De las siete personas del andén de enfrente, sólo hay una que no está callada. Es un chaval de unos veinte años gritándole al oído a una chica que parece ignorarlo.
Nos sentamos en uno de los bancos de en medio, equidistantes entre las dos salidas, por si tuviésemos que echar a correr. Vigilamos las escaleras esperando que Tom Savini aparezca de un momento a otro. O la policía. O quién sabe quién, Lance Henriksenn al acecho para llevarse a la teniente Ripley.
—Mierda —exclama Irene—. Me he cortado.
Tiene la planta de los pies ennegrecida de andar descalza. Dobla la pierna derecha y la apoya sobre la izquierda. En el talón veo un cortecito rojizo, como el ojo de Sauron.
—¿Con un trozo de vidrio?
—Me parece que no. Creo que ha sido una piedra, pero escuece mucho.
El chico que grita empuja a la chica, que, aunque no hace nada por defenderse, tensa el cuerpo. Todos nos quedamos mirando.
—Tiene que haber una explicación para todo esto —piensa Dolors en voz alta.
—Yo… —trato de empezar, pero ella me corta.
—Una explicación racional.
Dos minutos cuarenta y nueve segundos para que llegue nuestro convoy. Uno treinta y siete para el que viene en el otro sentido.
—Vamos a casa —propongo—, ahí podremos calmarnos. Estamos demasiado nerviosos.
—¿Qué ha dicho exactamente tu amigo el poli? —pregunta Dolors.
—Que enviaba a alguien.
—¿Y no habría sido mejor esperar a que llegara la policía?
—¿Tú has visto al vigilante? —tercia Irene.
—Me ha dado muy mala espina —respondo.
—El vigilante hacía su trabajo. Había desconocidos en un lugar en el que no debían estar. Nada más.
—¿Y preferías esperar?
En las palabras de Irene detecto un poso de resentimiento.
—¿Qué te ha dicho el poli? —Dolors la ignora.
—Que esperásemos a que llegara alguien. Que todo terminaría rápidamente y no tendríamos que preocuparnos más.
—Y has colgado.
—Sí.
—Pero nos estaba ayudando.
—¿Tienes ropa mía en tu casa, Víctor?
El chaval vuelve a empujar a la chica. Trato de aguzar el oído, pero no entiendo qué dice. Dos hombres se dirigen a él con aire pausado.
—No es por lo que ha dicho. Es por cómo lo ha dicho.
—Y por eso estamos huyendo sin saber de qué escapamos.
—Me parece que dejé ropa en tu casa —dice Irene—. Necesito cambiarme.
¿Y si hemos reaccionado precipitadamente? Puede que Dolors tenga razón. Quizás habríamos debido esperar a que llegara la policía y nos aclarara qué eran esos cuerpos replicados en la morgue. La misma policía que se queda de brazos cruzados delante de muertes extrañas. Pero ¿no sería mejor que afrontáramos el asunto? ¿Que buscáramos respuestas en lugar de huir de ellas?
Sigo mirando las escaleras con el rabillo del ojo para asegurarme de que nadie nos ha seguido. En mi cabeza van uniéndose todas las piezas de un rompecabezas que parecía imposible de montar. Como en la cita de Sherlock Holmes, una vez eliminadas todas las respuestas ilógicas, la que quede, por improbable que parezca, es la correcta.
Noto una corriente de aire que brota del túnel y me acaricia la cara. Treinta y dos segundos para que llegue el convoy de la vía de enfrente; para el nuestro, un minuto cincuenta.
Observo al chico. Pelo corto y barba de un par de días. Lleva una camisa color salmón que le hace tripa, pantalones pirata oscuros y la bolsa cruzada colgada del hombro. Los dos hombres que se le han acercado no parecen mucho más corpulentos que él, pero lo escoltan por detrás como si fueran los matones de Madonna. La chica es pelirroja y un palmo más baja que él. No abre la boca. Parecen novios, pero por las miradas diría que ahora ella confía más en los desconocidos que en él. Uno de los hombres —bermudas y sandalias, móvil colgado al cuello— coge al chico del codo. El chaval se vuelve y grita no me toques, pero debe de reconocer al hombre que lo tiene agarrado, porque enseguida enmudece. La chica enlaza uno de sus brazos con el que a él le queda libre y trata de llevárselo hacia las escaleras. Le acaricia el pelo como si fuera un perro triste. Él se detiene en seco y dice algo en voz baja.
El metro está entrando en la estación.
El chico forcejea y se zafa de la chica. El hombre de las sandalias lo agarra del cuello y trata de llevarlo al suelo para reducirlo, pero el chico es más fuerte y lo empuja hacia las vías.
El metro está entrando en la estación.
Irene se lleva las manos a la boca.
Dolors grita.
El hombre de las sandalias se levanta a tiempo de que el tren lo embista y podamos oír el estallido de la carne contra las vías.
Al frenar, las ruedas metálicas del metro chirrían.
Nos levantamos para acercarnos a la vía, y lo primero que me llama la atención es que todos permanecen en silencio.
Los vagones nos impiden ver con claridad qué está pasando al otro lado y no nos queda más remedio que vislumbrar entre las ventanas los movimientos del resto de personas del andén. También estaban acercándose al lugar del accidente, caminando parsimoniosos como si fuera la cosa más normal del mundo.
Llegamos a tiempo de ver cómo el maquinista sale de la cabina y se agacha justo donde estaba la pareja que discutía y que ahora ha desaparecido. Oímos ruido de pelea, golpes en el suelo y bufidos ahogados. A través de las ventanas, como en un zoótropo, vemos que las otras tres personas que estaban esperando el metro se congregan.
—Vic —susurra Dolors.
Le hago señas con la mano para que espere. Trato de divisar algún movimiento a través de las ventanas llenas de rayadas del vagón. Escucho con atención, pero los gemidos son cada vez más imperceptibles.
—Lo están matando —afirma Irene.
Pero no podemos saberlo. Sólo vemos a los pasajeros de pie, impasibles y mirando al suelo, donde estarán la pareja, el hombre y el maquinista.
Otra ráfaga de aire caliente anuncia la llegada de nuestro metro. El servicio no se ha interrumpido. No hay anuncios por megafonía. No llega nadie de seguridad. Al otro lado, gente enmarcada en diapositivas que esperan el final de una pelea invisible.
El convoy que se detiene también va medio vacío.
—Entremos —dice Dolors.
Cuando se abren las puertas, la seguimos y nos colocamos en el lado que da a la vía y al accidente.
Distinguimos un brazo en un rincón de la zona de vías, y una sandalia unos cinco metros más adelante. La extremidad tiene el corte cauterizado y no sangra. Un ratón pasa a su lado.
—Es un brazo humano —dice Irene.
Pitidos de cierre de las puertas.
—¿Cómo? —pregunto.
—Parece humano. Sin fibras ni acartonamiento.
Me doy cuenta de que estoy mirando fijamente un brazo amputado y no siento asco. Curiosidad. Miedo. Pero no asco.
Nuestro convoy arranca con una sacudida y se interna en el túnel. El otro se ha quedado parado en la estación y lo dejamos atrás. No sabremos qué ha pasado. ¿Y ahora qué? Irene expresa en voz alta lo que los tres pensamos.
Agarrado a las barras del vagón, miro alrededor. Dos chicas que parecen preparadas para salir de fiesta nos avizoran desde sus asientos.
Por primera vez pienso en términos de Ellos y Nosotros. La distinción es difusa, inexacta y aterradora.
—Ahora vendréis a casa. Necesitamos tiempo para pensar.
Dolors desaprueba la idea con la mirada. Con Irene, no quiere ir a ningún sitio. Estamos empezando, lo nuestro es muy incipiente, y no quiere echarlo a perder con la carga de un pasado presente.
—Necesito descansar, Víctor —dice Irene.
—Llegaremos dentro de cinco minutos.
—Tenías que creerme.
—Te creo.
—Tenías que verlo con tus propios ojos.
Irene mira a Dolors marcando territorio. Dolors aparta la mirada y busca las paradas en el plano que queda sobre la puerta. Ya no me coge de la mano. A cada sacudida del vagón, deja una distancia prudencial entre nosotros para evitar todo contacto.
—Será mejor que ahora no hablemos.
Las chicas siguen espiándonos.
Llegamos a la siguiente estación. Miro por la ventana y busco a alguien sospechoso, pero no sé qué pinta debería tener. Dolors abre la puerta y aprovecho para asomar la cabeza. Nada. Un par de vagones más allá, una mujer sudamericana con un carrito de bebé se esfuerza por subir al tren.
—Os dejo —dice Dolors—. Tenéis mucho de que hablar.
—No —respondo tratando de no alzar la voz.
Ella baja al andén y levanta la mano para despedirse.
—Estoy preocupada por mis padres.
—Pero…
Las puertas se cierran. El metro sigue su trayecto. Sin saber muy bien por qué, me siento culpable.
—No puedes confiar en nadie, Víctor —concluye Irene—. Siempre has tenido razón.
Irene mira debajo de la cama y en los armarios. Revuelve entre la ropa y abre cajones. Busca dentro de la lavadora y entre los geranios del balcón. Finalmente, se da por vencida y se encierra en el baño para ducharse.
Tengo un par de pantalones que no se llevó y unas chanclas suyas arrinconadas en la caja de los zapatos. Con cualquier camiseta de las mías ya se las apañará. Ropa interior… cojo unos boxers que me quedan estrechos desde hace tiempo. Oigo cómo el agua la moja y la recuerdo desnuda. Me pongo nervioso y enciendo la tele para que me saque la imagen de la cabeza. Volver a tenerla en casa es como borrar el año pasado. Como si entre nosotros no hubiera sucedido nada. Pero sé que no es así.
—¿Has encontrado la ropa? —grita desde el baño.
—Sí. Estoy al otro lado de la puerta. Siempre estoy al otro lado de todas las puertas.
—Déjala fuera.
Un sábado por la tarde y en la tele sólo dan cámaras ocultas y telefilms larguísimos que terminan justo antes de las noticias. Voy cambiando de canal como en una ruleta. El agua se detiene y el rumor del calentador enmudece. Bajo el volumen del televisor. Puedo oír los pies húmedos de Irene pisando las baldosas. La toalla frotándole la piel. Vuelvo a subir el volumen justo a tiempo de ver la noticia de portada.
Dos golpes de Estado en Perú y Bolivia. Las informaciones son confusas, y los enviados especiales hablan a través del teléfono por satélite. Debido a los brotes descontrolados de la nueva gripe, los dos países sudamericanos llevaban dos semanas en estado de emergencia, con el ejército en la calle y vigilando las fronteras. El periodista hablaba de sublevaciones populares protagonizadas, en su mayoría, por campesinos que habrían asaltado los ministerios de sendos países y habrían asesinado a sus representantes políticos. No hay imágenes, tan sólo un mapa con Perú y Bolivia resaltados en tonos rojos, y un recuadro con la foto del corresponsal en la parte inferior derecha de la pantalla. Estados Unidos, como siempre, ha condenado las acciones. Chile y Brasil han amenazado con enviar al ejército si las hostilidades no cesan.
Irene entra en el comedor con una toalla a modo de turbante.
—¿Dicen algo?
—Se está preparando una muy gorda.
—¿Qué crees que es?
—No lo sé. Me da miedo pensarlo.
—La gente cambia.
—Sí.
Irene se desploma sobre el sofá y mira la televisión.
—En la tele no dicen nada.
—Pero está pasando.
—Creo que sí.
Cierra los ojos.
—Aquí estoy segura.
—Sí —respondo por inercia—. Este sofá está adquiriendo fama mundial. El otro día Diego cayó frito en cuanto lo vio.
—¿Diego estuvo aquí? —pregunta con un hilo de voz.
—Sí.
—¿Cómo está Sonia?
Irene y Diego nunca tuvieron mucho trato; pertenecen a mundos distintos.
—También ha cambiado.
—¿Tú los reconoces?
—No lo sé. Diego me contó que habían discutido porque parecía que ella estuviera confabulando.
—No puedo distinguirlos, Víctor. Son ellos. Siguen siendo ellos, pero algo falla.
Bosteza.
Querría preguntarle por su novio. Saber quién es, cuánto tiempo llevan juntos. Si cuando vivía conmigo ya lo conocía. Pero no me atrevo.
—No sabemos nada del fenómeno: ni cómo pasa, ni por qué pasa. —Me levanto y voy a la cocina—. ¿Quieres cenar?
Creo que responde que no.
Abro un sobre de sopa y pongo el agua a hervir. Retomo mis pensamientos en voz alta.
—No sabemos si está pasando o si son imaginaciones producidas por… yo qué sé… por la mutación de la nueva gripe. Por el Lázaro este. No lo sé. —Me preparo una tortilla en silencio, no se oye más que el ritmo metálico del tenedor contra el plato, clac clac clac clac—. En internet leí que esta especie de eucalipto podía causar alucinaciones. ¿Quién nos asegura que no se trata de una intoxicación masiva?
Salgo con el bol de sopa quemándome los dedos y un plato de tortilla a la francesa.
Irene duerme, está agotada. Respira profundamente, pero, a la vez, parece relajada. Ceno sin quitarle la vista de encima. La cojo en brazos para llevarla a la cama y entreabre los ojos, húmedos. Esboza una sonrisa y vuelve a cerrarlos. La dejo sobre las sábanas y le quito la toalla esparciendo sus rizos sobre la almohada.
Vuelvo al comedor. Cojo el teléfono y llamo a papá, pero salta el contestador. Debe de estar en casa de Roser, pasando el fin de semana. Espero que esté bien.
Dolors me gusta. Es espontánea y divertida. Tenemos gustos muy parecidos, música aparte. No soporto a sus amigos y a ellos tampoco les gusto demasiado. Y, además, es guapa. Pero sólo nos hemos visto dos veces y ya he hecho que se sienta mal. Es lo que siempre me pasa en mis relaciones: tarde o temprano, las pongo en una situación incómoda. No lo hago aposta, en mis acciones no hay dolo; sólo podrían condenarme por un delito de lesiones sentimentales por omisión. Con reincidencia, eso sí.
Como el tiempo está muy bochornoso, esta noche me irá bien dormir en el sofá. Abro la puerta del balcón. Salgo afuera. Me gustaría poder ver las estrellas como desde casa de Dolors, pero las luces del barrio amurallan el firmamento. No hay luna. Voy a la cocina y me sirvo un vaso de agua fresca de la nevera. Hace días que los perros del señor Armando no ladran. El niño no llora. Todo está inhóspitamente tranquilo. Vuelvo a salir al balcón y doy sorbitos con la mente en blanco, contemplando las nubes rosadas que se cierran sobre la ciudad. Intuyo un movimiento en el edificio de enfrente. Es Murdoch, el vecino. Está en su balcón, la luz del comedor recorta su silueta. Una sombra inmóvil.
Creo que me mira.
Como si fuera uno de ellos.