Recuerdo la historia de una chica que vivía en el Paraíso y que una vez comió una manzana. Se la dio algún sabio Sapient. Desde el primer mordisco, empezó a ver las cosas de otro modo. Lo que hasta entonces le habían parecido monedas de oro pasaron a ser hojas muertas. Las prendas opulentas eran ahora harapos y telas de araña. Y vio que había un muro alrededor del mundo, con una puerta cerrada.
Me estoy debilitando. Todos los demás han muerto. He terminado la llave pero no me atrevo a utilizarla.
Diario de lord Calliston
Era imposible.
Se quedó petrificada, sintió que la esperanza se hacía añicos en su interior.
Suponía que iba a encontrar pasillos oscuros, un laberinto de celdas, pasadizos de piedra infestados de ratas y humedad.
No aquello.
Detrás de esa entrada extrañamente inclinada, la habitación blanca era una copia exacta del estudio de su padre. Sus máquinas murmuraban con la misma precisión, su solitario escritorio y la silla se hallaban impolutos e iluminados por el mismo chorro de luz procedente del techo.
Soltó un suspiro de desesperación.
—¡Es exactamente igual!
Jared seguía pasando el escáner con mucho cuidado.
—El Guardián es un hombre de gustos meticulosos. —Bajó el artilugio y por la cara que puso, Claudia supo que estaba igual de sorprendido que ella—. Claudia, ahora que la puerta está abierta, puedo deciros que no hay Cárcel alguna bajo nuestros pies, no hay ningún laberinto subterráneo. Esta habitación es todo lo que hay.
Abrumada, Claudia sacudió la cabeza. Después dio un paso y entró en el despacho.
Inmediatamente sintió los mismos efectos que la vez anterior; esa peculiar neblina y la sensación de ajustar la vista, el suelo que parecía equilibrarse bajo sus pies, las paredes que iban alisándose. Incluso el aire parecía distinto una vez dentro del estudio, era más fresco y seco, carecía de los vahos húmedos de las bodegas.
Se dio la vuelta y miró a Jared.
—Esto es muy extraño, Claudia —dijo él—. Ha habido un cambio espacial. Ya os lo he dicho, es como si la habitación y la bodega no fueran… adyacentes.
Entró en el despacho detrás de ella y Claudia vio que sus ojos oscuros se abrían como platos. Sin embargo, Claudia estaba tan abatida por la decepción que no le dio importancia.
—¿Por qué iba a fabricar una imitación del estudio precisamente aquí? —Empezó a dar zancadas y asestó una patada al escritorio, irritada—. ¡Está tan nuevo como el otro!
Jared miró a su alrededor, fascinado.
—¿Seguro que es exactamente igual?
—Hasta el menor detalle.
Se inclinó sobre el escritorio y dijo la contraseña: «Incarceron», tras lo cual, el cajón se abrió deslizándose. Dentro, tal como esperaba, había una Llave de cristal que era clavada a la que tenían ellos.
—El Guardián tiene una Llave aquí y otra en casa. Pero la Cárcel está en otra parte.
La amargura de su voz hizo que Jared la mirase con preocupación y luego se acercase a ella. Con cariño, le dijo:
—No os atormentéis…
—¡Le dije a Finn que encontraría la forma de entrar! —Disgustada, se dio la vuelta y se abrazó el cuerpo—. Y ¿ahora qué hacemos? Mañana tendré que casarme con Caspar o seré ejecutada por traidora.
—O seréis reina —dijo él.
Claudia lo miró a la cara.
—O seré reina. Después de un baño de sangre que me atormentará para siempre.
Se alejó y miró las máquinas plateadas que ronroneaban. A su espalda, oyó que Jared decía…
—Bueno, por lo menos…
Se detuvo.
Al ver que no terminaba la frase, Claudia se dio la vuelta y lo encontró inclinado sobre el cajón abierto que albergaba la Llave. Lentamente, se incorporó y la miró de soslayo. Cuando habló, su voz sonó quebrada por la emoción.
—No es una copia. ¡Es la misma habitación!
Claudia lo miró con los ojos muy abiertos.
—Mirad, Claudia. Venid a ver esto.
La Llave. Estaba apoyada en el lecho de terciopelo negro y cuando alargó la mano para tocarla, para absoluta sorpresa de Claudia, vio cómo sus dedos pasaban por el cuerpo de la imagen hasta tocar la suave tela que había debajo. Era un holograma.
El holograma que ella misma había dibujado allí.
Claudia retrocedió y miró a su alrededor. Luego, se agachó rápidamente y tanteó junto a las patas de la silla.
—Si es la misma habitación, había un… —Suspiró y dio un salto con un grito de desconcierto. Mostró una piecita de metal—. ¡Encontré esto en el suelo! Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo puede ser la misma habitación? Estaba en casa. A cientos de kilómetros de aquí.
Se quedó mirando la puerta abierta, las tenebrosas bodegas del palacio que se extendían al otro lado.
Jared parecía haber olvidado el miedo. Su cara estrecha estaba radiante; cogió el resto de metal y lo miró con atención; a continuación sacó una bolsita del bolsillo, en la que introdujo el objeto, y luego la cerró herméticamente. Acercó el escáner a la silla.
—Justo aquí pasa algo extraño. La fractura espacial parece más fuerte. —Frunció el entrecejo, frustrado—. ¡Ay! ¡Ojalá tuviéramos mejores instrumentos, Claudia! ¡Ojalá los Sapienti no se hubieran visto tan limitados por el Protocolo durante todos estos años!
—¿Os habéis dado cuenta —preguntó Claudia— de que la silla está anclada al suelo?
No se había fijado antes, pero había unas piezas de metal que la mantenían en una posición fija. Caminó alrededor de la silla.
—Y ¿por qué precisamente aquí? Está demasiado lejos del escritorio. Y no hay más iluminación que la del foco del techo.
Ambos levantaron la cabeza para mirar la luz. Una bombilla estrecha de un tono ligeramente azulado, que iluminaba la silla y nada más. Apenas lo bastante luminosa para permitir leer.
Un pensamiento gélido la recorrió.
—Maestro… No será un lugar de tortura, ¿verdad?
Al principio Jared no contestó, y después Claudia se alegró de la respuesta dada en un tono comedido:
—Lo dudo mucho. No hay grilletes, ni marcas de forcejeos. ¿Creéis que vuestro padre precisaría de métodos semejantes?
Claudia prefería no responder a esa pregunta. En lugar de hacerlo, dijo:
—Ya hemos visto todo lo que podíamos ver. Ahora, salgamos.
Pasaba de medianoche. Todo su cuerpo prestaba atención por si oía pasos.
Jared asintió a regañadientes.
—Y sin embargo, esta habitación contiene secretos, Claudia, por los que yo pagaría mundos enteros. A lo mejor sí es una salida. A lo mejor se nos escapa algo que está aquí dentro.
—Jared. Ya basta.
Claudia se aproximó a la puerta y cruzó el umbral. Las bodegas estaban tranquilas y en penumbra. Todas las alarmas estaban silenciosas, cada una en su lugar. Y aun así, de repente la invadieron los temores; pensó que había figuras oscuras que la observaban; que Fax estaba allí o que su padre se escondía entre las sombras, donde ella lo había espiado la vez anterior; que la puerta de bronce iba a cerrarse de un portazo dejando a Jared atrapado dentro. Tiró de él para sacarlo tan deprisa que el Sapient estuvo a punto de caerse.
La joven agarró la Llave y la sacó del ojo de la cerradura, para observar cómo al instante la puerta se replegaba hasta cerrarse con el más leve clic. Las cadenas volvieron a entrelazarse y recuperaron su posición, los caracoles continuaron con su avance infatigable y viscoso por las alas gastadas del águila.
Claudia permaneció en silencio mientras seguía la oscura silueta del Sapient por entre los barriles apilados, acallada por la decepción y el amargo fracaso. ¿Qué opinión de ella tendría ahora Finn? ¡Cuánto se burlaría Keiro y cómo sonreiría la chica! Y a ella, ¿qué le quedaba? Sólo un día más de libertad.
Al llegar a la parte superior de la escalera de caracol, detuvo a Jared agarrándolo por la manga.
—Deberíamos volver por separado, Maestro. No pueden vernos juntos.
Él asintió, y en la oscuridad creyó que se había sonrojado un poco.
—Adelantaos, Claudia. Tened cuidado.
Claudia no se movió. Se le quebró la voz:
—Se ha acabado, ¿verdad? Todo ha terminado. Finn se pudrirá en ese agujero para siempre.
Jared se apoyó en el pilar de la pared y respiró hondo.
—No desesperéis, Claudia. Incarceron está cerca. Estoy convencido.
Se sacó algo del bolsillo y, con sorpresa, Claudia vio que era la pieza de metal recogida en el suelo y guardada en el envoltorio de plástico.
—¿Qué es eso?
—No tengo ni idea. Iré a la torre de los Sapienti e intentaré averiguarlo mañana haciendo algunas pruebas.
—Qué suerte tenéis —contestó ella con amargura—. Las únicas pruebas que podré hacer yo mañana serán las del vestido de novia.
Antes de que él pudiera contestar, Claudia ya había desaparecido. Se esfumó por las escaleras y se adentró en los pasillos iluminados por velas, entre los silencios y susurros nocturnos del palacio.
Jared dio vueltas al trocito de metal entre los dedos.
Se apartó el pelo húmedo y soltó aire lentamente.
Por un momento, la extrañeza de la habitación le había hecho olvidar el dolor. Ahora había regresado, más intenso, como si quisiera castigarlo.
Pasaron horas sin que volvieran a ver a Blaize. Parecía haberse desvanecido, pero Finn ignoraba dónde podía haberse cobijado.
—Hay una parte de esta torre que todavía no hemos encontrado —murmuró Keiro—, y me refiero a la salida. —Se tendió en la cama y miró hacia el techo blanco—. Y esas bobadas que nos contó sobre los libros… No me creo ni media palabra.
Blaize se había reído de sus preguntas acerca de los anales de la Cárcel.
—Esta torre estaba vacía, y es posible que fuera fabricada únicamente para almacenar esos volúmenes —les había dicho mientras les pasaba el pan durante la cena aquella noche—. Encontré este lugar y me gustó, así que me instalé aquí. Os aseguro que no tengo ni idea de cómo pueden guardarse las imágenes en los libros. Ni siquiera tengo tiempo ni ganas de mirarlas.
—Pero aquí os sentís a salvo —murmuró Gildas.
—Estoy a salvo. Nadie puede alcanzarme. Eliminé todos los Ojos, y los Escarabajos no pueden entrar. Por supuesto, Incarceron tiene muchísimas formas de vigilar, y sin duda estoy bajo su observación, pues mis imágenes aparecen en los libros igual que las de todos los demás. Salvo las de ahora, debido al extraño poder de vuestra Llave. En estos momentos todos somos invisibles. —En ese punto había sonreído y se había sacudido las migajas de la mejilla—. Claro, que si yo tuviera un mecanismo como ése, podría aprender mucho de él. ¿Supongo que no os habréis planteado desprenderos de la Llave?
—Quiere que se la demos. —Keiro se incorporó de repente, volviendo a la realidad—. ¿Viste cómo nos miró cuando Gildas se rio de él? Su cara reflejó frialdad, un brillo extraño. Quiere la Llave.
Finn se sentó en el suelo con las rodillas levantadas.
—Nunca la conseguirá.
—¿Dónde está?
—A salvo, hermano.
Se dio unos golpecitos en el abrigo.
—Bien. —Keiro se recostó de nuevo—. Y ten la espada siempre cerca. Este Sapient sarnoso me da mala espina. No me gusta.
—Attia dice que somos sus prisioneros.
—Bah, no hagas caso de esa tonta… —Sin embargo, el comentario de Keiro sonó preocupado; cuando Finn lo miró, el otro muchacho rodó por la cama y se puso de pie, antes de contemplarse fugazmente en la ventana de cristal esmerilado—. Pero no te apures, hermano. Keiro tiene un plan.
Se puso la casaca y salió, después de otear con cautela por la puerta.
Una vez solo, Finn sacó la Llave y la contempló. Attia estaba durmiendo y Gildas seguía rastreando los libros incansablemente, como parecía llevar haciendo desde que los habían encontrado. Con sigilo, Finn cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella. Entonces activó la Llave.
Se iluminó al momento.
Vio una habitación plagada de ropa, y había una luz tan intensa que le hizo daño a la vista: la luz del sol que entraba por una ventana. En el último plano del círculo holográfico que describía la llave había una gran cama de madera robusta, cortinas, una pared de paneles labrados. Y delante, sin aliento, estaba Claudia.
—¡Tienes que avisarme antes! ¡Podrían haberte visto!
—¿Quién? —preguntó él.
—Las sirvientas, la modista. ¡Por el amor de dios, Finn!
Tenía el rostro encendido y el pelo alborotado. Finn se dio cuenta de que llevaba un vestido blanco con el corpiño muy elaborado, con perlas y encajes. Era un vestido de novia.
Al principio Claudia no dijo nada más. Después se sentó al lado de él, acuclillada en el suelo cubierto con esteras.
—Hemos fracasado. Abrimos la puerta pero no conducía a Incarceron, Finn. Fue un auténtico fracaso. Lo único que encontramos fue el estudio de mi padre.
Parecía disgustada consigo misma.
—Pero tu padre es el Guardián —dijo él midiendo las palabras.
—¡Qué importa eso! —exclamó con el ceño fruncido.
Él negó con la cabeza.
—Ojalá me acordara de ti, Claudia. De ti, del Exterior, de todo. —Levantó la cabeza—. ¿Y qué pasa si al final resulta que no soy Giles? Ese retrato… no me parezco a él. Yo no soy ese chico.
—Lo fuiste en otra época. —Su voz reflejó la testarudez; se agachó aún más para mirarlo a la cara y la seda del vestido crujió—. Mira, lo único que quiero es no tener que casarme con Caspar. Una vez que te rescatemos, una vez que estés libre, entonces nuestro compromiso… Bueno, no tiene que materializarse, eso es todo. Attia estaba equivocada; no lo hago sólo por egoísmo. —Sonrió con ironía—. Por cierto, ¿dónde está?
—Durmiendo, creo.
—Le gustas mucho.
Él se encogió de hombros.
—La rescaté. Me está agradecida.
—¿Así es como lo llamas? —Claudia perdió la mirada en la nada—. ¿Las personas se aman en Incarceron, Finn?
—Si lo hacen, yo no lo he visto.
Sin embargo, entonces pensó en la Maestra y se sintió avergonzado. Se produjo un silencio incómodo. Claudia oyó a las sirvientas charlando en la estancia contigua; al mismo tiempo, vio detrás de Finn una habitación pequeña con una ventana esmerilada, a través de la cual entraba una luz de atardecer apagada y artificial.
Y percibió un olor. Cuando se dio cuenta, respiró profundamente, de forma tan exagerada que él la miró. Era un olor desagradable y mohoso, metálico y ácido, como de aire atrapado y reciclado infinitamente, viciado. Claudia se puso de rodillas.
—¡Huelo la Cárcel!
Él la miró fijamente.
—No huele a nada. Además, ¿cómo…?
—¡No lo sé, pero la huelo!
Se incorporó de un salto, corrió hasta quedar fuera de la vista de Finn, regresó con un frasquito diminuto que destapó, y roció ligeramente el aire iluminado por el sol.
Unas gotas diminutas brillaron entre el polvo.
Y Finn soltó un grito, porque el olor que desprendían era rico e intenso, y se coló en su memoria como el filo de un cuchillo; se llevó ambas manos a la boca y lo aspiró de nuevo, una y otra vez, cerrando los ojos, obligándose a pensar.
Rosas. Un jardín de rosas amarillas.
Un cuchillo en la tarta y él apretando: cortó el pastel, era muy fácil y se reía. Tenía migas en los dedos. Ese sabor dulce.
—¿Finn? ¡Finn!
La voz de Claudia lo hizo regresar de aquel lugar increíblemente distante. La sequedad pobló su boca, el cosquilleo de advertencia reptó por su piel. Se estremeció, obligándose a calmarse, respiró más despacio, dejó que el sudor le refrescara la frente.
Estaba cerca de él.
—Si puedes oler el perfume es porque las gotas deben de estar viajando hasta ti, ¿no crees? A lo mejor ahora puedes tocarme. Pruébalo, Finn.
Acercó la mano. Él colocó la suya alrededor y cerró los dedos.
Atravesaron los de ella pero no había nada, ni calor ni sensación alguna. Finn se recostó hacia atrás y ambos quedaron en silencio.
Al final, él dijo:
—Tengo que salir de aquí, Claudia.
—Y lo harás. —Se colocó de rodillas con la cara muy seria—. Te lo juro, no me rendiré. Si tengo que enfrentarme a mi padre y arrodillarme ante él para pedírselo, lo haré. —Se dio la vuelta—. Alys me llama. Espérame.
El círculo se oscureció.
Finn permaneció allí ovillado hasta que se le quedaron entumecidos los músculos y empezó a sentir una soledad insoportable dentro de la habitación; entonces se levantó, escondió la Llave en el abrigo y salió. Bajó corriendo las escaleras que conducían a la biblioteca, donde Gildas continuaba deambulando con irritación hacia delante y hacia atrás mientras Blaize lo observaba desde el otro lado de la mesa, cubierta de comida. Cuando vio a Finn, el delgado Sapient se puso de pie.
—Nuestra última comida juntos —dijo a la vez que alargaba una mano para saludarlo.
Desconfiado, Finn lo miró a los ojos.
—¿Qué pasará luego?
—Luego os llevaré a todos a un lugar seguro y os dejaré continuar con vuestro viaje.
—¿Dónde está Keiro? —espetó Gildas.
—No lo sé. Así que, vais a dejarnos marchar sin más… —insistió Finn.
Blaize se lo quedó mirando con unos tranquilos ojos grises.
—Por supuesto. Mi intención ha sido ayudaros en todo momento. Gildas me ha convencido de que tenéis que proseguir vuestras andanzas.
—¿Y la Llave?
—Tendré que prescindir de ella.
Attia estaba sentada a la mesa, con las manos entrelazadas. Cuando notó que Finn la miraba, se encogió levemente de hombros. Blaize se puso de pie.
—Os dejaré a solas para que hagáis planes. Disfrutad de la comida.
En el silencio que siguió a su despedida, Finn dijo:
—Lo hemos juzgado mal.
—Sigo pensando que es peligroso. Si es un Sapient, ¿por qué no se cura la viruela o lo que sea que tiene? —preguntó Attia.
—¿Qué sabrás tú de los Sapienti, niña ignorante? —gruñó Gildas.
Attia se mordió una uña. Entonces, cuando Finn alargó la mano para coger una manzana, ella la atrapó antes y la mordió.
—Pruebo tu comida —dijo de forma enigmática—. ¿Te acuerdas?
Estaba enfadado.
—No soy el Señor del Ala. Y tú no eres mi esclava.
—No, Finn. —Attia se apoyó sobre la mesa—. Soy tu amiga. Y eso significa mucho más.
Gildas se sentó.
—¿Has sabido algo más de Claudia?
—El plan ha fracasado. La puerta no llevaba a ninguna parte.
—Tal como yo pensaba. —El anciano asintió con fatiga—. La chica es lista, pero no debemos confiar demasiado en obtener ayuda de su parte. Tenemos que seguir a Sáfico por nuestra cuenta. Por cierto, hay una historia que cuenta cómo…
Había alargado la mano para coger una fruta, pero Finn se lo impidió. Tenía los ojos fijos en Attia: la chica irguió la espalda, pálida, y de repente se atragantó, con el hueso de la manzana resbalándole de los dedos. Cuando él se inclinó hacia delante y la sujetó entre los brazos, ella se retorció y se agarró la garganta con los dedos.
—La manzana —jadeó—. ¡Me quema por dentro!