26

La elegisteis sin meditarlo. Os lo he advertido más de una vez. Ella es demasiado lista, y habéis subestimado al Sapient.

Reina Sia al Guardián,

correspondencia personal

—¡Está envenenada! —Finn se encaramó a la mesa como pudo y la sujetó; Attia se ahogaba y se aferraba a los brazos de Finn—. ¡Haz algo!

Gildas lo apartó.

—Ve a buscar mi bolsa de medicinas. ¡Deprisa!

Tardó unos preciados segundos en encontrarla y, para cuando regresó, Gildas había tumbado a Attia, quien seguía retorciéndose de dolor. El Sapient le arrebató la bolsa y rebuscó dentro, hasta encontrar un frasquito de cristal, que rompió y le acercó a los labios. Attia se retorcía.

—Se está asfixiando —murmuró Finn, pero Gildas no hacía más que perjurar, obligándola a beber del frasquito, hasta que tosió y tuvo convulsiones.

Al momento, con una arcada horrible, empezó a vomitar.

—Bien —dijo Gildas en voz baja—. Ya está.

La sujetó con fuerza, le tomó el pulso con dedos hábiles, le palpó la piel sudorosa de la frente. Volvió a vomitar y luego se desplomó, con la cara blanca y manchada.

—¿Lo ha sacado todo? ¿Se pondrá bien?

Sin embargo, Gildas seguía con el ceño fruncido.

—Tiene mucho frío —murmuró—. Busca una manta. —Y luego—: Cierra la puerta y monta guardia. Si viene Blaize, impídele entrar.

—¿Y por qué iba a…?

—Por la Llave, tontorrón. Quiere la Llave. ¿Qué otra persona puede haber hecho esto?

Attia gimió. Estaba temblando, con un extraño tono azulado en los labios y en las ojeras. Finn obedeció y fue a cerrar la pesada puerta.

—¿Lo ha expulsado ya?

—No lo sé. No lo creo. Podría haberle entrado en el torrente sanguíneo casi de inmediato.

Finn se lo quedó mirando con desesperación. Gildas conocía bien los venenos; las mujeres de los Comitatus eran expertas en el tema, y Gildas no había podido evitar aprender de ellas.

—¿Qué más podemos hacer?

—Nada.

La puerta se abrió de repente; le golpeó a Finn en el hombro, quien se dio la vuelta, desenvainando la espada con un movimiento rápido y lleno de furia. Keiro se quedó de piedra.

—¿Qué…? —Sus vivos ojos asimilaron la escena. Entonces preguntó—: ¿Veneno?

—Algo corrosivo. —Gildas observó a la muchacha, que se retorcía y tenía arcadas. Se puso de pie lentamente, resignado—. No hay nada que yo pueda hacer.

—¡Tiene que haber algo! —Finn lo apartó de un manotazo—. ¡Podría habérmela comido yo! ¡Podría estar en su lugar! —Se arrodilló junto a ella, intentando levantarla para aliviar su sufrimiento, pero los gemidos de dolor le hicieron desistir. Se sentía rabioso e impotente—. ¡Tenemos que hacer algo!

Gildas se acuclilló a su lado. Sus duras palabras atravesaron los gemidos.

—Es un ácido, Finn. Puede que ya tenga los órganos abrasados, y los labios, la garganta. Es posible que todo termine muy rápido.

Finn se quedó mirando a Keiro.

—Nos vamos —dijo su hermano de sangre—. Ahora mismo. He descubierto dónde guarda el barco.

—No me iré sin ella.

—Se está muriendo. —Gildas le obligó a afrontar la realidad—. No podemos hacer nada. Haría falta un milagro, y no tengo uno a mano.

—Entonces, ¿salvamos el pellejo?

—Es lo que ella habría querido.

Lo sujetaron entre los dos, pero Finn se resistió y, en cuanto se hubo liberado de sus captores, se arrodilló junto a ella. Estaba inmóvil y parecía que apenas respiraba; los hematomas ya difuminados volvían a destacar en su piel. Finn había visto la muerte, estaba acostumbrado a la muerte, pero toda su alma se rebelaba contra la de Attia, y la culpa que había sentido por haber traicionado a la Maestra volvió a embargarlo y lo envolvió como una llamarada de fuego, como si fuera a aniquilarlo. Las palabras se le atascaron en la garganta, sabía que tenía los ojos llenos de lágrimas.

Si Attia necesitaba un milagro, él se lo conseguiría.

Se levantó y se dirigió a Keiro. Lo agarró por las manos.

—Un anillo. Dame otro de los anillos.

—No, no, espera un momento.

Keiro se zafó de sus manos.

—¡Dámelo! —Su voz sonó amenazante; levantó la espada—. No me obligues a usarla, Keiro. Todavía te quedará otro.

Keiro mantuvo la calma. Sus ojos azules desviaron la mirada hacia Attia, que seguía retorciéndose, agónica. Después miró a la cara a Finn.

—¿Crees que servirá de algo?

—¡No lo sé! Pero podemos intentarlo.

—Es sólo una chica. No es nadie.

—Uno para cada uno, dijiste. Le cedo el mío.

—Ya has gastado el tuyo.

Se plantaron cara unos segundos, mientras Gildas los observaba. Entonces Keiro se arrancó uno de los anillos y lo contempló. Sin decir ni una palabra, se lo lanzó a Finn.

Éste lo atrapó, tiró la espada y agarró la mano de Attia. Le puso el anillo sin tardanza; le quedaba demasiado grande, así que Finn le apretó los dedos para sujetarlo, rezando en voz baja, a Sáfico, al hombre cuya vida contenía el anillo, a quien fuera. Gildas se acuclilló a su lado con sumo cinismo.

—No ocurre nada. ¿Qué tendría que ocurrir? —preguntó Finn.

El Sapient frunció el entrecejo.

—No es más que una superstición. Tú mismo te burlaste de ella.

—Su respiración… es más lenta.

Gildas le tomó el pulso, le tocó las sucias cicatrices provocadas por las rozaduras de las cadenas.

—Finn. Acéptalo. No hay…

Se detuvo. Tensó los dedos, volvió a tomarle el pulso.

—¿Qué? ¡Qué!

—Creo que… Parece que tiene el pulso más fuerte…

Keiro exclamó:

—¡Pues cogedla! Llevárosla. ¡Pero vamos ya!

Finn le arrojó la espada, se agachó y cogió a Attia en brazos. Pesaba tan poco que no le costó nada cargar con ella, aunque su cabeza iba dando golpecitos contra él. Keiro ya tenía la puerta abierta y en ese momento asomó la cabeza.

—Por aquí. Y en silencio.

Los condujo hacia la salida.

Corrieron por una polvorienta escalera de caracol hasta llegar a una trampilla; Keiro la empujó y se adentró en la oscuridad, tirando de Gildas con fuerza para que lo siguiera.

—La chica.

Finn la colocó en sus brazos. Entonces miró hacia atrás.

Daba la impresión de que en la escalera hubiera un extraño murmullo que se mecía en el aire. Se fue elevando como un pájaro de mal agüero hacia ellos mientras Finn ascendía a toda prisa, ayudándose de las manos, y cerraba la trampilla con un portazo tras de sí. Keiro forcejeó contra una rejilla de la pared; Gildas se agarró a los barrotes con las manos nudosas.

Attia parpadeó y luego abrió los ojos.

Finn la miró anonadado.

—Deberías estar muerta.

Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar.

La rejilla se desprendió de la pared con un traqueteo; detrás de ella Finn vio un gran salón oscuro y en el centro, agarrado al suelo por un cable de hierro, el barco de plata, que flotaba libremente. Echaron a correr, Finn con el brazo de Attia pasado por los hombros. Varias figuras diminutas por el liso suelo gris, vulnerables y expuestas, como ratones bajo la atenta mirada de un búho, porque en el techo de la sala se encendió una enorme pantalla y cuando Finn alzó la vista, vio un ojo. No era como los minúsculos Ojos rojos que tan bien conocía, sino un ojo humano, con el iris grisáceo, ampliado hasta el infinito, como si mirara a través de un potente microscopio.

En ese momento, las vibraciones que había percibido en la escalera se transmitieron por el suelo como si fueran ondas y les hicieron tropezarse: un Terremoto de la Cárcel que provocó que la delgada aguja de la torre del Sapient vibrara hasta la misma cúspide.

Keiro rodó por el suelo y se levantó.

—Por aquí.

Vieron que había colgando una brillante escalera de mano. Gildas se agarró a ella y empezó a trepar, balanceándose de forma extraña, a pesar de que Keiro sujetaba el final de la escalera con firmeza.

Finn preguntó:

—¿Podrás subir?

—Creo que sí. —Attia se apartó el pelo de la cara. Su piel continuaba teniendo un color pálido y mortecino, pero el tono azulado iba desapareciendo. Parecía que le costaba menos respirar.

Le miró el dedo.

El anillo se había encogido. Ahora no era más que un aro delgado y quebradizo, que se fracturó en cuanto Attia atrapó la cuerda; los diminutos fragmentos cayeron hasta hacerse invisibles. Finn tocó uno de ellos con el pie. Parecía un hueso. Un hueso antiguo y seco.

Detrás de ellos se abrió de nuevo la trampilla.

Finn se dio la vuelta. Notó que Keiro le devolvía la espada y sacaba la suya.

Juntos, desafiaron al oscuro recuadro de oscuridad.

—Bueno, ya está todo preparado para mañana. —La reina colocó el último documento en el escritorio forrado de cuero rojo y se reclinó en la silla. Juntó las yemas de los dedos—. El Guardián ha sido muy generoso. Menuda dote, Claudia. Feudos enteros, un cofre con joyas, doce caballos negros. Debe de quereros mucho.

Tenía las uñas pintadas de color dorado. Seguramente era oro de verdad, pensó Claudia. Cogió una de las escrituras y le echó un vistazo, pero en lo único en que podía pensar era en Caspar, que deambulaba arriba y abajo haciendo crujir el suelo de madera.

La reina Sia se dio la vuelta.

—Caspar, estate quieto.

—Me muero de aburrimiento.

—Pues ve a montar a caballo, cariño. O a cazar tejones, o lo que sea que hagas para entretenerte.

Caspar se dio la vuelta.

—Vale, buena idea. Hasta luego, Claudia.

La reina enarcó una ceja perfecta.

—No es precisamente el modo en que un heredero debe hablar con su prometida, mi lord.

Cuando ya estaba casi en la puerta, el joven se detuvo y regresó junto a la reina.

—El Protocolo es para los siervos, madre. No para nosotros.

—El Protocolo nos mantiene en el poder, Caspar. No lo olvides.

Él forzó una sonrisa y realizó una reverencia baja y estudiada en honor de Claudia. Luego le besó la mano.

—Nos vemos en el altar, Claudia.

Ella se puso de pie y le correspondió con otra reverencia fría.

—Bien. Ahora me largo.

Dio un portazo y ambas oyeron el atronar de sus botas por el pasillo.

La reina se inclinó hacia delante sobre la mesa.

—Cuánto me alegro de que podamos estar un rato a solas, Claudia, porque tengo algo que contaros. Sé que no os importará, querida mía.

Claudia intentó no fruncir el entrecejo, pero sin querer tensó los labios. Quería salir de allí, ir a buscar a Jared. ¡Les quedaba tan poco tiempo!

—He cambiado de opinión. Le he pedido al maestro Jared que abandone la Corte.

—¡No!

Lo soltó antes de poder reprimirse.

—Sí, querida. Después de la boda, regresará a la Academia.

—No tenéis derecho…

Claudia se había puesto de pie.

—Tengo todo el derecho del mundo. —La sonrisa de la reina era dulce pero letal. Se inclinó hacia delante una vez más—. Vamos a dejar las cosas claras, Claudia. Aquí sólo hay una reina. Yo os enseñaré todo lo que sea necesario, pero no toleraré ningún rival. Y tanto vos como yo debemos asimilarlo, porque somos iguales, Claudia. Los hombres son débiles. Incluso vuestro padre puede ser gobernado, pero vos habéis sido educada para ser mi sucesora. Esperad que llegue el momento. Hasta entonces, podéis aprender mucho de mí. —Se reclinó en la silla y dio unos golpecitos con los dedos en los papeles—. Sentaos, querida.

Había una fría amenaza velada en sus palabras. Claudia se sentó lentamente.

—Jared es mi amigo.

—De ahora en adelante, yo seré vuestra amiga. Tengo muchos espías, Claudia. Me cuentan infinidad de cosas. Será lo más adecuado.

Se incorporó y tocó la campanilla; un sirviente entró al instante con la peluca empolvada y una levita.

—Dile al Guardián que lo estoy esperando.

Una vez que se hubo marchado, la reina abrió una caja de bombones y tardó un momento en elegir uno; después se los ofreció a Claudia con una sonrisa.

Muda, Claudia negó con la cabeza. Se sentía como si hubiera arrancado una flor preciosa del jardín para descubrir que estaba podrida por dentro, llena de gusanos. Se dio cuenta de que nunca se había planteado en serio que Sia pudiera suponer un peligro para ella. De quien siempre había tenido miedo había sido de su padre. Ahora se preguntaba hasta qué punto estaba equivocada.

Sia la observó con una sonrisilla en sus labios rojos. Se los secó con un pañuelo de encaje. Y cuando las puertas se abrieron de par en par, se acomodó de nuevo en la silla y extendió un brazo hacia un lado.

—Mi querido Guardián. ¿Qué os ha entretenido?

Estaba sofocado.

Claudia se dio cuenta al instante, a pesar de su propio abatimiento. El Guardián nunca andaba con prisas, pero ahora llevaba el pelo ligeramente despeinado, el botón del cuello de la casaca negra desabrochado.

Agachó la cabeza con seriedad, pero su voz tenía un punto de fatiga.

—Lo siento, señora. Algo requería mi atención.

De la trampilla no salió nada.

Finn dijo:

—Sube por la escalerilla.

Cuando Keiro se dio la vuelta, el suelo comenzó a vibrar. Finn se lo quedó mirando. El terremoto levantó las losas del suelo como si por debajo de ellas rugiera una gran ola marítima. Antes de que tuviera tiempo de moverse, el mundo entero se transformó. Notó cómo se chocaba contra el suelo y después empezaba a rodar colina abajo, por una colina que no podía estar allí. Jadeó al aterrizar contra un pilar, pues el dolor le perforaba el costado.

El salón se estaba inclinando.

Con una vertiginosa certeza pensó que la torre del Sapient se estaba desmoronando, que se había fracturado por la larguirucha base. En ese momento, la escalera de cuerda pasó rozándolo y Finn la agarró sin pensarlo. Keiro ya estaba subido a bordo, inclinado sobre las tablas plateadas de la cubierta. Finn se encaramó a la escalera y, en cuanto quedó al alcance del otro muchacho, entrelazaron las manos.

—Lo tengo. ¡VAMOS!

El barco se puso en marcha. Con un aullido de miedo, Finn subió a la cubierta; todo el artefacto se bamboleó y sacudió, y luego empezó a elevarse, mientras las cuerdas chasqueaban al romperse una tras otra bajo la quilla del barco.

Había una abertura en el muro de la torre, y ante ellos, la amplia plataforma en la que Blaize había aterrizado cuando los había recogido. Pero cuando Gildas tiró con lo que quedaba de sus menguadas fuerzas para girar el timón desbocado, el barco dio una sacudida y todos cayeron al suelo. Un montón de escombros se precipitaron en cascada sobre la cubierta y las velas.

—¡Algo nos retiene! —chilló.

Keiro se asomó por la borda.

—¡Dios! ¡Un ancla!

Volvió a encaramarse.

—Tiene que haber un cabestrante. ¡Vamos!

Abrieron una escotilla y se zambulleron en la oscuridad que imperaba en la bodega del barco. Aparejos y restos de ladrillo caían con un ruido sordo por encima de sus cabezas.

Encontraron un laberinto de pasadizos y galerías. Finn corrió a abrir las puertas de par en par y vio que todas las cabinas estaban vacías; no había provisiones, ni mercancía, ni tripulación. Antes de que tuviera tiempo para reflexionar, Keiro le gritó desde la profunda oscuridad.

En la bodega más baja todo estaba oscuro. Un cabestrante circular llenaba la estancia; Keiro intentó recolocar la barra en su lugar.

—Ayúdame.

Entre los dos empujaron. No se movió nada; el mecanismo estaba agarrotado, la cadena del ancla pesaba mucho.

Volvieron a intentarlo y Finn notó cómo le crujían los músculos de la espalda, hasta que muy despacio, con un gemido largo y reticente, el cabestrante se puso en marcha entre crujidos.

Finn apretó los dientes y tiró de nuevo, con el sudor poblándole la cara; a su lado oyó que Keiro resoplaba y gruñía.

Al cabo de un momento apareció otro cuerpo. Attia, todavía pálida, agarró la barra junto a él.

—¿Qué… tal… estás? —gruñó Keiro.

—Bastante bien —susurró ella como respuesta, y Finn vio con sorpresa que la chica sonreía, con los ojos encendidos bajo el pelo enmarañado, el color de nuevo en sus mejillas.

El ancla retembló. El barco se balanceó y luego, abruptamente, se elevó.

—¡Ya lo tenemos!

Keiro hincó los talones y empujó, y de repente, el cabestrante empezó a girar a toda velocidad bajo su peso, la gran cadena del ancla se desplazó rozando el suelo y se enroscó obedientemente en el torno obligada por los tres muchachos.

Una vez que la hubieron recogido por completo y el mecanismo llegó a un tope, Finn se apresuró a subir la escalera de cámara, pero en cuanto asomó la cabeza por la cubierta se detuvo con un grito aterrado.

Navegaban entre las nubes. Éstas pasaban rozándolos, y se abrían de vez en cuando lo suficiente para dejar entrever a Gildas maldiciendo junto al timón, las grandes velas hinchadas, un pájaro debajo de ellos en un retazo de luz.

—¿Dónde estamos? —murmuró Attia a sus pies.

Entonces el barco salió de la neblina, y vieron que estaban en un océano de aire azul, y la torre inclinada del Sapient quedaba ya muy lejos.

Sin aliento, Keiro se inclinó por la borda y gritó de júbilo.

Finn se quedó de pie junto a él y miró hacia atrás.

—¿Por qué no ha intentado detenernos?

Se llevó la mano a la chaqueta y tocó la dureza cristalina de la Llave.

—¡A quién demonios le importa! —exclamó su hermano de sangre.

Y entonces, se dio la vuelta y le asestó un puñetazo en el estómago a Finn.

Attia gritó. Finn se derrumbó sin respiración, con un dolor asombroso en sus entrañas, una negrura ahogada que le nublaba la vista.

Desde el timón Gildas gritó algo, pero sus palabras se perdieron en la distancia.

Poco a poco, la agonía remitió. Cuando Finn consiguió tomar aire, alzó la vista y vio a Keiro con ambos brazos extendidos sobre la barandilla, mirándolo con una sonrisa.

—¿Qué…?

Keiro le tendió una mano para ayudarlo a levantarse. Después de varios intentos, Finn y Keiro quedaron cara a cara.

—Eso te enseñará a no volver a levantarme la espada —dijo Keiro.