Espío por la mirilla y, al otro lado de la puerta, el rellano se hincha, esfera de paredes desportilladas sin vecinos.
No me gusta cruzarme con ninguno. Por eso, todas las mañanas, antes de salir de casa, vigilo que no haya nadie cerca. Si los oigo roncar a través de las paredes, ellos también pueden oír qué programa de la tele estoy viendo, si miro porno en internet o si hablo por teléfono con mi padre. Saben demasiadas cosas de mí. Fuerzan encuentros casuales y me preguntan qué, cómo está Irene, que hace mucho que no la vemos, como si no supieran que hace unos meses que lo dejamos. Es la maldita sonrisa hipócrita del viejo del entresuelo, el arqueo de cejas de la señora del primero, la impostura del señor Armando y sus perros, que hace doscientos años que no callan y ya les está llegando el momento de espicharla.
Pero hoy tengo mala suerte, y cuando llego a la puerta de la calle me topo de pleno con la mujer de mi rellano. Va con el llorica de su hijo, cuyos mocos limpia con un kleenex medio desintegrado mientras hace equilibrios con una sombrilla y una bolsa de playa que ha palidecido tras años de exposición al sol. No me deja pasar y espero pacientemente a que se aparte. Como no se da por aludida, y con esa autoridad con la que sólo las madres pueden impostar la prioridad de paso, la aduanera me mira de reojo y sigue secando el escape de fluidos que se derraman por la cara del niño. Me pongo nervioso, sí, y por eso ella se lo toma con más calma mientras los gritos del niño adoptan la cadencia de sirena de bombardeo aéreo, y yo quiero correr hacia el refugio, a la calle, donde el sol rompe las piedras, aunque ahí no encontraré más que el relajante sonido de los tubos de escape de las motos que se afanan en triscar por las empinadas calles del barrio.
—¿Qué? ¿A la playa? —fórmula de cortesía, como si me importara.
La madre está más delgada que un palillo; tiene la cara ovalada y los ojos como si fuera a echarse a llorar de un momento a otro. Me mira, pero no sé si está pensando en una respuesta (que, a fin de cuentas, no es tan complicada: o sí o no) o en mandarme a la mierda. No sería la primera vez: es habitual que en las reuniones de vecinos yo sea, por razones que se me escapan, el blanco de las críticas. Hasta hace poco Irene apagaba todos los incendios, pero me he quedado sin agua y las llamas me llegan a la rodilla. Y todo porque una vez me quejé de que los vecinos cogían las cartas del buzón y se las quedaban. Con la poca correspondencia que recibo, sólo falta que los descuentos de la Fnac o algún DVD comprado en Amazon termine en casa de gente que todavía tiene vídeo Beta porque, dicen, es mucho mejor que el VHS.
—¿Cómo está Irene? —pregunta la madre, por fin.
La odio. Odio este submarino que dispara a la línea de flotación. ¿Cómo está el mandril que te dejó preñada de este simio?, me entran ganas de contraatacar. Abro la boca en una mueca y enseño los dientes. Sonrisa de T-800, el terminator que llega del futuro para acabar con el líder de la resistencia humana. En cinco minutos he arrancado la moto y hago mi parada en el Caracas.
Hoy no están ni Pablo ni Fernando, se ve que se encuentran mal, por lo que me dice el dueño del local, un tipo alto con pinta de secundario de peli de serie B. Hay menos gente que de costumbre, y la que hay está absorta con sus cortados y carajillos. Entran dos ambulancieros y, aunque en la barra hay mucho sitio, se quedan quietos detrás de mí. Piden lo de siempre como medio dormidos. Se ponen a mi lado. Siento que me clavan la mirada y los vigilo con el rabillo del ojo, actividad que no me resulta difícil, pues llevan ese uniforme anaranjado con el que parece que vengan de esquiar. Se beben el café, que está hirviendo, y a mí ya me tienen con la mosca detrás de la oreja. Me vuelvo y me quedo mirándolos como diciendo: ¿nos conocemos? Ellos no desvían la mirada y la situación se vuelve incómoda. Fuera, se han dejado la ambulancia con las puertas abiertas de par en par. Uno de los clientes levanta la cabeza y le pide al actor secundario que active la máquina de toser. Lo dice así: enciéndeme la máquina de toser. Paga y saca un paquete de cigarrillos. Los ambulancieros ya no me miran a mí, sino al espejo colgado de la pared. Bebo un trago, pago y me marcho. Se me ha atravesado el café.
—¿Has hablado con ella?
Yolanda me recibe entusiasmada.
—¿Con quién?
—¡Con Dolors!
—¿Qué Dolors?
Como si no lo supiera.
—Mi amiga. La del concierto de los White Stripes.
—Ah, sí. —Suena falso, lo sé, fingir desinterés nunca se me ha dado bien—. No, no he hablado con ella.
—Pero si la tienes en Facebook.
—Ya sabes que no entro mucho en mi cuenta. Eso de que tengan tus datos y conozcan tus gustos no me da buen rollo.
—¡Anda ya! ¡Pero si todo el mundo está en Facebook!
—¡Por eso mismo!
Es cierto. Tengo la impresión de que pueden controlarme. Hace unos años, la premisa básica de internet era la de no mostrar nunca ni tu nombre ni tu filiación personal. Todo el mundo usaba nicks más o menos curiosos, desde vsMystique hasta gakusei. Se podía hablar de muchas cosas, se podían compartir gustos o se podían montar unos pollos de cuidado capaces de hacer desistir a cualquier webmaster de volver a encender un ordenador nunca más. Y cuando la confianza aumentaba, llegaban a organizarse «quedadas». Primero, en cafeterías, para ir tanteando si la persona oculta tras el nombre extraño era un psicópata; más tarde, en casas rurales en las que sufrías los ronquidos de la mujer de ese señor de Albarracín con el que sólo habías discutido sobre Billy Wilder en un par de ocasiones.
Ahora no. Ahora todos van de cara, con nombre y apellidos, el colegio en el que estudiaron, fotografías íntimas y gustos varios. Luego las empresas compran esta información para ofrecerte sus productos de forma personalizada. O cuando te convocan a una entrevista de trabajo, Facebook es el primer sitio al que acuden para saber si eres de fiar. Además, dicen que en México los secuestradores miran el perfil de sus posibles víctimas por las redes sociales. Así se hacen una idea de sus ingresos y relaciones, para ir sobre seguro.
—Me ha dicho que tiene ganas de conocerte.
—Me das miedo, Yolanda.
—Yo no… —Retuerce los labios, viciosa—. Quien tiene que darte miedo es ella.
No sé qué responder. La aparición de Carme, que se dirige a su despacho, me ayuda a cambiar de tema. La directora del SAD pasa por nuestro lado sin mirarnos, y esto no es habitual. Estamos hablando de pie sin hacer nada. Ni siquiera disimulamos ni fingimos tener trabajo. Normalmente nos habría caído una mirada reprobadora o un comentario del tipo «¿qué, os aburrís?». Hoy nos ha ignorado.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé. Está rara. A primera hora, cuando he llegado, ya no estaba en su despacho.
—No me digas.
—No se habrá recuperado de la gastro.
—Carme nació con gastroenteritis, Yolanda.
Y al instante reparo en que quizás he hablado demasiado alto y ella me ha oído, porque acaba de apartar la vista de los papeles de la mesa y nos mira fijamente. No puedo evitar sonrojarme, tengo las orejas como dos claveles reventones pegados a la cabeza. Las punzadas de migraña vuelven a atacar como queriendo decir: tonto, tonto.
Como Carme no me ha dicho nada, pero sigo convencido de que ha oído mi gracieta, decido programarme visitas por el barrio. Hacia las doce cojo la moto y, sin tráfico, cruzo Barcelona en un santiamén. Espero que todo el mundo haya ido a la misma playa que la hijaputa de la vecina y que sucumba enterrada bajo toallas de estampados espantosos y niños con déficit de psicomotricidad jugando a las palas.
En la entrada de los bloques de pisos protegidos me encuentro con Jonathan. Está destripando una moto con dos amigos. Lo más probable es que estén arreglándola, aunque también podrían estar robando las piezas.
Jonathan Fajardo tiene diecinueve años, la cara llena de granos, el cuerpo de un prisionero de un campo de concentración y el cerebro lleno de aserrín. Lleva camiseta de tirantes manchada de grasa y tejanos tan ajustados que al sol se broncearían como una segunda piel. Cuando me acerco a él, arruga la nariz para que entienda que me ha reconocido. Sujeta una llave inglesa, absorto en los mecanismos de la motocicleta y los movimientos de cirujano de su amigo. Todos parecen cortados por el mismo patrón.
—¿Está tu madre en casa? —le pregunto.
No entiendo el monosílabo que emite, pero creo que debe de ser un sí. Me gustaría hablar neandertal, pero tuve una mala experiencia con las academias de idiomas; con Jonathan puedo entenderme con gestos.
Basta con oler el aroma a hachís que desprende el sudor del triunvirato para que me entren arcadas. El piso de la señora Alabau será mucho peor. Tendré que hacer de tripas corazón y forrarme el estómago con kevlar, el material del que están hechos los mejores chalecos antibalas.
La trabajadora familiar tarda unas dos décadas en abrir la puerta de la calle, y ni siquiera pregunta quién es por el interfono. Subo por las escaleras hasta el entresuelo y veo que también se ha dejado la puerta del rellano abierta de par en par. Del interior llega el sonido de un programa matinal a todo volumen. El presentador está riendo a carcajadas.
—¿Anabel? —interrogo desde el rellano, medio a oscuras. Levanto la voz—: ¿Anabel?
Aparece por la puerta con pinta de recién levantada: tiene bolsas bajo los ojos y camina renqueando. Es una mujer bajita y muy morena, de Ecuador. Al principio, cuando acabábamos de contratarla, resultaba problemática: se esfumaba y no daba señales de vida. Descubrimos que iba al hospital, donde tenía a un hijo que había quedado en coma después de recibir no sé cuántas puñaladas en una pelea entre bandas. No nos había dicho nada por vergüenza. Le adaptamos los horarios y su rendimiento mejoró muchísimo; no es normal que se haya quedado dormida mientras acompaña a la señora Alabau.
—Hola, Víctor —dice como si tuviera la boca seca.
—Hola, Anabel. ¿Pasa algo?
—No. Todo está bien.
—¿Y la señora?
—La señora está bien.
Me esconde algo. Lo noto. Decido entrar; el hedor intenso del eucalipto es una bofetada en plena cara. Las plantas de las narices, que todo lo invaden. Como si no hiciera bastante calor, ahora todos los ancianos tienen que tener una en casa, atufando los rincones y sumándose al olor a rancio y a cerrado que suele apoderarse de estos pisitos minúsculos.
A oscuras, la señora Alabau está medio adormilada en el sofá con la cabeza caída, apoyada en un hombro, y la piel tenebrosamente iluminada por los relámpagos catódicos del concurso estival. Con la bata rosada estampada de flores que siempre lleva, un pie con su zapatilla y el otro descalzo, parece una ballena embarrancada en una playa durante una noche de fuegos artificiales.
—¿Qué haces a oscuras, Anabel?
—La señora quería dormir —responde.
—Sube las persianas ahora mismo. Esto es irrespirable.
Parece un déjà vu. Últimamente no hago más que pedirles a mis trabajadoras que abran las ventanas, como si hubieran decidido unánimemente que los usuarios necesitan oscuridad.
Anabel obedece como una autómata. Habrá pasado la noche en el hospital con su hijo; por eso se comportará así. Si no, no me explico la apatía de sus movimientos. Me pongo en cuclillas al lado de la señora Alabau. Los rayos de luz incineran las virutas de polvo que danzan en el aire como pequeños vampiros microscópicos expuestos al sol.
La mujer, ojos entrecerrados y respiración ronca, ni se inmuta.
Su caso es complicado. Viuda desde hace siete u ocho años, con una ciclotimia de campeonato y un hijo adolescente que podría estar en el reparto de Perros callejeros, la señora Alabau necesita atención continua. Desde que recibimos su caso, ha tratado de suicidarse en dos ocasiones. Las dos, tirándose por la ventana del dormitorio en cuanto se levantó. Las dos, cuando en casa estaba Jonathan, que ni se enteró. Pero es que Jonathan es el primero que, cuando va pasado de coca o se siente frustrado por cualquier chorrada (pinchazo en una rueda, la novia con la regla, el mando a distancia sin pilas), le da unas palizas que la dejan baldada, a la pobre. Sí, si su madre no fuera una desgraciada, diría que Jonathan es un hijo de puta. La señora Alabau nunca tiene ánimos para responder o defenderse; la única salida a sus sufrimientos que conoce es la ventana. Me cabrea que Anabel la tenga así, como aparcada.
—Josefa… —digo, y le apoyo una mano en el brazo—, Josefa…
Anabel nos mira desde detrás del sofá. Con el comedor iluminado y los ruidos que entran por la ventana, observo que todo está limpio y ordenado. Más que de costumbre. Parece que sí que trabajaba. A oscuras, pero trabajaba. Con la señora tragándose en sueños este programa de la tele infecto sin abrir boca. Cojo el mando a distancia y apago la tele. La mujer hace «clic» y se despierta como si saliera de un trance hipnótico. Me vislumbra con ojos atrincherados tras unas pestañas legañosas.
—Qué gustito despertarse junto a un niño tan guapo —dice, más o menos, con voz carrasposa.
—Buenos días, Josefa.
La mujer se esfuerza por incorporarse un poco y mira a su alrededor, desorientada.
—Huy, que me he quedao traspuesta.
—Se conoce que sí.
Sonrío. Se ha despertado de buen humor.
—¿Qué hora es?
—La de comer.
—¿Comer? —Acento andaluz muy marcado; en realidad pronuncia «¿comé?»—. ¡Pero si ni he desayunao!
Vuelvo la cabeza y clavo unos ojos que yo querría acusadores en Anabel, pero mi mirada le resbala, parece, porque sigue con cara de pazguato. Aun así, debe de entenderme, porque va a la cocina y al cabo de un rato oigo el ruido de armarios que se abren y del rebuscar entre ollas. Identifico el sonido del arroz cayendo en un vasito de vidrio y del grifo llenando un cazo.
—¿Cuánto hace que está durmiendo aquí, en el sofá?
La señora Alabau pone los ojos en blanco para calcular.
—Me he levantao esta mañana, cuando ha llegao la chiquilla. ¡Si ni me he vestío!
Nunca la he visto con otra cosa que esta batita de tela fina.
—Y se ha echado una buena siestecita, ¿verdad?
—La chiquilla, que me ha traío esta planta y me ha dejao grogui.
Señala el eucalipto que descansa en el suelo, al lado de la mesa del comedor y que apesta de un modo insoportable.
—¿Se ha tomado la medicación, Josefa?
Vuelve a esforzarse por recordar igual que un ordenador antiguo, con el reloj de arena dando vueltas por la pantalla.
—No. Me parece que no. Ha sido el olorcillo este de la planta, que me he quedao a gustito.
—¿No le molesta el olor?
Anabel vuelve al comedor como si no quisiera perderse detalle. Mi móvil de empresa suena, pero yo estoy con la mosca detrás de la oreja. Lo apago, ya devolveré la llamada más tarde.
—¡Qué va! Si es mú rico. Me recuerda a cuando el Jonathan tenía asma y hacía vahos de eucalipto para respirar, de chiquitillo. ¿Dónde está el Jonathan?
—Con los amigos, abajo. —El teléfono vuelve a sonar—. Disculpe.
Respondo. Es Bego. Suena preocupada.
Me alejo de la señora Alabau y entro en un pasillo. Las fotos de las paredes son antiguos recuerdos de juventud. El hombre de la casa, de cuando era trompetista en una orquesta cubana. La mujer, el día de la boda, de blanco, aunque los tonos amarillentos que ahora tiñen la fotografía le dan un aire hepatítico. Un perro negro, borroso, al lado de unos columpios y de un niño de cuatro años muy abrigado que debe de ser Jonathan.
—Víctor, la familia de Herminia ha llamado —dice Bego.
—¿Puedes llamarme luego, que estoy de visita?
Entro en una habitación y enciendo la luz; en el techo, una bombilla solitaria.
—Parece importante. Es su hijo, que llevan unos días sin noticias suyas y que hoy han estado llamándole y no coge el teléfono.
Herminia. Herminia… piensa…
—Hoy se encargaba de ella Mariajo.
—No responde al teléfono.
—Vuelve a llamar.
Las baldas de las estanterías, llenas de tacitas artesanales de barro y de ceniceros pintados de cualquier manera, mantienen un equilibrio precario. Por el suelo se ven discos semienterrados bajo chándales y tejanos sucios, y piezas de moto bajo una de las sillas. La habitación de Jonathan es una maqueta a escala de un síndrome de Diógenes muy avanzado. Menos libros, aquí hay de todo: pósters de DJ cuelgan junto a esculturales modelos argentinas y brasileñas pegadas a la pared con Blu-Tack y lo que parecen unos fluidos corporales que no quiero reconocer. Revistas de videojuegos y Sólo Moto apiladas en cajas de cartón, un par de consolas que harían las delicias de un arqueólogo, y una colección de DVD cuya pieza más antigua es la película Matrix. A veces los clichés hacen justicia; este chaval, el Jonathan, es un Jonathan en toda regla. Espero a que Bego haga la gestión mientras escucho por el auricular cómo pulsa las teclas del teléfono y rebufa, agobiada. Silencio. La electricidad estática del aparato. Un runrún de fondo, las compañeras de SAD están charlando. Carme estará encerrada en su despacho, reunida con su gastroenteritis.
—Nada: el número marcado está apagado o fuera de cobertura en estos momentos.
—No te preocupes. No estoy muy lejos. —Me arrodillo para mirar debajo del colchón, donde debe de esconder las revistas porno—. En cuanto termine con mi visita me paso por ahí.
Bego dice que OK y cuelga. Levanto el colchón un par de dedos y, al fondo, veo las páginas acartonadas, pero no las identifico. ¿Lib? ¿Hustler? Recuerdo cuando, de adolescente, compartía Pirate, la copia todavía más depravada del Private, con mis compañeros de clase. Oigo un ruido a mis espaldas y me vuelvo. Mierda.
Jonathan me observa desde la puerta con cara de pocos amigos; pocos pero musculados. Me levanto y no sé qué decir: estoy muy avergonzado.
—Échale una mano a tu madre y ordena el cuarto.
Improviso. El olor a porro es intenso. La poca luz de la bombilla le impide ver que estoy empapado en sudor.
Jonathan no responde. Anabel aparece detrás de él, minúscula, impertérrita.
—Anabel, límpiale la habitación a Jonathan antes de irte.
—La habitación no se toca.
El chico habla.
—Tu madre está mal, Jonathan.
No dice nada, como si el silencio bastara. Tengo el caso de la señora Herminia en la cabeza y no me apetece discutir con nadie. Es como tratar de convencer a un hámster de que limpie su jaula.
—Ella no duerme aquí.
El teléfono vuelve a sonar. Bego, otra vez.
—Víctor, ha llamado el hijo de Herminia. Dice que ha avisado a la policía para que vayan a ver si está bien.
—Vale. No te preocupes. Llama a teleasistencia y que envíen a alguien. Estoy ahí dentro de diez minutos.
Tendré que dejar las clases de higiene para roedores para otra ocasión.
Cuando ya llevo seis minutos en el rellano en compañía de una patrulla de mossos, tictac, tictac, tictac, llegan los de teleasistencia. Salen del ascensor con calma, perezosos, con el chaleco anaranjado desabrochado, echando por tierra todos los estereotipos sobre los equipos de emergencia que Hollywood se ha encargado de construir. Son un cincuentón calvo y una chica joven con ojos de cantante de concurso de televisión. Ella lleva los guantes puestos, él todavía no se ha quitado el pijama. Saludan a los mossos con desgana y éstos les responden. Cuando cruza la mirada conmigo, el hombre levanta la ceja. Le digo que soy el trabajador social del SAD. El coordinador de la teefe de este domicilio. La teefe, la trabajadora familiar, preciso.
—Ah.
Es un «vale», pero parece un bostezo.
La señora Herminia vive sola y pasa la mayor parte del tiempo con María José, la teefe, porque su familia vive repartida entre Pontevedra, Castro Urdiales y Ciudad Real. Creemos que la señora Herminia tiene mucho dinero escondido en algún lugar del piso porque, uno: nos lo ha insinuado a la trabajadora del Ayuntamiento y a mí alguna que otra vez, y dos: aunque sólo la visita una vez al año, bien que se preocupa su familia de estar al caso de si está viva o muerta. La señora Herminia tiene un cáncer terminal, un tumor en el cerebro que, según los médicos, tendría que haberla matado mucho antes de verano. Pero ha decidido alargar la función. La señora Herminia espera en casa a que le llegue su hora, momento en el que se dará el pistoletazo de salida a la gincana familiar para hacerse con el botín. Si es que hay botín.
El hombre de los servicios médicos escoge una llave entre las de un manojo que lleva en la riñonera y abre la puerta. Invita a los mossos a pasar. Uno de los policías, el más veterano, estaba distraído examinando a la chica de teleasistencia. El novato pone cara de episodio piloto y espera el consentimiento del veterano para internarse en el piso. Una vaharada de olor a eucalipto sale del domicilio. Los policías entran y encienden la luz del recibidor. Los paramédicos los siguen gritando el nombre de la mujer. Me quedo fuera, a la espera, hasta que el mosso joven sale a buscarme. Está pálido y reprime unas arcadas.
—¿Qué pasa? —interrogo.
Pero el policía, nervioso, habla por la emisora, que le devuelve palabras crujientes. Me da la espalda como si no quisiera que lo escuchara. Lleno de curiosidad, me acerco todavía más a él. Oigo que en el piso alguien está hablando, pero no entiendo nada. El policía joven pide un coche por radio.
Homicidio, acierto a oír.