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Neus no ha dejado de llorar desde que hemos salido del piso del señor Brau.

La ambulancia ha trasladado al abuelo hasta el hospital de Vall d’Hebron junto a Mary Ann. Está estable, ha dicho el calvo antes de cerrar las puertas y encender las sirenas. Los mossos han decidido ignorarnos, una vez más.

Llamo al señor Estragués, mi amigo de la científica, sin saber muy bien para qué. No coge el teléfono.

Después busco en la agenda «Yoyo trabajo». Contesta al segundo tono.

—Dime, Víctor.

—¿Cómo va?

—Fatal. Se ha ahorcado en su habitación durante la noche. —Oigo el ruido del tráfico, debe de estar ya en la calle—. Cuando la teefe la ha encontrado, en el piso estaba toda la familia, hijos y nietos.

—¿Ya se la han llevado?

—Sí, sí. Todo ha sido muy rápido. ¿Y el tuyo?

—Después te cuento. Ahora tengo que ir a comer con Neus, que está muy afectada.

—OK.

—Yoyo.

—¿Sí?

—¿Ha dejado alguna nota?

—No he visto nada. Cuando he llegado, la familia ya lo había ordenado todo. No han esperado ni a descolgarla, prácticamente.

Neus me escucha anonadada. No sabía nada de otro suicidio, y está atenta a mi lado. Perpleja.

—Hablamos más tarde.

Clic.

—Cogemos el metro para ir a L’Hostalet, el restaurante que queda cerca de casa. Tiene las mesas blancas y las paredes de un color burdeos relajante, no encaja en el barrio. Nos atiende Manuel, el camarero con pinta de tener su cuenta de Facebook llena de fotos desmadradas.

—Salmorejo de primero y confit de pato con manzana de segundo. Agua, gracias.

—Tengo miedo, Víctor.

—Ha sido un accidente. Quería tomarse la medicación y se ha confundido, eso es todo.

—No, no es todo. Mis usuarios. Están muy extraños.

—Es normal. El verano está siendo muy caluroso, y eso, a los abuelos, los afecta mucho. Los descoloca y hace que se comporten de forma rara.

Éste soy yo, repitiendo sin ninguna credibilidad las palabras de Yoyo.

—Hace años que trabajo con ancianos, y nunca había visto algo tan exagerado.

—Es un mal día. Una mala semana.

Manuel nos trae los primeros. Sigo hablando, pero me doy cuenta de que estoy intentando convencerme a mí mismo. Ya verás como todo regresa a la normalidad.

—Tengo miedo que la señora Rosa haga alguna burrada. O el señor Dalmau. O la Collados. Y empiezo a pensar cosas que… igual me estoy volviendo panorámica.

—Paranoica.

—Eso.

Bebo un poco de agua para aclararme la garganta.

—Esta tarde llamaré a la señora Rosa, a ver si se le ha pasado la obsesión esa con su marido.

—No es la única. El señor Dalmau también piensa que la gente lo engaña. El viernes no quería abrir la puerta. Decía que yo no era quien decía ser. He pasado un buen rato en el rellano hasta lograr convencerlo.

—No me lo dijiste.

—Era tarde y no quería molestarte. Al final, cuando he entrado, me ha estado contando que no quiere ir a al centro de día porque sus amigos mienten. Que al principio pensaba que le estaban tomando el pelo, pero que ha descubierto que no son ellos.

—¿Que no son ellos?

—Tal vez no lo he entendido bien. Mezclaba historias. Me contaba anécdotas de cuando era joven y discusiones que había tenido la tarde anterior. Como hace siempre, pero mucho más excitado.

—¿Has dicho que la señora Collados también actúa de forma extraña?

—Sí. No quiere ir a casa de su hija.

—¿Por qué?

Por el rabillo del ojo, veo que Manuel está atento a todo cuanto decimos. Bajo la voz y repito:

—¿Por qué?

—Dice que su hija está emperrada en que duerma. Que no para de pedirle que se eche una cabezadita. Y tiene miedo de que le haga algo mientras duerme.

—¿Caterina? ¿La hija de la señora Collados? Si es un trozo de pan.

—Sí. Pues la señora Collados se niega a ir su casa.

Una pregunta estúpida me cruza por la mente.

—¿La señora Collados tiene alguna planta de eucalipto en su casa?

Neus pone los ojos en blanco, tratando de recordar.

—¿De esas que están de moda?

—Sí.

—No. No tiene ninguna. Y mira que ahora están por todas partes.

—¿Y el señor Dalmau?

—Él sí. Se la regaló una sobrina la semana pasada.

—¿Y tú tienes alguna?

—No.

Pedimos el postre. Neus me dice que quiere ir a ver al señor Brau al hospital. Le contesto que seguramente estará en la UCI y que no le dejarán recibir visitas. De todos modos, le doy la tarde libre. Puedo encontrar una sustituta, así que mientras nos tomamos el café llamo a Elena para que me mande el número de teléfono de una teefe que la reemplace. Aprovecho para hablar con Carme y pedirme la tarde libre.

Se muestra comprensiva. Inusualmente comprensiva.

—Claro, Negro —dice Carme—. Descansa.

—Llamaré a la señora Rosa desde casa y adelantaré trabajo.

—Tranquilo, Negro. Aprovecha para relajarte. Duerme y mañana estarás como nuevo.

Eucalyptus gengiskhanensis.

Casu siempre dice que, hoy en día, la sabiduría consiste en leer más allá de la tercera página de resultados de Google. La búsqueda me ha llevado hasta la quinta.

Había visto varias modas: el cactus para absorber las radiaciones de los monitores de los ordenadores o plantas carnívoras que se tragan los mosquitos que sobrevuelan la basura los días calurosos como hoy. Cuando era pequeño, no conocía a nadie que no tuviera un geranio en la ventana o unas plantas de menta en un tiesto. Actualmente, si Picasso volviera a pintar las azoteas de Barcelona, tendría que ir a comprar más tubos de verde marihuana.

Recuerdo también los vahos de eucalipto cuando, de pequeño, se me congestionaban los bronquios. Estar de rodillas al lado de cama, en pijama y como preparado para rezar, y taparme la cabeza con una toalla de Sport Billy, como los fotógrafos del salvaje Oeste. Aspirar fuerte y sentir todo el vapor internándose garganta abajo, quebrando las paredes de mucosidad a golpe de calor. Me imaginaba las naves de Érase una vez el cuerpo humano disparando contra todos aquellos monstruos que habitaban en mi interior envueltos por una niebla verdosa y terrorífica que provenía de las plantas escaldadas en el balde.

Por lo que leo en la página (en inglés, especializada en bonsáis y con fotografías e ilustraciones de muy baja resolución), Eucalyptus gengiskhanensis es una especie muy rara, más pequeña que Eucalyptus globulus que llegó de Australia en el siglo XVII. Tiene su origen en el desierto de Gobi. Según parece, hay referencias a apariciones esporádicas y muy puntuales de la planta en los últimos dos siglos, siempre limitada a su ámbito en el extremo oriente. Aunque no existe constancia de que el emperador mongol hubiera tenido contacto con esta especie, fue bautizada como gengiskhanensis (literalmente «El Príncipe Universal») por su ubicación y por ser capaz de resistir altas temperaturas y condiciones climáticas extremas. La principal y más notable diferencia con Eucalyptus globulus, más allá del tamaño, es que no necesita agua para sobrevivir. Por los dibujos, deduzco que, si no es el mismo, es muy parecido a los eucaliptos que han colonizado la ciudad de un día para otro.

Voy directamente a las propiedades de la planta, que se despachan muy brevemente en un par de líneas: se ha observado que, en infusiones, puede producir efectos narcóticos; entre los nómadas mongoles se han detectado algunos casos de conductas alucinatorias. Y nada más.

Nueva búsqueda «eucalyptus gengiskhanensis», así, entre comillas. Para que no haya distorsiones.

Sólo aparecen cuatro resultados. Dos son ecos de lo que ya he leído reproducidos en otras webs de botánica. El tercero es de un blog escrito en cirílico, del que no entiendo ni papa. El nombre científico del eucalipto aparece escrito en caracteres latinos bajo la fotografía de un ejemplar solitario en medio de un desierto con piedras y dunas en el horizonte. En esta ocasión, la fotografía tiene suficiente resolución, pero no proporciona ningún tipo de información.

Мы на середине пути, в песках Хонгорин Эльс, на одинаковой дистанции, как от Улан-Батора, так и от Иньчуаня.

Дни подряд мы видим песок, песок и только песок… и не разговариваем друг с другом. Без сомнения, это самая трудная часть нашего путешествия, уже нельзя не свернуть, не сбежать, не вернуться назад. Монголы были веселы и улыбчивы до вечерней ссоры. Нам так тяжело, что уже всё равно. Песок изрезал нам губы и чай, что нам дают, печёт желудок.

Думаем о гостинице «Марко Поло».

Спутниковая связь очень слаба и я пытаюсь использовать каждый подходящий момент, что бы выйти на связь. Погода отвратительна и мы устаём всё больше и больше.

Надеюсь, что добравшись в Иньчуань, сможем отдохнуть.

Здесь нет жизни. После остановки на неделю в Бодо, что бы набраться сил, мы видим только камни.

Но сегодня мы столкнулись с экстраординарным феноменом.

Андрей почуял какой-то запах. Мы остановили экспедицию и начали искать, откуда он шёл. Андрей сказал, что пахло конфетой от кашля.

Наконец, за одним из барханов, обнаружился кустик эвкалипта.

Без цветов, но живой и свежий. Как кустарник, говоривший с Моисеем и направивший его через пустыню.

Ариунбат запретил нам трогать растение, сказав, что оно проклято. Он, как правило, преувеличивает, но он работает гидом и чем экзотичнее кажется путешествие, тем больше его оплата.

Примерно то же самое случилось на привале Барун Хунае, когда он нам рассказывал, что звёзды спускаются сюда для отдыха каждые 1000лет.

После того как я сфотографировал кустик эвкалипта, Андрей оторвал от него веточку и положил в карман.

Монголам это не понравилось, они на нас накричали и заставили сжечь кусочек растения на глазах у всех.

Ариунбат не хотел ночевать в этом месте, но мы его убедили. Он перестал с нами разговаривать и остальные монголы на нас косо посматривают.

Андрей, когда все заснут, собрался оторвать ещё одну веточку.

Это опасно, но возбуждающе.

Наше приключение в пустыне.

Selecciono el texto con el ratón y abro otra pestaña en el navegador para activar el traductor online. Copio la entrada del blog y pongo traducir al castellano.

Estamos ecuador camino a Hongorïn Els, la misma distancia de Ulan Bator a Yinchuan.

Días atrás, vemos que sólo arena, arena y arena, y no hablar de nada aquí. Ésta es sin duda la parte más difícil de viajar, porque no hay ninguna posibilidad de escapar. Este tiempo, los mongoles, que siempre feliz y sonriente, hablan. Nosotros queremos hablar nada. Arena, que cortar los labios, y el té nos dan quema el estómago.

We miss hotel Marco Polo.

Las comunicaciones por satélite son débiles, y que tendré que gastar el tiempo en que no hay tormentas para conectarse. Lo estamos haciendo muy mal, y todos estamos cansados.

Espero que llegamos a coger el estado de ánimo cerca de Yinchuan.

No hay vida en ningún lugar. Vimos sólo las piedras, desde nos detuvimos en el Bogd una semana para restaurar descanso.

Hoy, sin embargo, encontramos un fenómeno único.

Andrei olió algo de la nada. Paramos expedición, y comenzó a buscar donde llegó el olor. Dijo que como los caramelos para la tos.

Por último, en las dunas de arena, sólo encontramos una maraña de eucaliptos. Fresco, sin flores pero vivo. Al igual que con la Biblia, que arbusto habló a Moisés, para cruzar el desierto.

Ariunbat nos dijo que pasar por alto. Son las plantas malo que no deben ser tocadas. Ariunbat este sentido y por lo general es muy exagerado, como más exótico viaje más propina. Ya hecho otras veces, por ejemplo, cuando acampar Barun Khurai y nos explicó que estaban cayendo las estrellas a dormir cada mil años en esta cordillera.

Andrei comenzó la tala de eucalipto y se llevó en el bolsillo, después que yo fotografié.

Los mongoles no les gusta, y ha sido abucheado, y Andrei quemaron un pedazo delante de todos.

Ariunbat noche no quería hacer aquí, pero hemos persuadido. No a nosotros habla, y el resto de la expedición que son disgustados.

Esta noche, cuando todos duermen, Andrei cogerá un pedazo oculto. Esto es arriesgado, pero interesante. Nuestra aventura en el desierto.

Leo la fecha del post: es del verano del año pasado. El perro de los vecinos ha activado el modo repeat all disc y ya hace un rato que ladra con ritmo sincopado.

Busco la página de inicio del blog y descubro que sólo tiene dos entradas nuevas. Una es de ocho días más tarde.

Estoy muy preocupado.

Al amanecer, Andrei ya no está en la tienda.

Se realizaron búsquedas en toda la mañana y el día, pero ahora tememos que la noche oscura que se pierde y se alejas. Pudo orinar por la mañana y desorientó.

Los mongoles, pero, el susurro entre ellos. Ariunbat me preguntó cuando estábamos comiendo, si regresamos a la planta.

Le digo que no.

Andrei cogió parte de ella y guardarlo en su macuto. Los mongoles deben sentir un olor. Espero que Andrei está bien.

He enviado email a la embajada rusa en Ulan Bator, con nuestra posición en el GPS. Espere a que el equipo de rescate, y podemos encontrar un lugar seguro Andrei.

Los mongoles que acompañanan está muy enfadados.

Estoy miedo.

La última es del día siguiente:

Esta noche no se duerme.

Andrei no aparece, pero los camellos y los caballos eran muy nervioso. Una tormenta se aproxima.

Espero rescate.

Ariunbat dice que quiere salir, no esperar a Andrei.

A él yo digo que no pagamos y él escupir en el suelo.

Mañana parten, pase lo que pase.

Y termina aquí. En seco.

Busco información sobre la expedición. Cualquier cosa me sirve. Excursionistas desaparecidos en verano. El despliegue del rescate por parte de la embajada rusa. Me frustra encontrarlo todo en cirílico, ya sea en la prensa rusa o en la mongola.

Abro el correo y escribo a Casu un mail en el que adjunto el enlace al blog. ¿Quieres conspiraciones? Sólo faltan los hombres de negro persiguiendo a Mulder y Scully por el desierto de Gobi.

Me doy cuenta de que empiezo a imaginarme sandeces y me obligo a parar.

Leo los periódicos digitales sin encontrar rastro alguno de noticias relacionadas con los suicidios. Tampoco ha aparecido nada de la muerte de la señora Herminia, la semana pasada.

Tengo que salir a airearme. Y a comprar algo para comer, que estoy con la nevera vacía y no bajarán los extraterrestres a llenármela.

Sonrío.

Tienes mucha imaginación, me decía mi padre cuando de pequeño aseguraba que había visto la sombra de una bruja en la puerta de la habitación. Hoy todavía puedo asegurar que la vi, con su sombrero oficial de hechicera y la nariz gruesa y aguileña, dispuesta a meterme dentro de un saco en el momento en el que yo sacara la cabeza de debajo de las sábanas élficas de la invisibilidad.

Una pareja joven, unos gitanos, revuelven el contenedor de la basura y encuentran ropa. Desperdigados a su alrededor, un montón de objetos que alguien ya no quería: una máquina de escribir, un castillo de juguete, libros regalados por una caja de ahorros de cuando las cajas regalaban libros, o una pistola de agua con la empuñadura agrietada. Cuando sale del interior del contenedor, el chico me mira con desconfianza, como si quisiera quitarle la chaqueta gastada que acababa de encontrar.

Ángeles me pone una cerveza en la Bodega Eduardo y me pregunta si he visto alguna cosa extraña últimamente.

—No sé, algo podrido o así —matiza.

Ángeles es una adicta a CSI, igual que mi padre. Si yo volviera a nacer, sería CSI, repetía cada vez que me veía. Está enganchada a todas las series donde se ven vísceras y lee todos los artículos de Muy Interesante que traten los fenómenos cadavéricos. Una vez visitó la piscina de cadáveres del hospital Clínic donde se hacen las prácticas de Medicina, y no pierde la oportunidad de recordar la utilidad que le dan a los arpones.

—¿Has oído algo? —pregunto.

—No, pero como trabajas con gente mayor, y con este calor se quedan pajaritos en sus pisos sin que les encuentren en días…

No es morbosa, aunque lo parezca. Es su forma de encontrar una vía de escape a la rutina.

—No, Ángeles. No he visto nada últimamente —miento.

Me trae unas olivas y un cliente con voz carrasposa grita bien alto que lo que están haciendo en las empresas no tiene nombre; que con la excusa de la crisis, están aprovechando para despedir a diestro y siniestro. Otro cliente con la camisa abierta hasta las rodillas y un palillo en la boca asegura que con Franco no había ni crisis ni ostías. Un tercero se une al grupo y dice que a su padre lo fusiló Franco, que así claro que no había que despedir a nadie.

—Sacaban cachos de piernas y brazos con el arpón. Así, zas, en la piscina, como cuando cazan las pobrecitas focas en el polo norte. Tendrías que haberlo visto —continúa Ángeles.

—Lo de las focas es un crimen —añade el de la voz de Paco Rabal.

Los armenios siguen montando vigilancia en la esquina. Pasan dos mulatas en bikini y tejanos a ras de nalga camino de la piscina, y se las quedan mirando. Una de ellas se envalentona: ¡dame un beso! Las chicas aceleran el paso y las amigas aplauden. Suben el volumen del coche con Shakira y su tortura. El Puma levanta las cejas al verme pasar cargado con bolsas del supermercado. No sé si es un saludo o una advertencia tipo estamos aquí y te dejamos pasar porque somos misericordiosos.

En este barrio las tardes de agosto no presentan mucha actividad. Hace tiempo que las librerías desaparecieron, los videoclubes ha muerto estrangulados por el emule, y la única tienda abierta es de unos chinos que venden flotadores, pelotas de plástico con la cara del último ídolo juvenil y brocas de baratillo para bricolaje de urgencia. Llego hasta la heladería y paso al lado de un hombre que sostiene a una niña de poco más de tres años sobre el tocón de un árbol de la Vía Júlia. No se aguantaba el pipí y han decidido regar con sales minerales el pobre plátano, que bastante padece la canícula y los repartidores de propaganda que le pegan los carteles de se vende piso para entrar a vivir. Un cucurucho de straciatella más tarde, llamo a mi padre.

—¿Sabes algo de Ricard? —pregunto.

—No, ¿y tú?

No debería haberlo hecho. Lo preocuparé aún más. Y yo mismo seguiré rumiando qué habrá pasado con mi hermano. No es normal que desaparezca durante tanto tiempo.

—No te creerás lo que me ha pasado hoy.

—Espera, que pongo el manos libres, estoy conduciendo.

—¿Adónde vas?

—A ver a Roser. Hoy comeremos juntos.

—Papá, hoy es lunes. Esta noche no hay ningún restaurante abierto.

—Voy a su casa. —De repente se oye el ruido del motor de su Opel Corsa, y cuando vuelve a hablar, parece que lo hiciera desde el interior de una lavadora—. Ahora. Cuéntame, ¿qué te ha pasado?

No me parezco a Donald Sutherland.

Los dos somos altos y delgados, pero mi pelo es negro y liso, y el suyo, de querubín, rubio y ensortijado. Y lleva bigote, detalle que no soporto. Y yo no vestiría jamás la gabardina que él lleva en La invasión de los ultracuerpos.

Pongo el DVD después de cenar una tortilla con patatas fritas y ensalada. Hacía siglos que no la veía y hoy me apetecía. Esporas del espacio exterior que llegan a la Tierra y empiezan a replicar las especies que la pueblan hasta colonizarla por completo. El padre de Jack Bauer es un inspector de sanidad que empieza a notar que la gente que lo rodea se comporta de un modo distinto. Sin emociones, sus amigos están cambiando. Resulta que las plantas extraterrestres se dedican a clonar a las personas para suplantarlas, pero cuando Sutherland y una amiga lo descubren, ya es demasiado tarde: sólo les queda huir y confiar en que no los capturen.

La actriz que hace de amiga —Brooke Adams—, sin embargo, me recuerda a Dolors.

Tengo que llamar a Dolors, ya que estamos. Ahora no, es demasiado tarde, pero mañana sí, sin falta.

Si somos lo que vemos, como dice Laszlo Brau, esto influye en nuestro modo de comprender el mundo. Si adoro las películas de terror sobre muertos vivientes o extraterrestres alexitímicos y aficionados a la botánica, es más que probable que, a la hora de entender lo que estoy viendo, todo esto lo use de filtro.

La gente se comporta de forma peculiar. Hay un homicidio imprevisible. Se suicidan tres usuarios en un solo día. ¿Qué explicación busco? Me remito a todo lo que me ha hecho ser quien soy. Existen explicaciones psicosociales, razonamientos teóricos que podría extraer revisando los apuntes de la carrera. Seguro. O podría llamar a Casu para que me tranquilizara. Pero mi cerebro recurre a la ficción. A las novelas que he leído. A las canciones que he escuchado. Quizás eso se deba a que siempre tratamos de que la realidad se acerque a la ficción. O a que en la ficción todo tiene una causa clara y categorizar y racionalizar nos resulta más fácil. En el mundo real, la explicación más convincente es el caos: multitud de pequeñas causas que escapan a nuestro control y que terminan influyendo en millones de hechos aparentemente insignificantes que nos condicionan de forma inexorable.

Mi marido no es mi marido, dice una mujer en la película.

Cojo el teléfono del trabajo y veo una llamada perdida. Compruebo el número. Laszlo Brau. A las nueve de la mañana. Poco antes de que lo hallaran, inconsciente, en el sótano de su casa. ¿Por qué iba a llamarme antes de suicidarse?

Marco el número de la señora Rosa.

Al cabo de seis tonos, alguien coge el teléfono.

—Dígame —dice el hombre.

—¿Señor Eliodor?

—Sí, dígame, ¿quién habla?

—Hola, señor Eliodor. Soy Víctor.

—¿Quién?

—Víctor Negro, el trabajador social.

—¿Qué quiere?

—Quería saber cómo se encuentran. Su mujer estaba un poco pachucha la semana pasada. Llamaba para ver si estaba mejor.

—Sí, sí, ya está mejor. Ya estamos mejor los dos.

Silencio incómodo.

—¿Puedo hablar con ella?

—¿Por qué?

—Quiero oír su voz.

—Ahora se la paso.

Cloc. Ha dejado el auricular sobre la mesita. Oigo que habla, ruido de fondo. ¿Quién es?, pregunta ella. El trabajador, que quiere saber cómo estás, responde él. ¿Qué quiere? Hablar contigo. Cloc.

—Dígame.

—Señora Rosa, soy Víctor.

—Hola, Víctor.

No llora. La noto fuerte.

—¿Cómo se encuentra hoy?

—Bien, bien.

—¿Ya está mejor?

—Sí, gracias.

—¿Y cómo está su marido?

—Mi marido está bien. Ya he hablado con él.

—Se lo pregunto por lo que me contó el otro día.

—Nada, nada, olvídalo, Víctor. Es agua pasada.

—¿Segura?

—Sí, sí. Gracias por llamar. Me faltaban horas de sueño y este fin de semana he podido dormir bien. Estaba muy nerviosa, pero ya estoy bien.

—Me alegro, señora Rosa.

Oigo al marido, que le dice que cuelgue.

—Buenas noches, Víctor.

Cuelga.

Me estoy quedando dormido en el sofá. Como ya he visto la película, no me importa dejarme llevar por el sueño. Primero, cerrar los ojos y escuchar los diálogos. Mariajo saliendo esposada del piso con la boca apestando a eucalipto; el papa viajando a Dubai en camello; Laszlo Brau llamándome y diciéndome que debemos combatir contra los nazis, que están entre nosotros. Sueño.

Me despierto de repente por lo que parece un petardo o un tiro en la calle. Salgo al balcón y veo que los vecinos del edificio de enfrente también están atentos, buscando el origen de la detonación. Estoy destemplado. Voy a la cocina y me preparo un ColaCao bien fresquito. ¿Qué hora es? Vuelvo al comedor y a la tele, Donald Sutherland retrocede hasta la puerta de la lavandería. El coreano que habla con él tiene media sonrisa en los labios, como los niños que mienten tan mal que saben que terminarán pillándolos.

—No, no, mi mujer está bien. Está mejor ahora, mucho mejor ahora.