16

No me desafiéis, John. Y manteneos en guardia. Hay complots en la Corte y conspiraciones contra nosotros. En cuanto a Claudia, por lo que decís ya ha encontrado lo que buscaba. Qué curioso que ni siquiera haya sabido reconocerlo.

Reina Sia al Guardián,

Correspondencia personal

Tardó horas en poder ver a solas a Jared. Primero fue por el alboroto de encontrarles habitación, después por las miles de reverencias y saludos del posadero, luego por la cena, la interminable charla insustancial de Evian, la vigilancia pausada de su padre, las quejas de Caspar acerca de su caballo…

Pero por fin, ya pasada la medianoche, llamó a la puerta de la buhardilla de Jared y se coló en su habitación.

Estaba sentado junto a la ventana, contemplando las estrellas, con un pájaro picando pan de sus manos. Claudia le preguntó:

—¿Es que no dormís nunca?

Jared sonrió.

—Claudia, esto es una temeridad. Si os descubren aquí, ya sabéis lo que pensarán.

—Puedo poneros en peligro, lo sé —contestó ella—. Pero tenemos que hablar de lo que escribió el anciano.

Jared permaneció callado unos segundos. Después soltó al pajarillo, cerró la ventana y se dio la vuelta. Claudia vio sus ojeras marcadas.

—Sí.

Se miraron el uno al otro. Finalmente, fue ella quien dijo:

—No mataron a Giles. Lo «encarcelaron».

—Claudia…

—¡No iban a derramar la sangre de un Havaarna! A lo mejor a la reina le dio miedo. O a mi padre… —Levantó la mirada—. Es verdad. Mi padre tiene que estar al corriente.

Su voz sonó tan lúgubre que ambos se sorprendieron. Claudia se sentó en una silla.

—Y hay algo más. Ese chico, Finn. El Preso. Su voz… me suena.

—¿Que os suena?

Jared la miró con astucia.

—Sí, ya la había oído antes, Maestro.

—Son imaginaciones vuestras. No elucubréis, Claudia.

La joven se quedó pensativa un instante. Después se encogió de hombros.

—De todos modos, tenemos que intentarlo otra vez.

Jared asintió. Caminó hasta la puerta y la cerró con llave, adhirió un pequeño mecanismo a la madera y lo ajustó. Una vez hecho eso, se dio la vuelta.

Claudia ya tenía la Llave preparada. Activó el canal de comunicación y, acto seguido, el minúsculo circuito de imagen que habían descubierto. Jared se quedó de pie, detrás de ella, y observó el holograma del águila, que batía sus silenciosas alas.

—¿Borrasteis el testamento?

—Pues claro. De principio a fin.

Cuando la Llave empezó a brillar, Jared dijo en voz baja:

—No tuvieron remordimientos por derramar la sangre del anciano, Claudia. Puede que ya sepan que registramos su cabaña. Y deben de estar temblando al pensar qué podemos haber encontrado.

—Cuando decís «deben» os referís a mi padre, ¿no? —Levantó la mirada—. No me hará daño. Si me pierde a mí, perderá el trono. Y yo os protegeré, Maestro, lo juro.

La sonrisa de Jared fue amarga. Claudia sabía que el Sapient no estaba seguro de que ella pudiera protegerlo.

En un susurro, la Llave habló:

—¿Me oyes?

Claudia exclamó:

—¡Es él! Toca el botón, Finn. ¡Tócalo! ¿Lo has encontrado?

—Sí —su voz reflejaba la duda—. ¿Qué ocurrirá si lo toco?

—Podremos vernos mutuamente, o eso creo. No te pasará nada. Prueba, por favor.

Por un segundo el aire se detuvo, se oyeron unos crujidos. Y entonces, Claudia casi dio un respingo. Desde la llave se proyectó un silencioso rayo de luz. Se amplió hasta formar un recuadro y, de cuclillas dentro del recuadro, sucio y abrumado, apareció un chico.

Era alto y muy flaco, con la cara desnutrida y aspecto ansioso. Llevaba el pelo lacio y largo, recogido en una coleta hecha con una cuerda anudada, y sus ropajes eran los más harapientos que Claudia había visto en su vida, una amalgama de mugrientos tonos grises y verdes, muy gastados. Insertados en el cinturón llevaba una espada y un cuchillo oxidado.

Se la quedó mirando con admiración.

Finn vio a una reina, a una princesa.

Tenía la cara limpia y despejada, el pelo brillante. Llevaba un vestido de una seda lustrosa, y un collar de perlas que habría valido una fortuna si hubiera sido posible hallar un comprador con riqueza suficiente para adquirirlo. Al instante vio que nunca había pasado hambre, que era una chica avispada e inteligente. Detrás de ella lo observaba un hombre serio de pelo oscuro, ataviado con una túnica de Sapient que habría dejado en evidencia a Gildas y a sus harapos.

Claudia permaneció callada tanto tiempo que Jared la miró. Vio que estaba apabullada, probablemente por las condiciones en que se encontraba el chico, así que dijo con afecto:

—Vaya, parece que Incarceron no es un paraíso.

El chico lo miró.

—¿Os burláis de mí, Maestro?

Jared negó con la cabeza, muy apenado.

—Francamente no. Cuéntanos cómo llegó este artefacto a tus manos.

Finn miró a su alrededor. La negra cueva estaba en silencio, con la sombra de Attia acurrucada en el dintel de la puerta, observando la oscuridad del exterior. La muchacha asintió con la cabeza para reconfortarlo. Entonces Finn volvió a mirar hacia la pantalla holográfica, temeroso de que su luz pudiera delatarlos.

Mientras les hablaba del águila de su muñeca, contemplaba a Claudia. Se le daba bien leer la expresión facial, pero la cara de ella se le resistía, tan controlada, tan misteriosa, aunque por el leve agrandamiento de sus ojos le demostró que estaba fascinada. Luego añadió una sarta de mentiras, como que había encontrado la Llave en un túnel desierto, y obvió la existencia de la Maestra, su muerte, la vergüenza, como si nada de eso hubiera ocurrido. Attia lo miró de reojo, pero Finn no apartó la mirada de la pantalla. Les habló de los Comitatus, de la espeluznante batalla que habían librado contra Jormanric, de cómo él había vencido al gigante en un solo combate, le había robado tres anillos con forma de calavera de las manos y había sacado a sus amigos de aquel infierno. Les contó que estaban siguiendo un sendero sagrado para salir de la Cárcel.

Ella lo escuchó con mucha atención y le fue haciendo algunas preguntas breves. Finn ignoraba si le creía o no. El Sapient guardaba silencio, y sólo una vez enarcó una ceja, cuando Finn habló de Gildas.

—¿Así que todavía sobreviven los Sapienti? Pero ¿qué ha ocurrido con el Experimento, con las estructuras sociales, con el abastecimiento de comida? ¿Cómo se ha desmoronado todo eso?

—Ahora no importa —dijo Claudia muy impaciente—. ¿Es que no veis lo que significa esa águila, Maestro? ¿No lo veis? —Se inclinó hacia delante, ansiosa—. Finn, ¿cuánto tiempo llevas en Incarceron?

—No lo sé. —Frunció el entrecejo—. Lo único… que recuerdo es…

—¿Qué?

—Los últimos tres años. Me vienen… recuerdos, pero…

Se detuvo. No quería hablarle de sus ataques.

Ella asintió. Tenía las manos apretadas sobre el regazo. Finn vio que en un dedo lucía un anillo de diamantes que refulgía.

—Escúchame, Finn. ¿Te resulto familiar? ¿Me reconoces?

A Finn le dio un vuelco el corazón.

—No. ¿Debería hacerlo?

Claudia se mordió el labio. Finn notó la tensión de la muchacha.

—Finn, escúchame bien. Creo que podrías ser…

—¡FINN!

El grito de Attia quedó ahogado. Una mano la agarró y le tapó la boca.

—Demasiado tarde —dijo Keiro lleno de júbilo.

De entre la oscuridad surgió Gildas, que miró la pantalla holográfica. Por un segundo, Jared y él compartieron una mirada sorprendida.

Entonces, la pantalla se fundió en negro.

El Sapient murmuró una oración. Se dio la vuelta y miró a Finn a la cara, y la obsesión había regresado a sus severos ojos azules.

—¡Lo he visto! ¡He visto a Sáfico!

De pronto Finn se sintió muy cansado.

—No —dijo mientras observaba a Attia intentando zafarse de las garras de Keiro—. No era él.

—¡Lo he visto, tontorrón! ¡Lo he visto! —El anciano se arrodilló con mucho esfuerzo delante de la Llave. Extendió los brazos y la tocó—. ¿Qué te ha dicho, Finn? ¿Te ha dado algún mensaje para nosotros?

—¿Y por qué no nos habías contado que veías cosas con la llave? —le reprochó Keiro—. ¿No confías en nosotros?

Finn se encogió de hombros. Cayó en la cuenta de que él, y no Claudia, era quien más había hablado. Pero tenía que conseguir que mantuvieran la incertidumbre, así que contestó:

—Sáfico… nos advierte.

—¿Sobre qué? —Mientras se frotaba la mano mordida, Keiro miró a la chica con desprecio—. Zorra —murmuró.

—Sobre el peligro.

—¿Qué clase de peligro? Todo este lugar…

—De las alturas —respondió Finn al azar—. El peligro de las alturas.

Todos miraron hacia arriba a la vez.

Al instante, Attia gritó y se abalanzó hacia un lado; Gildas perjuró. La red se desplomó como la tela de una araña gigante, con pesos en todos los extremos; se cernió sobre Finn, lo aplastó con el impacto, un remolino de polvo y de murciélagos que chillaban. Por un momento sintió que le habían robado la respiración, después se dio cuenta de que Gildas manoteaba como un loco junto a él; ambos estaban enredados en esas pesadas cuerdas, pegajosas por la acción de una resina supurante.

—¡Finn!

Attia se arrodilló y tiró de la red; se le quedó encallada la mano, que tuvo que sacar a toda prisa dando tirones.

Keiro había desenvainado la espada; apartó a la chica y empezó a dar cuchilladas a los cables, pero estaban trenzados con hilos de metal, que hacían tintinear la hoja de la espada. Al mismo tiempo, empezó a atronar una alarma estridente dentro de la cueva, una nota aguda y lastimera.

—No perdáis tiempo —murmuró Gildas. Y entonces, furioso—: ¡Salid de aquí!

Keiro se quedó mirando a Finn.

—No dejaré tirado a mi hermano.

Finn se esforzó por ponerse en pie, pero no pudo. Por un instante, regresó a su mente toda la pesadilla de verse encadenado delante de los carros de los Cívicos. Luego dijo entre jadeos:

—Haz lo que te manda.

—Entre los dos podemos quitaros esta cosa de encima. —Keiro miró a su alrededor, frenético—. Si encontramos un punto de apoyo.

Attia agarró un puntal metálico de la pared. Se convirtió en polvo oxidado entre sus dedos, así que lo arrojó al suelo con un gemido.

Keiro tiró de la red. Un aceite oscuro le ennegreció las manos y la chaqueta; soltó juramentos pero siguió tirando, mientras Finn hacía fuerza desde abajo, pero al cabo de un segundo los dos se derrumbaron, abrumados por el peso.

Keiro se agachó junto a la red.

—Os encontraré. Os rescataré. Dame la Llave.

—¿Qué?

—Dámela. O la descubrirán y te la robarán.

Finn apretó los dedos alrededor del cristal templado. Por un momento distinguió la mirada sorprendida de Gidas por entre la maraña de metal; el Sapient dijo:

—Finn, no. No volveremos a verlo.

—Cierra la boca, viejo. —Furioso, Keiro se volvió hacia su hermano—. Dámela, Finn. ¡Ya!

Se oyeron voces fuera. El ladrido de unos perros por el camino.

Finn se retorció. Deslizó la Llave entre el amasijo grasiento; Keiro la atrapó y la exhibió, manchando con los dedos grasientos el águila perfecta. Se la escondió debajo de la chaqueta, luego sacó uno de los anillos de Jormanric y lo ensartó en el dedo de Finn.

—Uno para ti. Dos para mí.

La alarma se paró.

Keiro retrocedió, mirando a su alrededor, pero Attia ya se había esfumado.

—Os encontraré, lo juro.

Finn no se movió. Pero en cuanto Keiro se hubo desvanecido en la noche de la Cárcel, agarró las cadenas y susurró:

—Sólo funcionará conmigo. Sáfico me habla sólo a mí.

No pudo saber si Keiro lo había oído, porque justo entonces las puertas se abrieron con estruendo, las luces le deslumbraron y los colmillos de los perros empezaron a morderle las manos y la cara entre gruñidos.

Jared la miró aterrado.

—Claudia, esto es una locura…

—Podría ser él. Podría ser Giles. Sí, es verdad, está muy cambiado. Más delgado. Más curtido. Más viejo. Pero podría ser él. Todo encaja: la misma edad, la misma constitución. El pelo. —Sonrió—. Los mismos ojos.

Empezó a dar vueltas por la habitación, consumida por la inquietud. No quería reconocer lo mucho que la había afectado ver las condiciones en que se hallaba el muchacho. Sabía que el fracaso del Experimento de Incarceron era un golpe muy duro, que todos los Sapienti se derrumbarían si se enteraban. De pronto se acuclilló junto al fuego casi apagado y dijo:

—Maestro, tenéis que dormir, y yo también. Mañana insistiré en que viajéis conmigo en el carruaje. Leeremos Historias de Alegon hasta que Alys se quede dormida y después hablaremos sin impedimentos. Ahora sólo quiero añadir una cosa más. Si no es Giles, podría serlo. Podríamos defender la hipótesis de que es él. Con el testamento del anciano y la marca en la muñeca del chico, sembraríamos la duda. Una duda suficiente para impedir la boda.

—Su ADN…

—No se ajusta al Protocolo, ya lo sabéis.

Jared sacudió la cabeza.

—Claudia, no puedo creer que… Esto es imposible…

—Pensadlo. —Claudia se incorporó y se dirigió a la puerta—. Porque aunque ese chico no sea Giles, el verdadero Giles está allí metido en algún sitio. Caspar no es el heredero, Jared. Y tengo intención de demostrarlo. Si eso significa enfrentarme a la reina y a mi padre, lo haré.

Cuando llegó a la puerta se detuvo, pues no quería dejar a Jared solo con semejante aflicción, deseaba decir algo más que pudiera aliviar su congoja.

—Tenemos que ayudarle. Tenemos que ayudar a todos los que están en ese infierno.

Jared, que estaba de espaldas a Claudia, asintió. Con voz sombría, dijo:

—Id a dormir, Claudia.

Ella se deslizó por el pasillo en penumbra. En una alcoba lejana ardía una vela. A cada paso que daba, su vestido iba rozando los juncos secos del suelo. Cuando llegó a la puerta de su habitación, se detuvo y miró hacia atrás.

La posada parecía tranquila. Pero junto a la puerta que debía de ocultar la habitación de Caspar, un repentino movimiento la obligó a aguzar la vista, y se mordió el labio, consternada.

El grandullón guardaespaldas, Fax, estaba recostado entre dos sillas.

La miró fijamente. Lo irónico fue que, con una lascivia que la dejó de piedra, la saludó con la jarra de cerveza que llevaba en la mano.