20

Una ambulancia sobre la acera, delante del edificio de los armenios.

Estoy intentando contactar con mi padre, pero tiene el teléfono apagado. Me detengo en la portería e intento vislumbrar algún movimiento, pero no veo nada. En el vehículo, con las puertas traseras abiertas de par en par, tampoco hay nadie. Cuando busco en mi memoria el número de Dolors, me doy cuenta de que no tengo cobertura. Levanto el aparato cual estatua de la Libertad sin obtener ningún resultado. Me paseo por delante de su casa en busca de una zona desde donde pueda llamar. Cada vez que paso por delante de la entrada, me llega el olor a patata podrida que había detectado por la mañana.

Gritos.

En un idioma que no entiendo pero que he oído a menudo en estos últimos meses.

Los conductores de la ambulancia, uniforme naranja y guantes azules, sacan a la señora de Puma en camilla. La llevan atada con correas, sujeta por los brazos y las piernas mientras llora.

Los espectadores empiezan a llenar los balcones. Clac en ropa interior y camiseta de tirantes, estirando el cuello para tener la mejor vista.

Del edificio sale Puma, que trata de abrirse paso entre Nike y Adidas. Como los tengo a no más de seis metros y la escena es bastante violenta, busco refugio en mi portería. Mientras encierran a su mujer en la ambulancia, los dos amigos de Puma lo retienen, yo diría que obligándole a quedarse dentro. Primero pienso que ella ha tenido algún accidente, pero no he visto heridas, ni collarines cervicales, ni nada. Entonces me fijo en su barriguita y en la criatura que esperan: está embarazada.

Y se la llevan a uno de los hospitales habilitados para las cuarentenas.

A la fuerza.

Los dos compañeros de piso de Puma consiguen que vuelva adentro, pero no que deje de gritar. Un coche de los mossos para en seco en la esquina más cercana con las luces del puente girando como una atracción de feria; arranca de nuevo, gira hacia nosotros y toma la vía en dirección contraria. Los policías cruzan el vehículo delante de la ambulancia y, porra en mano, salen como endemoniados hacia el señor Puma.

Me escondo en el vestíbulo de la escalera y el hedor regresa a mí como una mala digestión.

Busco su origen en la basura. Es demasiado intenso como para que sean unas pieles de plátano olvidadas, y tampoco es el hedor de la mierda: ligeramente ácido, recuerda vagamente a una butifarra estallando en un microondas después de cocerse a toda potencia durante demasiados minutos. Además, hay tres o cuatro moscas de un verde reluciente y asqueroso revoloteando y parándose en las paredes, bien hinchadas. Hartas de comer carne en descomposición.

Por debajo de la puerta de la sala de los ordenadores sale un líquido gelatinoso. Como saliva, pero más espeso. Hago de tripas corazón y decido abrir, pase lo que pase. El niño de los vecinos estaba ahí esta mañana, y entonces ya apestaba de lo lindo. Sea lo que sea, él sabe qué hay ahí dentro. Giro el pomo y descubro que la puerta está cerrada con llave. Sacudo la puerta y por la rendija salen corriendo dos cucarachas pequeñas. Busco la llave en el buzón en el que la esconde el presidente de la comunidad, el abuelo que no vive aquí. Tampoco. El hedor resulta insoportable. Puma habrá logrado salir de nuevo a la calle, porque vuelvo a oír sus chillidos. Los policías le ordenan que se detenga y creo adivinar el ruido de la corredera de una pistola justo antes de que la sirena de la ambulancia lo inunde todo. Levanto una pierna y la descargo sobre las hojas de madera carcomida con la máxima fuerza posible. Abro un agujero por el que meter la mano y acceder al pomo interior. Tiro hacia mí y más cucarachas salen en todas las direcciones.

Ante mis ojos, los dos yorkshires del vecino de arriba en un estado de putrefacción que haría vomitar a Grissom. En realidad, debo contener las náuseas, porque he reconocido a los perros por los collares que nadan entre la carne, los pelos empapados de sangre y los gusanos que se mueven al ritmo de la carne muerta.

No tengo tiempo de preguntarme qué están haciendo aquí, quién los ha matado o si Sebastián, o Julián, o Germán, ya lo sabía esta mañana, cuando oigo un disparo.

Le siguen muchos más, como al inicio de unos fuegos artificiales.

Miro hacia la puerta de la calle, abierta, como una pantalla de cine gigante con la imagen congelada en un mal encuadre. Más gritos y cinco disparos.

De una zancada, Puma cruza por delante como alma que lleva el diablo. Creo que llevaba una pistola en la mano, pero no me ha dado tiempo a distinguirlo bien.

Me acerco a la calle y Nike pasa corriendo, persiguiendo a su amigo. Asomo la cabeza para comprobar que el tiroteo ha terminado. Los balcones se han vaciado. Me atrevo a salir y piso el hilillo de sangre que corre calle abajo cayendo de la ambulancia. Veo movimiento, pero me da miedo buscar un ángulo mejor para saber qué está pasando. Adidas aparece en una de las puertas abiertas de la ambulancia y me mira fijamente, como si quisiera asegurarse de que no soy una amenaza. Después vuelve a esfumarse.

Voy a la acera de enfrente dejando sobre el asfalto un rastro de pisadas ensangrentadas.

El mosso yace tendido en el suelo. Los conductores de la ambulancia no pueden hacer nada para salvarle la vida, se quedan en cuclillas a su lado, nada más, contemplándolo. Adidas habla con la embarazada desde fuera de la ambulancia. No puedo oír qué dicen, pero ella responde con gemidos y llantos.

Todos parecen muy tranquilos. Demasiado tranquilos. Inexplicablemente tranquilos.

Hasta que el sonido estridente de más sirenas rompe las calles y aparece una furgoneta de policía. Se abren las puertas por las que salen más mossos, uniforme oscuro y transmisor en mano, que se distribuyen por el vecindario.

Uno de ellos se queda parado a un palmo de mi cara y me examina. Creo que me olfatea y todo, como si pudiera oler el tufo a chucho muerto que se me ha pegado a la ropa.

—A casa —ordena.

Y no tengo valor de llevarle la contraria.

Aguanto la respiración al pasar por la sala de los ordenadores y subo directamente al rellano del propietario de los perros. La temperatura de la escalera es muy inferior a la de la calle. Noto que un escalofrío me recorre la espalda. Llamo al timbre, ding dong, y espero.

Ruido de pasos descalzos, pisadas que el parqué amortigua. Me coloco delante de la mirilla para que vea bien que soy yo, el tipo al que sus perros han estado torturando desde que nos mudamos al piso de debajo. Ladridos y carreras. Su muerte debería alegrarme, pero estoy demasiado nervioso.

La luz de la mirilla se eclipsa dos veces. El vecino me mira desde el otro lado. Levanto la mano para saludar. Klaatu barada nikto. Sin respuesta.

Ni pregunta qué quiero ni me abre. Casi puedo oír su respiración ahogada a pocos centímetros.

—Señor Armando —digo en tono conciliador—, soy Víctor, el vecino de abajo.

Nada. Dos centelleos más y vuelvo a oír los pasos alejándose.

Me pregunto hasta qué punto sabe lo que les ha pasado a los animales. Como nunca los saca a la calle, tendría que estar preocupado por su desaparición. Pero… ¿y si ha sido él? ¿Y si el vecino los ha matado y ha abandonado los cuerpos por la noche? ¿Qué sentido tiene? Si quería deshacerse de los perros muertos, podría haberlos tirado al contenedor. Al de restos orgánicos, claro está. Pero tal vez no los ha matado él. El señor Armando vive sólo desde que, seis años atrás, su mujer se murió de una embolia. Fue entonces cuando se montó una colecta entre los vecinos del edificio para comprarle los perros. Irene y yo todavía no vivíamos allí; por el bien de nuestro descanso nocturno, habríamos destinado el dinero a comprarle una pecera llena de peces de colores. Sebastián, o Julián, o Germán va muy a menudo a casa del señor Armando a jugar con las bestias y forman un trío de pulmones incansables. ¿Y si los ha matado el niño? ¿Y si este mocoso hijo de puta malcriado los estuviera escondiendo esta mañana, cuando lo pillamos? Y el señor Armando, ¿lo sabe? ¿O ahora sospecha de mí? Debe de creer que yo soy quien los ha hecho desaparecer. En las reuniones de comunidad siempre me quejaba de los bichos del demonio, pero nadie me apoyaba porque nadie sufría las carreras de madrugada, piso arriba piso abajo. Soy una amenaza. Soy el responsable. Para el señor Armando, soy uno de ellos. Nunca me abrirá la puerta.

Olfateo en busca de eucalipto en su piso. El hedor de descomposición llega hasta aquí, me golpea la nariz y me estrangula el estómago.

Me refugio en casa, enciendo el televisor y espío la calle desde el balcón.

La policía debe de haber cerrado el barrio: hay furgonetas de los mossos en la esquina de arriba y en la de abajo. La ambulancia ha recogido el cuerpo del policía y está arrancando para llevárselo con el de la mujer de Puma. La habrán sedado, porque no oigo sus gritos.

Mi móvil vuelve a recibir una llamada. El nombre de Estragués aparece y desaparece de la pantalla. Lo silencio y lo dejo en la mesa del comedor. En la tele dan un concurso de parejas que discuten: chicos y chicas de buen ver refregándose los trapos sucios en las narices. Nike vuelve con el policía que ha salido a detener a Puma. Están charlando amigablemente. A ninguno de los dos parece preocuparle que el amigo del primero haya tiroteado al compañero del segundo. Hablan y señalan la esquina con Pablo Iglesias, será ahí donde lo perdieron de vista. Adidas se suma a la conversación.

Desde el balcón de enfrente, Murdoch no presta atención a lo que sucede debajo de su casa. Me mira a mí. Como si quisiera hacerme saber que ya no tiene que esconderse. Que ya no necesita disimular más.

Que Ellos son más.

En un cajón de la cocina hay una caja de diazepam de cuando tuve ataques de ansiedad durante los últimos meses con Irene. Fue ella quien los trajo. Compruebo que no están caducados y cojo uno.

Veo la luz intermitente del teléfono recibiendo otra llamada, que esta vez resulta ser de Diego. Decido no cogerla, tampoco.

Necesito tomarme el calmante. Necesito dejar de pensar en esta locura que conspira contra mí, que me hace creer que el mundo entero está siguiendo unas instrucciones ocultas y que no tardarán en descubrir que no soy uno de ellos. En realidad, ya lo saben. Tienen que saberlo. Lo que me asusta es no saber cómo reaccionarán.

El gengiskhanensis está convirtiendo los hospitales en campos de concentración de embarazadas y enfermos terminales. Acaba de provocar un tiroteo en la calle y ha llenado el barrio de policías. A saber si habrán tomado la ciudad.

No sé discernir hasta qué punto la situación me estará afectando: qué son imaginaciones mías y qué está ocurriendo realmente. Dónde terminan los temores propios y dónde empiezan los de los demás.

Tengo miedo de hacer una locura.

Me duermo en el sofá.

Me despierto al anochecer con fragor de disparos.

Las noticias informan de combates contra los talibanes en Kabul. Los yihadistas han entrado en la capital afgana a sangre y fuego, y la fuerza internacional está respondiendo con un uso contundente de su arsenal. Las imágenes que acompañan la noticia, filmadas por un soldado estadounidense, muestran los cuerpos inertes de los talibanes alineados al lado de una zanja excavada en un suelo polvoriento. Ninguno de los muertos tiene pinta de guerrero o de loco fanático. Tras los pocos segundos durante los cuales puedo verles la cara, diría que son, en su mayoría, abuelos.

En el móvil tengo seis llamadas perdidas de Diego y dos de Estragués. Por efecto del diazepam, tengo la impresión de que esto le está pasando a otro Víctor Negro. Irene ya debería haberse puesto en contacto conmigo.

Peleas multitudinarias por todo el país. Las causas son tan ridículas como inverosímiles: la violencia estalla por el robo de una revista en un quiosco o por una discusión delante de una máquina tragaperras. En el recuento de víctimas, contenedores quemados y coches abollados.

Busco en los números marcados recientemente y escojo el de Irene. Un tono, dos tonos, tres tonos, comunica. Activo el tono de llamada por si me llama.

Me siento en una silla y me quedo mirando el móvil como si, cual Jedi, pudiera moverlo.

El presentador informa de las medidas de protección ante la inminencia de la gripe nueva. Habla de Lázaro y de la esperanza de que pueda emplearse como vacuna, pero alerta de que no llegará a tiempo. De que por eso debe extremarse la precaución, de que por eso se ha procedido a declarar una cuarentena de excepción para la población de riesgo. Aparece el consejero de salud agradeciendo la colaboración ciudadana. El ministro habla de situación temporal. La Unión Europea asegura que nos hallamos en un escenario inédito ante la belicosa mutación del virus y que por eso se deben adoptar medidas extremas durante un corto período.

Llamada entrante.

—Irene —respondo.

—Víctor, no puedo hablar mucho —murmura.

—¿Qué ha pasado?

—Estoy en casa —susurra—… con Gabi. No he podido ir al hospital.

—¿Qué ha pasado? —repito.

—Me han dicho que no vuelva. Que es peligroso para mí, que puedo contagiarme de la gripe. No puedo hablar mucho, Víctor.

—Ven aquí.

—No. Lo tengo todo el rato encima, insiste en que duerma y descanse. Pero no pienso hacerlo. No pienso dormir, Víctor. No quiero despertarme y ser otra persona.

—¿Y no puedes salir? —insisto.

—Tengo que dejarte, Víctor. Gabi me da miedo y no sé de qué será capaz, ahora mismo. No quiero que me encuentre hablando por teléfono.

Y se corta la comunicación.

—Es todo mentira. Están obligándome a que lo diga —dice el conductor del informativo.

Enfocan a la presentadora, que sigue impasible con los datos de los accidentes de tráfico del verano, las cifras más bajas de los últimos diez años.

No sé si me lo he imaginado o ha sucedido de veras. Cambio de canal, pero en todos los boletines dan las mismas noticias en tono neutro sobre la cuarentena masiva. Las mismas declaraciones de los políticos. Los mismos entrevistados afirmando que con estas medidas se sienten más seguros.

El diazepam vuelve a cerrarme los párpados.

El presentador ya no vuelve a aparecer.