Y en cuanto al pobre Caspar, lo siento por quienes tengan que lidiar con él. Pero vos sois ambicioso y ahora estamos vinculados. Vuestra hija será la Reina y mi hijo será el Rey. Se ha pagado el precio. Si me falláis, ya sabéis lo que haré.
Reina Sia al Guardián de Incarceron,
Correspondencia personal
—¿Por qué aquí? —Claudia se abrió paso tras él entre los matorrales.
—Es evidente —murmuró Jared—, porque nadie más podrá encontrar el camino.
Ella tampoco podía. El laberinto de tejos era antiquísimo y complejo, y los espesos arbustos resultaban impenetrables. Una vez, cuando era pequeña, se había perdido y había permanecido allí dentro todo un largo día de verano, deambulando y sollozando muy enfadada, y la doncella y Ralph habían organizado una batida y casi habían perdido los nervios por culpa del miedo, hasta que la habían encontrado dormida bajo el astrolabio que se erigía en el claro central. No recordaba cómo había llegado allí, pero desde entonces, algunas veces, en el limbo de los sueños, aquel calor adormecedor regresaba a ella: las abejas, la esfera de cobre al sol.
—Claudia. Os habéis saltado una curva.
La muchacha retrocedió y lo encontró esperándola impaciente en la intersección.
—Perdonad. Estaba en otra galaxia.
Jared conocía al dedillo el camino. El laberinto era uno de sus rincones favoritos; solía ir allí a leer y estudiar, o a poner a prueba en secreto los artilugios prohibidos. Hoy era un remanso de paz comparado con la histeria de recogerlo todo y el pánico que se palpaba en la casa. Peinando los senderos recortados tras su sombra, Claudia aspiró el aroma de las rosas y jugueteó con la Llave, que tenía en el bolsillo.
Era un día perfecto, no demasiado caluroso, con unas cuantas nubes finas. Estaba programada una llovizna a las tres y cuarto, pero para entonces ya deberían haber terminado. Cuando dobló la última esquina y de pronto dio a parar en el claro central, miró a su alrededor muy sorprendida.
—Es más pequeño de lo que recordaba.
Jared enarcó una ceja.
—Pasa con todo.
El astrolabio era de cobre azul verdoso y de apariencia decorativa; junto a él, un banco de hierro forjado se hundía con elegancia en el césped, con un arbusto de rosas de color rojo sangre que trepaban sobre el respaldo. Unas margaritas salpicaban la hierba.
Claudia se sentó con las rodillas levantadas debajo del vestido de seda.
—¿Y bien?
Jared apartó el escáner.
—Parece seguro.
Se dio la vuelta y se sentó en el banco, se inclinó hacia delante y entrelazó las frágiles manos, muy nervioso.
—Bueno, contadme.
Claudia reprodujo la conversación con Evian a toda prisa, y él escuchó con el ceño fruncido. Cuando terminó el relato, el Sapient dijo:
—Por supuesto, podría ser una trampa.
—Es posible.
Claudia se lo quedó mirando.
—¿Qué sabéis de esos Lobos de Acero? Y ¿por qué no me lo habéis contado?
Él no levantó la mirada, y eso era mala señal; Claudia notó un hilillo de miedo que se extendía por su columna vertebral.
Entonces el Maestro dijo:
—He oído hablar de ellos. Corren rumores, pero nadie está seguro de quién forma parte del grupo, o de lo real que es la conspiración. El año pasado se descubrió un mecanismo explosivo en palacio, en una sala donde se esperaba que estuviera la reina. Eso no es nada nuevo, pero también encontraron un pequeño emblema colgando de la manecilla de la ventana: era un lobo de metal. —Observó una mariquita que trepaba por una brizna de hierba—. ¿Qué vais a hacer?
—Nada. De momento. —Claudia sacó la Llave y la sujetó con ambas manos, dejando que la luz del sol iluminara las distintas caras—. No soy una asesina.
Él asintió, pero parecía preocupado, y no dejaba de mirar fijamente el cristal.
—¿Maestro?
—Algo pasa. —Absorto, alargó la mano hacia la Llave y se la arrebató—. Mirad, Claudia.
Las diminutas luces habían vuelto, esta vez se movían mucho, con un patrón rápido y repetido. Jared colocó el artefacto a toda prisa encima del banco.
—Se está calentando.
Y no sólo eso, sino que había empezado a emitir sonidos. Claudia acercó más la cara, oyó un estruendo metálico y una ráfaga de notas musicales.
Entonces la Llave habló.
—No pasa nada —dijo.
Claudia ahogó un grito y se apartó; con los ojos abiertos como platos, miró a Jared.
—¿Habéis…?
—Callad… ¡Escuchad!
Otra voz, más madura, sonó autoritaria:
—Acércate y mira, tontorrón. Dentro hay luces.
Claudia se arrodilló fascinada. Los delicados dedos de Jared se deslizaron en silencio por el bolsillo de la túnica. Sacó el escáner y lo colocó al lado de la Llave. Empezó a grabar.
La Llave repiqueteó, fue un tintineo más bien. La primera voz reapareció, extrañamente distante y emocionada.
—Se está abriendo. ¡Apartaos!
Y entonces surgió un sonido del artefacto, un fuerte sonido metálico, hueco, extraño, de modo que a Claudia le costó un momento asimilarlo, reconocer lo que era.
Una puerta. Se abría.
Una pesada puerta metálica, tal vez centenaria, porque los goznes gimieron, y luego un alboroto y un golpe, como si el óxido se cayera, o como si unos escombros se desprendieran del dintel.
Después, el silencio.
Las luces de la Llave cambiaron, se volvieron de un tono verde, y al momento se apagaron.
Los únicos que graznaron fueron los grajos de los olmos, junto al foso. Un cuervo se posó en el rosal y sacudió la cola.
—Vaya —dijo Jared en voz baja.
Ajustó el escáner y volvió a pasarlo por la Llave. Claudia alargó un brazo y tocó el cristal. Estaba frío.
—¿Qué ha pasado? ¿Quiénes eran?
Jared dio la vuelta al escáner para mostrárselo.
—Era un fragmento de una conversación. En tiempo real. Un vínculo fónico abierto y cerrado en unos segundos. Pero no estoy seguro de si lo iniciasteis vos o si fueron ellos.
—Ellos no sabían que los estábamos escuchando.
—Al parecer no.
—Uno de ellos ha dicho: «Dentro hay luces».
Los ojos oscuros del Sapient se toparon con los de ella.
—¿Acaso creéis que tienen un artilugio parecido?
—¡Sí! —Claudia se puso de pie de un brinco, demasiado emocionada para seguir sentada, y el cuervo salió volando, alarmado—. Escuchad, Maestro, tal como dijisteis, esto es algo más que la llave de Incarceron. ¡A lo mejor también es un mecanismo para comunicarse!
—¿Con la Cárcel?
—Con los internos.
—Claudia…
—¡Pensadlo! Nadie puede entrar. ¿De qué otra forma iba a controlar el Experimento el Guardián? ¿Escuchando a hurtadillas lo que ocurre dentro?
El Maestro asintió, con un mechón de pelo metido en los ojos.
—Es posible.
—Aunque… —Frunció el entrecejo y entrelazó los dedos. Después se volvió hacia él—. Tenían mala pinta.
—Debéis ser más precisa cuando habléis, Claudia. ¿Qué queréis decir con «tenían mala pinta»?
Claudia buscó la palabra que mejor describiera la sensación. Cuando la encontró, ella misma se sorprendió:
—Sonaban asustados.
Jared reflexionó.
—Sí… es verdad.
—Y ¿por qué iban a estar asustados? No hay nada que temer en un mundo perfecto, ¿verdad?
Dubitativo, él contestó:
—A lo mejor lo que hemos oído era una obra de teatro. O un serial.
—Pero si tienen esas cosas: obras de teatro, películas, seriales…, entonces deben conocer lo que es el peligro, el riesgo y el terror. ¿Cómo es posible? ¿Cómo van a inventar tales cosas si su mundo es perfecto? ¿Cómo se explica que hayan sido capaces de crear una historia semejante?
El Sapient sonrió.
—Ése es un punto sobre el que podríamos debatir, Claudia. Hay personas que opinan que nuestro mundo es perfecto, y aun así, vos conocéis todas esas desgracias.
Ella frunció el ceño:
—De acuerdo. Pero se me ocurre otra cosa. —Dio unos golpecitos al águila con las alas extendidas—. ¿Será sólo para escuchar? ¿O creéis que también podremos hablar con ellos?
El Maestro suspiró.
—Aunque pudiéramos, no deberíamos hacerlo. Las condiciones de Incarceron se controlan de manera muy estricta; todo fue calculado de forma precisa. Si introducimos variables, si abrimos siquiera una diminuta grieta en ese lugar, podríamos tirarlo todo por la borda. No podemos inocular ningún germen en el Paraíso, Claudia.
Claudia se dio la vuelta.
—Sí, pero…
Se quedó petrificada.
Detrás de Jared, en el hueco que dejaban los arbustos, se hallaba su padre. La estaba observando. Por un instante, el corazón le dio un vuelco por la conmoción; después dejó que la sonrisa estudiada se dibujara con gracia en su rostro.
—¡Señor!
Jared se puso tenso. La Llave estaba encima del banco; deslizó la mano, pero quedaba fuera de su alcance.
—Os he buscado por todas partes a los dos. —La voz del Guardián era dulce, y su abrigo oscuro de terciopelo parecía un agujero en el corazón del claro iluminado por el sol. Jared levantó la mirada hacia Claudia, con la cara pálida. Si veía la Llave …
El Guardián sonrió con calma.
—Tengo una noticia que darte, Claudia. Ha llegado el conde de Steen. Tu prometido te anda buscando.
Por un frío segundo le aguantó la mirada. Después se incorporó lentamente.
—Lord Evian está entreteniéndolo, pero sólo conseguirá aburrirlo. ¿Estás contenta, querida mía?
Se acercó para tomarla de la mano; ella quería dar un paso hacia un lado para esconder el cristal resplandeciente, pero era incapaz de moverse. Entonces Jared murmuró algo y se dejó caer hacia delante.
—¿Maestro? —Alarmada, Claudia soltó la mano de su padre—. ¿Os duele algo?
La voz de Jared sonó ronca:
—Eh… No… Un desmayo, ya está. Nada de lo que preocuparse.
Lo ayudó a sentarse bien en el banco. El Guardián estaba de pie, mirándolos desde lo alto, con la cara convertida en una máscara de preocupación. Entonces dijo:
—Me temo que trabajáis demasiado últimamente, Jared. No os conviene que os dé el sol a estas horas. Y tanto estudio, todas esas horas en vela por las noches…
Jared se puso de pie, tembloroso.
—Sí. Gracias, Claudia. Ya estoy bien. De verdad.
—Os iría bien descansar un poco —le aconsejó.
—Lo haré. Creo que volveré a mi torre. Por favor, disculpadme, señor.
Se levantó con dificultad. Durante un segundo terrible, Claudia pensó que su padre no iba a moverse. Jared y él se miraron cara a cara. Después, el Guardián retrocedió con una sonrisa irónica.
—Si preferís que os suban la cena, avisadnos y mandaremos que lo hagan.
Jared se limitó a asentir.
Claudia observó cómo su tutor caminaba cautelosamente entre los arbustos de tejo. No se atrevía a mirar en dirección al banco, pero sabía que estaría vacío.
El Guardián fue a sentarse, estiró las piernas y cruzó los tobillos.
—Un hombre impresionante, este Sapient.
Ella contestó:
—Sí. ¿Cómo habéis encontrado el camino?
Él soltó una risotada.
—Ay, Claudia. Yo diseñé este laberinto antes de que nacieras. Nadie conoce sus secretos tan bien como yo, ni siquiera tu apreciado Jared. —Se volvió y rodeó con un brazo el respaldo del banco. Lentamente, añadió—: ¿Has hecho algo para desobedecerme, Claudia?
Tragó saliva.
—¿Lo he hecho?
Su padre asintió, muy serio. Sus ojos se encontraron.
Estaba haciendo lo que siempre hacía: ponerla a prueba, jugar con ella. Pero de repente, Claudia fue incapaz de soportarlo más, esas conspiraciones, ese juego absurdo. Se puso de pie, furiosa.
—¡De acuerdo! ¡Fui yo quien se coló en vuestro estudio! —Le plantó cara, con el rostro encendido por la ira—. Y lo sabéis, ¡lo sabéis desde que entrasteis en él! Así que, ¿por qué os empeñáis en fingir? Quería ver qué había dentro, porque vos nunca me dejáis. ¡Nunca me habéis dejado entrar! Así que me colé. Lo siento, ¿vale? ¡Lo siento!
El Guardián se la quedó mirando. ¿Estaba aturdido? Era imposible saberlo. Pero ella se sentía temblorosa, pues todo ese miedo acumulado y esa rabia de años habían explotado, la furia de saber que el Guardián había convertido la vida de ella, igual que la de Jared, en algo tan falso.
Su padre levantó una mano al instante.
—¡Claudia, por favor! Claro que lo sabía. No estoy enfadado. Es más, admiro tu ingenio. Te resultará muy útil cuando vivas en palacio.
Ella le aguantó la mirada. Por un momento, notó que se había quedado perplejo. Más que eso: anonadado.
Y no había mencionado la Llave.
La brisa meció el rosal, que soltó una ráfaga de su empalagoso perfume, una sorpresa silenciosa con la que él había revelado muchísimo. Cuando volvió a hablar, su voz retomó el tono ácido habitual.
—Confío en que Jared y tú os divirtierais con el reto. —Se puso de pie de manera abrupta—. El conde te espera.
Ella frunció el entrecejo.
—No quiero verlo.
—No tienes alternativa.
El Guardián hizo una reverencia y caminó dando zancadas hacia el espacio entre los setos. Ella se dio la vuelta y fijó la vista en su espalda. Entonces dijo:
—¿Por qué no hay ni un retrato de mi madre en toda la casa?
Claudia ignoraba que una pregunta así pudiera salir de su boca. Surgió como un arrebato, con una exigencia que no era propia de su voz.
El Guardián se quedó petrificado.
A Claudia le palpitaba con fuerza el corazón; se había sorprendido a sí misma. No quería que su padre se diera la vuelta, ni contestase a su pregunta, no quería verle la cara. Porque si mostraba debilidad, ella se sentiría aterrada; aborrecía su controlada pose, pero si la quebraba, Claudia no tenía ni idea de qué aparecería debajo.
Sin embargo, él contestó sin darse la vuelta.
—No sigas por ahí, Claudia. No pongas a prueba mi paciencia.
Cuando el Guardián se hubo marchado, Claudia se ovilló en un extremo del banco, con los músculos de la espalda y los hombros rígidos por la tensión, las manos aferradas a la seda de la falda. Se obligó a respirar hondo una vez.
Y otra vez.
Tenía los labios salados por el sudor.
¿Por qué le había preguntado eso? ¿De dónde había salido la ocurrencia? Su madre era alguien en quien nunca pensaba, a quien nunca imaginaba. Era como si no hubiera existido. Ni siquiera cuando era pequeña y veía en la Corte a las otras niñas con sus preocupadas «mamás» había sentido curiosidad por saber cosas sobre su madre.
Empezó a roerse las uñas ya mordidas. Había sido un error imperdonable. Nunca jamás debería haberlo dicho.
—¡Claudia!
Una voz alta y autoritaria. Cerró los ojos.
—Claudia, no está bien que te escondas entre todos estos matorrales. —Oyó ramas que se retorcían y se partían—. ¡Háblame! ¡No encuentro la salida!
Ella suspiró.
—Veo que por fin habéis llegado. Y ¿cómo está mi futuro esposo?
—Achicharrado y de los nervios. Aunque supongo que te importa un comino. Mira, hay cinco direcciones que nacen del punto en el que estoy ahora. ¿Cuál sigo?
La voz sonó próxima; percibía el perfume caro que usaba. No en exceso, como Evian, sino el justo.
—El que os parezca menos acertado —dijo Claudia—. Hacia la casa.
El refunfuño se volvió más distante.
—Igual que nuestro compromiso, dirían muchos. ¡Claudia, sácame de aquí!
Ella hizo un mohín. Era peor de lo que lo recordaba.
El conde pisoteó y rompió algunos arbustos.
Claudia se puso de pie rápidamente, se sacudió el vestido y confió en que su cara no tuviera un tono tan pálido como el que ella creía. A su izquierda se sacudió un seto. Una espada lo atravesó y dibujó una abertura entre las hojas, por la que cruzó su grandullón guardaespaldas mudo, Fax, quien echó un rápido vistazo a su alrededor antes de mantener separadas las ramas.
A través de ellas surgió un joven delgado, con la boca torcida por la insatisfacción. Se la quedó mirando, contrariado:
—¡Mira cómo llevo la ropa, Claudia! Hecha una pena. Una pena.
—Así que os han expulsado —contestó ella sin perder los nervios.
—Me he marchado. —Él se encogió de hombros—. Me aburría. Mi madre te manda esto.
Era una carta, escrita en grueso papel blanco y sellada con la rosa blanca de la reina. Claudia la abrió y leyó:
Querida mía:
Ya os habréis enterado de la buena nueva: vuestra boda es inminente. Después de todos estos años esperando, ¡estoy segura de que vuestra emoción será tan intensa como la mía! Caspar ha insistido en ir a buscaros personalmente… qué romántico. Formaréis una pareja estupenda. De ahora en adelante, querida mía, debéis considerarme vuestra cariñosa madre.
Sia Regina
Claudia volvió a doblarla.
—¿Habéis insistido en venir?
—No. Me mandó ella. —Caspar dio una patada al astrolabio—. Casarse va a ser un tostón, Claudia. ¿No te parece?
Ella asintió sin decir una palabra.