Elegiremos una Era del pasado para recrearla.
¡Haremos un mundo que carezca de la ansiedad del cambio!
¡Será el Paraíso!
Decreto del rey Endor
El roble centenario parecía genuino, pero había sido envejecido genéticamente. Las ramas eran tan gruesas que trepar por ellas era muy fácil; cuando se remangó la falda para encaramarse mejor, las ramitas más altas crujieron y el liquen verde le manchó las manos.
—¡Claudia! ¡Son las cuatro!
El grito de Alys provenía de algún punto de la rosaleda. Claudia hizo oídos sordos, apartó las hojas y asomó la cabeza.
Desde aquella altura podía observar todo el feudo: el huerto, los invernaderos y el jardín de los naranjos, los nudosos manzanos en el campo de frutales, los graneros donde celebraban los bailes en invierno. Vio las largas extensiones de césped tupido que bajaban formando una colina hasta el lago, y los hayedos que escondían el sendero hasta Hithercross. Más hacia el oeste, distinguió el humo de las chimeneas de la granja Altan, y la aguja de la antigua iglesia que coronaba la colina de Harmer, con esa veleta con forma de gallo que resplandecía al sol. Por detrás de dichos edificios, durante kilómetros y kilómetros, los campos del Guardián se abrían ante ella, con prados y aldeas y caminos, una mezcla de tonos verdes y azules difuminados por la neblina que cubría los ríos.
Suspiró y apoyó la espalda contra el tronco.
Qué apacible resultaba. Qué engaño tan perfecto. Le daría mucha pena marcharse de allí.
—¡Claudia! ¡Daos prisa!
Los gritos sonaban más débiles. Seguramente la doncella había regresado al castillo, porque una bandada de palomas levantó el vuelo en ese instante, como si alguien subiera la escalera en la que estaban apoyadas. Claudia prestó atención y oyó el reloj de los establos, que empezó a dar la hora, mientras sus muñecos mecánicos salían lentamente a saludar a la calurosa tarde.
El campo estaba resplandeciente.
A lo lejos, por el camino, vio acercarse el coche de caballos.
Frunció los labios. Llegaba antes de tiempo.
Era un carruaje negro, y desde su atalaya pudo distinguir incluso la nube de polvo que las ruedas levantaban en el camino. De él tiraban cuatro caballos, y varios escoltas lo flanqueaban; contó ocho vigilantes y soltó una risa apagada. El Guardián de Incarceron viajaba con estilo. El símbolo de su estirpe estaba pintado en las puertas del carruaje, y un largo estandarte ondeaba al viento. En la cabina, un cochero con librea negra y dorada se peleaba con las riendas; oyó el restallido del látigo cortando la brisa.
Por encima de su cabeza pio un pájaro, que saltó de una rama a otra; Claudia permaneció inmóvil y vio cómo el animalillo se colgaba de la hoja que había más próxima a su cara. Entonces cantó: un breve gorjeo sedoso. A lo mejor era un pinzón.
El carruaje llegó a la aldea. El herrero se asomó a la puerta y un grupo de niños salieron corriendo del granero. Mientras la comitiva avanzaba con estruendo, los perros empezaron a ladrar y los caballos se apretujaron unos contra otros para pasar por el hueco que dejaban los estrechos voladizos de las casas.
Claudia se metió la mano en el bolsillo y sacó unos prismáticos. No pertenecían a la Era y, por lo tanto, estaban prohibidos, pero le daba igual. Se los colocó delante de los ojos y por un segundo sintió el mareo que precedía al movimiento de las lentes, mientras se ajustaban a su nervio óptico. Al momento la escena aumentó de tamaño y distinguió con claridad las facciones de los hombres: el supervisor de su padre, Garth, en el caballo ruano; el moreno secretario, Lucas Medlicote; los hombres de armas con sus cotas de malla.
Los prismáticos eran tan nítidos que casi pudo leer los labios del cochero, que acababa de soltar un juramento. No tardaron en llegar al puente y Claudia vio cómo atravesaban el río y se presentaban ante el castillo del Guardián. La señorita Simmy salió corriendo a abrir los portones, todavía con un paño de cocina en las manos. Las gallinas corrieron despavoridas delante de ella.
Claudia frunció el entrecejo. Se quitó los prismáticos y ese movimiento hizo que el pájaro de la rama echara a volar; el mundo se contrajo y el vehículo volvió a convertirse en una manchita. Alys chilló:
—¡Claudia! ¡Ya están aquí! ¿Queréis bajar a vestiros ya, por favor?
Por un instante se planteó no hacerlo. Jugueteó con la idea de esperar a que el carruaje entrara con escándalo en el patio de armas para entonces descender del árbol y avanzar dando zancadas hasta presentarse ante él así, con el pelo hecho una maraña y ese viejo vestido verde que tenía un jirón en el dobladillo. La incomodidad de su padre sería mayúscula, pero no diría nada. Incluso si se le ocurría aparecer desnuda en medio del patio, lo más probable era que no dijese nada. Apenas un «Claudia, querida mía» y ese beso frío que le plantaría debajo de la oreja.
Se columpió en la rama ancha y después bajó por el tronco. Se preguntaba si le traería algún regalo. Solía hacerlo. Algo caro y hermoso que habría elegido en su nombre una de las damas de la Corte. La última vez había sido un pájaro de cristal en una jaula de oro que trinaba con un gorjeo estridente. Y eso a pesar de que todo el feudo estaba plagado de pájaros, en su mayoría auténticos, que volaban, se peleaban y piaban subidos al alféizar de las ventanas con postigos.
Dio un salto y corrió por el césped hasta llegar a unos amplios escalones de piedra; en cuanto los descendió, vio el castillo, que se abría ante ella, con su fachada de piedra caliente por el sol, las glicinias cuyos tonos morados colgaban de las torretas y reseguían las esquinas retorcidas, el oscuro foso oscuro en el que nadaban tres elegantes cisnes. En el tejado se habían asentado unas palomas, que se pavoneaban entre arrullos; algunas volaron hasta las torres esquineras y se cobijaron en las troneras y en las ranuras para disparar flechas, sobre unos grandes nidos de paja que habían tardado varias generaciones en fabricar. O ésa era la impresión que daba.
Se abrieron unas contraventanas. El rostro acalorado de Alys apareció jadeando:
—¡Pero dónde os habíais metido! ¿Es que no los oís?
—Claro que los oigo. Tranquilízate.
En el instante en que ella subía los escalones de una torre lateral a la carrera, el carruaje traqueteaba sobre los tablones de la pasarela del foso; vio cómo su negrura parpadeaba a través de la barandilla; y entonces, la penumbra fresca del castillo la rodeó, con sus aromas de romero y lavanda. Una sirvienta salió de las cocinas, le dedicó una apresurada reverencia y desapareció. Claudia subió la escalinata rauda y veloz.
En su habitación, Alys ya estaba sacando prendas y más prendas del armario. Una enagua de seda, un vestido azul y dorado que iría encima, un corpiño entrelazado a toda prisa. Claudia se quedó de pie y dejó que la doncella la vistiera y le ajustara la ropa; aborrecía la jaula en la que la tenían presa. Por encima del hombro de su sirvienta vio el pájaro de cristal en su cárcel diminuta, con el pico abierto, y puso cara de pocos amigos.
—No os mováis.
—¡No me muevo!
—Supongo que estabais con Jared.
Claudia se encogió de hombros. La tristeza se iba apoderando de ella. No se molestó en dar explicaciones.
El corpiño la oprimía demasiado, pero ya estaba acostumbrada. La criada le cepilló con brusquedad la melena y la cubrió con una redecilla de perlas; el pelo crepitó por culpa de la energía estática al tocar el terciopelo que le cubría los hombros. Sin aliento, la mujer dio un paso atrás.
—Estaríais más guapa si alegrarais esa cara.
—Pongo la cara que me da la gana.
Claudia se volvió hacia la puerta y notó el bamboleo de todo el vestido.
—Algún día aullaré, gritaré y le chillaré delante de las narices.
—Lo dudo mucho.
Alys embutió el raído vestido verde en el baúl. Se miró en el espejo y se retocó el pelo que se le había alborotado, se escondió las canas sueltas debajo del griñón, sacó una barrita láser antiarrugas, la desenroscó y con pericia eliminó una arruga que tenía debajo del ojo.
—Cuando sea reina, ¿quién me lo impedirá?
—Él. —El siguiente reproche de su doncella la acompañó mientras salía por la puerta—: Pues le tenéis tanto pánico como todos los demás.
Era cierto. Mientras bajaba mucho más reposada la escalinata, supo que siempre había sido así. Su vida estaba fragmentada en dos; el tiempo en que su padre estaba en casa, y el tiempo en que su padre estaba ausente. Vivía dos vidas, igual que los sirvientes, igual que el castillo, el feudo, el mundo.
Mientras recorría el suelo de tablones, rodeada de una doble fila de jardineros y lecheras sudorosos y sin resuello, entre lacayos y otros sirvientes, para salir a recibir al carruaje que justo entonces se detenía con un revuelo en el patio adoquinado, Claudia se preguntó si su padre era consciente de lo que provocaba. Seguramente. Pocas cosas se le escapaban.
Aguardó al llegar a la escalera. Los caballos resoplaron; el repiqueteo de los cascos quedaba ampliado dentro del espacio cerrado. Alguien gritó; el viejo Ralph se apresuró a acercarse; dos hombres vestidos con librea y cubiertos de polvo descendieron de la parte posterior del vehículo, abrieron la puerta y colocaron un peldaño.
Por un momento, el vano de la portezuela permaneció a oscuras.
Entonces su mano agarró el marco; asomó el sombrero oscuro, al que siguieron sus hombros, una bota, unos pantalones de montar negros.
John Arlex, Guardián de Incarceron, se incorporó y se sacudió el polvo con los guantes.
Era un hombre alto y esbelto, con la barba meticulosamente recortada, con una levita y un chaleco del brocado más fino. Hacía seis meses que Claudia no lo veía, pero tenía exactamente el mismo aspecto que la última vez. Nadie de su estatus tenía por qué dar muestras de envejecimiento, pero lo curioso era que ni siquiera parecía que el Guardián empleara barras láser antiarrugas. Se la quedó mirando y le sonrió con elegancia; en su pelo oscuro, que llevaba recogido con un gran lazo negro, se veían unos precisos toques plateados.
—Claudia. Estás fantástica, querida mía.
La muchacha dio un paso adelante e hizo una leve reverencia; entonces él la tocó con la mano para que se incorporara y Claudia notó su gélido beso. Los dedos del Guardián siempre estaban fríos y ligeramente húmedos, daba manía tocarlos; como si lo supiera, su padre solía llevar guantes, aunque hiciera buen tiempo. Claudia se preguntó si él la vería cambiada.
—Igual que vos, padre —murmuró.
Se la quedó mirando durante unos segundos, con esa tranquila mirada gris tan dura y transparente como siempre. Luego se dio la vuelta.
—Permíteme que te presente a nuestro invitado. El canciller de la reina: lord Evian.
El carro crujió. Un hombre increíblemente obeso salió a duras penas y con él surgió una vaporada de perfume asfixiante que pareció cubrir casi de forma perceptible los escalones de la entrada. A su espalda, Claudia percibió el interés colectivo de los sirvientes. Ella no sintió más que consternación.
El canciller llevaba un traje de seda azul con un volante muy recargado en el cuello, tan alto que Claudia dudaba que pudiera respirar con comodidad. Tenía la cara sonrojadísima, aunque su reverencia fue firme y su sonrisa cuidadosamente agradable.
—Mi lady Claudia. La última vez que os vi no erais más que una niña de pecho. Estoy encantado de volver a veros.
No esperaba que su padre llegase con compañía. La habitación de invitados principal estaba ocupada por la cola a medio coser de su vestido de novia, que se extendía por toda la cama deshecha. Tendría que emplear alguna táctica para entretenerlo.
—El honor es nuestro —dijo—. Tal vez os apetezca acompañarnos al salón. Podemos ofreceros sidra y unos bizcochos recién horneados para que recuperéis las fuerzas después del viaje.
Bueno, confiaba en que tuvieran algo similar que ofrecerle. Se dio la vuelta y vio que tres de las sirvientas se habían esfumado y la fila de criados se había cerrado con celeridad para cubrir su ausencia. Su padre la miró con frialdad antes de subir los peldaños de la entrada, asintiendo con elegancia hacia la fila de rostros que iban haciendo reverencias y agachando la cabeza, para bajar la mirada ante él.
Eran sonrisas falsas, pensó Claudia al instante. Evian era la mano derecha de la reina. Esa bruja lo habría mandado para controlar a la prometida. Bueno, a Claudia no le importaba lo más mínimo. Llevaba años preparándose para esa ocasión.
Al llegar a la puerta, su padre se detuvo:
—No he visto a Jared —dijo sin más—. Espero que no esté enfermo.
—Creo que está inmerso en un experimento muy delicado. Seguro que no se ha dado cuenta de vuestra llegada, padre.
Era cierto, pero sonó a excusa. Enojada por la sonrisa gélida del Guardián, Claudia los condujo al salón; sus faldones rozaron las tablas sin barnizar del suelo. El salón era una estancia oscura forrada con paneles en la que se destacaba un enorme trinchante de madera de caoba, sillas labradas y una mesa de caballete. Se sintió aliviada al ver jarras de sidra y una bandeja con pastelillos de miel recién hechos entre unas ramitas de lavanda y romero.
Lord Evian olfateó el dulce aroma.
—Magnífico. Ni siquiera en la Corte podrían igualar esta autenticidad.
Probablemente porque, en el fondo, la mayor parte de las cosas de la Corte estaban generadas por ordenador, pensó Claudia con satisfacción, y dijo:
—En el castillo del Guardián, mi lord, nos enorgullecemos de que todo pertenezca a la Era. La torre del homenaje es verdaderamente antigua. Fue restaurada por completo después de los Años de la Ira.
Su padre permaneció en silencio. Se sentó en una de las sillas labradas, en la cabecera de la mesa, y observó con semblante serio cómo Ralph vertía sidra en unas copas de plata. La mano del anciano tembló cuando levantó la bandeja.
—Bienvenido a casa, señor.
—Me alegro de verte, Ralph. Tienes las cejas un poco más canosas, diría yo. Y a la peluca le falta volumen, y algo de polvos.
Ralph hizo una reverencia.
—Gracias, señor Guardián, ahora mismo la retoco.
Los ojos del Guardián escudriñaron el salón. Claudia sabía que no le pasaría inadvertido el único cristal de la ventana de metacrilato que había en un extremo del ventanal, ni las telas de araña prefabricadas en el techo de marquetería. Por eso, se apresuró a preguntar:
—¿Qué tal está Su Graciosa Majestad, mi lord?
—La reina goza de una salud excelente —pronunció Evian con la boca llena de bizcocho—. Está muy atareada con los preparativos de vuestra boda, mi lady. Será un espectáculo impresionante.
Claudia frunció el entrecejo.
—Pero no…
El hombre sacudió una mano rechoncha.
—Ah, claro, vuestro padre no ha tenido tiempo de comunicaros el cambio de planes.
Algo se enfrió en su interior.
—¿El cambio de planes?
—Nada grave, mi niña. Nada de lo que tengas que preocuparte. Una modificación de la fecha, eso es todo. Debido al repentino regreso de la Academia por parte del conde.
A Claudia le cambió la cara, aunque procuró que no se le notara la ansiedad. Sin embargo, debió de apretar los labios o poner blancos los nudillos, porque su padre se levantó sin prisa y dijo:
—Ralph, acompaña a Su Señoría al dormitorio.
El anciano sirviente hizo una reverencia, se acercó a la puerta y la abrió con un crujido. Evian se puso de pie con bastante esfuerzo, mientras una cascada de migas se precipitaba desde su traje. En cuanto tocaron el suelo, las migas se evaporaron produciendo unos destellos instantáneos.
Claudia perjuró en silencio. Otra cosa que controlar.
Escucharon sus pasos plomizos sobre los escalones que crujían, los murmullos respetuosos de Ralph y el estruendo de las alegres exclamaciones de aquel hombre gordo, que admiró la escalinata, los cuadros, los jarrones de porcelana china, los tapices de Damasco. Cuando su voz se amortiguó por fin, perdida en las iluminadas alas distantes del castillo, Claudia miró a su padre. Y entonces dijo:
—Habéis adelantado la boda.
Él levantó una ceja.
—El año que viene, este año, ¿qué importa? Ya sabías que tarde o temprano llegaría.
—No estoy preparada…
—Hace mucho tiempo que estás preparada.
El Guardián dio un paso hacia ella y el cubo plateado de la cadena de su reloj reflejó el sol. Claudia retrocedió. Le resultaría insoportable que el Guardián abandonara la rigidez formal de la Era; la amenaza de la auténtica personalidad de su padre la dejó petrificada. Sin embargo, él mantuvo la compostura.
—Deja que te lo explique. El mes pasado llegó un mensaje de parte de los Sapienti. Ya estaban hartos de tu prometido. Le han… pedido que abandone la Academia.
Claudia frunció el entrecejo.
—¿Por qué?
—Los vicios de siempre: alcohol, drogas, violencia, dejar a algunas sirvientas embarazadas… Pecados típicos de los jóvenes insensatos desde hace siglos. No le interesa en absoluto la educación. ¿Por qué iba a interesarle? Es el conde de Steen, y cuando cumpla dieciocho años, será rey.
El Guardián caminó hacia la pared forrada de madera y alzó la mirada para contemplar el retrato. Un chico con pecas y cara de pillo de unos siete años los observaba desde el lienzo. Iba vestido con un traje fruncido de seda marrón y estaba apoyado contra un árbol.
—Caspar, conde de Steen. Príncipe heredero del Reino. Grandes títulos. No le ha cambiado la cara, ¿verdad? En esa época era simplemente descarado. Ahora es irresponsable, despiadado, y cree que no existen los límites. —Se la quedó mirando—. Tu futuro marido será un reto.
Ella se encogió de hombros y el tafetán del vestido hizo frufrú.
—Sabré manejarlo.
—Claro que sabrás manejarlo. Me he asegurado de que así sea.
El Guardián se acercó a su hija y se quedó plantado ante ella; la evaluó con sus ojos grises. Ella le sostuvo la mirada.
—Te creé para este matrimonio, Claudia. Te di buen gusto, inteligencia, falta de piedad. Tu educación ha sido más rigurosa que la de ningún otro muchacho del Reino. Idiomas, música, esgrima, equitación, he alimentado todo talento que apuntabas poseer. El Guardián de Incarceron no escatima en gastos. Eres la heredera de grandes territorios. Te he criado como a una reina, y reina serás. En cualquier matrimonio siempre hay uno que dirige y otro que sigue. Aunque esta boda no sea más que un acuerdo dinástico, debemos tratarlo como un matrimonio en toda regla.
Ella levantó la mirada hacia el retrato.
—Sabré manejar a Caspar. Pero a su madre…
—Yo me encargaré de su madre. Ella y yo nos entendemos bien.
La cogió de la mano y sujetó el dedo anular de Claudia con suavidad entre dos de los suyos; tensa, la muchacha permaneció inmóvil.
—Será fácil —susurró él.
En la quietud del cálido salón, una paloma torcaz arrulló al otro lado de la ventana.
Con cuidado, Claudia deslizó la mano para separarla de la de su padre y se recompuso.
—Entonces, ¿cuándo será?
—La semana que viene.
—¡La semana que viene!
—La reina ya ha comenzado los preparativos. Dentro de dos días partiremos hacia la Corte. Asegúrate de tenerlo todo listo.
Claudia no dijo nada. Se sentía vacía y abrumada.
John Arlex se dirigió a la puerta.
—Tu labor aquí ha sido excelente. La Era está impecable, salvo por esa ventana. Que la cambien.
Sin moverse, ella le preguntó en voz baja:
—¿Qué tal vuestra estancia en la Corte?
—Tediosa.
—¿Y vuestro trabajo? ¿Cómo marcha Incarceron?
Él hizo una pausa que duró una fracción de segundo. El corazón de Claudia palpitó con fuerza. Entonces el Guardián se dio la vuelta y su voz sonó fría y curiosa a la vez.
—La Cárcel va como la seda. ¿Por qué me lo preguntas?
—Por nada.
Intentó sonreír, pues deseaba saber cómo controlaba la Cárcel el Guardián y dónde estaban los mandos, ya que todos sus espías le habían dicho que su padre nunca salía de la Corte. No obstante, los misterios de Incarceron eran lo que menos le preocupaba en ese preciso momento.
—Ah, sí. Casi se me olvida. —Alargó el brazo para coger una bolsa de piel que había encima de la mesa y la abrió por completo—. Te he traído un regalo de parte de tu futura suegra.
Sacó el obsequio y lo dejó encima de la mesa.
Ambos se lo quedaron mirando.
Una caja de madera de sándalo, atada con un lazo.
A regañadientes, Claudia alargó la mano para desatar el diminuto lazo, pero él le dijo:
—Espera. —Sacó un escáner portátil y lo pasó alrededor de la caja. Por el mando de la barra se sucedieron las imágenes—. No hay peligro. —Plegó el escáner portátil—. Ábrela.
Claudia levantó la tapa. Dentro, en un marco de oro y perlas, había un cuadro con una miniatura esmaltada de un cisne negro en un lago, el emblema de la casa. Claudia lo sacó y sonrió, complacida a su pesar por el delicado tono azul del agua, por el esbelto cuello del ave.
—Es muy bonito.
—Sí, pero mira.
El cisne se movía. Parecía deslizarse por el agua, al principio con calma. Después alzaba el vuelo, sacudiendo las magníficas alas, y Claudia vio una flecha que salía lentamente de entre los árboles y le perforaba el pecho. El cisne abrió el pico dorado y cantó, una música terrible e inquietante. Al instante se hundió en las aguas y se desvaneció.
La sonrisa de su padre era ácida.
—Sí, es encantador —dijo.