29

Irene usa su cinturón para atar las muñecas de Dolors. Yo le clavo una rodilla en la espalda para evitar que se mueva y le tapo la boca con la mano. No trata de gritar: muerde para liberarse. Con una mirada, Irene me pide el cinturón. Me lo quito como puedo, desequilibrado por las sacudidas de Dolors, que ahora dispara las piernas en todas direcciones, golpea las paredes y se revuelve. Con la profesionalidad de quien ha lidiado con pacientes histéricos, Irene enrosca el cinturón con una sola mano, como si fuera una cinta de gimnasia rítmica. Con el brazo libre le une los muslos a los tobillos (se lleva una coz en la cara) y los anuda.

—Ve a buscar algo para atarla —dice con la respiración entrecortada—. Y controla que no haya nadie más por aquí.

Al levantarme me flaquean las piernas. En cuanto siente la boca libre, Dolors arranca a pedir auxilio. Irene le clava un sopapo en la mandíbula que la silencia. Apoya todo su peso sobre la cabeza de Dolors y la aplasta contra el gres. Dolors me busca con la mirada, desesperada. Dudo de que sea uno de Ellos. Quizás ha resistido aquí sin contagiarse. Quizá no han conseguido replicarla. Ahora debe de creer que los clones somos nosotros, los que le hemos tendido una trampa.

—Irene…

—Víctor, joder, asegura la casa.

Los rizos le caen por la cara y se le pegan a los labios.

Subo las escaleras hasta el primer piso y me planto delante de la puerta. La luz está encendida, pero esto no hace que la situación sea menos inquietante. Espero que no haya nadie. Dolors me dijo que estaba sola, que sus padres habían salido. Pero podría estar mintiendo. No se oye ningún ruido. Entro y encuentro un comedor bastante clásico: muebles de roble y cortinas de un terciopelo verdoso. La lámpara es de las de araña, y pinta de mosaico unas paredes tapizadas de color crema; una mesa de madera maciza en el centro, un par de cuadros de Goya (los típicos niños que pasan hambre) y un sofá rústico con más ángulos que cojines. El televisor, pantalla plana considerablemente grande, está apagado. Una puerta se abre al pasillo, que se distribuye en dos habitaciones y, por lo que logro vislumbrar, el baño, la cocina y las escaleras que bajan al garaje.

El dormitorio de matrimonio, crucifijo enorme y teléfono auxiliar de color rojo, tiene la cama hecha y los armarios cerrados. Compruebo que no haya gengiskhanensis en el interior.

Entro en la habitación de Dolors. El fluorescente tarda un rato en encenderse, y cuando lo hace parpadea indeciso. Hay estanterías llenas a rebosar de libros y CD. Me sorprende encontrar vinilos, porque creía que pertenecía a la era del mp3. Me doy cuenta de que pienso en ella en pasado. Hago lo mismo con Diego, y con Ricard, y con papá. Quieto, delante de una cama con sábanas de nubes, me siento más solo que nunca. En la pared hay un mural. Cuando me acerco para examinarlo atentamente, oigo un grito de Irene. Aguzo el oído un rato, pero no pasa nada. Se me eriza el vello de la nuca. Es como en esa escena de El sexto sentido en la que Halley Joel Osment se levanta a mear a medianoche y pasa un espectro detrás de él. Pero cuando me vuelvo no hay nadie. Sigo observando el mural: está hecho a copia de DNI (originales y fotocopiados, nuevos color rosa pálido, antiguos anaranjados, o franquistas, viejos y azulados), permisos de conducir, tarjetas de supermercado y fotografías tamaño carné. Deduzco que la mayoría proceden de su trabajo en la aseguradora: el cliente que se lo olvida en el mostrador, la mujer a la que se le cae del monedero. Algunos se los habrá encontrado por la calle, o quizá se los habrá robado a alguien en un bar, vete tú a saber. Toda una colección de identidades reunidas en este escondrijo. Pero lo que me llama la atención es la disposición: de cerca me cuesta recomponerla, pero si me alejo un poco vuelvo a ver que no que la ha dejado al azar: como en el Lincoln de Dalí, los detalles forman un todo distinto, los individuos se convierten en un gran Smiley watchmeniano que sonríe solitario.

La cocina tiene un jamón a medio cortar y el fregadero está libre de platos sucios que indiquen que alguien haya estado viviendo ahí.

Por suerte, la bañera está a simple vista (con manchas de óxido y patitos de goma antideslizantes), sin cortina que pueda provocarme un infarto al descorrerla pensando que habrá alguien escondido.

Bajo al garaje por las escaleras y enciendo la luz. Aunque no hay ningún coche aparcado, lo que sí hay es un fortísimo olor a gasoil acumulado que ha ido evaporándose con el calor de las últimas semanas. Rebusco entre las cajas de herramientas y cojo una llave inglesa y un rollo de cinta americana. Que es, al fin y al cabo, lo que usan en las películas para amordazar a alguien de forma eficaz.

Cuando vuelvo, Irene tiene a Dolors apresada entre las piernas cual luchadora grecorromana.

—Ayúdame a subirla.

Los ojos de Dolors me imploran clemencia.

—Hola. ¿Hola? —saluda Irene, teatral—. Me oyes, ¿no?

Como Dolors sólo me mira a mí para que la libere, Irene chasquea los dedos ante sus ojos, reclamándole atención.

—Irene… —susurro.

—Dolors —continúa—. ¿Te llaman Dolors? ¿Alguien te llama Lola?

—Irene, por favor.

Dolors está atada de pies y manos con los cinturones, anclada a una silla del comedor con la cinta americana que he encontrado en el garaje. Parece una momia que alguien haya enviado por correo postal. Irene también le ha puesto un trozo de cinta en la boca para que no siga gritando.

—Esto es muy sencillo. Te haré unas preguntas y tú me las tienes que responder.

—Tendríamos que hablar, Irene.

No sólo me ignora, sino que, además, me muestra un cuchillo de sierra, de los de cortar el pan, que ha encontrado en la cocina y ha dejado en la mesa, al lado de un encendedor y unos alicates.

—Las condiciones son las siguientes: si te quito el celo de la boca y gritas, te corto un dedo. Uno cada vez que intentes avisar a alguien. Si no haces caso, te quemo la yema del brazo con esto. —Señala el encendedor—. Si decides no responder a las preguntas, te arranco un diente. —No le hace falta señalar nada—. No me da asco: soy médico. Lo he hecho otras veces con gente de verdad, no con una verdura como tú.

Dolors parece desesperada. No parece un ultracuerpo. No parece carecer de emociones. Parece asustada de unos monstruos que somos nosotros.

—Irene, ven.

La aparto hacia el baño, adonde viene con desgana.

—Víctor, no intervengas, déjamelo a mí.

—Puede que nos estemos equivocando…

—No. Ya has visto el barrio. Es imposible que haya sobrevivido. Ella ya no es la Dolors que conoces.

—No lo sabemos.

—Lo sabemos, pero no quieres reconocerlo. Entiendo que estés asustado. Yo también lo estoy. Todo esto que ha pasado —trata de encontrar la manera menos brusca de decirlo—… con tu padre… te ha afectado mucho. Es normal. Pero tenemos que hacernos a la idea. Todo aquello en lo que creíamos se ha hundido.

—A mí no pudieron replicarme. Tú lo has visto, tú has visto esa cosa muerta.

—Sí. Como los que había en la sala de autopsias. Y no lo entiendo. Por eso he venido hasta aquí. Por eso me he arriesgado a subir hasta aquí arriba. A buscar respuestas.

—Yo quería ayudarla.

—Ya no puedes, Víctor. Es demasiado tarde. Es hora de que nos ayudemos a nosotros mismos. Cuando te propuse que capturásemos a un niño pensaste que actuaba como una loca. De acuerdo. Sabía que no me harías caso. —Blande un cuchillo cual director de orquesta con su batuta—. Entonces me di cuenta de que, ya que estabas tan decidido a venir a buscar a esta amiguita tuya, podríamos aprovecharlo. Ella nos dará respuestas.

—No le hagas daño.

—Ella ya no es ella, Víctor.

No puede estar segura. No puede saberlo. Irene está ofuscada y actúa por arrebatos. Regresa al comedor.

—Pregunta número uno: ¿quién eres?

De un tirón le arranca la cinta de la boca.

—Vic, Vic, Vic, ayúdame.

Irene le cruza la cara. Intento pararla pero levanta el cuchillo y el dedo índice: alto.

—Respuesta equivocada.

—Yo no te he hecho nada, tía.

—De momento las preguntas son fáciles. Las difíciles vendrán más tarde. No gastes tus comodines demasiado pronto.

—¿Por qué me hace esto? —lloriquea.

Pero no llora. Ni le caen lágrimas. Por milésimas de segundo, creo detectar un componente de actuación. Claro que, en su situación, yo no sé cómo reaccionaría. Está confundida y sobrecogida.

—¿Quién eres?

—¡Víctor! —grita Dolors.

Irene se agacha detrás de Dolors y coge una mano. Le separa el anular y, a pesar de que suelto un «no» impuntual, lo secciona en un ¡crac! sangriento. Me dice con voz tranquila:

—Trae un trapo para parar la hemorragia.

La que parece uno de Ellos es Irene, y no Dolors, que se retuerce en la silla y la insulta hasta que Irene le tapa la boca con su propio dedo.

Corro hacia la cocina y abro cajones y armarios. Cojo un trapo de estampado cuadriculado y, cuando estoy a punto de salir, veo algo familiar. El cubo de la basura tiene siete u ocho cajas de medicamentos (Gelocatil, Flumil, Aerored y Primperan), como en la casa de Laszlo Brau. Me mareo. No respiro bien. Me falta el aire. Arqueo la espalda y se me tensa todo el cuerpo. Vomito sobre el mármol. Bilis, porque hace horas que no como. Y me queda un sabor amargo en el paladar. Abro el grifo y me lleno la boca de agua. Hago gárgaras y las escupo en el fregadero. De vuelta en el comedor, le paso el trapo a Irene y decido no decir nada. Dolors me examina con el dedo cortado cruzado entre los labios.

—Al menos ahora sabemos que no se regeneran como lagartijas —deduce Irene mientras le pone la tela a modo de compresa—. Y que no tienen la sangre verde ni fibras vegetales.

—También podría ser que fuera humano —argumento.

Dolors escupe el dedo a mis pies. Rueda como una goma de borrar sobre un pupitre escolar.

—Vic, me conoces. Dile que pare. Que no siga, por favor.

Dejo de mirarla a los ojos, avergonzado.

—No le hagas caso —me recomienda Irene.

—Vic. Soy Dolors. La misma Dolors de la parada del noventa y dos.

Irene se detiene en su bricomanía digital.

—¿Qué noventa y dos?

Le entra la curiosidad.

—No es el momento —balbuceo.

—Sí es el momento, me interesa.

—Irene…

Que Dolors y yo nos hemos besado esperando el noventa y dos es algo que Irene no tiene por qué saber.

—¿Qué es esto? —Irene interroga a Dolors mirándola fijamente—. No es una pregunta vinculante. No te cortaré ningún dedo si no la respondes, tranquila.

No conozco a esta Irene. No sé de dónde ha salido este Señor Rubio de Reservoir Dogs. Con la soltura que tiene para la extorsión, cualquiera diría que lleva toda la vida dedicada al asunto.

—No hablaré contigo —dice Dolors frunciendo el ceño.

—No te quedará más remedio.

—Irene, basta. Es de los nuestros.

—No, Víctor. No lo es.

—Víctor, ayúdame —vuelve a suplicar Dolors—. Tu ex se ha vuelto loca.

—No, chata, no —interviene Irene—. Esta vez no es un problema de celos.

—Por favor.

El labio le vuelve a sangrar.

—Explícame cómo has sobrevivido estos días. Véndete. Convénceme de que eres humana.

Dolors ve una rendija, una posibilidad. Me coloco en cuclillas, a su lado.

—Me dijiste que había un gengiskhanensis en tu casa. ¿Qué has hecho con él?

—Lo que me dijiste: que lo metiera en el horno y lo quemara.

Irene sale hacia la cocina y regresa al cabo de unos segundos.

—Es mentira. El horno está limpio.

—Tiré los restos.

—¿Dónde?

—En los contenedores de aquí delante.

No tenemos la posibilidad ni la intención de comprobarlo.

—¿Qué ha pasado en el barrio? —pregunto.

—Nada. Primero había mucha calma. Demasiada. Más tarde oí gritos y carreras. Creo que quemaron algún coche, por el ruido. Me asusté y me encerré aquí, en casa.

—¿Cuándo cambiaron tus padres? —pregunta Irene, seca.

—¿Qué?

—Dijiste por teléfono que tus padres habían cambiado. ¿Cuándo?

—El martes.

—¿Dónde están?

—Se fueron a trabajar y no han vuelto.

—Lo más probable es que se quedaran atrapados en las trincheras —razono— o que los haya encontrado algún grupo como el de los taxistas de antes.

—¿Qué trincheras? —pregunta Dolors.

—Es de los nuestros, Irene. Se ha quedado encerrada aquí hasta ahora. Desátala.

—¡No!

—¿Qué tengo que decir o hacer para que te convenzas? —implora Dolors.

—¿Quiénes sois?

—¿Quiénes somos quiénes?

—Vosotros. Los que estáis suplantando a la gente. ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís?

—¡No lo sé!

Irene coge los alicates y se queda mirándolos como si fueran el cráneo de Yorick en Hamlet. Después se va hacia la habitación de Dolors, momento que ésta aprovecha para pedirme otra vez que la suelte.

—Tenemos que asegurarnos de que no eres uno de Ellos —argumento con poca convicción.

—Te llamé para pedirte ayuda, Vic, y tu exnovia me está torturando.

Ya no sé qué pensar. Alguna inflexión en su voz, algún matiz, me hace sospechar que no es ella.

—Mi padre es uno de Ellos. Llegó a casa y confiamos en él. Parecía el de siempre. Pero no lo era. Ni Diego.

—¿Quién?

—Un colega que tiene una tienda de cómics. Me tendió una trampa. Entró en casa mientras dormía y me ató… como estás tú ahora…

—Entonces sois vosotros —lloriquea—. Sois vosotros.

Hemos huido de mi padre y de Diego, sí. Pero también de gente aparentemente normal como los taxistas y los de la emboscada. Para Dolors, nosotros somos los otros. Ni siquiera yo lo tengo claro todavía. Puede que lo sea y no lo sé. Puede que a Irene la hayan clonado cuando dormía con Gabi y tampoco lo sepa. Y ahora tenemos a Dolors amordazada y, sin saberlo, la estamos poniendo en peligro. Me estremece pensarlo.

—No me pudieron replicar, Dolors. Lo intentaron. Diego dejó un gengiskhanensis en el comedor que comenzó a chuparme la energía. Por eso tengo este aspecto.

—¿Cómo sé que ahora no eres tú quién me engaña? ¡Has entrado en casa y has dejado que esa psicópata me cortara un dedo y me amenazara!

—Porque maté a la réplica antes de que se formara. Porque, durante el proceso, algo salió mal y mi duplicado se marchitó como los cuerpos de la morgue.

A Dolors se le humedecen los ojos. Pero no son lágrimas, sino sorpresa.

—¿Qué hiciste?

—Le clavé el cargador del móvil en la cabeza.

—No. —Pausa—. Antes.

—Nada. Me desperté y esperé. Por la mañana estaba acartonado y moribundo.

—Desátame, Vic. Confía en mí.

—No puedo confiar en nadie.

—¿Y en ella? ¿En la tía que te ha dejado y te ha hecho sufrir todo este tiempo sí que puedes confiar?

—No te metas nunca con un Corvo —dice Irene, que vuelve con una caja de CD en las manos—. Terminarías arrepintiéndote.

—No he detectado ninguna de las señales de comportamiento que tienen Ellos, Irene. Creo que nos estamos equivocando.

—He estado pensando en eso. A mí casi ha estado a punto de convencerme, todo ese rollo de la nena mona e indefensa que resiste sola en casa. Tengo que admitir que evolucionan muy deprisa.

Pone en marcha la minicadena que está al lado del televisor. Un aparato antiguo, con pletina para casetes, de cromado poco brillante y polvo sobre la tapa del lector de discos compactos. Introduce el CD y le da al play. Tarda un rato en leer. Cuando arranca, suena una batería animada y optimista, campanillas, y los acordes de una guitarra nerviosa. Voces melosas de un chico y una chica entonan un estribillo pegadizo. No more lovesongs for you, cantan entre palmas.

Su alegría contrasta con la tensión entre nosotros tres.

—Hay que reconocer que tienes buen gusto para los discos —prosigue Irene—. Lacrosse. Son muy buenos.

Parsimoniosa, cierra las persianas y las cortinas de las ventanas del comedor.

—Estás excediendo tu cuota de humor macabro diario, Irene.

Toma los alicates.

—Haces mala cara, Víctor.

—No me encuentro bien. Deberíamos descansar, hacer una pausa y dormir. Mañana lo veremos todo más claro.

—Sí —interviene Dolors—. Es lo mejor, Víctor tiene razón.

—¿Dormir? —Irene sigue vincentpriceando—. Dormir nos hace débiles ante ellos, Víctor. Es lo que quieren: que durmamos, que nos entreguemos sin resistencia. Y ella lo sabe.

—Aquí estamos seguros. No tenemos prisa.

—Despierta, Víctor: ya no estamos seguros en ningún lado. Es lo que trataba de decirte: cada vez se vuelven más peligrosos. —Se acerca a Dolors, alicates en mano, clac, clac, clac—. Los primeros que aparecieron eran más difíciles de esconder. Actuaban de forma extraña. Tus usuarios lo notaban, Víctor. Cambiaban y no sabían cómo comportarse. No tenían referentes. Detectarlos resultaba mucho más fácil; lo que pasaba es que a cualquier persona eso le habría parecido una locura.

»Que Diego mintiera con convicción me ha hecho pensar mucho. Ya lo hablamos. Mienten, sí, porque necesitan esconderse. O sea, que ya eran conscientes de que corrían peligro. Todo eso de los SMS de los teléfonos móviles que dejan de funcionar. O que se caiga internet y nadie ponga el grito en el cielo. Han ido inventándose mierdas para esconderse: el virus Lázaro, por ejemplo. Todo para que quienes no hemos sido clonados no podamos organizarnos ni enfrentarnos a ellos. Tu padre parecía realmente tu padre. Y no lo era. No entendía por qué motivo en pocas horas habían pasado de ser seres apáticos a camuflajes casi perfectos.

—Está loca, Vic —estalla Dolors—. Se ha trastornado.

Irene le cruza la cara con la mano abierta. Un plaf sonoro y seco más autoritario que doloroso. La música continúa siendo optimistamente descontextualizada.

—Es la información. Ellos saben lo que sabe el huésped. No es lo mismo clonar al paciente de un hospital, aislado e ignorante, que a alguien que ya es consciente de la situación, que conoce la existencia de los otros. Ésta —señala a Dolors con el menosprecio que sólo las exnovias saben acumular— vio los cuerpos en la morgue. Y ya había hablado contigo sobre las sospechas de una…

—¡Dilo! —la reta Dolors, de nuevo—. No tengas miedo: invasión alienígena, ¿es eso lo que quieres decir? Pero no te atreves porque te da vergüenza hasta llegar a pensarlo.

—Dolors… —digo.

Se la está jugando, si es que no ha saltado al campo y el árbitro ha pitado el inicio del partido.

—Ella tenía toda la información necesaria —continúa Irene—. Ahora le basta con administrarla para hacernos creer que no es lo que ella cree que sospechamos que es.

—De verdad, Irene. Me estoy mareando. Tengo ganas de vomitar.

—Descansa. Ve a dormir. Quiero tener unas palabras con ella, una conversación de mujer a ficus. Prefiero que no estés delante.

—No quiero que cometas una equivocación.

—Sabes que tengo razón. Joder, Víctor, sabes que siempre tengo razón.

Me rindo. Me escuecen los ojos y la cabeza me da vueltas. Necesito oscuridad y olvidarme de todo durante unas horas. Olvidar que soy un simple espectador aferrado a la butaca, esperando que los títulos de crédito decidan despachar la historia.

Sobre la base de un órgano gospeliano, la voz inocente de la cantante manifiesta que I’m not afraid of you.

A pesar del agotamiento, los nervios me impiden dormir. Estoy en la cama de Dolors, acostado sobre las sábanas, la luz apagada y estrellas fluorescentes inventando constelaciones nuevas en el techo. La música sigue empeñada en crear un oxímoron con la realidad. Me imagino a Irene torturando a Dolors simplemente por celos, más allá de cualquier sospecha que pueda tener sobre su verdadera identidad. Si delante de mí ha sido capaz de amputarle un dedo, de qué no será capaz ahora.

Me revuelvo nervioso. Me incorporo y paso un rato sentado al borde de la cama. Mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad y a los paseos entre las sombras de las estanterías. Aguzo el oído intentando percibir palabras, pero el volumen de las canciones las encripta. Sé que hablan, pero no sé qué dicen.

Abro el cajón que queda al lado del cabezal y rebusco. Encuentro papel de fumar y una piedrita de hachís. No imaginaba que Dolors fumara. No lo habíamos hablado. Hoy en día es difícil encontrar a alguien menor de veinticinco años que no fume. Pero había supuesto que Dolors escapaba de la mayoría. Había comenzado a formarme una imagen a partir de lo poco que sabía de ella. Como hice con Irene cuando la vi en la parada del autobús.

No la conozco. No las reconozco.

Ahora, solo, en la penumbra, sospecho que Dolors es uno de ellos, estoy casi convencido. Y que lo que está haciendo Irene es necesario. Pero que deba hacerse no significa que yo pueda hacerlo.

Necesito dormir.

Apartarme.

—Él no te ayudará.

¿Dónde estoy? ¿Quién soy?

Me cuesta reconocer la habitación. Todavía es negra noche. Ya no hay música, y la voz de Irene me llega más nítida desde el otro lado de la puerta. Dolors responde:

—No puedes vivir con este odio. Lo contaminas todo. A él lo intoxicaste, y vuelves a confundirlo —dice Dolors.

—Me fastidia la gente que habla como en una obra de Shakespeare. Y tú estás haciendo una gran interpretación. Pero no sabes nada de lo que pasó. No entiendes nada.

—Sé que me tienes atada a una silla. Que me has cortado dos dedos y que seguirás por puro placer. No necesito saber nada más de ti. Él, tampoco. ¿Qué crees que pensará cuando se despierte y vea que seguimos igual? Él ya no está contigo, pero no quieres darte cuenta. Él estará conmigo.

Tenso los músculos y aguanto la respiración.

—Le conozco muy bien, chata. Por eso le llamé. Por eso, de todas las personas a las que podía recurrir, confié en él.

—Es tu exnovio —y remarca la sílaba «ex».

—Te contaré un cuento.

—Tengo toda la noche.

—Y yo tengo un público muy entregado. —Unos instantes de silencio. Cuando vuelve a hablar, la voz llega más lejana, como si Irene se moviera por el comedor—. Hace mucho, mucho tiempo, un príncipe conoció a una joven en una academia de inglés. El príncipe se enamoró al instante porque la joven era muy guapa e inteligente.

—¿Crees que soy idiota?

—No, pero tengo estos alicates, y tú, la dentadura demasiado completa. ¿Puedo continuar?

—Por favor.

—El príncipe empezó a enviarle a la joven palomas mensajeras con palabras muy bonitas. La joven, que estaba pasando un mal momento por razones que no vienen a cuento, creyó que verse con el príncipe de vez en cuando no le haría daño a nadie. La joven no tenía ninguna intención en ser princesa. Quería trabajar curando a la gente en el pueblo donde vivía. Pero el príncipe estaba convencido de que podía hacerla cambiar de opinión.

—De acuerdo, arráncame un diente.

—Si sigues usando este tono, acabaré pensando que no eres uno de Ellos.

—Es lo más sensato que he oído esta noche.

Entonces Dolors gime.

—¿Te duele?

—Sí.

—¿Sentís dolor?

—Como cuando te atan a una silla y te cortan los dedos.

—¿Quieres ahora el Nolotil?

—Sí.

Irene pasa por delante de la puerta y mira hacia dentro. Me hago el dormido. La oigo abrir el grifo de la cocina. Cuando regresa, lleva un vaso de agua en las manos.

—¿Seguro que no prefieres un chicle de clorofila?

—Te arrepentirás.

—No me amenaces, no estás en condiciones de hacerlo.

—Te estás equivocando.

—¿Por qué? ¿Porque soy humana? ¿Tanto te cuesta reconocer que eres uno de Ellos? Dilo y acabaremos antes. Dime qué eres y no hará falta que lo alarguemos más.

—Me estabas contado un cuento.

—Sí, sí, claro. ¿Por dónde iba?

—El príncipe hacía cambiar de parecer a la psicópata.

—A la jovencita. Y no le hacía cambiar de parecer. Lo intentaba.

—Como quieras.

—El príncipe la colmó de regalos y de palabras de amor sencillas y tiernas. Y la jovencita se dejó llevar. Era lo más fácil. Estaba estudiando para ser la doctora del pueblo y no podía perder el tiempo con distracciones. Como tener un príncipe dispuesto a amoldarse a sus horarios es muy cómodo, un día, sin darse cuenta, se vio viviendo en palacio con él.

—Muy bonito, pero poco original.

—Espera, que este cuento empieza donde acaban los otros. ¿Has visto La sirenita?

—¿Qué?

La sirenita. La peli de Disney.

—¿Qué tiene que ver?

—Es un cuento de hadas, como el que te estoy contando, pero a la inversa.

—No te entiendo.

—Todo el mundo ha visto La sirenita. Ese cangrejo que canta, aquel pececillo miedoso.

—Sigue.

—No, no. Esta cara que haces es nueva.

—Estoy mareada por el dolor.

—No me engañes. ¿Te gusta?

—¿Qué?

—No es una pregunta tan difícil.

—No te entiendo.

—¿Te has vuelto tonta de repente?

—Sigue con el cuento.

—No te impacientes. El secreto de un buen narrador es saber cuándo sus espectadores se implican emocionalmente. Y en este momento, tú has perdido parte de tu escudo protector, lo quieras o no.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—¿Estás nerviosa?

—Dímelo tú.

—Cuéntame La sirenita.

—¿Por qué?

—Cuéntamela.

—¿Por qué?

—Porque si no lo haces te pongo un pañuelo en la boca y te arranco un trozo de ceja.

—¿Qué quieres que te diga?

—Había una vez… y todo lo que sigue después.

—¿Y tu cuento?

—Seguiré más tarde.

—Había una vez…

—Muy bien.

—Había una vez… —dice Dolors con apatía— una sirena que salvó a un príncipe de un naufragio. Se enamoraron y ella quiso vivir entre humanos y la bruja…

—Úrsula.

—La bruja Úrsula la convirtió en humano para después volver a convertirla en sirena y esclavizarla.

—Mira, como nosotros. Sigue.

—No recuerdo muy bien qué pasa después, pero al final el príncipe se enfrenta a la bruja y la mata clavándole la proa de un barco. El padre de la sirenita la convierte en humano y así ella se puede quedar con el príncipe.

—Y colorín colorado…

—Esto es absurdo.

—¿Cuándo viste la película?

—No me acuerdo.

—Mentira. Yo fui al cine Balañá con mis padres. Hasta me acuerdo de que comí palomitas de azúcar en una tarrina que era más grande que yo.

—No la vi en el cine.

—Pero la habrás visto en DVD.

—Sí.

—¿Cuándo?

—Cuando era pequeña.

—¿Y qué hiciste?

—¿Tenemos que hablar de La sirenita?

—Sí. ¿Qué hiciste?

—La vi.

—¿Lloraste?

—Supongo.

—Yo lloré muchísimo —confiesa Irene—. Cuando la bruja convertía a las sirenas en gusanos submarinos pasé mucho miedo. Y cuando el padre de la sirenita la convierte en humano porque ve que está enamorada del príncipe y le dice que la echará de menos, me caían los lagrimones. ¿Sabes qué dije?

—¿Qué?

—Dije es una historia muy bonita, papá, y yo también te echaré de menos. Yo era la sirenita. Creía que era la sirenita. Como tú, que ahora crees que eres Dolors y no lo eres.

—Lo soy.

—No. Lo crees. Por eso no cedes.

—Eso que dices no tiene sentido.

—Canta Bajo el mar.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

—No quiero.

Irene empieza a cantar.

—Tú piensas que en otros lados, las algas más verdes son…

—Cállate.

—Y sueñas con ir arriba, gran equivocación…

»no ves que tu propio mundo

»no tiene comparación,

»qué puede haber allá fuera,

»¡que cause tal emoción!

—¡Víctor! —me grita Dolors, y al instante oigo el ruido de la bofetada.

—¿Sabes qué les pasó a la joven y al príncipe?

—Vuelve a tocarme…

—¿Y qué, hija de puta…? ¿Qué me harás? ¿Me convertirás en un eucalipto del espacio exterior? ¿Qué?

—Víctor no permitirá que me trates así.

—El príncipe —continúa Irene, con el tono exaltado— se volvió paranoico. El príncipe controlaba las cartas que la jovencita recibía. Estudiaba el resumen de las llamadas de teléfono, y cuando tuvieron internet en el palacio, le abría los correos electrónicos. El príncipe se volvió un celoso patológico que no dejaba respirar a la jovencita. No se qué te habrá contado el príncipe, porque le gustaba hacerse la víctima, oh, pobre, se le está torciendo el cuento de hadas. El príncipe es incapaz de confiar en nadie, y por eso recurrí a él cuando me encontré a tus primos muertos en la sala de autopsias. Desde que la jovencita dejó al príncipe, él ha insistido e insistido e insistido en volver, ha tratado de cambiar su forma de ser, pero la gente no cambia, y el príncipe, por muchas capas que se coloque, por más que trate de engañarse, seguirá siendo quien es. Y ahora mismo, la única persona en la que puedes confiar es en la que no se fía de nadie.

—La gente cambia.

—Vosotros la hacéis cambiar —acusa Irene.

—¡Y tú harás lo mismo! —responde Dolors.

Se baja el telón.