¿Soy yo?
Me levanto solo y con hambre.
Hoy no hace calor.
La habitación de Dolors está en penumbra, brujas de insomnio en las paredes a punto de ser expulsadas por la claridad que se desliza bajo la puerta.
Poco a poco, como si estuviera llenando el depósito de gasolina, mi cerebro se sitúa. Mi reloj de arena no para de girar esperando a que bajen todos los archivos necesarios para iniciar el sistema.
Anoche tuvimos que tomar calmantes para dormir. Toda la adrenalina acumulada nos mantenía despiertos pero inservibles; estábamos agotados y necesitábamos descansar.
Tengo la misma ropa de los años cincuenta que tenía puesta ayer y, encima, apesto a sudor. Tendría que ducharme. Tomarme un café. Simular que tengo una rutina que conservar.
Intento vaciar la mente, formatearla. Tengo en la cabeza demonios que han estado gritándome en sueños y que ahora se burlan de mí con silbidos insufribles.
Que ocultan el silencio de casa.
Demasiado silencio, como cuando callan los pájaros y sabes que una bestia monstruosa ronda muy cerca.
Mi reflejo en un espejo lleno de adornos de colores y estrellas fluorescentes es el de un tío demacrado, un joven envejecido, un homeless reconvertido en earthless con bolsas bajo los ojos y los ojos bajo la tristeza. Tomo aliento y veo que tengo granos rosados en la piel.
¿Dónde está Irene?
Salgo del comedor y la luz solar me molesta como a un vampiro con resaca. Las persianas están subidas y alguien ha abierto unas ventanas por las que entra un aire fresco que ya no recordaba después de un verano abrasador.
Casu me saluda desde el sofá.
—Buenos días.
Dolors está a su lado con la cara ensangrentada, sin peinar, con las piernas cruzadas y las manos sobre la falda.
Todos me miran.
Abro la boca para prevenirlo de que Dolors es una de Ellos, pero me doy cuenta de que es inútil. Casu tampoco es Casu.
—¡Irene! —grito para avisarle.
—Siéntate, Víctor —dice Casu, que acompaña la invitación con un gesto de la mano.
—¿Cómo has entrado?
—No ha sido difícil trepar a la azotea… Siéntate, Víctor, por favor. Tenemos que hablar.
—No hay nada de lo que ahora mismo puedas decirme que me interese.
Sereno, se humedece los labios con la lengua y se ajusta las gafas sobre la nariz.
—Eso no es lo que me ha contado Dolors. Eso de ir por ahí cortando los dedos está muy mal.
—No tanto como hacerse pasar por otro.
Espero que no note cómo me tiembla la voz. Dudo, no sé si sentarme o continuar de pie. Aunque la opción a) les haría saber que no les temo (pero les temo, y mucho), escojo la b), la que me permitirá salir corriendo en caso necesario. Echo en falta la opción c), todas las anteriores son incorrectas.
—Nadie se está haciendo pasar por otro, Víctor. Somos nosotros, somos los mismos de siempre. Pero mejores.
—Sabes mentir, ¿verdad, Casu? Como cuando me contabas todo eso del bebé sideral, o cuando nos vendiste la idea del síndrome de Capgras. ¿Eras uno de Ellos entonces?
—No he mentido nunca y no lo hago ahora. Somos amigos, no veo por qué tendría que mentirte.
Me planto delante de la puerta del corredor que lleva hacia las habitaciones. Espero que Irene se levante para poder hacerles frente en igualdad numérica. Soy más alto que Casu e Irene tiene más dedos que Dolors. Eso debería jugar a nuestro favor. De momento, les sigo el juego.
—Eso lo decís todos, pero no paráis de mentir.
—Me ha dicho Dolors que habéis quemado unas fotografías delante de ella. —Señala la caja de zapatos—. ¿Por qué?
—No sois invencibles, sólo necesitamos poder reconoceros.
—¿Qué había en las fotografías?
Casu adopta un tono circunspecto.
El alma, aquello que nos hace humanos.
—Si os reconocemos, os podemos vencer.
—¿A quién? —Dolors habla primero—. Te estás muriendo, Víctor, no entiendo por qué te preocupas en luchar.
Dudo, y Casu parece celebrarlo.
—No quieres aceptarlo, ¿verdad? Lo sospechas pero no quieres aceptarlo.
—¡Estáis mintiendo!
—Te mueres —asegura Dolors—. Por eso no puedes ser uno de nosotros. Eres un error, Víctor.
Irene asoma la cabeza por la puerta de la habitación de los padres de Dolors. Le indico que no se mueva, ellos no pueden verla. Me hace caso.
—Hay algo dentro de ti que te está matando —continúa Casu—. No sé qué puede ser porque no soy médico. Seguramente es cáncer. Y debe de estar muy avanzado. Tiene bastante lógica, ¿no crees? Dolors me dijo que tu madre había muerto de cáncer.
—Se te da muy bien eso de la manipulación psicológica, ¿verdad? —respondo a la defensiva—. Buscas un punto débil para hundirme.
—No es tan complicado, Víctor —continúa—. Las migrañas que has tenido últimamente, el abatimiento, los mareos…
—Es estrés —afirmo.
Hasta ayer era la explicación más razonable del mundo. Ahora me parece un intento de autoengañarme.
—Todo sería más fácil si estuvieras con nosotros —dice Dolors—. No sentirías dolor, ni huirías. No tendrías miedo. Pero tú mismo me contaste que el proceso no había funcionado. Que tu cuerpo rechazó la evolución, al igual que los cuerpos que estaban en la morgue. Ésos eran enfermos terminales.
Irene está detrás de mí, observándome. Trago saliva y descubro que tengo la garganta seca.
—No me muero.
Intento combatirlos.
—Eres joven —dice Casu—. Tus células se regeneran rápidamente. Las malignas también. No te queda mucho tiempo de vida. Tal vez una semana, tal vez un mes. Vete a saber.
—Queréis que me rinda, que baje la guardia. Queréis que me duerma para duplicarme.
Casu se levanta bajo la mirada estéril de Dolors.
—No lo entiendes. No hay ninguna posibilidad de que seas como yo. Y eso te convierte en una amenaza —entrecruza los dedos como si fuera un predicador psicoanalista—. Entenderás que tampoco puedo esperar hasta que mueras.
Irene me coge de la mano. Un salvavidas en pleno naufragio.
—¿Quieres matarme? —le pregunto a Casu con una rápida mirada.
—¡Oh, no! —Manos en posición de atracador pillado por la policía—. No, no, no. No podría, soy psicólogo, no asesino.
Irene me arrastra hacia el pasillo. Me resisto, como si tuviera raíces en el comedor.
—No tenéis adónde huir —tercia Dolors—. No tenéis a quién recurrir. Los errores seréis eliminados.
El tirón de Irene me saca de ese estado casi hipnótico en el que había caído. A continuación, cierra la puerta del comedor y me envuelve la cara con las manos como si fuera una bola de cristal. Allí lee el futuro con voz expeditiva:
—Sígueme.
Antes de que pueda darme cuenta ha atrancado la puerta con una silla que había traído de la cocina. Echa a correr por una de las escaleras que llevan al garaje. Los golpes que suenan al otro lado (siempre al otro lado, como en Alicia en el país de los ultracuerpos) me azuzan.
El garaje está medio a oscuras. Bajo las escaleras de dos en dos y veo una caja de herramientas sobre una repisa. Trato de abrirla pero siento que los dedos me tiemblan, parece que se enreden entre sí.
—¿Qué haces? —pregunta Irene, que manipula la cerradura de la puerta de vehículos.
—Busco una llave inglesa o algo parecido. —No puedo hablar y abrir la caja al mismo tiempo. No puedo ni pensar ni respirar al mismo tiempo. Me veo con la obligación de explicarme—. Un arma.
—La llave está arriba, la colgaste ahí el otro día. Olvídalo y ven a ayudarme.
Obedezco. Tiene un manojo de llaves que va probando una a una. Mi colaboración se limita a patear el suelo, hiperventilar y lanzar miradas furtivas a la puerta que da al pasillo. Por suerte, no han intentado gritar. No podría soportar aquel grito otra vez.
La puerta hace clic, ábrete sésamo, y el mundo renace delante de nosotros. Salimos a la calle y la frase «No tenemos ningún plan B» me estalla en el cerebro.
—¿Qué hacemos?
Estamos en un cruce. La calle que sube llega hasta lo alto del Carmel. La que baja se pierde en el barrio. Fastenrath queda descartada porque no tengo ni idea de hacia dónde nos lleva, y lo más peligroso es que, según parece, las obras nos cierran todas las salidas. Irene no se lo piensa dos veces y baja por Santa Albina a paso rápido. Cierro la puerta del garaje y compruebo que Casu y Dolors no salen ni ven por dónde nos largamos. Alcanzo a Irene al cabo de unos metros y le digo:
—Disimula, no te alteres. Sé uno más.
Entonces, y sólo entonces, soy consciente de que no estamos solos. Hay unos adolescentes que vienen caminando hacia nosotros sin hablar entre sí, sin hacer jaleo, sin llamar a los timbres para salir corriendo. Un barrendero magrebí está sentado en un portal fumando un cigarro que está a punto de convertirse en la colilla que pronto tendrá que recoger. Un chino contempla embobado una pared desconchada.
No hay rastro de las señales de batalla campal que había cuando llegamos. Nada de contenedores incendiados ni furgonetas volcadas. No hay patrullas de motoristas fantasma. El C3 sobre el cual había caído alguien tiene el techo abollado y lleno de aserrín que, con la sangre, forma grumos.
Un camión pasa por nuestro lado haciendo rechinar las llantas contra las aceras. El olor a eucalipto vuelve como una pesadilla que se repite. De la caja del camión, sin taparlos ni esconderlos, salen un montón de gengiskhanensis.
Salimos por Sant Dalmir y volteamos por Santa Rosalia. Esperamos haberlos despistado.
Nadie parece sospechar de nosotros. Nos ignoran, como se ignoran entre ellos. No tienen motivos para desconfiar. Para ellos, para los demás, todo es muy rutinario; no ha cambiado nada. No se sienten en peligro y, por lo tanto, no tienen que estar expectantes.
Llegamos a un pequeño parque en varios niveles que parece un mirador. Hay agujas de pino por el suelo, adelfas y arbustos de toxicómano. También hay una pequeña plantación de gengiskhanensis. Desde aquí vemos la sierra de Collserola, con el Tibidabo, el hospital y el pabellón deportivo.
No hay detonaciones. Ni fuego ni columnas de humo, no hay señales de resistencia humana. Sólo el ruido constante y amortiguado de los coches que circulan por la Ronda, el silencio de la derrota.
Una furgoneta de la policía pasa delante de nosotros y se detiene. Miro al conductor y el abismo me devuelve la mirada. Me escruta. Saca coraje y dale la espalda, Víctor. Haz como si no existiera, como si no pasara nada.
Vuelvo a avizorar la sierra y por el rabillo del ojo veo que Irene se da vuelta.
—No lo hagas —murmuro—. No los mires.
Ella obedece sin chistar. Al cabo de un rato oigo que la furgoneta de los mossos emprende de nuevo la marcha.
La cruz azul que se extiende sobre el nombre del hospital de Vall d’Hebron.
El hospital en el que han estado recluyendo a la lista de enfermos y embarazadas bajo la excusa de cuarentena. Humanos que no pueden ser duplicados.
Personas sentenciadas al exterminio.
Como yo.
—¿Hay alguna posibilidad de saber si lo que me ha dicho Casu es cierto?
Irene niega con la cabeza.
—Si tienes un tumor tenemos que hacerte una TAC para localizarlo.
—No creo que haya mentido. —Me toco la cabeza con el índice—. Es casi como si pudiera sentirlo aquí.
—Yo no sabría cómo hacerte las pruebas, pero seguro que alguien sabrá.
—Quieren quemar los hospitales —le digo.
—¿Por qué?
—Supongo que las réplicas pueden sanar heridas, infecciones, virus… incluso algunos tumores y parálisis, según lo que he visto en la tele. Pero no toleran las enfermedades terminales. Son cuerpos destinados a morir a los que no pueden clonar. Son enemigos. Si queda algún tipo de resistencia, debe estar ahí adentro.
Delante de nosotros, una hondonada de unos seiscientos metros de terreno descampado y aparcamiento nos separa del complejo sanitario. Bajo las escaleras e Irene me sigue.
Llegamos a una piscina donde flota un cadáver ahogado. El operario de limpieza trata de pescarlo por las rodillas con un arpón. Cuando pasamos por su lado, deja a un lado su tarea y nos examina de pies a cabeza. Me sudan las manos. Parece como si de un momento a otro nos fuera a pedir ayuda. Pero no hace nada, se queda mirándonos y nos ve pasar.
Estamos sorteando un frondoso cañaveral cuando retruena un disparo que deja una estela de eco. Cojo a Irene y nos escondemos entre los zarzales, botellas de Coca-Cola y condones usados en el suelo.
—¿Nos disparan? —pregunta ella.
—No lo sé.
—¿Quién nos dispara?
—No lo sé Irene, no sé dónde ha sido.
Avanzamos entre la vegetación desgarrándonos las manos al intentar abrirnos paso, hasta que salimos a un campo de fútbol sala. Está rodeado por una cerca alta, y la puerta de entrada tiene una cadena puesta. Busco la típica obertura que alguien ha hecho para que los niños se cuelen para jugar. Pero no hay ninguna. Media vuelta, volvemos al cañaveral y retomamos el camino donde lo habíamos dejado.
Tengo hambre, me encuentro muy mal y no puedo sacarme de la cabeza la sensación de que de un momento a otro caeré al suelo fulminado.
Puede que sea lo mejor.
Los brazos se me van llenando de arañazos y estoy a punto de romper a llorar.
Estamos otra vez en la carretera principal (a pesar de que no hay coches) y reemprendemos la marcha hacia un aparcamiento libre que se encuentra a unos cincuenta metros delante de nosotros. A la piscina se ha sumado el cadáver del operario, que ha caído bajo el tiro certero del francotirador y se desangra como una lámpara de lava.
El segundo tiro viene a confirmar que somos su objetivo. Paradójicamente, debería alegrarme de que me dispararan. Significa que todavía hay alguien que lucha contra ellos. Por desgracia, ese alguien se está equivocando por completo. Corremos agachados, como los reporteros de guerra en territorio comanche, mientras el tercero, el cuarto y el quinto disparos rifan números para el premio gordo.
Nos acurrucamos al lado de un Land Rover rojizo y sucio y cruzamos los dedos esperando haber escogido el lado opuesto al del francotirador. Bang. Un rebote en el hormigón del otro lado del coche nos confirma que no estamos en la línea de tiro.
—¿Estás bien?
—Sí, quedémonos aquí un rato.
—Me parece una idea cojonuda.
Aprovecho para respirar. Diría que no lo he hecho durante la última media hora. A medida que los pulmones van recibiendo el aire, mi cuerpo entra en un estado de temblor incontenible, una especie de Parkinson de cuarenta y cinco revoluciones. Temo desplomarme en cualquier momento. Irene parece mucho más relajada que yo y eso me tranquiliza.
Las sirenas de las furgonetas de los mossos truenan como alarmas antiaéreas anunciando un bombardeo. Asomo la cabeza por el parachoques y puedo ver al menos cuatro vehículos de policía dirigiéndose a toda leche vete a saber tú adónde. Al cabo de un rato oigo un par de tiros más, muy seguidos, que probablemente irán dirigidos a los polis. Me duele: quien dispara es uno de los nuestros y ahora van a cazarlo. Pero esperar a que lo pillen es la única manera de que podamos llegar al hospital. Me gustaría tenerlo de mi lado, pero nos quiere matar y los que deberán salvarnos son los otros.
Qué mierda de Apocalipsis.
—¿Ves algo? —pregunta Irene.
—Fomare.
—¿Qué?
—Es como estamos: fomare. —Me paso los dedos por el cabello, peinándolo hacia atrás—. Follados y machacados sin remedio. Es de Salvar al soldado Ryan, de antes de que los nazis lleguen al pueblo en el que se esconden los americanos. Fomare.
Irene tuerce el gesto y señala el Palacio de Deportes que queda a unos doscientos metros a campo a través.
—¿Te ves con ánimos de marcarte un sprint hasta allá?
—Sólo con la condición de que no nos disparen y no nos detenga la policía —digo, y finjo sonreír.
No sé cuánto tiempo nos quedamos aquí, atrincherados detrás del coche abollado. Oigo pasos cada dos por tres, pero en todo el tiempo que permanecemos tumbados no viene nadie a llevárselo.
Otro tiroteo, esta vez con ráfagas cortas, deja paso al silencio y a la certeza de que lo han encontrado. Como ante el pisoletazo de salida de una carrera, nos levantamos y corremos hacia la carretera y, desde allá, hacia unas escaleras que suben a otra plataforma donde podemos encontrar refugio. Somos como Super Mario Bros enfrentándonos al gorila.
Caminamos agachados entre los árboles que hay a un lado de la pista de tenis y de un campo de fútbol y llegamos al muro posterior del pabellón. Allí volvemos a hacer un alto para recuperarnos. Desde aquí se pueden ver los coches de la policía a un lado de la Ronda. Al otro lado, la fachada principal del hospital, un bloque rectangular como una pieza de Tetris a la espera de completar una línea.
—Caminaremos hasta el puente que atraviesa la Ronda como si no pasara nada, como si fuéramos uno de ellos. Una vez allá… ¿hay alguna manera de entrar sin que nos vean? —pregunto.
—No lo sé. Tanto el vestíbulo como los accesos siempre están llenos de gente.
Hago rechinar los dientes.
—Tendremos que cruzar por delante de la cafetería y subir por las escaleras automáticas. Allá estaremos atrapados. No me gusta. Tienes que saber de algún lugar que no esté vigilado y por donde podamos colarnos. Tú trabajas aquí.
—Entre el edificio principal y el de maternidad hay puertas para la carga y descarga. Están al nivel de la calle, pero muchas acostumbran a tener ventanas rotas por donde se puede entrar.
Asiento con la cabeza, pero realmente no sé qué es lo que estoy haciendo. Queremos entrar en un hospital que los gengiskhanensis quieren incendiar para poder comprobar que me estoy muriendo. Es como si, de forma inconsciente, estuviera intentando que me mataran. Lo que deberíamos hacer es buscar a alguien que nos ayude, alguien más preparado para combatirlos que dos mindundis como nosotros. Alguien a quien contarle todo lo que hemos aprendido.
Y no se me ocurre otra cosa que emprender la marcha de nuevo, caminando con tranquilidad como si paseásemos indolentes. Un autobús lleno hasta la bandera se detiene delante de nosotros con todos los pasajeros mirándonos. Se me hiela la sangre. Irene sigue caminando de forma mecánica. Antes de llegar al puente que cruza la Ronda, gira a la derecha.
—¿Adónde vas? —le pregunto sin mirarla.
—Por este lado llegaremos antes al edificio de maternidad.
Seguimos un buen rato hasta llegar al siguiente puente. Me fijo en el edificio blanco y cilíndrico que se alza a pocos metros, al igual que un colmillo solitario en la falda de la montaña.
—Creo que estamos yendo muy de cara —advierto—. Podríamos tratar de entrar por detrás, por los callejones.
—No.
Mientras cruzamos el puente diviso una ambulancia de la que un policía y un paramédico descargan a una mujer embarazada. Ella se resiste, convulsiona y patalea. Al instante llegan algunos médicos para ayudar a sujetarla.
Mala espina.
La agarran entre unos cuantos y se la llevan adentro.
—Dejémoslo. Paremos y busquemos ayuda. Es demasiado peligroso.
Pero Irene no hace caso y avanza hacia la boca del lobo.
—La entrada es por allí.
Señala un patio enrejado con barracones, debajo de un edificio.
—Está lleno de policía, Irene. Vámonos.
Cuando ya casi hemos pasado el puente, cuando uno de los enfermeros sentados en la cabina de la ambulancia nos ve, Irene echa a correr.
Como corrió antes, cuando huíamos de los disparos del francotirador.
Como no había podido correr hasta hoy por la herida que se había hecho en el pie y que la hacía cojear.
Como no había corrido hasta hoy, cuando se despertó en una habitación en la que no se había acostado y me guió hasta el hospital.
Me quedo plantado en la acera, maldiciéndome.
Por bajar la guardia.
Por confiar en la chica que ahora chilla con un grito sobrenatural y me apunta con el dedo, advirtiéndoles de que estoy aquí.
El error que se debe corregir.