18

Blam.

El ruido me despierta de golpe.

Primero me cuesta ubicarme. Con la luz del día me escuecen los ojos y no sé dónde me he levantado. Reconozco de inmediato el comedor de la casa. Una punzada en las cervicales constata que el sofá está bien para dormir unos minutos, pero no toda la noche.

Me levanto y voy al baño. Me rasco la cabeza. Me quito las lagañas. Recuerdo que Irene duerme en la habitación.

Pero no está. Estoy recostado en la puerta del dormitorio y la cama está hecha, como si no hubiera pasado nadie por ahí. Por unos instantes, no sabría decir si todo el día de ayer fue un sueño o si pasó realmente. Sin embargo, todavía puedo oler el suave rastro de su perfume.

Son las once de la mañana. Las once y seis, exactamente. Enciendo la tele, obsesionado con encontrar respuestas que no llegan. Es demasiado tarde para los programas religiosos, y demasiado temprano para las noticias. Me tendré que conformar viendo documentales sobre edificios gigantes o sobre supervivientes en lugares peligrosos.

¿Dónde está Irene?

Miro por la ventana. En la calle no hay ni un alma. Cojo el móvil para llamarla y oigo la melodía de una serie española vibrando sobre el mármol de la cocina.

Ha dicho que la conversión pasaba mientras la gente dormía, pero… aquí estamos seguros. Dentro de este piso estamos seguros.

Alguien llama al timbre de la puerta. Una campanilla alegre y absolutamente fuera de contexto. Me acerco de puntillas, sin hacer ruido. Miro por el ojo mágico: Irene está al otro lado, deformada por el angular del vidrio, una mano apoyada en la puerta y la otra escondida detrás de la espalda.

—Víctor —dice—. Abre.

—¿Adónde has ido? —pregunto con la mano en el pomo.

—Abre.

Hace mala cara. Está seria. Esconde algo. Me paro a pensar fríamente unos segundos. No hay ningún motivo por el que tenga que desconfiar. Ayer estaba muy nerviosa. Y se ha quedado a dormir aquí, en casa. A menos de tres metros de donde yo estaba. Vuelvo a mirar por la mirilla y veo que se impacienta.

Frunce el ceño. Pero enseguida hace sonar los dientes y se relaja. Levanta los brazos, como lo haría un torpe pistolero ante John Wayne en una de esas viejas películas del Oeste. En la mano derecha, una bolsa de cartón estampada de manchas de Rorscharch.

—Traigo churros, idiota —dice cariñosamente.

Giro el pomo y la dejo pasar.

Irene dice que había ido a tirar la bolsa a la basura, que ya apestaba. De paso, ha aprovechado para acercarse a la churrería para comprar el desayuno y pensar un poco. No se ha cruzado con nadie. Último domingo de agosto, parece que la ciudad se hubiera tragado a la gente que la habitaba.

Me baño mientras ella mira la tele y hace algunas llamadas. La oigo hablar con sus padres. Después se pone a discutir con alguien. Gabi, dice. Cuando salgo del baño, la encuentro con los ojos aguados.

—¿Estás bien? —pregunto.

—¿Tú qué crees? —Aparta la cara y se dedica a enderezar los cojines que están sobre el sofá—. No, no estoy nada bien.

La veo cambiada. No es la misma chica con la que me encontré hace años en la parada del bus. Aquélla era espontánea y divertida, con un punto de frialdad muy sexy. Ahora, puedo leerle el paso de los años y las preocupaciones en la cara, las responsabilidades y las decepciones. El carácter se le ha vuelto agrio, como una gota de leche que se corta pero permanece blanca. Caminamos a ritmos diferentes. Nos separa un abismo.

—¿Gabi es tu novio? —me atrevo a preguntar finalmente.

—No quiero hablar de eso.

—De acuerdo.

No, no estoy de acuerdo: yo quiero saberlo. Necesito saberlo.

El superviviente de la tele se está comiendo unos cocos enormes que parecen gelatina de queso. Se me revuelve el estómago.

—Sí —dice Irene, al cabo de un rato—. Es mi novio.

—Cuánto hace que…

—No le des más vueltas. Lo conocí después de… después de que lo dejáramos. Nunca te he puesto los cuernos.

—No quería insinuar eso.

—Sé lo que quieres y lo que no quieres decir, Víctor. Te conozco. Sé que tu cerebro no puede dejar de ponerse siempre en lo peor.

—¿Qué quieres decir?

—Ya sabes qué quiero decir. Lo hemos hablado mil veces. No es culpa tuya. No lo haces de forma consciente, al menos. Eres desconfiado con todo el mundo. Lo fuiste conmigo durante mucho tiempo, pero eso ya ha pasado. Hicimos bien en distanciarnos.

Si un desequilibrado con una máscara de trozos de piel humana y una motosierra oxidada me descuartizara ahora mismo no sentiría nada.

—No era mi intención. Tenía miedo de perderte.

—Es igual, Víctor. Ya está. Ya lo discutimos en su momento. No tiene sentido volver a hacerlo.

—¿Cómo es Gabi?

—No quieres saberlo. No preguntes. —Se sienta en el sofá y mira al superviviente que se descuelga por un acantilado—. No necesitas saberlo.

—Tengo curiosidad.

—No. Quieres hacerte daño. Quieres sentirte la víctima, como siempre lo has hecho. Ya no podemos volver a esos días.

—Te quería mucho, Irene.

—Eso no era querer, Víctor.

—He cambiado.

Esto suena a la afirmación menos convincente en toda la historia de las relaciones sentimentales.

Irene esconde la cabeza entre las manos. El superviviente construye una cabaña con cuatro hojas. Me gustaría estar en esa isla recóndita, a miles de kilómetros, atrapando insectos y empapándome bajo una tempestad monzónica.

—Te llamé precisamente por eso. Sabía que eras la única persona que conozco que me creería. La única persona tan desconfiada y… fabuladora que no querría encerrarme en un psiquiátrico.

—¿Fabuladora?

—Gabi es pediatra, Víctor. Un buen hombre, mayor que yo, con muchos kilómetros encima como para sospechar de mí cada vez que salgo con amigas a tomarme una copa. Me da estabilidad y seguridad.

—Me alegro por ti.

El asesino de la motosierra da otra pasada para rematar los flecos.

—Pero ahora es diferente. Actúa como si nada le importara. Era cariñoso y atento, y ahora me ignora. Sólo me llama para llevarme la planta, la planta, la planta, la puta planta.

—Es uno de ellos.

—¿Quiénes son ellos, Víctor? ¿Quiénes son? ¿De quién son esos cuerpos de la sala de autopsias? ¿Por qué actúan así?

—No tengo ninguna explicación. Ninguna racional, al menos.

—¿Cómo se llama tu amiga?

—¿Quién?

Como si no supiera a quién se refería.

—La tía que te acompañaba. ¿Cómo se llama?

—Dolors.

—¿Se puede confiar en ella?

—Sí. Creo que sí.

—¿Crees o estás seguro?

—Totalmente seguro.

—¿Sois pareja?

—No —respondo al instante, casi sin dejar que termine de preguntar—. Nos hemos visto un par de veces.

—Pero te gusta.

Busco refugio en la tele. El superviviente se hace el despistado conmigo.

—Es muy agradable.

Irene se ríe con ese tono pregrabado de risas de las telecomedias.

—¿Agradable? ¿Qué es, un polar? ¿Una toalla caliente?

—Ya sabes qué quiero decir.

Cuando se pone así no la soporto.

—Es guapa. Un poco joven para ti. Pero se le pasará con los años.

Entonces se da cuenta de lo que acaba de decir. Pensamos en términos de futuro. Como si no pasara nada. Si es que realmente pasa algo.

La música brusca y alarmista de un telediario atrae nuestra atención. El presentador es un sustituto de verano que mueve las pupilas de forma exagerada mientras lee el teleprompter.

Corea del Norte ha levantado la amenaza nuclear contra China. No sólo eso: también ha abierto las fronteras y está dispuesta a dialogar con el país vecino y Estados Unidos. En Perú y Bolivia parece que el ejército está consiguiendo sofocar las revueltas de los campesinos. Se ha detectado que la mutación del virus de la gripe nueva afecta de forma muy violenta a embarazadas y gente mayor, por lo que se deberán tomar medidas extraordinarias para su protección. Encuentran varios contenedores en Barcelona repletos de heroína, de, dicen, diferentes procedencias. Al parecer, los camellos la habrían abandonado. La policía está comprobando su grado de pureza. Seguiremos informando en las noticias de las tres.

Miramos la pantalla embobados. Lo primero que pienso es en llamar a Casu.

—No habrá guerra nuclear —pronostica Irene—. No sé si eso debería tranquilizarme.

Dirijo la palma de la mano hacia ella haciendo el gesto de «un momento». Alguien descuelga el teléfono al otro lado de la línea.

—Señor Negro —dice la voz melosa de Casu.

—¿Estás viendo las noticias?

—No, estaba durmiendo.

—Tengo que contarte cuatro cosas, fliparás.

David Casulleras es un tipo especial. Es la persona más parecida al Doctor Jekyll y Mr. Hyde que conozco, aunque carece de la parte engorrosa de asesinar prostitutas o beber pócimas de dudosa procedencia.

Su lado brillante es la de profesor que ve pasar generaciones de jóvenes vanidosos y sin preparación con prisa por estamparse contra el mundo real. Está hasta el gorro del mundo académico y cada vez soporta menos la teoría debido a su distanciamiento con la práctica. Para compensarlo, Casu tiene su lado oscuro: es actor de doblaje vocacional (hace poco que empezó a recibir clases y progresa a un ritmo vertiginoso) y escribe parodias de libros de autoayuda con seudónimos alocados.

Casu es especialista en conspiraciones, cine porno y en desmontar argumentos.

Cuando necesito a alguien que contextualice miedos, esperanzas y dudas recurro a él. Es mi psicólogo de cabecera.

A las tres de la tarde llama al móvil. Estoy abajo, ¿qué piso es?

Lo recibimos en la puerta y lo observamos de arriba abajo. Parece el Casu de siempre. Nada que temer. Creo.

—¿Qué haces aquí, Irene?

—¿Cómo te encuentras? —le pregunto.

—¿Aparte del golpe de calor que estoy a punto de sufrir, quieres decir?

Irene lo abraza. A ella Casu siempre le ha caído muy bien. Incluso hubo un tiempo en que estuve un poco celoso, porque le caía demasiado bien. La efusividad de ahora, sin embargo, no es normal. Casu me mira y pone cara de eh, tío, qué pasa aquí. Entonces me doy cuenta de que Irene lo está olfateando. Como si buscara el aroma del eucalipto. Diría que lo está registrando y todo, no vaya a ser que lleve algo escondido bajo la camiseta o los vaqueros.

—Así me gusta, que sigáis tan paranoicos como siempre —dice, cuando ella lo suelta.

Lo ponemos al día. Detalle a detalle, sospecha a sospecha, cadáver a cadáver. Él nos mira con su cara de psicoanalista socarrón favorita. Si no fuera porque está todo el rato callado y sólo habla para pedir una tónica con hielo, parecería argentino.

—He estado dándole vueltas a la conversación del otro día sobre los eucaliptos —dice cuando hemos acabado la exposición—. Veo que te estás quedando con la idea más marginal, y eso te impide analizar la situación de forma objetiva.

—Todos los indicios apuntan hacia el mismo sitio —me ayuda Irene.

—Hay respuestas alternativas que no estáis considerando.

—Somos todo oídos.

Levanto los brazos, dispuesto a escuchar. Soy como un oficinista esperando que el informático de la empresa le arregle un problema con el ordenador.

—¿Habéis oído hablar del síndrome de Capgras?

Mira a Irene, que, en teoría, debería decir que sí.

Pero los dos decimos que no con la cabeza.

—Cuenta.

—Hacia el primer cuarto de siglo, Capgras definió una enfermedad con delirios persecutorios bastante excepcional. Es muy poco corriente y, por lo tanto, poco conocida. De hecho, si ha llamado la atención de alguien es porque el cine la ha utilizado como excusa en más de una ocasión.

—Al grano, por favor.

—OK. Básicamente, el enfermo cree que las personas que lo rodean han sido sustituidas por réplicas exactas con el único objetivo de hacerle daño. Aunque hay un reconocimiento de las caras y una aceptación de que las personas son idénticas físicamente, se da una desvinculación emocional entre el paciente y sus seres más próximos.

—Ultracuerpos —propongo.

—Vendría siendo la base para toda la ficción de colonizaciones alucinógenas con clones humanos, sí. El caso es que se trata de un síndrome muy raro, con muy pocos casos, y que acostumbra a ir acompañado de otras enfermedades mentales. Esquizofrenias y todo eso.

—Pero no tiene sentido —dice Irene—. Lo que está sucediendo es a gran escala. No se trata de un caso aislado. Si el Capgras es tan excepcional, ¿cómo ha generado una epidemia?

—Tampoco me gustaría hablar de epidemia, Irene. De hecho, sois las únicas personas con las que he hablado que han notado algo extraño. Yo mismo ni lo habría pensado de no haber sido por vosotros. —Hace una pausa para echarle un trago a la tónica, y enjugarse el sudor de la frente—. Es cierto que estamos viviendo un verano muy intenso, con todo eso de China, Corea, el virus Lázaro y la mutación de la gripe nueva. Pero todo eso no hace más que reforzar mis sospechas de un Capgras masivo influido por factores exógenos.

No. No. No me convence mucho. Las dos últimas veces que he hablado con Casu ha tirado balones fuera. Sí, era lo que yo quería, pero… ¿y si su incredulidad es fingida? ¿Y si quiere desviar la atención, esperando que nos confiemos?

—¿Cómo se origina el Capgras? —pregunto.

—Hay muchos factores. Os he dicho que no está muy estudiado y, la verdad, no lo conozco en profundidad. Se habla desde traumatismos en ciertas zonas del cráneo hasta desencadenantes tóxicos… por consumo de drogas, vaya.

—Como decía Irene, ¿cómo se pasa de un fenómeno psiquiátrico individual a una epidemia?

—Aquí es donde quería llegar, Víctor. —Se pasa la mano por la frente—. ¿No tenéis un ventilador? Me estoy ahogando.

—Víctor…

Irene me invita sutilmente a traer el ventilador de la habitación y ponerlo en el comedor. Lo enciendo y mueve aire caliente. De un momento a otro, los beduinos nos traerán té de menta en camello desde la cocina.

—Aquí es donde creo que pueden intervenir los gengiskhanensis, Víctor. Y donde creo que no andáis desencaminados, pero con respuestas equivocadas.

»Según lo que he podido leer, esta variedad de planta podía provocar alucinaciones y paranoia. Es lo que pasaba en el blog de los rusos aquellos que me enviaste, Víctor. Podría ser que uno de los mecanismos de defensa de esta planta consistiera en desprender toxinas en el aire que crearan confusión en el atacante. Como el objetivo de todo organismo vivo es reproducirse, es más que probable que estas toxinas también creen una cierta dependencia en el sujeto afectado, que necesita respirarlas, y lo obligue no sólo a no atacarla, sino a dispersarla por todos lados. Sólo así se explicaría la rapidísima difusión masiva del gengiskhanensis de enero a hoy.

—Ya, pero…

—Espera. No he acabado. El hábitat natural del gengiskhanensis es el desierto de Gobi. Sus depredadores y sus huéspedes, por tanto, son escasos. Pero la planta ha salido de su medio y tiene que adaptarse. El gengiskhanensis se defiende y se reproduce al mismo tiempo: es un mecanismo perfecto. No es extraño que haya elevado el nivel de toxicidad de la sustancia que desprende, y que eso actúe de forma implacable en los neurotransmisores de las nuevas víctimas. Es posible que el calor exagerado de las últimas semanas haya actuado como detonante de síndromes de Capgras latentes en la población expuesta a las toxinas del eucalipto.

»¿Cuáles son los posibles casos de Capgras que tenemos detectados? Viejos y enfermos. La población con la que tenéis contacto vosotros dos. También se pueden dar casos aislados o falsos diagnósticos, es verdad. Puede ser que alguien que actúa de forma diferente porque hace más calor, o tiene un mal día, o ha discutido con su pareja no tenga el síndrome. Puede ser que seáis vosotros los que estáis influenciados por vuestro entorno profesional y que, por eso, lo vinculéis con el Capgras.

Casu sonríe y enseña unos dientes pequeños atrincherados tras los labios. Habla y actúa como un profesor, a pesar de que trate de evitarlo. Sólo le falta ponernos un examen sobre su exposición.

—¿Cómo explicas los duplicados en la morgue? —interroga Irene.

—Puede que no sean duplicados —sentencia.

—Lo hemos visto, Casu.

Me da mala espina que lo niegue.

—No dudo de que lo hayáis visto. De lo que dudo es de la interpretación de vuestro cerebro.

—Cuatro muertos, dos de los cuales eran réplicas de otros dos.

—¿Eran réplicas o, inconscientemente, queríais que lo fueran? ¿Eran como dos gotas de agua?

—No. Eran como borradores de los otros dos.

—Entonces tampoco estamos seguros de que fueran clones. Dedujisteis que lo eran, pero no teníais total seguridad.

—Yo creo que sí —afirmo.

—Ya lo sé, que lo crees, Víctor. Pero de la creencia a la certeza hay un salto enorme.

—Te aseguro que eran dos réplicas en una fase embrionaria, Casu. Te recuerdo que soy médico.

Casu inclina el cuerpo hacia delante y coge a Irene de la mano. Después, con tono suave, continúa:

—No es necesario que me lo recuerdes, Irene.

La suelta y mira el televisor, que está apagado. ¿Os he contado alguna vez el caso del feto del espacio exterior?

—Lo recordaría —respondo.

—Sucedió hace tres o cuatro años y me lo contó un colega mosso. Se ve que alguien encontró en un portal el cuerpo de un feto de cuatro o cinco centímetros de longitud. Los vecinos llamaron a la policía, que avisó a una ambulancia. Se montó un dispositivo digno de ver: prácticamente cerraron la calle, y todas las patrullas del barrio se acercaban a curiosear. El médico de la ambulancia examinó el feto y dictaminó que se trataba de un embrión humano de unos cuatro meses. Le preguntaron por el color tierra y dijo que era producto del contacto con el oxígeno.

—Ay —suelta Irene.

—Sí. El médico se fue cuando llegaba la científica. El poli se acercó al feto, y al momento buscaba al jefe del dispositivo. Esto no es un feto. El jefe del dispositivo le entregó el informe médico en el que se afirmaba que se trataba de un embrión de cuatro meses.

—¿Y qué era?

—El presunto feto tenía tres dedos en cada mano, unos ojos de alien enormes, una cola de lagartija que le salía del culo y la marca de la junta de silicona que le cruzaba todo el cuerpo desde la cabeza a los pies. Era un muñeco sucio y abandonado de los que venden en las tiendas de chinos. Durante tres cuartos de hora largos, hasta que llegó el de la científica, todo el mundo creyó que tenía un feto delante. Todo el mundo daba por hecho que era un feto. Hasta el médico certificó la muerte. Me encantaría saber qué número de colegiado tenía para hacerme una de esas placas que se cuelgan al cuello que dijera: «En caso de accidente, por favor no llamen a este médico».

Me levanto y voy a la cocina. Saco una botella de té frío de la nevera y regreso al comedor. Sirvo un vaso para Irene y otro para mí.

—Eso no explica los estallidos de violencia. La pelea de ayer en el metro, las detenciones como la de los negros en la playa.

—No. Eso no lo explica porque no hay explicación más allá de que estáis viviendo en un mundo orgánico que continúa su existencia independientemente de lo que os pase a vosotros.

»¿Cuántas veces no hay agresiones en el metro? A patadas. Y con este calor de mil demonios es muy normal que la agresividad se acentúe y que el umbral de la violencia baje. La detención en la playa que me has contado. Yo mismo estoy harto de ver cómo detienen a vendedores ambulantes. Y no me hace ninguna gracia, no. Pobre gente, que intenta ganarse la vida como puede en un país lejano. No tiene nada de excepcional.

—¿Y el comportamiento de la gente? ¿Esta especie de apatía generalizada? ¿Este desinterés?

—Deberías ver a mis alumnos durante todo el año. Eso si que es apatía generalizada. No, en serio. ¿Qué ha hecho la gente de raro? ¿Mostrarse indiferentes ante suicidios y muertes de viejos? ¿En pleno mes de agosto? ¿Qué os han dicho exactamente que os haga sospechar? No pasa nada, Víctor. Todo es una mala jugada de vuestro cerebro.

Ruido de motos en la calle. Puertas de coches que se abren y se cierran. Ruedas de maletas.

—Me encantaría que tuvieras razón, Casu. Pero parece todo tan real y tan increíble al mismo tiempo…

—Uno de los síntomas de cualquier psicosis es la negativa del enfermo a ceder ante ninguna explicación que no sea la suya. Por más lógicos y racionales que sean los argumentos, el individuo afectado no los aceptará.

—Cuando hablas de individuo te refieres a nosotros. Nos estás tratando de psicóticos.

—No. Creo que podéis estar sufriendo una intoxicación temporal por causas exógenas, el gengiskhanensis, básicamente. Y que esta intoxicación os puede provocar un Capgras con brotes paranoides leves pero persistentes.

—¿Y por qué en la tele no dicen nada de todo esto? ¿Cómo puedes llegar a estas conclusiones solamente tú?

Irene parece desesperada, no sabe en qué creer.

—¿Lo ves? Es éste el comportamiento al que me refiero. Vuestra mente se está blindando ante razonamientos lógicos y escoge el camino de la persecución. De todas maneras, creo que es un fenómeno esporádico que desaparecerá por sí solo cuando se modifiquen los factores que lo causan. No sé, cuando haga menos calor o cuando la gente se canse de los eucaliptos y comience a abandonarlos en los contenedores como árboles de Navidad. No hace falta que os toméis nada. Algún ansiolítico, como mucho, que tú puedes conseguir, Irene.

—Se debería llevar a analizar el eucalipto —digo.

—Sí. Irene puede hacerlo. Toma algunas muestras del hospital de Vall d’Hebron y trata de que alguien las tramite a toxicología. Sin pruebas clínicas no podemos alertar de nada. Y sin internet no tenemos opción de avisar a nadie.

—Tengo miedo de ir mañana al hospital —confiesa Irene.

—Haced vida normal. Id a trabajar. No podéis evitar los miedos, pero podéis camuflarlos. Mañana terminan las vacaciones de mucha gente y todo irá volviendo a la normalidad. En pocos días pasará, estoy convencido. Cuando tengamos los resultados todo irá sobre ruedas.

Me pregunto dónde está el Casu pesimista que yo conocía.

Tal vez Mr. Hyde se ha tragado al Doctor Jekyll.