—¡No luchas por nada!
Más que de enfado, la cara de Irene era de decepción. Y de cabreo también, vale. Pero la decepción ocupaba un peldaño superior en el ranking de emociones faciales.
—No entiendo por qué me dices esto precisamente ahora.
Para tratarse de uno de los abriles más lluviosos que recuerdo, el sábado se había levantado bastante claro. Como si la primavera estuviera emitiendo un tráiler del próximo verano: sol, temperatura agradable y unas ganas inmensas de salir a la calle.
Así que ese día todo pintaba bien. No hacía ni dos meses que habíamos firmado la hipoteca y ya empezábamos a instalarnos en el pisito de la calle Tissó los fines de semana. Si de mí hubiera dependido, habría sido capaz de dormir en una caja de cartón y de comer en platos de todo a cien, pero Irene se había empeñado en tener cortinas, cama y muebles antes de mudarnos al piso definitivamente.
Ahora, en la distancia, entiendo que sentía pánico. No estaba segura de la decisión de ir a vivir juntos, pero los acontecimientos la habían empujado a ello. Ella apostaba por ir de alquiler, pero apareció mi padre para desembolsar una pasta sacada de no se sabe dónde para pagar la mitad del piso. En ese momento tendría que haber advertido que Irene se sintió obligada; no tenía el cañón de un revólver apuntándole a la cabeza, pero la obligaba una especie de imperativo moral que, por lo visto, reina en la familia Corvo. Ahí se sentaron las bases para la derrota. Irene, su fuerte personalidad, había cedido en el primer combate. Y no estaba dispuesta a perder ni un solo palmo más en el campo de batalla. Que la relación terminara derrumbándose sin armisticio posible sólo era cuestión de tiempo, eso resultaba evidente. Pero, ya se sabe, estas cosas no se ven cuando tienes balas silbando por encima de tu casco, sino cuando estás en el hospital con una pierna amputada y una enfermera cebándote de puré de verduritas con una cuchara.
IKEA fue nuestro primer Estalingrado. Ni siquiera habíamos empezado a conquistar Europa, y ya caíamos en los puentes del Volga.
Nota mental: no ir nunca, nunca jamás, a un IKEA un sábado a mediodía.
—Joder, Víctor, tengo que hacerlo yo todo. ¡A ti todo te parece bien!
—Lo que tú escojas me parecerá bien.
—Esto es algo que tenemos que hacer entre los dos, pero el peso lo llevo yo sola.
—Estoy aquí, ¿no?
Con «aquí», en caso de que deba detallar con precisión, me refería a la planta de complementos para el hogar, lo más parecido a un refugio nuclear en días de bombardeo, con una multitud enclaustrada que atacaba las costillas ajenas a golpes de codo y de carrito para transportar muebles (que alguien, sin saberlo, diseñó como el arma perfecta para seccionar tobillos). Habíamos dejado atrás los comedores, los sofás, los despachitos, los dormitorios y las cocinas, a razón de mala cara por sección. Con las aglomeraciones no puedo pensar. Me agobio. Odio a la humanidad y a todas sus consecuencias. Irene se paraba a mirar el precio de una silla Verksam (199€) y yo la perdía de vista. Una mezcla entre el White Chappel de Jack el Destripador y Cuando el destino nos alcance, la peli esa de Charlton Heston en la que el gobierno aniquila el excedente de población adulta y la convierte en unas pastillas de nombre Soylent Green que, a su vez, sirven para alimentar a los vivos. Estaba rodeado de suficientes provisiones de Soylent Green como para alimentar un país subsahariano durante un año.
Irene volvía a aparecer entre clientes con camiseta sin mangas (razón más que suficiente para justificar un genocidio) y me decía ven a ver esta silla. Para terminar lo antes posible, cuando me la enseñaba yo le decía que, por mí, perfecto; que si a ella le gustaba, a mí también.
Una vez, funciona. Cuando ya lo has hecho con tres estanterías (se supone que tienes que escoger la que más te convence: Billy, Bergsbo o Kilby) y con el color de las mesillas del dormitorio, es cuando empiezan los morros. De aquí a los reproches sólo media un comentario sarcástico en el momento equivocado.
Y yo produzco sarcasmo en cantidades industriales.
—Para ti es muy cómodo. Deja que Irene escoja los muebles; deja que Irene dé de alta la luz, el agua y el gas. Deja que Irene lleve el timón de esta relación.
Eso me dolió. Le dolería a cualquiera. Incluso a un vaso Diod de color rojo (1,99€).
—No es cierto.
Nos detuvimos. Discutir requiere estar quieto. No te puedes pelear mientras caminas, porque necesitas enfocar. En las películas se ve a gente que discute caminando, pero es falso. Puedes dar un par de pasos mientras te hablan, como mucho, pero a la hora de argumentar no debe producirse desplazamiento alguno. Lo tengo empíricamente demostrado.
Tampoco podíamos movernos mucho, porque el atasco de carros abarrotados de chorradas inservibles nos tenía inmovilizados. Vas a IKEA pensando en comprar un mueble para la tele, y sales de ahí con un juego de bandejas extraíbles con compartimentos (Anordna Lyx, 14,95€).
—Joder, Víctor. Tu padre te ha criado como si fueras hijo único, y ahora yo tengo que hacer de madre.
Dos cosas:
Una. La expresión «joder, Víctor» es una de las preferidas de Irene. Ni «pichurri», ni «cari», ni «mi vida». Cualquier terapeuta conyugal detectaría cierta hostilidad en el trato de pareja.
Dos. Irene y mi padre no se llevan bien. A él no le gusta Irene, y ella lo nota y le devuelve la bola en una dejada sobre la red. Que mi padre hubiese hecho una inversión fuerte en el piso (señal de que, a medio plazo, lo dejaríamos y a ella no le quedaría más remedio que irse a vivir a otro sitio) no facilitó las cosas.
—Si tienes que hacer lo que hizo mi madre, ve tirando hacia el aeropuerto a buscar unos billetes de avión, que lo único que hacemos aquí es perder el tiempo.
Silencio.
No un silencio total, porque el galimatías de clientes que levantaba la voz y un par de cajas de platos rompiéndose al tocar el suelo no puede describirse como silencio monacal, pero sí un silencio entre nosotros dos. Un silencio de esos tensos, de obra de teatro de actores vestidos de negro.
—Vámonos —dijo ella.
—No, no. Hemos venido por los muebles, y yo no me voy sin comprar muebles.
—No. Ahora no quiero, Víctor. Vámonos.
Otro silencio. Estaba molesto. Quería olvidarme del asunto, poner mi mejor cara y darle un beso. Va, no te enfades. Peleas de enamorados. El problema radicaba en que yo no las tenía todas conmigo: ¿estaba Irene enamorada de mí? Sí, era muy cariñosa en la intimidad, hacía que me sintiera muy cómodo, muy bien. Pero esos momentos eran chispas en un aguacero de desencuentros. Yo creía que con el tiempo podría arreglarlo, como quien hace que una radio que falla vuelva a funcionar. Diría que ella estaba convencida de que podía hacerme cambiar. Si ahora volviera con Irene, todo sería distinto. Podría enderezar la historia. Sé dónde fallé y podría rectificar.
El aparcamiento estaba saturado de coches remolones en busca de un sitio vacío. Ella arrancó el Cinquecento y sacó el morro. Un imbécil y su novia (la Señora de Imbécil, ojos delineados) en un Celica plateado casi se estampan contra nuestro coche en la maniobra de entrar a matar sin esperar a que saliéramos. Quedamos cruzados formando una V, hecho que propició el recital de bocinas de otros conductores que querían seguir en sus caballitos slow motion.
—¿Tú estás gilipollas o qué? —le grité al conductor del Celica.
Me arrepentí al instante. Si bajaba y me metía una mano de hostias, me quedaría encogido en el asiento viéndolas venir.
El chaval, un maquinero sin más luces que las de la carretera, las largas y las antiniebla, bufó como un toro en la plaza.
—Vale, vale —trató de calmarnos Irene—. Ten más cuidado al entrar, que casi nos das.
Soy incapaz de transcribir lo que nos dijo el niñato ese. Su novia masticaba chicle con la mirada, pendientes del diámetro de un colisionador de protones.
Volví la cara fingiendo indignación, aunque en realidad adoptaba la reacción de cuando pasas por al lado de un perro y lo ignoras porque sabes que, si lo miras, terminará ladrándote y abalanzándose sobre tus piernas.
—Tira —le dije a Irene.
Sin responder, salió del parking.
Recorrimos el camino sin dirigirnos la palabra. Ni siquiera llevábamos la radio puesta, lo que tensaba el ambiente todavía más. En realidad, habíamos salido de IKEA con un armario lleno de mal rollo. Y sí, nos lo habíamos montado nosotros mismos sin seguir las instrucciones de nadie.
Una vez en casa, resulta que sobraban piezas.
—¿Estás mejor?
Traté de hacer las paces.
—No.
Creo que lloraba. Y digo creo porque me esquivaba y no le veía la cara. Cuando yo estaba en el comedor, ella estaba en la cocina; cuando yo iba a la cocina, ella visitaba el baño. La pillé en el pasillo, sin escapatoria.
—¿Podemos hablarlo?
—No.
Trataba de fintarme, como un jugador de baloncesto.
—¿Qué te he dicho?
—No es lo que has dicho. Es lo que haces. O lo que no haces.
Y con esto, ¿yo qué digo? ¿Qué respondo?
—Si me lo explicas…
—Tienes que darte cuenta por ti mismo. Tu conformismo. Te acomodas a todo, aunque no te guste. Te apoyas demasiado en los demás. Te dejas llevar. Te quejas mucho, pero no haces nada por cambiar. Me obligas a llevar el peso de la relación.
—No es verdad.
Ella hizo un movimiento de párpados. Es guapísima.
—Pero Víctor… Si estudiaste una carrera que no te gustaba y tienes un trabajo que no te llena sólo porque te lo encontraste todo hecho.
—Como casi todo el mundo.
—Y tú quieres ser casi todo el mundo. Esto es lo que me disgusta, Víctor. No eres casi todo el mundo. Eres inteligente. Eres simpático cuando quieres. —Arquea las cejas—. Eres guapo.
¿Me estaba regañando?
—¿Qué quieres que haga? ¿Que deje mi trabajo? No está mal pagado, y no creo que pudiera encontrar uno mejor.
—Que seas tú. Que luches para ser tú. Quiero que seas Víctor Negro, y no alguien que se conforma con ser un nombre más.
El sol calentaba las baldosas del suelo y ahuyentaba a una tijereta bajo las cajas en las que habíamos guardado los CD y los libros, que seguían hibernando por la mudanza.