14

Prohibimos el crecimiento y, por lo tanto, la decadencia. La ambición y, por lo tanto, la desesperación. Porque cada una de esas cosas no es más que el reflejo velado de la otra. Y sobre todo, prohibimos el Tiempo. A partir de ahora, nada cambiará.

Decreto del rey Endor

—No sé para qué quieres toda esta porquería. —Caspar cogió un libro de la pila y lo abrió. Miró con desgana las brillantes letras manuscritas—. En el palacio ya tenemos libros. Nunca pierdo el tiempo con ellos.

—Cuánto me sorprendéis.

Claudia se sentó encima de la cama y miró a su alrededor, impotente, hacia el caos. ¿Cómo podía tener tantas posesiones? ¡Y tan poco tiempo!

—Y los Sapienti almacenan miles y miles. —Apartó el libro con desdén—. Qué suerte has tenido, Claudia, de no haberte visto obligada a ir a la Academia. Pensé que iba a morirme de aburrimiento. Bueno, es igual, ¿por qué no vamos a ver los halcones? Los sirvientes pueden hacer todo esto. Para eso están.

—Sí.

Claudia se mordió las uñas; se dio cuenta y dejó de hacerlo.

—¿Intentas deshacerte de mí, Claudia?

Levantó la cabeza. Caspar la miraba atentamente, con sus ojillos pequeños fijos en la expresión impertérrita de ella.

—Sé que no quieres casarte conmigo —le dijo.

—Caspar…

—No pasa nada, no me importa. Al fin y al cabo, es cosa de la dinastía. Ya me lo ha explicado mi madre. Puedes tener todos los amantes que quieras, una vez que hayamos dado un heredero. Yo lo haré, te lo aseguro.

Claudia lo observó, incrédula. No podía quedarse de brazos cruzados; dio un salto y empezó a recorrer la habitación desordenada.

—¡Caspar, escuchad lo que decís! ¿Se os ha ocurrido alguna vez la clase de vida que vamos a llevar juntos, en ese mausoleo de mármol que llamáis palacio? Viviremos en una mentira, una pantomima, tendremos que fingir sonrisas en todo momento, llevar ropa de una época que jamás existió, posar y pavonearnos e impostar modales que sólo deberían aparecer en los libros. ¿Habéis pensado en todo eso?

Estaba sorprendido.

—Siempre ha sido así.

Se sentó junto a él.

—¿Es que nunca habéis querido ser libre, Caspar? ¿Ser capaz de cabalgar a solas una mañana de primavera y emprender camino para conocer el mundo? ¿Encontrar aventuras y alguien a quien poder amar?

Era demasiado. Claudia lo supo en cuanto lo hubo dicho. Era demasiado pedir para él. Notó como se ponía rígido y ceñudo. Entonces se la quedó mirando.

—Ya sé a qué viene todo esto. —Su voz sonó áspera—. Es porque preferirías estar con mi hermano. El santo Giles. Bueno, pues está muerto, Claudia, así que olvídate de él. —Después recuperó la sonrisa, maliciosa y fina—. ¿O es por Jared?

—¿Jared?

—Bueno, está claro, ¿no? Es mayor, pero a algunas chicas les gustan los hombres así.

Le entraron ganas de abofetearlo, de levantarse y darle un guantazo en esa carita burlona. Caspar le sonrió.

—He visto cómo lo miras, Claudia. Y ya te lo he dicho, no me importa.

Claudia se puso de pie, tensa por la rabia.

—Sapo repugnante.

—Te has enfadado. Eso demuestra que es verdad. ¿Sabe tu padre lo que hay entre Jared y tú, Claudia? Debería contárselo, ¿no crees?

Era puro veneno. Era un lagarto que sacaba la lengua para atraparla. Su sonrisa era malvada. Claudia se inclinó y acercó la cara a la de él, hasta que Caspar retrocedió.

—Si volvéis a mencionar esto, a mí o a cualquier otro, os mataré. ¿Me habéis entendido, mi lord Steen? Yo, con mis propias manos, con una daga que atravesará vuestro cuerpo enclenque. ¡Os mataré igual que mataron a Giles!

Temblando de ira, salió de la habitación y cerró con un portazo que se hizo eco por todo el pasillo. Fax, el guardaespaldas, estaba recostado en la puerta. Cuando Claudia pasó por delante de él, se puso de pie, con una lentitud insolente, y mientras ella corría por debajo de la hilera de retratos hasta las escaleras, notó los ojos del guardián puestos en su espalda, la sonrisa gélida.

Los odiaba.

A todos.

¡Cómo podía decirle algo así!

¡Cómo podía siquiera pensarlo Caspar! Bajó los peldaños como un caballo desbocado y abrió de par en par la puerta doble de un empujón. Las doncellas se desperdigaron ante Claudia, pues vieron que estaba de un humor de perros. ¡Qué injuria tan asquerosa! ¡Contra Jared! ¡Jared, que nunca soñaría, que no se atrevería ni a pensar semejante cosa!

Llamó a gritos a Alys, quien llegó corriendo.

—¿Qué ocurre, mi lady?

—Mi abrigo de montar. ¡Ya!

Mientras esperaba, empezó a soltar pestes, deambulando y mirando por la puerta abierta del castillo hacia la perfección de los prados, el cielo azul, los pavos reales que practicaban sus inquietantes chillidos.

La rabia le era familiar, un curioso consuelo. Cuando le trajeron el abrigo, se cubrió con él y espetó:

—Me voy a cabalgar.

—Claudia… ¡hay miles de cosas que hacer! Nos marchamos mañana.

—Pues las hacéis vosotras.

—Y el vestido de novia… la última prueba.

—Por mí, como si lo convertís en trapos.

Al instante desapareció, corrió escaleras abajo y atravesó el patio de armas. Y mientras corría miró hacia arriba y vio a su padre, de pie en la ventana imposible de su estudio, esa ventana que no existía, que no podía estar allí.

El Guardián estaba de espaldas a ella, hablando con alguien.

¿Había alguna persona en el estudio con él?

Pero si nadie entraba allí jamás.

Aminoró el paso y observó con atención un momento, perpleja. Entonces, por temor a que se diera la vuelta, se apresuró hacia los establos y encontró a Marcus ya ensillado, coceando el suelo con impaciencia. El caballo de Jared también estaba listo, una criatura esbelta y musculosa llamada Tam Lin, que seguramente respondía a algún acertijo ideado por el Sapient que ella no había sabido descifrar.

Miró a su alrededor.

—¿Dónde está el Sabio? —preguntó a Job.

El chico, que siempre mantenía la boca cerrada, murmuró:

—Ha vuelto a la torre, lady. Se había olvidado algo.

Se lo quedó mirando.

—Job, escúchame. ¿Conoces a todos los habitantes de los dominios?

—A casi todos.

Barría el suelo con precipitación, levantando nubes de polvo. Quería decirle que parara, pero eso habría hecho que se pusiera todavía más nervioso, así que le preguntó:

—Un anciano llamado Bartlett. Jubilado, que antes era sirviente en la Corte. ¿Sigue vivo?

El muchacho levantó la cabeza.

—Sí, mi lady. Tiene una cabaña en Hewelsfield. Cerca del sendero que va hasta el molino.

Notó el palpitar de su corazón.

—¿Está…? ¿Todavía está lúcido?

Job asintió y consiguió esbozar una sonrisa.

—Más lúcido que mucha gente. Es muy avispado. Pero no dice gran cosa, por lo menos, sobre sus días en la Corte. Se limita a mirar a la cara de quien le pregunta.

La sombra de Jared oscureció la puerta del establo y al instante entró casi sin resuello.

—Lo siento, Claudia.

El Sapient se montó en la silla de su caballo, y mientras Claudia apoyaba el pie en las manos entrelazadas de Job, le preguntó en voz baja:

—¿Qué habíais olvidado?

Sus ojos oscuros se encontraron con los de ella.

—Cierto objeto que no quería dejar abandonado.

Desvió la mano discretamente hacia su ropa, esa túnica de cuello alto y color verde oscuro característica de los Sapienti.

Ella asintió, sabiendo que hablaba de la Llave.

Cuando empezaron a cabalgar, Claudia se preguntó por qué se sentía tan extrañamente avergonzada.

Metidos en la madriguera, hicieron una fogata con los hongos secos y unos polvos crepitantes de la bolsa de Gildas y cocieron allí la carne mientras el viento huracanado atronaba en el exterior. Ninguno de ellos hablaba apenas. Finn temblaba de frío y le escocían los cortes de la cara; notaba que Keiro también estaba agotado. Costaba decir cómo se sentía la chica. Se sentó algo apartada y empezó a comer deprisa, con los ojos avizores, atenta a todos los detalles.

Al final, Gildas se limpió las manos grasientas en la túnica.

—¿Viste algún indicio de que hubiera internos?

—Las ovejas estaban pastando —dijo Keiro con desgana—. No había ni una verja.

—¿Y la Cárcel?

—¿Cómo voy a saberlo? Tendrá Ojos en los árboles, supongo.

Finn se estremeció. Notaba un eco extraño dentro de la cabeza. Deseaba que todos se acostaran, que se quedaran dormidos para que él pudiera sacar de nuevo la Llave y hablar con el artilugio. Con la chica. La chica del Exterior. Así pues, dijo:

—No podemos continuar avanzando, así que podríamos descansar aquí. ¿No creéis?

—Suena bien —dijo Keiro, perezoso.

Acomodó la mochila contra la parte posterior del refugio. Pero Gildas se había quedado mirando la imagen grabada en el tronco del árbol. Anduvo a cuatro patas para acercarse más, alargó la mano y empezó a frotarla con los dedos venosos. Se cayeron las capas de liquen. La cara estrecha pareció emerger de entre la mugre y la capa verde de musgo, sujetando la Llave entre las manos, una Llave grabada con tanto esmero que parecía real. Finn se dio cuenta de que la Llave debía de estar unida a algún circuito del interior del árbol, y por un momento una visión difusa lo pilló desprevenido, la sensación de que todo Incarceron era una gran criatura en cuyas entrañas de cable y hueso reptaban ellos.

Parpadeó.

Nadie pareció darse cuenta, aunque la chica lo miraba fijamente. Gildas dijo en ese momento:

—Nos está guiando por el camino que él siguió. Como el hilo dentro del laberinto.

—¿Y dibujó él su propio retrato? —dijo Keiro arrastrando las palabras.

Gildas frunció el entrecejo.

—Por supuesto que no. Esto es un altar, creado por los Sapienti que lo han seguido. Deberíamos ir encontrando otras señales por el camino.

—Me muero de ganas.

Keiro se dio la vuelta y se encogió formando un ovillo.

Gildas se quedó mirando su espalda. Entonces le dijo a Finn:

—Saca la Llave. Tenemos que cuidarla bien. Es posible que el camino sea más largo de lo que creemos.

Mientras pensaba en la inmensidad del bosque, Finn se preguntó si deambularían por él eternamente. Con cuidado, extendió un brazo y quitó la Llave del hexágono; se desprendió con un leve clic, y al instante el agujero quedó en la penumbra y las silbantes esquirlas de acero nublaron las luces distantes de la Cárcel.

Finn se sentía tenso e incómodo, pero se mantuvo quieto, a la escucha. Al cabo de un buen rato, supo por la respiración pesada del anciano que Gildas se había dormido. No estaba seguro de si los otros dos también. Keiro tenía la cara vuelta hacia la pared. Attia siempre estaba callada, como si hubiera aprendido que quedarse inmóvil y pasar desapercibida era lo que la mantenía con vida. Fuera de la guarida, el bosque rugía en plena tormenta. Oyó el crujido de las ramas, el torbellino de su ola de desprecio procedente de la lejanía, notó la fuerza del viento que zarandeaba los árboles, que sacudía el tronco que tenían encima.

Habían enfurecido a Incarceron. Habían abierto una de sus puertas prohibidas y cruzado algún límite. Tal vez los dejara allí atrapados para siempre, cuando apenas habían emprendido el viaje.

Al final, el chico fue incapaz de seguir esperando.

Con sumo cuidado, tomando infinitas precauciones para paliar el crujido del manto de hojas del suelo, sacó la Llave del bolsillo. Estaba fría, cubierta por una capa de escarcha. Sus dedos dejaron huellas opacas en el objeto y, aunque se esforzó, no logró distinguir la forma del águila grabada en el interior, así que frotó la escarcha para dejar limpia la superficie.

La sujetó con fuerza.

—Claudia —susurró.

La Llave estaba fría y muerta.

No brilló ninguna luz. Finn no se atrevía a hablar más fuerte.

Pero justo entonces, Gildas murmuró en sueños, de modo que Finn aprovechó la ocasión para ovillarse y acercar más la Llave a su cara.

—¿Me oyes? —preguntó dirigiéndose a la Llave—. ¿Estás ahí? Por favor, contesta.

La tormenta atronaba. Le retumbaba en los dientes y en los nervios. Cerró los ojos y sintió la desesperación, pensó que lo había imaginado todo, que la chica no existía, que ciertamente había nacido en algún Vientre de la Cárcel.

Y entonces, como si surgiera de su propio miedo, le llegó una voz, un comentario alejado.

—¿Se echó a reír? ¿Estáis segura de que eso fue lo que dijo?

Finn abrió los ojos como platos. Una voz de hombre. Tranquila y pensativa.

Miró a su alrededor muy nervioso, por miedo a que los demás lo hubieran oído, y entonces una chica dijo:

—… Claro que estoy segura. Maestro, ¿por qué iba a reírse el anciano si Giles estaba muerto?

—Claudia —Finn susurró el nombre de la chica sin poder contenerse.

Al instante Gildas se dio la vuelta; Keiro se sentó. Maldiciendo, Finn introdujo la Llave en el abrigo y rodó sobre su cuerpo para encontrar a Attia mirándolo fijamente. De inmediato supo que lo había visto todo.

Keiro había sacado el cuchillo.

—¿No lo habéis oído? Hay alguien fuera.

Sus ojos azules estaban alerta.

—No. —Finn tragó saliva—. He sido yo.

—¿Hablabas en sueños?

—Hablaba conmigo —dijo Attia como si tal cosa.

Por un momento, Keiro se los quedó mirando. Luego se reclinó de nuevo, pero Finn sabía que no estaba convencido.

—¿Ah sí? Ya —dijo su hermano de sangre en voz baja—. Y entonces, ¿quién es Claudia?

Continuaron subiendo el camino a medio galope, con las hojas verdes oscuras de los robles formando un túnel por encima de sus cabezas.

—¿Y creéis a Evian?

—En este caso, sí. —Ella miró al frente, hacia el molino que se erigía a los pies de la colina—. La reacción del anciano no fue la esperada, Maestro. Seguro que quería mucho a Giles.

—El duelo afecta a las personas de maneras extrañas, Claudia. —Jared parecía preocupado—. ¿Le contasteis a Evian que iríais a buscar a ese tal Bartlett?

—No. Él…

—¿Se lo dijisteis a alguien? ¿A Alys?

Ella resopló.

—Ja, contadle algo a Alys y lo sabrá todo el servicio en cuestión de minutos. —Eso le hizo pensar en otra cosa. Claudia aminoró el paso del caballo, que iba resoplando—. Mi padre ha despedido al profesor de esgrima. O lo ha intentado. ¿No os ha dicho nada más sobre vuestros servicios?

—No, de momento no.

Se quedaron callados mientras él descabalgaba y abría el cerrojo de la cerca, dando unas palmaditas al caballo en el lomo para que avanzara y la abriera del todo. Al otro lado el camino estaba agrietado, rodeado de setos verdes, con escaramujos que se entrelazaban entre ortigas y adelfillas, y salpicaduras blancas de las flores del perifollo.

Jack se chupó la sangre del dedo, pues se había pinchado. Entonces dijo:

—Debe de ser aquí.

Era una cabaña baja medio ensombrecida por un gran castaño que crecía al lado. Conforme se acercaban a caballo, Claudia contempló con el entrecejo fruncido que cumplía perfectamente el Protocolo: el tejado de paja con agujeros, las paredes húmedas, los árboles nudosos del huerto.

—Una casucha para los pobres.

Jared sonrió con esa tristeza característica.

—Me temo que sí. En esta Era, sólo los ricos saben lo que es la comodidad.

Dejaron a los caballos atados, comiendo las largas briznas de hierba exuberante que crecía junto a la vereda. La puerta de madera estaba rota y colgaba medio abierta; Claudia se dio cuenta de que la habían forzado hacía poco, y habían aplastado las hojas de hierba que tenía debajo, todavía húmedas por el rocío.

Jared se detuvo.

—La puerta está abierta —dijo.

Ella se dispuso a adelantarlo, pero el Maestro dijo:

—Un momento, Claudia. —Sacó el pequeño escáner y dejó que se activara—. Nada. No hay nadie.

—Entonces entremos a esperarlo. Sólo nos queda hoy.

Avanzó dando zancadas por el camino agrietado; Jared se apresuró a seguirla.

Claudia empujó la puerta para abrirla un poco más; cuando crujió, la muchacha creyó que algo se había arrastrado dentro.

—¿Hola? —preguntó al momento.

Silencio.

Asomó la cabeza por la puerta.

La habitación estaba a oscuras y olía a humo. Una ventana baja la iluminaba, con los postigos abiertos y apoyados contra la pared. El fuego del hogar se había apagado; al entrar, vio el cazo ennegrecido colgado de la cadena, el asador, las cenizas que revoloteaban por la enorme boca de la chimenea.

Había dos bancos pequeños que reseguían una esquina de la chimenea; cerca de la ventana había una mesa y una silla, además de una repisa con unos cuantos platos de peltre abollados y una jarra encima. Cogió la jarra y olió la leche que había dentro.

—Fresca.

Vieron una puertecilla baja que daba al establo de las vacas. Jared se acercó y asomó la nariz, aunque tuvo que agacharse para pasar por el dintel.

Estaba de espaldas a ella, pero Claudia supo, por su repentina quietud nada improvisada, que algo no iba bien.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Cuando el Maestro se dio la vuelta, tenía la cara tan pálida que la muchacha creyó que estaba enfermo. Entonces dijo:

—Me temo que llegamos tarde.

Claudia se aproximó. Él se quedó plantado, impidiéndole pasar.

—Quiero verlo —murmuró la chica.

—Claudia…

—Dejadme ver, Maestro.

Agachó la cabeza por debajo del brazo de él.

El anciano estaba tirado de cualquier manera en el suelo del establo. Saltaba a la vista que tenía el cuello partido. Estaba bocarriba, con los brazos extendidos, una mano enterrada en la paja. Tenía los ojos abiertos.

El establo olía a estiércol rancio. Las moscas zumbaban sin cesar y las avispas entraban y salían por la puerta abierta; fuera baló un cabrito.

Fría por la estupefacción y la rabia, Claudia dijo:

—Lo han matado.

—No lo sabemos.

De repente, Jared pareció volver a la vida. Se arrodilló junto al anciano, le tocó el cuello y la muñeca, le pasó el escáner por el cuerpo.

—Lo han matado. Sabía algo sobre Giles, sobre el asesinato. ¡Se han enterado de que íbamos a venir!

—¿Quién puede haberse enterado?

El Sapient volvió a incorporarse rápidamente y regresó a la sala de estar.

—Evian lo sabía. Seguro que pincharon mi conversación con él. Y también está Job. Le pregunté…

—Job es un crío.

—Tiene miedo de mi padre.

—Claudia, yo también tengo miedo de vuestro padre.

Volvió a mirar la silueta semienterrada entre la paja y soltó la rabia que llevaba dentro, agarrándose el cuerpo con los brazos.

—Se ven perfectamente las marcas —dijo para sí misma.

Marcas de manos. Dos hematomas como huellas oscuras de unos pulgares, hendidas en la carne tumefacta.

—Alguien grande. Muy fuerte.

Jared abrió bruscamente el armario del mueble de la cocina y sacó unos platos.

—Está claro que no se cayó.

Claudia se dio la vuelta.

Él cerró la portezuela de golpe, se acercó a la chimenea y miró hacia arriba. Entonces, para asombro de la joven, se subió a uno de los bancos y metió la mano en la oscuridad, palpando a ciegas. El hollín cayó en cascada.

—¿Maestro?

—Vivía en la Corte, Claudia. Tenía que ser instruido.

Al principio Claudia no lo comprendió. Luego se dio la vuelta y miró apresuradamente a su alrededor, vio la cama, levantó el colchón, lo rajó y dejó a la vista la paja cubierta de piojos.

Fuera graznó un cuervo, que se marchó aleteando.

Claudia se quedó de piedra.

—¿Van a volver?

—Podría ser. Seguid buscando.

Pero en el momento en que Claudia se movió, se tropezó con un tablón que crujía. Cuando se arrodilló y tiró de él, la madera se levantó como un resorte con la holgura que provoca el uso frecuente.

—¡Jared!

Era la caja de objetos valiosos del anciano. Una cartera gastada con unas cuantas monedas de cobre, un collar roto al que le faltaban la mayor parte de las piedrecillas, dos plumas, un pergamino enrollado y, cuidadosamente oculta en el fondo de la caja, una bolsita de terciopelo azul cerrada con un cordón, tan pequeña como la palma de la mano de Claudia.

Jared sacó el pergamino y lo ojeó.

—Parece un testamento. ¡Sabía que lo habría escrito! Si había estudiado con los Sapienti era lógico que…

Levantó la mirada. Claudia había abierto la bolsita azul. De ella extrajo un óvalo pequeño de oro, en cuyo dorso estaba grabada el águila con la corona. Le dio la vuelta.

El rostro de un niño los miró a la cara, con una sonrisa tímida y franca, y unos ojos marrones.

Claudia le devolvió la sonrisa, con amargura. Levantó la cabeza hacia su tutor.

—Debía de valer una fortuna, pero nunca lo vendió. Tenía que quererlo mucho.

En voz baja, el Maestro preguntó:

—¿Estáis segura…?

—Sí, sí. Estoy segura. Es Giles.