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En la facultad me enseñaron que el ser humano encara los conflictos de tres maneras distintas: afrontándolos, negándolos o huyendo de ellos.

Con el tiempo he aprendido a aceptarme tal como soy. Si me daba vergüenza ser el niño que más corría cuando había peleas en la escuela, si cambiaba de acera cuando veía un tirón de regreso a casa, si evitaba el contacto con las chicas para no ser rechazado… todo eso lo terminé entendiendo como un mal necesario e inevitable. Había entendido que no tenía sentido esconderse si, al fin y al cabo, siempre habrá un chico que se apresure a participar en la bulla, un policía dispuesto a perseguir al ladrón, o una película que me haga olvidar la chica que me gusta.

El agua cae tan cinematográficamente purificadora sobre mí, que no puedo evitar pensar que la madre de Norman Bates aparecerá por la puerta dispuesta a apuñalarme. Una entrañable anciana que no era sino el desquiciado de su hijo, un cuerpo ocupando el lugar de otro, un usurpador de personalidad con unos remordimientos tan grandes que lo impulsaban a matar.

Deseo esconderme. Dejar que otro lo solucione todo, el presidente de Estados Unidos disparando desde un caza contra la nave nodriza, la gripe acabando con los trípodes invasores, los marshalls deteniendo al propietario psicótico del motel.

Pero nada es tan fácil como en la pantalla. No habrá séptimo de caballería llegando al toque de una corneta.

El miedo me paraliza y me angustia, me forma una bola en el pecho que vuelve a dejarme sin respiración. Dejo que el agua me salpique el rostro con virulencia, como si fuera capaz de desdibujarla. El cerebro me hierve dentro del cráneo; creo que me está dando fiebre.

Ni necesito salvar a la humanidad, ni la humanidad me ha pedido auxilio. Sólo debo ocuparme de los míos. Como si fuera poco.

Irene está sentada en el sofá del comedor con la cabeza gacha y el móvil a un lado, como la jeringuilla de un yonqui después de picarse. La televisión está encendida, pero ella no le hace caso.

—¿Has podido?

—No. No responden. Los teléfonos están apagados.

Mala espina.

—Si están en alta mar, es posible que no tengan cobertura.

—Sí.

No suena convincente en absoluto.

—Puede que sea uno de los lugares más seguros, ahora mismo. Lejos del contacto con tierra firme.

—Hablé con él por última vez antes de llamarte a ti desde el hospital.

—Si tuviera que elegir, preferiría estar en un barco.

Procuro consolarla.

—Eso, si en la última escala no hubiera subido a bordo alguna de esas criaturas. De lo contrario, sería el peor lugar del mundo.

—No sabemos a cuántos sitios está afectando todo esto.

Como siempre, busco razonamientos no tanto para tranquilizar a los otros como para no asustarme yo.

—Mira esto —dice, y pulsa un botón del mando.

El satélite funciona. Vemos la CNN y Al Jazeera, lo que equivale a estar en contacto directo con Occidente y Oriente, respectivamente. Las informaciones son escalofriantemente similares en los dos canales. Precaución, cuarentena, obediencia. Mensajes repetidos sin sutilezas.

—Se está acelerando —reconozco, embobado.

—Sí. Y es a nivel planetario.

Irene no desvía los ojos del televisor.

Tiene que haber más gente como nosotros. Mucha más gente que también lo vea, que también haya sobrevivido a un intento de réplica.

—Si existen, deben de estar tan asustados y desorientados como nosotros.

El presentador de los informativos de la CNN, un tal Richardson, habla de focos de rebelión contra el gobierno de Estados Unidos en ciudades como Detroit y Salt Lake City. Lee un comunicado presidencial en el que se ordena el cese de hostilidades por parte de los insurrectos. El texto informa de que el gobierno está actuando en beneficio de los derechos de los ciudadanos del país, y avisa de que se adoptarán medidas violentas contra quienes no respeten las normas de cuarentena. Insinúa también que la declaración del estado de excepción no tardará en caer. O al menos, eso es lo que conseguimos entender entre los dos.

—Aquí los tenemos. —Señalo el televisor con la mano—: Los desorientados. A punto de ser aplastados por el país más poderoso del planeta.

Más que facilitar el sueño, el cansancio acumulado lo entorpece, pero lo tele actúa como somnífero perfecto. Después de asegurarnos que no hay ningún gengiskhanensis oculto en el piso, nos estiramos en el sofá. Rodeo el cuerpo de Irene desde atrás. Su respiración profunda, de inocencia no perdida, me relaja. Me quedo un rato escuchándola, oliendo su pelo.

Dormimos hasta las cuatro y media de la tarde, hora en que nos levantamos para dar un bocado. Preparamos un bocadillo con pan de molde y jamón york y calentamos una sopa de sobre. Infructuosamente, tratamos de encontrar alguna señal de esperanza zapeando. Se oye una detonación en la calle, a pocas manzanas de aquí, a la altura del hospital Clínic, calculamos. No sabemos qué ha pasado y nos resignamos a no tener noticias. Corremos las cortinas a pesar del bochorno y nos obligamos a cerrar los ojos como dos niños, esperando a que la pesadilla termine.

El Nokia vibra sobre la mesa del comedor y corro a ver quién llama. Doy un salto al leer el nombre en la pantalla.

—¿Dolors?

—¡Vic!

—¿Eres tú?

Mi voz suda angustia.

—Sí… —Calla durante unos segundos—. ¿Puedo confiar en ti?

Irene se ha levantado y trata de escuchar la conversación.

—¿Has visto lo que está pasando?

—Tengo muchísimo miedo, Vic. Tenías razón con todo eso que me contaste de los eucaliptos.

—¿Dónde estás?

—En casa.

—¿Estás sola?

Irene se pasa la mano por delante del cuello haciendo señas para que cuelgue.

—Mis padres han cambiado. Ya no son ellos. Lo son, pero diferentes.

—¿Están contigo?

—No. Han salido a trabajar, pero han dejado una de las plantas en el piso. No sé adónde ir ni qué hacer.

—Es uno de Ellos —interviene Irene.

—Tienes que destruir la planta.

—Ven, Víctor, por favor.

—Tienes que deshacerte de ella.

Oigo llorar a Dolors al otro lado de la línea.

—Ayúdame, Vic.

—Destruye la planta. Quémala. Ponla en el horno.

Irene intenta cogerme el teléfono y con un movimiento brusco le doy la espalda.

—Cuelga —dice.

—¿Dónde estás, Víctor? —pregunta Dolors, que la ha oído—. Ven, por favor.

—Cuelga —insiste Irene.

—Estamos seguros —es lo único que puedo decir.

No quiero revelar mi escondrijo. Por si acaso.

—Ayúdame —suplica.

—Destruye la planta.

Corto la comunicación.

—No podemos fiarnos de nadie. —Irene me abraza—. Estás hirviendo, Víctor.

—Estaba llorando —me justifico—. No la han clonado.

—Puede que estuviera simulando. No sabemos si estas criaturas son capaces de aprender a mentir mejor.

—Tengo que ayudarla.

—Primero tienes que descansar, debes de tener fiebre. Después trataremos de averiguar más sobre ellos. Y después actuaremos en consecuencia.

Irene siempre ha sido más fría que yo en momentos de estrés. Como si se blindara, como si lograra barnizarse con una capa impermeable sobre la que el sufrimiento pudiera deslizarse.

—No quiero secuestrar niños.

—Las cosas han cambiado, Víctor. Tendremos que tomar decisiones que no nos gusten. Lo queramos o no.

Tres maneras de encarar un conflicto: afrontándolo, negándolo o huyendo de él. La primera es inviable. La segunda es momentánea.

Tenemos que reposar, dormir un poco, coger fuerzas.

Tarde o temprano no nos quedarán más opciones.