7

—¿Y cómo terminó la noche? —pregunta Diego desde detrás del mostrador, en Vértice.

—No pasó nada.

—¿Cómo que no pasó nada?

Hojeo el catálogo del mes de junio. Son las seis y pico de la tarde y Diego acaba de abrir la tienda, pero todavía no ha entrado nadie.

—Que pasamos un rato más charlando. De lo que siempre terminas hablando cuando estás conociendo a alguien o cuando miras las estrellas: que si hay vida extraterrestre en otro planeta, que si la luz que nos llegaba era de estrellas muertas hace millones de años… Ya sabes…

—Vale, jefe.

—Una pausa para invitarme a continuar.

—No hubo tema.

—¿No?

Pone los ojos en blanco. Pelota al palo.

—No. Sus padres estaban esperándola, y cuando los críos de las motos se abrieron terminaron oyéndonos. No sabes qué susto nos llevamos. Su madre apareció por la puerta de la azotea en batín, con la almohada marcada en la cara, y le dijo que era muy tarde, que fuera pensando en entrar en casa.

—Pero ¿qué edad tiene?

—Veintipocos, aunque no lo parece.

—Y se acabó lo que se daba, ¿no?

—Cuando la madre desapareció estuvimos un rato despidiéndonos. Y ese momento en el que estás muy pegado a ella y confundes el olor a alcohol con el olor de las hormonas… ¿Sabes a qué me refiero? Pues el momento era ése.

—No te lanzaste.

—Ella se dio cuenta. Cuando ni siquiera quise hablar de Irene, quiero decir. No es tonta. Me dio dos besos en la mejilla. Largos y sonoros, pero en la mejilla.

—La tienes en el saco.

La planta de eucalipto que Diego tiene al fondo de la tienda ha crecido mucho desde que la vi esta misma semana. Ha dejado de parecerse a un bonsái para convertirse en proyecto de árbol.

—¿Y al final no terminará estorbándote, aquí?

—Calla, calla. —Diego para la música y se acerca—. Mi madre está obsesionada con la cosa ésta. Viene cada día a regarla. No sé qué abono le habrá echado, porque si por mí fuera ya la habría secado bajo el aire acondicionado. Y mira cómo está de hermosa.

Conozco a la madre de Diego de cuando él se casó con Sonia en el Ayuntamiento de Santa Coloma, en una ceremonia en la que sonó la banda sonora de El Señor de los Anillos y el tema principal de La vida de Brian, la del silbido en la cruz. Si Diego tiene conocimientos enciclopédicos sobre el cómic, su madre es especialista en Hollywood, años dorados. No sólo se sabe de memoria todos los diálogos de Lo que el viento se llevó, sino que además conoce todos los detalles técnicos y las anécdotas del rodaje. Tendrían que comercializar DVD con audiocomentarios de la madre de Diego Valentín Delgado.

—No sé si quiero entrar en una relación.

—Claro.

Se lleva la mano al mentón. Parece una escultura de Rodin con camiseta de Green Lantern.

—No quiero hacerle daño a nadie. Todavía no me he sacado a Irene de la cabeza. Es demasiado reciente.

—Podrías intentarlo. No pierdes nada. —Coge un cómic y me lo pasa—. Échale un vistazo a éste.

—Y, el último hombre.

—De Brian K. Vaughn. —Señala el cómic, en cuya portada se ve a un chico con camisa de fuerza y un mono capuchino al hombro—. Si el protagonista es capaz de sobrevivir a la extinción de todos los machos de la Tierra y de luchar por su relación con su novia, no veo por qué no puedes enrollarte con una fan de los White Stripes mientras te olvidas de Irene.

Hubo un tiempo en que los capítulos de series de televisión estadounidenses no se seguían en versión original subtitulada. Un tiempo en que el inglés era eso de los phrasal verbs que tenías que aprenderte de memoria en el colegio y un montón de libros con muchos dibujos de los años sesenta para relacionar palabras y conceptos. Ilustraciones de mujeres con peinados de Cagney y Lacey parando taxis negros que parecían sacados de Los vengadores. Formalismos y expresiones que nos ayudarían en cualquier recepción en el Buckingham Palace. Hubo un tiempo (antes de la llegada a la costa de turistas británicos en busca de sol, sangría y un ambulatorio) en el que nos apuntábamos a academias de inglés.

La academia, en el barrio del Eixample, era pequeña, con sillas de parvulario y ventanales gruesos por los que siempre se colaba una luz gris, gris de tarde lluviosa, que unos fluorescentes asmáticos volvían todavía más mortecina. Una fábrica de columnas vertebrales desviadas, una incubadora de astigmatismos. La profesora, antigua modelo de piernas para revistas de ropa interior femenina, se aburría tanto o más que nosotros. En una pedagogía comunista que nunca terminé de entender, nos hacía repetir frases en voz alta como si fuéramos pequeños camaradas chinos en Tiananmen. Cantamos unas doscientas veces el Raindrops keep fallin’ on my head de Dos hombres y un destino. Cada cual aprendía lo que podía. Sólo advertíamos progresos cuando, de vuelta de las vacaciones navideñas, un compañero de clase nos contaba lo inútil que era el inglés que estudiábamos a la hora de pedir bebidas en un pub de Manchester y nos enseñaba cuatro trucos para empezar una charla como Dios manda sin tener que preguntar nombre y edad. Porque en la academia de inglés lo que hacíamos era aprender a fichar a la gente: what’s your name, how old are you, how tall are you, I am a student, are you a terrorist?

Hasta el día en que Irene entró por la puerta.

She was so beautiful.

Era ella. La chica a la que había espiado en el autobús y que se esfumó de repente volvía a aparecer. Más guapa, menos niña, cargada de carpetas y lápices.

Hello, my name is Irene and I want to be a doctor.

Hello, Irene.

Se sentaba dos sillas delante de mí, martes, jueves y viernes. Yo me limitaba a estudiar su nuca, tan suave, color caramelo, con dos pecas que formaban una constelación que me obsesionaba. Cada vez que se recogía los rizos en una cola, yo perdía la noción del tiempo. Temía que se girase y me pillase mirándola, igual que un pervertido. Pero en clase no me distraía, seguía la coreografía maoísta a la perfección. Y después me iba a casa. Y no, ya no subía a escondidas al autobús para estar a su lado.

A medida que el curso avanzaba, el pospartido iba resultando más interesante que el partido en sí. Después de cada clase (dos horas intensas de modelo de piernas con desidia didáctica) se formaban grupitos de tres, cuatro o cinco alumnos con más o menos afinidad y empezaban las charlas. Durante los primeros días hablábamos de inglés; más adelante, de la profesora, y por fin empezamos a hablar de la vida de cada uno. Yo solía recoger estuche y libreta para salir derecho hacia la casa de mi padre, pero cuando un día vi que Irene se quedaba un ratito y nos contaba que estaba terminando la carrera y que necesitaba el inglés para ser más competitiva, decidí que lo de marcharse deprisa y corriendo se había acabado.

Nunca me han gustado los corrillos. Siempre tengo la sensación de verme obligado a ser gracioso o rápido. Siento que dispongo de poco tiempo para resultar interesante y me veo abocado a compartir parte de mi intimidad. Me bloqueo y termino recurriendo al sarcasmo. Que la gente empiece a ignorarme es cuestión de tiempo. Entonces me digo que la relación con esa gente tampoco valía la pena y vuelvo a encerrarme en mí mismo. Hostia, Víctor, qué poco vales para la vida social, me digo. Hecho que no hace sino añadir más presión cuando, de repente, me encuentro como aquel día en el que Irene me preguntó por qué había estudiado trabajo social.

Emito un barboteo; la claque, una carcajada de sitcom.

Le conté la historia de lo de ayudar a la gente y blablablá, pero me fichó enseguida.

—Deja las excusas de manual —dijo.

Tenía los ojazos clavados en mí. Al cabo de unos meses confesaría que al principio no se sintió físicamente atraída. Yo no le despertaba rechazo, por supuesto, pero tampoco atracción sexual. Nada de mis temblores de rodilla ni de mis miradas a la pechuga. Pero sentía curiosidad por mí. Quería saber de qué capullo había salido. Era magnéticamente extraño. Magnéticamente extraño, ésas fueron las palabras que empleó. Tiene cojones.

—La verdad es que no lo sé. ¿Tú sabes por qué estudiaste medicina?

Se le humedecieron los ojos como si fuera un personaje de manga. En mi imaginación, sin embargo, yo veía hentai, esos dibujos japoneses más subiditos de tono.

—Cuando tenía ocho años tuvimos un accidente de coche. Muy grave. Íbamos por una carretera comarcal cerca de Rupit y una furgoneta nos embistió frontalmente en una curva. Mi padre trató de esquivarla, pero caímos por el talud. Yo salí disparada hacia delante, a unos metros del vehículo, pero no me pasó nada. Mis padres sangraban mucho y hacían movimientos confusos. —La historia de Irene me estaba dejando atónito—. Me acerqué a ellos. Vi que mi padre tenía una herida abierta en la cabeza y que a mi madre las piernas le empujaban el pecho. No pude hacer nada para ayudarlos. Vi cómo morían ante mis ojos.

Se hizo un silencio de tanatorio que sólo pudo romper el fax de la recepción.

—¿De verdad? —pregunté con un hilo de voz.

Ella se contuvo unos instantes antes de soltar una gran carcajada.

—¡Que no, que es trola!

—¡Hostia! —dijo otro del grupo, un chico que por las mañanas se dedicaba al buzoneo—. ¡Me lo había tragado!

—Pensaba que me pillaríais antes. Si se me escapaba la risa…

—Qué cabrona —murmuré.

Irene me apretó el codo rompiendo una barrera invisible.

—Tendríais que haberos visto la cara. ¡Estabais pálidos!

—Tú dirás —interrumpió el repartidor.

Se notaba que también le atraía Irene. Ella me dijo que le bastó tomar un café con él fuera de clase para saber que no serían ni amigos. Con todo, todavía me asusta que el tipo se entere de que hemos roto y que aproveche para retomar el ataque. Con esta gente nunca se sabe. Pueden pasar años en estado latente, como los virus, a la espera de un bajón de las defensas inmunológicas. Tendré que mirar el Facebook de Irene, por si lo ha agregado como amigo.

—En realidad, estudié medicina porque tenía diecisiete años y no sabía qué quería ser en la vida.

—¿Y ahora ya lo sabes?

—Qué va.

No era Pretty Woman. No era la Princesa prometida. Ni siquiera era la comedia romántica más floja de Marisa Tomei. No llovieron pétalos ni quedamos eternamente fusionados por un campo gravitatorio. Irene ni hablaba ni pensaba como yo había imaginado, pero ya era demasiado tarde. Llevaba años atesorando ese momento, y la realidad no era nadie para venir y estropeármelo. Que Irene no fuera la dulce fragilidad con la que había soñado, la chica que esperaba a alguien que la protegiera, que me esperaba a mí, sino una chica pragmática con tendencia al humor negro era un detalle que ya corregiría con el tiempo, pensé. Por no tener, no tenía ni la voz con la que la había doblado en mis pensamientos: esa cándida inocencia aflautada la había matado un timbre áspero y seco y, sin embargo, lleno de inflexiones. A ella, en cambio, debí de caerle en gracia porque no se había fabricado una imagen mía ni me había querido como si yo fuera un títere imaginario.

Love me do, cantaban los Beatles.

—Hostia, la que está cayendo.

Diego se asoma a la puerta de Vértice.

El cielo se ha desgarrado y caga arena en una de esas tormentas que suben del moro bien cargadas de desierto ingrávido. De repente, después de tantos días de calor asfixiante, las nubes han asesinado la luz del sol y han convertido la tarde en noche prematura. Los goterones golpean con virulencia los coches aparcados dejando sobre ellos un rastro arenoso. Se forman charcos delante de la tienda y se encienden los faros de los coches, sombras en una cortina de agua. Y, sin embargo, no hace frío. Los truenos sacuden los escaparates. Otro relámpago. Uno, dos, tres, cuatro… barabum. Cuento la distancia entre el fogonazo y el estrépito, como aprendí viendo Poltergeist.

Nos quedamos en silencio unos minutos, fascinados. De un momento a otro lloverán langostas y el Nilo bajará teñido de sangre. De aquí a la extinción de todos los primogénitos sólo hay un paso.

—Los relámpagos caen lejos —aventuro, impreciso.

—A mí no me lo parece.

—Esto limpiará el ambiente.

Y seguimos en silencio apoyados en la puerta de vidrio, en la oscuridad cenicienta.