Si uno cae, otro ocupará su lugar.
El Clan sobrevivirá hasta que el Protocolo muera.
Los Lobos de Acero
Claudia respiró hondo, aturdida y asombrada. Sus dedos se cerraron sobre el pequeño lobo de acero.
—Veo que lo entendéis —dijo Medlicote.
El águila se sacudió al oír su voz, volvió la cruel cabeza y lo miró fijamente.
Claudia no quería entenderlo.
—¿Era de mi padre?
—No, mi lady. Me pertenece a mí. —La mirada que le dedicó tras sus gafas de media luna era apacible—. El Clan de los Lobos de Acero tiene muchos miembros secretos, incluso aquí, en la Corte. Lord Evian está muerto y vuestro padre se ha esfumado, pero todavía quedamos algunos bastiones. Nos mantenemos fieles a nuestro propósito: derrocar la dinastía Havaarna. Acabar con el Protocolo.
En lo único en que podía pensar Claudia era en que eso suponía una nueva amenaza para Finn. Extendió la mano para soltar el Lobo de Acero y observó cómo el hombre lo recogía.
—¿Qué queréis?
Medlicote se quitó las gafas y las limpió. Tenía el rostro fatigado, los ojos pequeños.
—Queremos encontrar al Guardián, mi lady. Igual que vos.
¿Era así? El comentario la sobresaltó. Sus ojos se desviaron hacia la puerta, en dirección a la estancia surcada por los rayos de sol en la que anidaban los halcones.
—No deberíamos hablar aquí. Podrían espiarnos.
—Es importante. Tengo información.
—Pues contádmela.
El secretario dudó un momento. Luego dijo:
—La reina tiene pensado nombrar a un nuevo Guardián de Incarceron. Y no seréis vos, mi lady.
Lo miró a los ojos.
—¡¿Qué?!
—Ayer mantuvo una reunión privada con sus asesores, el Consejo Real. Creemos que su objetivo era…
Claudia no podía creerlo.
—¡Soy su heredera! ¡Soy su hija!
El alto secretario hizo una pausa. Cuando retomó la palabra, su voz sonó áspera:
—Pero no sois su hija, mi lady.
Eso la hizo callar. Sin darse cuenta, se había agarrado a las faldas del vestido y las apretaba con fuerza; las soltó y respiró hondo.
—Ya. Así que es eso.
—Por supuesto que la reina sabe que nacisteis en Incarceron y que os trajeron aquí de recién nacida. Les contó a los miembros del Consejo que no teníais derecho de sangre a ocupar el puesto de Guardián, ni merecíais la casa ni los terrenos que pertenecían a vuestro padre…
Claudia suspiró.
—… Y les aseguró que no había documentos oficiales que demostraran la adopción. De hecho, el Guardián cometió un delito gravísimo al liberaros, pues erais una Reclusa, hija de Reclusos.
Estaba tan furiosa que notó un sudor frío que le recorría la piel. Se quedó mirando al hombre, intentando averiguar qué papel ocupaba él en todo aquello. ¿De verdad formaba parte de los Lobos de Acero o era un enviado de la reina?
Como si percibiera sus dudas, el secretario dijo:
—Señora, tenéis que saber que yo se lo debía todo a vuestro padre. Yo no era más que un pobre escribano y él me ascendió. Por eso lo respetaba profundamente. Ahora que está ausente, considero que sus intereses requieren protección.
Claudia sacudió la cabeza.
—Ahora mi padre es un proscrito. Ni siquiera sé si quiero que regrese.
Empezó a pasearse por el suelo de piedra, que sus faldones rozaban levantando motas de polvo que destacaban al entrar en los haces de luz que proyectaba el sol. ¡Pero el feudo del Guardián! Desde luego que lo quería. Pensó en la hermosa casa antigua en la que había vivido toda su vida, en su foso y sus salas y sus pasillos sin fin, en la preciosa torre de Jared, en sus caballos, en todos los campos verdes y los bosques y los prados, en las aldeas y los ríos. No podía permitir que la reina se lo quedara todo… y la desahuciase.
—Os veo alterada —dijo Medlicote—. Es más que comprensible. Mi lady, si…
—Escuchadme. —Se volvió hacia él y le dijo con autoridad—: Decidles a esos Lobos que no deben hacer nada. ¡Nada! ¿Me entendéis? —Haciendo caso omiso de la sorpresa del secretario, dijo—: No debéis considerar que Finn… el príncipe Giles… es vuestro enemigo. Tal vez sea el heredero de los Havaarna, pero os aseguro que tiene tantas ganas de acabar con el Protocolo como los Lobos de Acero. Insisto en que renunciéis a cualquier complot contra él.
Medlicote se quedó callado, mirando el suelo de piedra. Cuando por fin levantó la cabeza, Claudia se dio cuenta de que su arrebato de ira no había tenido impacto alguno en él.
—Señora, con todos los respetos, nosotros también creíamos que el príncipe Giles sería nuestro salvador. Pero este chico, si es que realmente es el príncipe, no es lo que esperábamos. Es un joven melancólico, además de arisco, y casi nunca aparece en público. Cuando lo hace, sus modales son extraños. Parece suspirar por aquellos que ha dejado atrás en Incarceron…
—¿Y acaso no es comprensible? —le espetó Claudia.
—Sí, pero está mucho más preocupado por encontrar la Cárcel que por lo que ocurre aquí. Y luego están esos arrebatos, la pérdida de memoria…
—¡Está bien! —Claudia estaba furiosa con Medlicote—. Tenéis razón. Pero dejádmelo a mí. En serio. Es una orden.
A lo lejos, el reloj del establo tocó las siete. El águila abrió el pico y emitió un chillido áspero; el milano, en su poste más bajo, aleteó y soltó otro graznido.
Una sombra oscureció la puerta de las caballerizas.
—Viene alguien —dijo Claudia—. Marchaos. Rápido.
Medlicote hizo una reverencia. Mientras volvía a desaparecer entre las sombras, sólo los cristales de media luna de sus gafas resplandecieron. Entonces dijo:
—Transmitiré vuestra orden al Clan, mi lady. Pero no puedo aseguraros nada.
—Más os vale —susurró ella—, o haré que os arresten.
El secretario le dedicó una sonrisa macabra.
—No creo que hagáis algo así, lady Claudia. Porque también vos haríais cualquier cosa por cambiar este Reino. Y a la reina le bastaría con una pequeña excusa para sacaros de la partida.
Hecha una furia, Claudia lo dejó plantado y escapó dando zancadas hacia la puerta. De camino, tiró el guante de cetrería. Le consumía la rabia, pero sabía que no era sólo contra él. Estaba furiosa consigo misma, porque el secretario había dicho lo que ella pensaba, lo que llevaba meses pensando en secreto, pero que nunca se había permitido verbalizar. Finn era una decepción para Claudia. La observación de Medlicote había sido tan precisa como la incisión de un bisturí.
—¿Claudia?
Levantó la cabeza y vio que Finn estaba en el vano de la puerta. Parecía acalorado y presa de la agitación.
—Te he buscado por todas partes. ¿Por qué te has escapado así?
Finn se acercó a ella, pero Claudia lo apartó de un manotazo, como si estuviera irritada.
—Me llamó Jared.
El corazón de Finn dio un brinco.
—¿Ha puesto en marcha el Portal? ¿Ha encontrado la Cárcel? —La agarró por el brazo—. ¡Dímelo!
—Suéltame. —Se zafó de él—. Supongo que estás asustado por la Proclamación. No es nada, Finn. No significa nada.
Finn hizo un mohín.
—Te lo he dicho mil veces, Claudia. No seré rey hasta que encuentre a Keiro…
Algo se encendió dentro de Claudia. De pronto, lo único que deseaba era hacerle daño.
—Nunca lo encontrarás —le dijo—. ¿Es que no te das cuenta? ¿Tan tonto eres? Y ya puedes olvidarte de todos esos mapas y experimentos, porque la Cárcel no es así, Finn. ¡Es un mundo tan pequeño que podrías aplastarlo entre tus dedos como si fuera una hormiga y no te darías ni cuenta!
—¿A qué te refieres?
La miró con fijeza. Había un pinchazo de alarma detrás de sus ojos, una gota de sudor que le bajaba por la espalda, pero Finn no les prestó atención. La agarró por el brazo de nuevo aun a sabiendas de que le hacía daño; furiosa, Claudia sacudió el brazo y se soltó.
Finn no podía respirar.
—¡¿A qué te refieres?!
—¡Es la verdad! Incarceron sólo es grande desde el Interior. ¡Los Sapienti la miniaturizaron hasta convertirla en algo tan pequeño como una millonésima parte de un nanómetro! Por eso no entra ni sale nadie de allí. Por eso no tenemos ni idea de dónde está. Y será mejor que te lo metas en la cabeza de una vez, Finn, porque eso explica por qué ni Keiro ni Attia ni los miles de Presos que habitan en Incarceron podrán salir jamás de la Cárcel. ¡Jamás! No queda energía suficiente en todo el mundo para lograrlo; eso, suponiendo que averiguásemos cómo hacerlo.
Sus palabras eran dardos negros que atacaban a Finn. Los esquivó.
—No puede ser… Mientes…
Ella se echó a reír sin piedad. La seda de su vestido crujió al sol. Su brillo lo aguijoneó como una daga punzante. Se frotó la cara con una mano y notó la piel seca como el papel.
—Claudia… —dijo Finn. Pero de su boca no salió ningún otro sonido.
Ella le hablaba. Le estaba diciendo algo duro y mordaz, y luego se separaba de él como un torbellino, pero estaba demasiado lejos para que Finn la oyera. Su voz sonaba por detrás del resplandor doloroso y crepitante que empezaba a erigirse alrededor de Finn, ese calor tan familiar y temido que le doblaba las rodillas y convertía el mundo en algo negro. Y en lo único en que pudo pensar mientras caía al suelo fue en que los adoquines eran de piedra, y en que su frente se golpearía contra ellos y él quedaría inconsciente en un charco de sangre.
Y entonces notó unas manos que lo agarraban.
Había un bosque, se cayó del caballo y aterrizó entre las hojas.
Y no había nada más.
Jared dijo en voz baja:
—Creo que la reina me espera.
Los guardias que vigilaban las Dependencias Reales asintieron ligeramente con la cabeza. Jared se volvió y dio un golpecito en la puerta, que se abrió al instante. Un lacayo con una levita tan azul como las plumas salió apresurado.
—Maestro Sapient, por favor, seguidme.
Jared obedeció, maravillado ante la cantidad de polvos blancos que se había echado el hombre en la peluca. Estaba tan empolvada que le había cubierto los hombros de un ligero tono gris, como de ceniza. A Claudia le habría parecido gracioso. El Sapient intentó sonreír, pero su nerviosismo le agarrotaba los músculos de la cara, y sabía que estaba pálido y asustado. Un Sapient debía mantener la calma. En la Academia les enseñaban técnicas de distanciamiento. Ojalá pudiera concentrarse en ellas en ese momento.
Las Dependencias Reales eran inmensas. Lo condujeron por un pasillo decorado con murales al fresco en ambos lados: imágenes de peces tan realistas que creyó que caminaba bajo el agua. Incluso la luz que se colaba por los altos ventanales tenía un filtro verdoso. A continuación, entró en una habitación azul con muchos pájaros pintados y, después, en otra estancia con una alfombra tan amarilla y suave como la arena del desierto, con palmeras plantadas en vasijas con muchas filigranas. Para su alivio, le dijeron que continuara caminando, de modo que dejó atrás el Gran Salón de Estado; no había vuelto allí desde la terrible mañana de la «no boda» de Claudia, y no le apetecía entrar. Esa sala le evocaba el terrible modo en que lo había mirado el Guardián entre la multitud. Tembló sólo de recordarlo.
El lacayo se detuvo delante de una puerta acolchada y la abrió, haciendo una marcada reverencia.
—Por favor, esperad aquí, Maestro. Su Majestad os atenderá enseguida.
Entró. La puerta se cerró tras él con un leve clic. Como una trampa camuflada.
La habitación era pequeña e íntima. Dos sofás tapizados quedaban uno frente a otro a ambos lados de un hogaril de piedra en el que habían colocado un enorme jarrón de rosas, flanqueado por apliques con forma de águila. La luz del sol se filtraba por los ventanales.
Jared anduvo hasta una de las ventanas.
Al otro lado se extendían los amplios prados. Las abejas zumbaban en arcos cubiertos de madreselva. Las risas de los jugadores de croquet le llegaban desde los jardines cercanos. Se preguntó si ese juego era propio de la Era. La reina tendía a elegir lo que se le antojaba. Jared entrelazó las manos con nerviosismo, se dio la vuelta y caminó hasta la chimenea.
El ambiente era cálido y algo viciado, como si esa habitación apenas se empleara. Los muebles olían a humedad.
Lamentó no poder aflojarse el cuello de la túnica y se obligó a sentarse.
Al instante, como si hubiera estado esperando ese gesto, la puerta se abrió y la reina se deslizó por ella. Jared dio un respingo.
—Maestro Jared. Muchísimas gracias por venir.
—Es un placer, señora.
Hizo una reverencia y ella se inclinó con educación. Aún lucía el vestido de pastora, y Jared se fijó en que llevaba un ramillete de violetas prendido del cinturón.
A Sia no se le escapaba nada, ni siquiera la mirada rápida de Jared. Se rio con esa risa fría como la plata y dejó caer las flores encima de la mesa.
—Mi querido Caspar. Siempre es tan detallista con su mamá. —Se acomodó en uno de los sofás y le señaló el otro—. Por favor, sentaos, Maestro. No me gustan las formalidades.
Él se sentó con la espalda erguida.
—¿Algo de beber?
—No, gracias.
—Estáis un poco pálido, Jared. ¿Pasáis tiempo suficiente al aire libre?
—Me encuentro bastante bien, gracias, Su Majestad.
Mantuvo el timbre de voz neutro. La reina jugaba con él. Se la imaginó como una gata, una gata blanca y maliciosa que jugueteaba con el ratón que acabaría por matar de un único zarpazo afilado. Ella sonrió. Sus ojos claros y curiosos lo miraron fijamente.
—Me temo que no es del todo cierto, ¿me equivoco? Pero hablemos de vuestras investigaciones. ¿Qué progresos habéis conseguido?
Él sacudió la cabeza.
—Muy pocos. El Portal está muy perjudicado. Me temo que será imposible arreglarlo.
No mencionó el estudio del Guardián en el feudo, ni ella le preguntó al respecto. Sólo Claudia y él sabían que el Portal era idéntico en ambos lugares. Jared había galopado hasta allí para comprobarlo varias semanas antes. Estaba exactamente igual que el de palacio.
—Aunque hoy ha ocurrido algo inesperado.
—¿Ah sí?
Le contó lo de la pluma.
—Las réplicas eran extraordinarias. Pero no tengo modo de saber si en la Cárcel ha pasado algo o no. Como el Guardián se llevó las dos Llaves consigo, no podemos comunicarnos con los Reclusos.
—Ya entiendo. Y ¿habéis descubierto algo más acerca de la ubicación real de Incarceron?
Jared se removió ligeramente, y notó el sonoro tic-tac del reloj contra su pecho.
—Me temo que no.
—¡Qué lástima! Sabemos tan poco…
¿Qué haría la reina si supiera que lo llevaba en el bolsillo de la pechera? ¿Lo aplastaría con sus zapatos blancos de tacón?
—Lady Claudia y yo hemos decidido que debemos ir a la Academia. —Se sorprendió por el tono seguro de su propia voz—. Los informes de cómo se fabricó la Cárcel podrían hallarse entre los documentos de la Esotérica. A lo mejor encontramos diagramas o ecuaciones.
Hizo una pausa, consciente de que estaba peligrosamente próximo a infringir el Protocolo. Sin embargo, Sia se limitó a mirar con fijeza sus uñas pulidas.
—Vos iréis —dijo—. Pero Claudia no.
Jared frunció el entrecejo.
—Pero…
La reina levantó la mirada y le sonrió con dulzura, una sonrisa que llenó toda su cara.
—Maestro, ¿cuántos años cree vuestro médico que os quedan de vida?
Jared tomó aliento, sobresaltado. Se sentía como si la reina acabara de darle una puñalada; notó un amargo resentimiento al ver que Sia era capaz de preguntarle algo así, a la vez que un miedo helador a contestarle. Le temblaron las manos.
Bajó la mirada, intentó hablar con temple, pero su voz sonó extraña incluso para sí mismo.
—Dos años. Como mucho.
—Ay, cuánto lo siento. —La reina no le quitaba los ojos de encima—. ¿Y estáis de acuerdo con él?
Jared se encogió de hombros y despreció la lástima de ella.
—Me parece que es un poco optimista.
Sia hizo una leve mueca con los labios encarnados. Entonces comentó:
—Por supuesto, todos somos víctimas del destino y el azar. Por ejemplo, si no hubieran existido los Años de la Ira, la gran guerra, el Protocolo, hace ya años que se habría hallado una cura incluso para una enfermedad tan rara como la vuestra. En aquel tiempo las investigaciones eran abundantes. O eso tengo entendido.
Jared la miró fijamente; notaba un cosquilleo en el cuerpo, percibía el peligro.
La reina suspiró. Vertió vino en una copa y se reclinó en el sofá con ella en la mano, cruzando las piernas bajo su cuerpo.
—Y además, sois tan joven, Maestro Jared. Si no me equivoco, apenas tenéis treinta años…
El Sapient logró asentir con la cabeza.
—Y sois un estudioso excepcional. Menuda pérdida para el Reino. ¡Y para la querida Claudia! ¿Cómo lo soportará?
La crueldad de la reina era apabullante. Su voz sonaba sedosa y triste a la vez. Pasó con toda parsimonia uno de sus dedos largos por el borde de la copa de cristal.
—Y el dolor que tendréis que tolerar… —añadió en voz baja—. Saber que dentro de poco no habrá fármaco que os lo alivie, que quedaréis postrado en la cama, impotente y enfermo, día tras día, unos días eternos, hundiéndoos cada vez más y dejando de ser lo que fuisteis, hasta que ni siquiera Claudia tenga aplomo para ir a veros. Hasta que la muerte sea bienvenida.
Jared se puso de pie abruptamente.
—Señora, no sé qué…
—Sí lo sabéis. Sentaos, Jared.
El Sapient tenía ganas de abrir la puerta, salir huyendo, alejarse del horror con el que ella le confrontaba. En lugar de eso, se sentó. Tenía la frente empapada en sudor. Se sentía derrotado.
La reina lo observó con tranquilidad. Luego dijo:
—Id a examinar la Esotérica. La colección es amplísima, los restos de sabiduría de todo un mundo. Estoy segura de que allí encontraréis algunas investigaciones médicas que podrán ayudaros. El resto está en vuestras manos. Tendréis que experimentar, realizar pruebas, hacer lo que sea que hacen los Sapienti como vos. Os aconsejo que os quedéis en la Academia; las instalaciones médicas que tienen allí son las mejores que existen. Cerraremos los ojos ante las posibles infracciones del Protocolo; podéis hacer lo que deseéis. Podéis dedicar el resto de vuestro tiempo a la tarea que más os conviene: buscar una cura para vuestra enfermedad. —Se inclinó hacia delante y sus faldones sisearon—. Os lo ofrezco, Jared. El conocimiento prohibido. La posibilidad de vivir.
Jared tragó saliva.
En la habitación acolchada, todos los sonidos parecían amplificarse, las voces del exterior quedaban a varios mundos de distancia.
—¿Qué deseáis a cambio? —dijo él con sequedad.
Ella se inclinó hacia atrás de nuevo, sonriendo. Se sabía vencedora.
—No deseo nada. Literalmente, nada. El Portal no debe volver a abrirse jamás. Las puertas de Incarceron, esté donde esté ese lugar, deben resultar infranqueables. Todos los intentos deben fracasar.
Por encima de la copa de vino, los ojos de la reina se clavaron en los del Sapient.
—Y Claudia no tiene que enterarse.