Los ojos del pasadizo eran oscuros y miraban atentos. Eran muy numerosos.
—Salid —les dijo.
Y salieron. Eran niños. Vestían harapos y tenían la piel levantada por las úlceras. Sus venas eran tubos, su pelo de alambre. Sáfico alargó la mano y los tocó.
—Vosotros sois quienes nos salvarán —dijo.
Sáfico y los niños
Nadie habló.
Finn se apartó de la escalera de mano; sacó la espada y se dio cuenta de que Keiro ya blandía la suya, pero ¿qué podían hacer dos armas contra tantos enemigos?
Arko el Grande rompió la tensión.
—Nunca habría dicho que ibas a huir de nosotros, Finn.
La sonrisa de Keiro era fría como el acero.
—¿Quién dice que estamos huyendo?
—La espada que llevas en la mano.
Avanzó con pesadez hacia ellos, pero Jormanric lo detuvo plantándole el dorso del guante de malla contra el pecho. Entonces el Señor del Ala miró por detrás de Finn y Keiro.
—¿De verdad puede existir una herramienta que abra todos los cerrojos?
Tenía la voz pastosa, pero sus ojos parecían bien enfocados. Finn oyó cómo Gildas bajaba de la escalera.
—Eso creo. Me la envió Sáfico. —El anciano intentó abrirse paso, pero Finn lo agarró por el cinturón y se lo impidió. Enfadado, Gildas se zafó de su garra y señaló con un dedo huesudo—. Escúchame, Jormanric. Te he dado consejos excelentes durante muchos años. He sanado a tus heridos y he intentado proveer de cierto orden a este agujero infernal que has creado. Pero a cambio, voy y vengo cuando quiero, y mi etapa contigo ha terminado.
—Ah, claro —dijo el hombretón con fastidio—. Cuánta razón tienes.
Los Comitatus intercambiaron sonrisitas. Se les acercaron. Finn miró a los ojos a Keiro; juntos, cerraron filas alrededor de Gildas.
El Sabio cruzó los brazos. Su voz sonó cargada de desprecio:
—¿Acaso crees que te tengo miedo?
—Pues sí, abuelo. Debajo de toda esa fachada, me tienes miedo. Y con motivos. —Jormanric se paseó el ket por la lengua—. Has presenciado demasiadas veces cómo cortaba manos y arrancaba lenguas, cómo partía la crisma a más de un hombre con el hacha, para saber muy bien qué voy a hacer contigo. —Se encogió de hombros—. Y tu voz ha empezado a irritarme. Estoy harto de que me des lecciones y consejos cuando no te los pido. Así que esto es lo que te propongo: piérdete antes de que te corte la lengua con mis propias manos. Sube esa escalera y únete a los Cívicos. No te echaremos de menos.
No era cierto, pensó Finn. La mitad de los Comitatus le debían la vida o los miembros a Gildas. Los había remendado y había cosido sus heridas después de innumerables peleas, y ellos lo sabían.
Gildas se rio con amargura.
—¿Y la Llave?
—Ah. —Jormanric achinó los ojos—. La Llave mágica y el Visionario. No puedo dejar que se marchen. Y nadie huye jamás del ejército de Comitatus. —Fijó la mirada en Keiro—. Finn nos será útil, pero tú, desertor, la única forma de Escapar que te queda es la Puerta de la Muerte.
Keiro no parpadeó. Se mantuvo erguido, con el apuesto rostro enrojecido por la rabia controlada, aunque Finn percibió un débil temblor en la mano con la que blandía la espada.
—¿Es un reto? —espetó—. Porque si no lo es, te lo propongo yo ahora mismo. —Miró a su alrededor, a todos ellos—. Todo este despliegue no es por una baratija de cristal, ni por el Sapient. Es algo entre tú y yo, Señor del Ala, y hace mucho tiempo que se estaba fraguando. He visto cómo traicionabas a todo aquel que te amenazaba, lo mandabas a una emboscada, o lo envenenabas, o sobornabas a su hermano de sangre; he visto cómo convertías a tu ejército en una panda de colgados del ket sin una sola neurona en el cerebro. Pero a mí no. Te llamo cobarde a la cara, Jormanric. Eres un gordo y un cobarde, un asesino, un mentiroso. Estás gastado, acabado. ¡Viejo!
Silencio.
En el pozo oscuro, las palabras reverberaron como si la Cárcel las susurrara para burlarse una y otra vez. Finn agarraba la espada con tanta fuerza que las cuerdas que rodeaban la empuñadura se le clavaron en la palma; le martilleaba el corazón. Keiro estaba loco. Keiro los había metido en la boca del lobo. Arko el Grande sacó pecho; las chicas, Lis y Ramill, observaban muy ansiosas.
Detrás de ellos vio al perro esclavo, que se arrastraba, retenido por la cadena.
Todo el mundo miró a Jormanric.
Éste se movió al instante. Sacó un grueso cuchillo mugriento y la espada que llevaba guardada en la espalda, y se abalanzó contra Keiro antes de que alguien tuviera tiempo de gritar.
Finn se apartó; la espada de Keiro se elevó reluciente de forma instintiva y las hojas entrechocaron.
Jormanric tenía la cara encarnada de rabia, con la sangre bombeando por las gruesas venas de su cuello. Escupió a Keiro en plena cara:
—Estás muerto, chaval.
Y entonces atacó.
Los Comitatus bramaron de emoción; chillaron y se arremolinaron en un ruedo apretado, blandieron las armas, patearon al unísono. Les encantaba ver derramamientos de sangre, y la mayor parte de ellos habían sufrido el azote de la arrogancia de Keiro; ahora verían cómo pagaba por sus fanfarronerías. Finn fue apartado con brusquedad, nadie le prestaba atención; intentó abrirse hueco, pero Gildas le ordenó que se mantuviera al margen:
—¡Apártate!
—¡Lo van a matar!
—Si lo matan, no perdemos nada.
Keiro luchaba para defender su vida. Era joven y atlético, pero Jormanric pesaba el doble que él, estaba curtido en la batalla, y poseído por unas ansias de pelear que pocas veces lo dominaban. Le hizo un tajo en la cara a Keiro, otro en los brazos, y luego dio unas rápidas estocadas con el cuchillo. Keiro se tambaleó hacia atrás, chocó con uno de los Comitatus, que volvió a arrojarlo sin piedad al ring; desequilibrado, se dejó caer hacia delante, y Jormanric le atestó otra puñalada.
—¡No! —gritó Finn.
El filo le hizo un corte en el pecho; Keiro inclinó la cabeza hacia un lado con un gemido. Un chorro de sangre salpicó a la multitud.
Finn tenía la daga en la mano, dispuesto a atacar, pero su acción no serviría de nada; los contrincantes se hallaban demasiado lejos de él, y Keiro estaba tan concentrado en la pelea que no podía mirar hacia los lados. Una mano agarró a Finn por el brazo; al oído, Gildas le murmuró:
—Retrocede hasta la escalera del pozo. No nos verá nadie.
Finn estaba demasiado afectado para responder. En lugar de eso, se sacudió la mano e intentó penetrar en el centro del ring, pero un brazo corpulento lo rodeó por la garganta:
—Nada de trampas, hermano.
A Arko le apestaba el aliento a ket.
Desesperado, Finn observó la pelea. Era imposible que Keiro sobreviviera a aquello. Las cuchilladas ya le habían alcanzado en la pierna y en la muñeca; eran heridas superficiales, pero que sangraban mucho. Jormanric tenía los ojos vidriosos y los dientes cubiertos de ket, apretados, amenazantes. Su ataque era una avalancha de violencia; peleaba sin miedo ni conciencia de sí mismo, y los filos soltaban chispas al entrechocar.
Sin aliento, Keiro dirigió una rápida mirada hacia un lado, aterrado; Finn dio patadas y manotazos para llegar hasta él. Jormanric rugió, un gruñido salvaje que provocó los vítores de todos sus hombres, que lo animaron; dio un paso hacia delante y blandió la espada formando un arco de acero volador.
Y se tambaleó.
Por un instante, apenas un segundo, perdió el equilibrio. Entonces se derrumbó, fue una caída estrepitosa e inexplicable, con los pies doblados detrás de él, enmarañados en una cadena que se había deslizado entre los pies de la multitud. Estaba atrapado por el lazo improvisado de un par de manos mugrientas cubiertas de harapos.
Keiro se abalanzó sobre él. Le asestó un puñetazo que hizo crujir los huesos de la espalda del Señor del Ala, cubierta por la cota de malla. Jormanric gruñó por la furia y el dolor.
Los gritos de los Comitatus cesaron abruptamente.
Arko soltó a Finn.
Keiro estaba blanco por la extenuación, pero no se detuvo. Cuando Jormanric se retorció, Keiro golpeó con la espada el brazo izquierdo del Señor del Ala; lo atravesó, un ruido ominoso. El filo llegó a tocar el suelo. Jormanric logró incorporarse hasta quedar de rodillas, con la cabeza gacha, gruñendo por el brazo destrozado, que le colgaba medio muerto.
Por el rabillo del ojo, Finn vio una conmoción entre la multitud; estaban apartando a patadas al perro esclavo. Se escabulló para acercarse a él mientras lo pateaban y maldecían, pero cuando llegó hasta el esclavo, vio que uno de los Comitatus que lo atormentaban caía al suelo, abatido por un golpe del bastón de Gildas.
—Yo me encargo de esto —rugió el Sapient—. ¡Detenlos antes de que muera alguno de los dos!
Finn retrocedió, a tiempo de ver cómo Keiro le daba una patada a Jormanric en plena cara.
El Señor del Ala seguía aferrado a su espada, pero otro golpe cruel en la cabeza lo dejó tumbado; se desplomó con los brazos y piernas extendidos, un torrente de sangre le manaba de la nariz y la boca.
La multitud se quedó muda.
Keiro inclinó la cabeza hacia atrás y gritó triunfante.
Finn se lo quedó mirando. Su hermano de sangre se había transformado. Tenía los ojos brillantes, el pelo oscuro por el sudor y pegado al cráneo, las manos manchadas de sangre. Parecía más alto, resplandecía con una energía elegante y concentrada que apartó de un plumazo toda la fatiga; levantó la cabeza y fue paseando la mirada por todos ellos, una mirada cruda y ciega, irreconocible, que no veía nada pero desafiaba a todos.
Entonces, a conciencia, se dio la vuelta, colocó la punta de la espada sobre la vena de la garganta de Jormanric y empujó.
—Keiro —la voz de Finn fue rotunda—. No.
Los ojos de Keiro se posaron en él. Por un momento, parecía que tuviera que esforzarse por reconocer quién le había hablado. Después dijo con voz ronca:
—Está acabado. Ahora yo soy el Señor del Ala.
—No lo mates. Tú no quieres este penoso reino de pacotilla. —Finn le aguantó la mirada sin parpadear—. Nunca lo has querido. El Exterior, eso es lo que quieres. Ningún otro sitio es lo bastante grande para nosotros.
En el fondo del pozo, a modo de respuesta, sopló una cálida brisa.
Keiro se quedó mirando un momento a Finn, y después miró a Jormanric.
—¿Que renuncie a esto?
—A cambio de más. A cambio de todo.
—Es mucho pedir, hermano. —Bajó la mirada, levantó la hoja de la espada lentamente. El Señor del Ala tomó aliento, profunda pero angustiosamente. Y entonces, con un giro despiadado, Keiro clavó la espada hasta el fondo en la palma abierta de Jormanric.
El Señor del Ala soltó un alarido y se sacudió. Clavado al suelo, se convulsionó con agonía y rabia, pero Keiro se arrodilló y empezó a arrancarle los anillos de vida de los dedos, esos anillos gruesos con forma de calavera.
—¡Déjalos! —chilló Gildas por detrás de ellos—. ¡La Cárcel!
Finn levantó la mirada. Las luces explotaron alrededor de él con un destello rojo. Mil Ojos abrieron los párpados. Las alarmas empezaron a sonar con un terrible alarido ululante.
Era un Encierro.
Los Comitatus se dispersaron a empujones, se fragmentaron en una muchedumbre presa del pánico, y cuando las ranuras del muro se abrieron y un cañón de luz resplandeció, todos empezaron a huir, pasando por alto la agonía de Jormanric, que seguía sangrando. Finn gritó para azuzar a Keiro.
—¡Venga! ¡Déjalo ya!
Keiro negó con la cabeza y se metió tres anillos en el jubón.
—¡Vamos! ¡Vamos!
Un gruñido por detrás.
—¿Crees que maté a la mujer, Finn?
Se dio la vuelta.
Jormanric se retorcía de dolor. Escupió las palabras como si fueran veneno.
—No es verdad. Pregúntale a tu hermano. A tu apestoso hermano el traicionero. Pregúntale por qué murió.
El fuego láser parpadeaba como una barra de acero entre ellos. Durante un segundo, Finn no pudo moverse; luego Keiro resurgió y tiró de él hacia abajo. Arrastrándose por el suelo mugriento, reptaron hacia el pozo. El pasillo era una chispeante red de energía; con eficacia, Incarceron iba restaurando el orden, cerraba herméticamente escotillas y puertas, emitía un siseo de gas amarillo y pestilente en los túneles engolfados.
—¿Dónde está?
—Allí.
Finn vio que Gildas rebuscaba entre los cuerpos; arrastraba al perro esclavo, cuyas cadenas zigzagueaban y lo hacían tropezar. Finn agarró la espada de Keiro, tiró de la criatura hacia él y arremetió contra la cadena herrumbrosa. La cuchilla afilada rompió los eslabones al instante. Finn levantó la mirada y vio unos ojos marrones, brillantes y enmarcados en las vendas harapientas que le cubrían la cara.
—¡Déjalo! ¡Está enfermo!
Keiro se abrió paso con los hombros, se estremeció ante una llamarada de fuego que perforó el techo, y saltó para agarrarse a la escalera. En cuestión de segundos se perdió por la oscuridad que se cernía en el pozo.
—Tiene razón —dijo Gildas fatigado—. Nos obligará a ir más lentos.
Finn vaciló. Entre los rugidos y las alarmas que ululaban y el acero que golpeteaba, miró hacia atrás y notó cómo los ojos del esclavo leproso lo observaban. Pero lo que vio fueron los ojos de la Maestra, su voz fue la que le habló dentro de su mente.
«Jamás volveré a atreverme a mostrar compasión por un desconocido».
Al momento se agachó, se cargó a la criatura a la espalda y empezó a subir.
Keiro ascendía el primero montando mucho alboroto, Gildas iba el último y farfullaba entre dientes sin dejar de resoplar. Mientras se daba impulso para subir los peldaños, Finn no tardó en quedarse sin resuello por culpa del peso que cargaba a la espalda; las zarpas vendadas de la criatura se agarraban con fuerza a él, y sus talones se le hundían en el estómago. Frenó un poco; después de treinta peldaños tuvo que parar, sin aliento, con los brazos pesados como el plomo. Se quedó colgando entre jadeos.
Al oído, una voz le susurró:
—Suéltame. Puedo subir yo.
Asombrado, dejó que la criatura bajara de su espalda, se encaramara a la escalera y se perdiera trepando en la oscuridad. Por debajo de él, Gildas le zarandeó el pie.
—¡Vamos! ¡Rápido!
El polvo se acumulaba en la parte alta del pozo, y luego estaba ese fantasmal siseo del gas. Se dio ánimos para continuar avanzando, cada vez más alto, hasta que notó los músculos de la corva y de los muslos demasiado débiles, hasta que los hombros le dolieron al estirarse para agarrar otro peldaño y tirar de su propio peso.
Y entonces, sin advertencia alguna, se vio en un espacio más amplio, casi se derrumbó en medio de la calzada, y Keiro tiró de él para levantarlo. Entre los dos sacaron a Gildas y, sin decir ni una palabra, miraron hacia abajo. Unas ráfagas de luz parpadeaban en las profundidades. Las alarmas rojas se encendieron; los chorros de gas hicieron toser a Finn. Con los ojos llorosos, vio una plancha metálica que se deslizaba sobre la boca del pozo, hasta sellarla con un sonido hueco.
Y después, el silencio.
No hablaron. Gildas tomó de la mano a la criatura y Finn se apartó a trompicones arrastrando a Keiro, porque el ascenso y la pelea empezaban a pasarle factura y Keiro se sintió exhausto de repente; sus cortes dejaron un reguero de sangre acusador en la pasarela metálica. Corrieron sin parar por el laberinto de túneles, pasaron por puertas con marcas de los Cívicos, aberturas con barras cruzadas, y se escurrieron por una reja con los barrotes demasiado grandes e inútiles. No podían bajar la guardia en ningún momento, porque si los Cívicos los descubrían, no les darían opción de defenderse. Finn se ponía a sudar cada vez que doblaban una esquina del pasadizo, cada vez que oían un lejano golpe metálico o un susurro transportado por el eco; aguzaba el oído cuando veían sombras o un Escarabajo que correteaba por una pequeña celda en círculos interminables.
Al cabo de una hora, cojeando por la fatiga, Gildas los condujo por un pasillo que se convirtió en una galería empinada e iluminada por filas de Ojos avizores, y en la cúspide, que se perdía en la oscuridad, se detuvo y se dejó caer contra una diminuta puerta cerrada con llave.
Finn ayudó a Keiro a sentarse y se derrumbó junto a él. La criatura perruna se hizo un ovillo en el suelo. Por un momento, el estrecho espacio se llenó con su fatigosa respiración. Después, Gildas se incorporó.
—La Llave —graznó—. Antes de que nos encuentren.
Finn la sacó. Había una única grieta en la puerta, hexagonal, ribeteada por partículas de cuarzo.
Metieron la Llave en la cerradura y la giraron.