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Mientras avanzo hacia el comedor, los protagonistas de las fotografías que cuelgan a lado y lado del pasillo largo y estrecho me miran. Son gente en blanco y negro, caras desconocidas que esbozan sonrisas forzadas, que llevan gafas de montura gruesa y bigotillo fino, cabello ondulado de otra época, ambiente cargado de tabaco negro y dientes picados.

Veo movimientos al fondo y me entran escalofríos. No soporto ver muertos, me dan asco. Cuerpos quietos, como si alguien los hubiera desenchufado. Por eso, cada vez que un usuario la palma, trato de que sea alguna compañera quien cargue con el muerto. Y nunca mejor dicho. Pero mucho peor que ver un cadáver son los segundos previos, como en un accidente aéreo son más aterradores los instantes de caída del avión que el impacto en sí. En momentos como éste, mi imaginación es demoledora, corre a una velocidad endemoniada. Busca en la memoria todo aquello relacionado con las peores pesadillas que haya podido registrar y me las presenta a ritmo de taquicardia.

Ahora estoy en el hotel Overlook de El resplandor, pasillos interminables y moquetas rojas, a la espera de que las gemelas de lacito azul en el pelo me inviten a entrar en su habitación, redrum, y me encuentre con una mujer duchándose que me abrazará y se convertirá en un cuerpo adiposo que se aferra a una vida que ya no le pertenece.

Puedo oír mi respiración como si fuera la de otra persona.

El comedor está iluminado por una lámpara de techo de formas ovaladas; paredes empapeladas con cenefas marrones a juego con las tres butacas, una más gastada que las otras. Aunque ya he estado en este piso otras veces, nunca puedo dejar de pensar que parece sacado de un documental sobre la Transición. Nada ha cambiado en los últimos treinta años.

Excepto el cadáver.

La chica de ojos bonitos está agachada sobre lo que parece un pergamino vestido con ropa de anciana. Un cuerpo sin pelo ni facciones, un color de pato al horno, nada más, y anillos en los dedos. Está tumbada boca arriba con los brazos doblados sobre el pecho, ocultándole el rostro, como si fuera un boxeador parando una tunda de golpes; las piernas esquivan las patas de la mesilla, en la que se ve un tapete bien puestecito y un eucalipto tan marchito como ella. Es todo ramas. Las hojas, secas, están esparcidas por el suelo, alrededor del cuerpo de la mujer, como si fueran lágrimas negras. Me entran arcadas.

—¿Cuántos días lleva así? —pregunta la chica, y coge el botón de alarma que la abuela llevaba de colgante.

—Está momificada. Como mínimo, un mes —responde el calvo con las manos en los bolsillos.

Pero no es posible: la semana pasada hablé con ella por teléfono.

El mosso novato entra de repente y nos echa entre aspavientos.

—¡No toquen nada! ¡No toquen nada!

Y entonces advierto que su compañero no está. El policía me empuja por la espalda hacia la salida, salga, por favor, y yo vuelvo a llamar por enésima vez a María José. En esta ocasión oigo la melodía de su móvil emergiendo de una de las habitaciones.

Redrum, hostia, redrum.

Cuando se la llevan detenida, María José mira al frente. No me ve, o me ignora; sus ojos pequeños y achinados están clavados en la espalda del policía que la coge de las esposas como si llevara a una yegua de las riendas. Con el cabello peinado detrás de las orejas, los pendientes relucientes y la ropa bien planchada, nadie diría que está acusada de matar a una vieja desvalida. ¿Por qué lo habrá hecho? ¿Por dinero? Imposible: Mariajo no nos ha dado nunca ningún problema. Precisamente por eso la puse a cargo de la señora Herminia. Cumplidora y atenta, siempre ha hecho más de lo que se le pedía. Y ahora parece que se ha excedido y todo… Pero no, no ha sido por dinero. No hay cómodas con los cajones abiertos ni baldosas fuera de lugar. Salvo las hojas por el suelo, el piso está ordenadísimo. Y Mariajo tampoco ha tratado de huir. La han encontrado allí, al lado de esa cosa que antes fue humana, como si estuviera esperando. Como si sólo tuviera que limitarse a esperar, nada más. Y si la ha matado, ¿cómo lo ha hecho? No he visto sangre. ¿La habrá estrangulado? ¿La habrá ahogado y se habrá sentado a su lado a esperar que se vaya consumiendo?

Llegan los de la científica y los de investigación. Los primeros entran en el piso vestidos como los malos de ET, y los segundos buscan a alguien en el rellano. Me buscan a mí.

—¿Usted, quién es? —pregunta un pelirrojo con barbita de delineante.

Le explico qué hago. Añado que soy la persona que designó a Mariajo, la detenida, para cuidar a la señora Herminia. Y que creo que es inocente, que tiene que haber un error.

La comitiva judicial, formada por la forense y el secretario, hace acto de presencia. La forense, además, va acompañada de su hija adolescente.

—¿Quieres entrar a verlo? —pregunta la doctora.

La chica, que para eso habrá venido, asiente con la cabeza. Debe de estar harta de tantos días achicharrándose al sol de la piscina y le apetecerá ver un capítulo de CSI en directo. Al juez no parece importarle gran cosa, por él, como si mañana le toca encargarse de un sobrino y tiene que preparar otra tournée. El que debe de ser el jefe de la científica, un teletubie blanco, pone mala cara, pero no puede impedir que a la representación asista público.

—¿Conoce a Estragués? —le pregunto farfullando al mosso pelirrojo.

Los mossos siempre me han infundido respeto, tengo la impresión de que podrían darme una colleja por dirigirles la palabra, de que captan mis pensamientos sin interferencia alguna.

—Sí.

Después de responder no cierra la boca. Silencio incómodo.

—Dale recuerdos —digo con un hilo de voz, pero él no está al caso.

—Ya le llamaremos si le necesitamos —escupe como si yo fuera un estorbo, un número anónimo que no pasa el casting.

Me quedo sin saber qué hacer, como un pasmarote, hasta que otro policía uniformado con galones y barba autoritaria me ahuyenta.

Una trabajadora ha asesinado a una enferma terminal que se ha convertido en una momia aberrante rodeada de hojas de eucalipto. Bego llama: la familia de Pontevedra ya se ha puesto en camino y quiere las llaves del piso.

—Pásame a Carme —le digo, aturdido—. Hoy volveremos a casa tarde.

Mis queridos vecinos armenios están nerviosos.

Viven en el edificio de al lado, son tres hombres morenos de ojos en penumbra que se parecen mucho entre sí y a los que distingo por el chándal. Se llaman Nike, Adidas y Puma. Con ellos vive una mujer de cabello mal teñido y raíces negrísimas que está casada con Puma y que no tiene nombre porque no viste de marca. Está embarazada de pocos meses, tiene una barriguita incipiente. Sus aficiones: reproducir música zíngara bien alta y fumar en el balcón.

La población armenia del barrio, sin embargo, aumenta a menudo, cuando aparecen una veintena de paisanos más. Unos cuantos se quedan en el ático de la familia Decathlon, pero la mayoría se esconde en una furgoneta de vidrios ahumados para montar guardia en las esquinas de enfrente del edificio. Y cuando digo montar guardia, me refiero a toda la parafernalia seudomilitar que he visto en las películas: cigarrillos a punto de quemar los labios, lenguaje de signos y bultos bajo el abrigo de cuero en plena canícula estival.

Mis queridos vecinos del chándal deben de ser mafiosos, traficantes de droga, vendedores de altavoces, o las tres cosas a la vez. Hoy se han apostado en las cuatro esquinas de la calle y escrutan, desconfiados, a todo aquel que pase por ahí. Las farolas abren el grifo de una humedad anaranjada que empuja las sombras hacia el asfalto. Las frentes prominentes de los armenios crean un falso antifaz tras el que, intuyo, unas pupilas me perforan todo el cuerpo, igual que agujas de vudú. Se diría que alguien hubiera creado un ejército de clones de Boris Karloff y los hubiera equipado con ropa de deporte, bisutería pesada y móviles de última generación. No sé si atreverme a saludar. ¿Sabrán quién soy, en qué piso vivo y a qué me dedico? De saberlo, habrán llegado a la conclusión de que soy inofensivo, como cuando Terminator escaneaba a uno que le parecía tan peligroso como una mesa de billar. Los delincuentes respetan a los vecinos, entre gente del barrio no conviene buscarse las cosquillas, eso se sabe de toda la vida… Espero que estos armenios conozcan y respeten las tradiciones populares del lumpen patrio.

Que las conozcan más de lo que yo conozco a mis vecinos, por lo menos. Vivo en una calle en la que, dejando de lado a la cajera del súper, que se llama Miriam y es de Vallbona, y a Ángeles, que me sirve cañita y tapa en la Bodega Eduardo, la gente no tienen nombre, sólo alias. Como Murdoch, el vecino del edificio de enfrente, a quien Irene y yo bautizamos con el nombre del pirado de El Equipo A por su parecido físico. O Nosferatu, el yonqui del piso de la esquina, que pasa más tiempo en la cárcel o en granjas de desintoxicación que en el barrio. Y cuando vuelve aparecen, casualmente, ratas muertas cerca de las cloacas. Lo que se conoce como dieta transilvana, vaya.

El resto no son más que extras sin línea en el guión.

De vuelta en el piso, a oscuras para no llamar la atención, me asomo a la ventana para seguir la evolución de los vigilantes. Están más tensos que de costumbre. Imagino que algún capo de la mafia se habrá instalado unos días en el ático de los del chándal. Normalmente se comportan de modo más profesional, más frío, de un modo en el que se adivina que eso llevan haciéndolo toda la vida.

El perro del señor Armando ladra y ladra, que en la calle se haya decretado un estado de sitio silencioso a él le da igual.

Estoy demasiado cansado para cenar. El día ha sido extrañísimo. Busco en televisión algún canal de información de veinticuatro horas, de los que se dedican a repetir las mismas noticias de mediodía hasta bien entrada la madrugada, y espero que hablen del descubrimiento del cadáver de la señora Herminia. Cojo un yogur de la nevera, penosamente vacía, y me lo trago en tres cucharadas mientras espero a que terminen de hablar de fichajes.

Nada.

Busco el DVD de Ciudadano Kane, la película favorita de Irene. Es poco de cine, ella; es más de subir al Turó de l’Home o de ir a esquiar en invierno, las dos actividades que más pereza me dan, precisamente. Respirar aire limpio o correr el riesgo de caer barranco abajo o de perderse en la montaña son actividades a las que no les encuentro la gracia. Creo que si me dejó colgar un fotograma de La cosa en el comedor fue porque siente atracción por Kurt Russell, nada más.

El caso es que la historia del millonario que vivía solo, rodeado de trastos, la tiene fascinada. Se sabe algunos diálogos de memoria.

Mientras en la tele un señor muy serio me advierte de las maldades de la piratería, gugleo en busca de mi trineo particular. Nada. Quizá mañana, en la edición impresa. Leo que Perú ha cerrado sus fronteras y amenaza con recurrir al ejército para defenderse de la virulenta mutación de la nueva gripe. La OMS se afana en desmentir que el virus es muy agresivo. Se teme que otros países sigan el ejemplo de Perú y se produzca un bloqueo en la zona. Miro la fotografía de un soldado con mascarilla pisando las páginas de un periódico en su garita de la aduana en la frontera con Bolivia. Me pregunto si el fotógrafo habrá capturado la imagen al vuelo o querrá insinuar que están coartando la libertad de prensa. Y me inclino por la segunda hipótesis. Hay más de lo que dicen, pero muestran lo que les interesa y lo que pueden manipular según les convenga.

Xanadú, una bola de cristal que cae rodando al suelo. Me tumbo en el sofá y pienso en las veces que Irene estaba a mi lado, dormida por el cansancio del hospital, respirando lenta y profundamente mientras la tele nos ignoraba. Noto algo en la nariz y me la toco: sangre en la punta de los dedos. Se me habrá roto una venita. Relleno la fosa nasal con un trozo de kleenex que rasgo con desgana en el preciso instante en que se llevan al pequeño William Foster Kane de la casa de sus padres.

Me duermo, agotado. Los destellos del televisor me queman los párpados.

Rosebud.