, miró atentamente el microscopio y volvió a contemplar la muestra.
Uno de los cachorros dio un zarpazo a otro; rodaron y se pelearon. Una leona bostezó y se tumbó con las patas extendidas.
Claudia se dio la vuelta. Miró a Jared, iluminado por la luz de la lamparilla en la que revoloteaban unas polillas, y él le devolvió la mirada. Y por un momento no tuvieron nada que decirse, sólo había pensamientos que Claudia no se atrevía ni a pensar, implicaciones que le horrorizaba plantearse.
Al final, dijo:
—¿De qué tamaño son?
—Increíblemente pequeños. —Jared se mordió las puntas del pelo largo y moreno—. Miniaturizados a millones de nanómetros… Infinitesimales.
—No pueden… ¿Cómo van a estar…?
—Es una caja de gravedad. Se regula sola. Creía que la técnica se había perdido. Parece que hay un zoo completo. He visto elefantes, cebras… —Se le quebró la voz; sacudió la cabeza—. A lo mejor era el prototipo… Quizá quisieran probarlo primero con animales. ¿Quién sabe?
—Entonces, esto significa… —Se resistía a pronunciarlo—. Que Incarceron…
—Hemos estado buscando un edificio enorme, un laberinto subterráneo. Un mundo. —Miró al frente, hacia la oscuridad—. ¡Qué ciegos hemos estado, Claudia! En la biblioteca de la Academia había informes que indicaban que esta clase de cosas, los cambios transdimensionales, fueron posibles en otra época. Pero todo el conocimiento se perdió durante la Guerra. O eso creíamos…
Claudia se puso de pie; no podía continuar sentada. Pensar que había leones más pequeños que un átomo de su piel, que la hierba en la que descansaban era todavía más diminuta, imaginarse las minúsculas hormigas que aplastarían con sus pezuñas, las pulgas de su pelaje… Le costaba demasiado asimilarlo. Sin embargo, para esos animales el mundo era normal. ¿Y para Finn…?
Pisó una ortiga sin darse cuenta. Se obligó a decir:
—Incarceron es una miniatura.
—Me temo que sí.
—El Portal…
—Un proceso de entrada. Todos los átomos del cuerpo desintegrados. —Jared alzó la mirada y Claudia se dio cuenta de que tenía muy mal aspecto—. ¿No lo veis? Fabricaron la Cárcel para que contuviera todo lo que temían y lo redujeron de tamaño hasta el punto de que su Guardián fuera capaz de sostenerlo en la palma de su mano. Menuda respuesta para los problemas de un sistema superpoblado, Claudia. Menuda forma de disminuir las preocupaciones del mundo. Y esto explica muchas cosas. La anomalía espacial. Incluso puede que exista también una diferencia temporal, aunque sea muy pequeña.
Volvió a acercarse al microscopio y observó cómo los leones retozaban y jugueteaban.
—Por eso nadie puede salir. —Miró hacia el Sapient—. ¿Es reversible, Maestro?
—¿Cómo puedo saberlo? Sin examinar todos los… —Se paró en seco—. ¿Os dais cuenta de que hemos visto el Portal, la salida? En el estudio de vuestro padre había una silla.
Claudia se reclinó contra la mesa.
—La instalación de la luz. Las ranuras en el techo.
Era terrorífico. Claudia se obligó a caminar de nuevo, deambuló arriba y abajo, para asimilar la noticia. Entonces anunció:
—Yo también tengo algo que deciros. Mi padre lo sabe. Sabe que tenemos la Llave.
Sin mirarlo, sin querer percibir el miedo en sus ojos, le contó lo enfadado que estaba su padre, lo que le había exigido. Cuando terminó de verterlo todo, se quedó encogida junto a Jared bajo la luz de las velas, con la voz convertida en un susurro.
—No pienso devolverle la Llave. Tengo que sacar a Finn de allí.
Jared permaneció en silencio, con el cuello del abrigo bien subido para arroparse.
—No es posible —contestó el Sapient sin fuerzas.
—Tiene que haber alguna manera…
—Claudia, por favor. —La voz de su tutor sonó cariñosa pero amarga—. ¿Cómo va a haberla?
Voces. Alguien que se reía a carcajadas.
Claudia se levantó de inmediato y apagó las velas de un soplido. Jared parecía demasiado abatido para preocuparse por eso. Aguardaron en la oscuridad, escuchando los gritos ebrios de los juerguistas, una balada mal cantada que se perdió por el huerto de frutales. Claudia notó que el corazón le palpitaba tan fuerte que, en medio del silencio, casi le dolía. Unas débiles campanas dieron las once en las torres del reloj y en los establos del palacio. Faltaba una hora para que diera comienzo el día de su boda. No iba a rendirse. Todavía no.
—Ahora que conocemos el Portal y sabemos lo que hace… ¿sabríais ponerlo en funcionamiento?
—Tal vez sí. Pero no hay forma de regresar.
—Podría intentarlo. —Claudia lo dijo sin pensárselo dos veces—. Podría ir a buscarlo. ¿Qué me queda aquí? Una vida con Caspar…
—No. —El Sapient se irguió y la miró a la cara—. ¿Habéis llegado a imaginaros cómo sería vivir allí dentro? ¿Habéis pensado en ese infierno de violencia y brutalidad? Y aquí… si la boda no se celebra, los Lobos de Acero atacarán de inmediato. Habrá un terrible derramamiento de sangre. —Se acercó y la cogió de las manos—. Espero haberos enseñado que hay que enfrentarse siempre a los hechos.
—Maestro…
—Debéis seguir con el plan de la boda. Eso es lo único que os queda. Giles no tiene modo de regresar.
Claudia quería apartarse de él, pero el Sapient no la dejó. Ignoraba que fuese tan fuerte.
—Hemos perdido a Giles. Aunque siga vivo.
Claudia deslizó las manos y se agarró a las de él, con fuerza y tristeza.
—No sé si podré —susurró.
—Ya lo sé. Pero sois valiente.
—Me quedaré muy sola. Van a echaros de la Corte.
Jared tenía los dedos fríos.
—Os lo dije. Os queda mucho que aprender. —En la oscuridad, esbozó esa extraña sonrisa suya—. No me iré a ninguna parte, Claudia.
Era imposible. El barco no mantenía el rumbo fijo, a pesar de que todos ellos tiraban del timón. Las velas estaban hechas harapos, las cuerdas desperdigadas por todas partes, la barandilla de la borda convertida en astillas, y aun así, el barco zigzagueaba y daba tumbos, con el ancla suspendida y la proa oscilando hacia el cubo, lejos de él, ahora encima, ahora debajo.
—Es imposible —gruñó Keiro.
—No. —Gildas parecía iluminado por la alegría—. Podemos hacerlo. Manteneos fuertes.
Agarró el timón y miró fijamente hacia delante.
De repente, el barco bajó en picado. Los focos captaron la abertura del cubo; y conforme se acercaban a él, Finn vio que estaba recubierto por una capa de una extraña viscosidad, como la superficie de una burbuja. Arco iris iridiscentes brillaban en él.
—Caracoles gigantes —murmuró Keiro.
Incluso en esas circunstancias era capaz de bromear, pensó Finn.
Más cerca, más cerca. Ahora el barco estaba tan próximo que veían el reflejo de las luces, ampliado y distorsionado. Tan cerca que el bauprés tocó la membrana, la perforó, se clavó en ella de modo que estalló con una suavidad abrupta y desapareció, convertida en una nubecilla tenue de aire dulce.
De manera gradual, y luchando contra la corriente de aire ascendente, el barco se introdujo con un giro en el tenebroso dado. El vendaval amainó. Unas sombras gigantes superaron los faros.
Finn levantó la mirada hacia el cuadrado de oscuridad. Mientras se abría como si fuera a tragarlos, sintió que él era diminuto, como una hormiga caminando por el pliegue de una tela, de un mantel de picnic extendido sobre la hierba en un lugar lejano en el espacio y en el tiempo, donde había una tarta de cumpleaños recién cortada con siete velas encima, y una niñita con el pelo castaño y rizado que le tendía un plato dorado con extrema educación.
Sonrió a la niña y tomó el plato.
El barco se partió. El mástil se astilló, se precipitó y sus fragmentos llovieron sobre todo el grupo. Attia se abalanzó contra Finn y tanteó con la mano en busca de un brillo cristalino que había salido despedido de la camisa de su amigo.
—Coge la Llave —le gritó a Finn.
Pero el barco golpeó una esquina del cubo y la oscuridad se cernió sobre ellos. Como un dedo que aplasta una hormiga. Como un palo mayor que se desploma.