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Necesito un Apocalipsis o, por lo menos, unas vacaciones.

Esta maldita migraña que no se sabe de dónde viene —si de la falta de sueño, del calor infernal que castiga Barcelona, de la cháchara interminable de los armenios del edificio de al lado, de los ladridos esquizoides de los perros del vecino de arriba o del primer verano sin Irene— terminará matándome.

Menos mal que siempre me ha gustado trabajar en verano.

Hot town, summer in the city, decía la canción; all around people looking half dead.

Hay tan poco tráfico que el trayecto al trabajo se reduce a la mitad de tiempo. El barrio está medio vacío, quien más quien menos se ha marchado al pueblo. Y tengo muchos menos usuarios de los que estar pendiente. Me paso el mes de julio recibiendo llamadas de abuelos que, inusitadamente contentos, me dicen vete de vacaciones, majo, que yo vuelvo en septiembre, cuídate mucho. Estoy más tranquilo y salgo a charlar un rato a la puerta del despacho con las compañeras del SAD (el Servicio de Atención a Domicilio), y luego, vuelta a casa a pasar calor. Cada año la misma historia, el verano más caluroso del que se tiene memoria, como si la Tierra se hubiera salido de su órbita y avanzase derecha hacia el sol una y otra vez.

Pero Irene no está, el planeta sigue girando y a mí me toca los huevos tener que abroncar a Wilma, la auxiliar de limpieza, porque tomar el sol en la terraza de la señora Elisenda no es ético, por mucho que ella insista en ofrecerte una Coca-Cola Light, guapa, y siéntate aquí, que te pondrás bien morena.

—¿A ti esto te parece normal, Wilma?

Me escuecen los ojos, estoy sudando, y tener que llamarle la atención me da mucha pereza.

—La señora insistió.

—¡La señora puede decir misa! Pasa la escoba, lava los platos, quita el polvo. ¿Recuerdas que te haya dicho que tomaras el sol?

—No.

—No. ¡No lo recuerdas porque no te lo dije!

Wilma baja la mirada, aunque yo sé que no se arrepiente de nada.

—No lo haré más.

Volverá a hacerlo. Siempre vuelven a hacerlo.

—Esto es una advertencia. A la tercera vas a la calle.

Ya estamos en la calle, en la portería de un bloque de pisos de la plaza Llucmajor. La amenaza surte poco efecto y se evapora sobre el asfalto.

A esto es a lo que me dedico: a regañar a mujeres adultas que cuidan a personas mayores.

A veces me pregunto por qué demonios estudié trabajo social, si no me gusta la gente. Qué me empujó a dedicarme profesionalmente al trato con personas, cuando lo que más me apetece es estar solo o con… con Irene. Sé cómo entré en la facultad: medio engañado, cuando, a los dieciséis, Nicoletta y yo nos propusimos estudiar juntos en la universidad. La típica novieta de instituto que dura un par de años (ciento cuatro fines de semana) y dirías que tiene que ser para toda la vida, y que resulta que el primer semestre de facultad me cita en el bar —dónde, si no— y me dice que tenemos que hablar. Como toda persona bien informada sabe, tenemos que hablar es la fórmula universalmente consensuada para cortar una relación, y suele acompañarse de los enunciados «me gustas como amigo», «no eres tú, soy yo», o la demoledora «he conocido a otro hombre».

Así que estudié una carrera en la que sólo había chicas mientras a Nicoletta le comía la boca un primo lejano de Roma que había venido a… bueno, que había venido a comerle la boca y basta.

Ese seudoharén podría parecer el sueño de todo chaval con la mayoría de edad recién estrenada si no fuera porque yo ya había empezado a desarrollar cierto grado de misantropía. Cuando no jugaba con la consola, leía; si me cansaba, me iba al cine. Era la época preinternet, claro. Lo que fuera antes de quedar con esas estiradas de universidad de pago, niñas bien que querían salvar el mundo. Algunas iban para monja, pero como lo del celibato no les atraía demasiado, vieron en trabajo social su plan B. Otras se limitaban a matar el rato hasta que llegara el momento en que, desde el cuartel general de Mango, pudieran dominar el holding empresarial de papá. Las de un grupito llegaron a creerse que lo que estudiaban les resultaría útil algún día, y finalmente descubrieron que no, que la universidad no es más que un trámite, que lo que cuenta es dónde te mojas luego y qué estás dispuesto a sacrificar.

Soy de una generación que creció con Sensación de vivir: gente de treinta años fingiendo estar en los dieciséis mientras los de quince simulábamos ser adultos de treinta. Eso no podía acabar bien. Comportaría, por fuerza, secuelas psicológicas irreparables.

—Hay algo que entonces me sorprendía y que todavía sigue carcomiéndome: ¿sabes qué quería ser Brandon de mayor? —le pregunto a Casu después de echar un trago de cerveza en una terraza de la plaza Àngel Pestanya—. De todavía más mayor, quiero decir.

—No lo sé. Yo sólo miraba la serie por Jenny Garth, la rubita.

—Quería ser médico.

—Es posible.

Casu se pasa la mano por el cabello y mira a su alrededor. La camarera china le sostiene la mirada y sonríe tímidamente esbozando una mueca. Él finge ignorarla, pero sé que es demasiado presumido como para haber pasado el gesto por alto. Con las greñas de progre de los setenta, gafitas de intelectual y cuerpo de Simba, el Rey León, no es extraño que llame la atención.

—Lo que quiero decir es que él lo tenía muy claro, ¿no? A los dieciséis no dudaba. Cuando tenías dieciséis años, ¿tú sabías que querías ser profesor de psicología en la universidad?

—Se lo preguntas a alguien que quiere dejar el mundo académico para meterse a doblador.

—Me lo pones a huevo, entonces. Pues a los dieciséis él ya quería ser médico.

—Teniendo en cuenta el volumen de negocio en Beverly Hills, yo me habría especializado en cirugía estética. —Trago de cerveza y vistazo rápido a la camarera, que ahora mueve las caderas como nunca antes lo había hecho, o eso diría yo—. Con los ojos cerrados.

—¿Para hacer chapuzas, como el que le infló las tetas a Brenda?

—¿Es falso?

Casu sobreactúa, da un golpe en la mesa y derrama la San Miguel de la copa.

—¿Sabías que en el primer episodio uno de los personajes vestía una camiseta con la bandera española?

—Hostia, Negro. ¿Tú cómo te acuerdas de estas cosas?

Echo un trago directamente de la botella.

—Acumulo información inútil que dudo que llegue a servirme jamás.

—Hombre, pues como fondo de armario para conversaciones siempre funciona.

—Voy bien servido, sí. Será más original que la moda de esta temporada, al menos.

—La farsa de la nueva gripe.

—Por ejemplo.

Casu se anima, igual que en Un, Dos, Tres, a veinticinco pesetas la respuesta acertada. La camarera china es una versión posmoderna de las azafatas del programa: cada vez que sobrevuela los hombros de mi amigo, nos muestra la misma simpatía exagerada que ellas.

—La bacteria de Mongolia.

—Vaya tema. La estrella de los periódicos gratuitos.

—Por cierto, recuérdame que te envíe un email con los enlaces a las teorías conspirativas sobre la supuesta creación gubernamental del virus. —Me enseña la palma de las manos, está hecho un pantocrátor seductor—: Fliparás.

—Ahora vuelve a decir que el raro soy yo, Casu.

Necesito dormir, este 13 de agosto se me está haciendo eterno. La migraña me mata, y todavía tengo que volver al despacho a preparar las facturas que la empresa pasará al Ayuntamiento.

El móvil del trabajo me trepana los tímpanos. Mierda. ¿Dónde está el Gelocatil cuando lo buscas?

—¿Sí?

—¿Víctor?

Begoña, la siempre simpatiquísima Begoña. La chica que atiende las llamadas del despacho y gestiona desastres con una sonrisa de oreja a oreja.

—Dime, Bego.

—La señora Rosa ha llamado.

Ochenta y seis años, química, durante la República trabajó fabricando medicamentos. Está casada con un hombre a quien lleva quince años, Eliodor, lector de novela negra. Su hijo vive en Francia y, en principio, esta semana o la siguiente tenían que ir a pasar un mes con él. A la señora Rosa le falta la energía de antaño, pero la pareja no tiene nada que no sea propio de la edad: repiten, cada tres minutos, las mismas conversaciones, que acostumbran a versar sobre las pastillas que el médico les ha recetado.

—La acompañamos al médico el viernes. —No hay más servicios hasta que vuelvan, me extraña que la señora Rosa llame—. ¿Ha pasado algo?

—Está bastante preocupada, dice que quiere hablar contigo.

—¿Están bien?

Le habrá dado la vena. Las primeras señales de una demencia.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Su marido. La señora Rosa dice que su marido no es su marido.