Cantó su última canción. Y las palabras que pronunció no fueron plasmadas jamás en papel. Pero fue una canción dulce y de gran belleza, y quienes la oyeron cambiaron por completo.
Hay quien dice que fue la canción que dio movimiento a las estrellas.
La Última Canción de Sáfico
Finn caminó lentamente hacia la pantalla y clavó los ojos en ella. Había dejado de nevar, y ahora la imagen se veía nítida y brillante. Vio a una chica que lo miraba a la cara.
—¡Claudia! —exclamó.
No parecía que lo hubiera oído. Entonces se dio cuenta de que la estaba mirando a través de los ojos de otra persona, unos ojos que estaban ligeramente nublados, como si la mirada de la Cárcel estuviera borrosa por las lágrimas.
Keiro se le acercó por la espalda.
—¿Qué demonios pasa ahí dentro?
Igual que si sus palabras hubieran accionado una palanca, el sonido irrumpió, una explosión de bramidos y aplausos y vítores de alegría que los estremecieron.
Claudia alargó el brazo y tomó la mano enguantada.
—Maestro —dijo—. ¿Cómo habéis entrado? ¿Qué habéis hecho?
Él le dedicó su cálida sonrisa.
—Creo que he realizado un experimento nuevo, Claudia. Mi proyecto de investigación más ambicioso hasta el momento.
—No os burléis de mí.
Apretó el puño sobre los dedos de escamas.
—Jamás os he traicionado —dijo Jared—. La reina me ofreció los conocimientos prohibidos. Pero no creo que se refiriera a esto.
—Ni una sola vez pensé que pudierais traicionarme. —Claudia miró fijamente el Guante—. Esta gente cree que sois Sáfico. Decidles que no es verdad.
—Soy Sáfico. —El rugido que recibió sus palabras fue tremendo, pero Jared no despegó la mirada de Claudia—. Es a él a quien esperan, Claudia. E Incarceron y yo les daremos seguridad. —Los dedos del dragón se doblaron sobre los de la chica—. Me siento muy raro, Claudia. Es como si estuvierais dentro de mí, como si hubiera mudado la piel y debajo de ella habitara un nuevo ser, y veo tantas cosas y oigo tantos sonidos y accedo a tantas mentes… Sueño los sueños de la Cárcel, y son tan tristes…
—Pero ¿podéis regresar? ¿O tendréis que quedaros aquí para siempre? —Su desesperación denotaba debilidad, pero no le importó, ni siquiera le importó que su egoísmo se interpusiera en el futuro de los Presos de Incarceron—. No puedo hacerlo sin vos, Jared. Os necesito.
Él negó con la cabeza.
—Vais a ser reina, y las reinas no tienen tutores. —Extendió los brazos y la rodeó. Le dio un beso en la frente—. Además, no me marcharé a ninguna parte. Me llevaréis en la cadena del reloj. —Miró por detrás de la chica, hacia el Guardián—. Y de ahora en adelante, todos nosotros tendremos libertad.
La sonrisa del Guardián era una línea fina.
—Vaya, viejo amigo, parece que al final os habéis procurado un cuerpo.
—A pesar de todo vuestro empeño, John Arlex.
—Pero no habéis Escapado.
Jared se encogió de hombros con un movimiento curioso, ligeramente extraño en él.
—Claro que sí. He Escapado de mí mismo, pero no me marcharé de aquí. Ésa es la paradoja que encarna Sáfico.
Hizo un gesto con la mano y todo el público suspiró. Detrás de ellos, y a su alrededor, las paredes se iluminaron y vieron la habitación gris que albergaba el Portal, con la puerta abarrotada de observadores, y Finn y Keiro retrocedieron muy sobresaltados. Jared se dio la vuelta.
—Ahora estamos todos juntos. El Interior y el Exterior.
—¿Significa eso que los Presos pueden Escapar? —intervino Keiro, y Claudia cayó en la cuenta de que lo habían oído todo.
Jared sonrió.
—¿Escapar adónde? ¿A las ruinas del Reino? Harán de esto su paraíso, Keiro, tal como se suponía que debía ser, tal como los Sapienti lo idearon. Nadie tendrá necesidad de Escapar; lo prometo. Pero la puerta estará abierta, para quienes deseen entrar y salir.
Claudia retrocedió un paso. Conocía al Sapient tan bien como la palma de la mano, y al mismo tiempo, lo notaba diferente. Como si su personalidad se hubiera entremezclado con otra, dos voces distintas que se fragmentaban en una, como las baldosas blancas y negras del suelo del salón, que formaban un dibujo nuevo, y ese dibujo era la silueta de Sáfico. La chica miró a su alrededor, vio a Rix maravillado, inclinándose hacia el Sapient, y a Attia quieta y pálida, mirando fijamente a Finn.
La muchedumbre murmuraba, repetía sus palabras, las transmitía de unos a otros. Oyó que la promesa reverberaba por los paisajes de la Cárcel. Sin embargo, Claudia se sentía desconsolada y aturdida, porque en otro tiempo había sido la hija del Guardián, y ahora iba a ser la reina, y sin Jared, su nueva vida sería otro papel que debería representar, otra parte del juego.
Jared pasó rozándola y se dirigió hacia la multitud. La gente extendía las manos y lo tocaba, agarraba el guante de piel de dragón, se postraba a sus pies. Una mujer empezó a sollozar y él la tocó con delicadeza, puso sus manos alrededor de las de ella.
—No te preocupes —dijo el Guardián en voz baja al oído de Claudia.
—No puedo evitarlo. Jared no es fuerte.
—Uf, creo que es más fuerte que todos nosotros.
—La Cárcel lo corromperá.
Fue Attia quien lo dijo, y Claudia se volvió hacia ella muy enfadada.
—¡No!
—Sí. Incarceron es cruel, y tu tutor es demasiado considerado para dominarlo. Las cosas se torcerán, igual que la vez anterior. —Attia hablaba con frialdad. Sabía que sus palabras eran hirientes, pero aun así las dijo, y un amargo desconsuelo la llevó a añadir—: Y Finn y tú tampoco tendréis un gran reino, tal como están las cosas.
Attia alzó los ojos hacia Finn, quien le sostuvo la mirada.
—Salid al Exterior —les dijo Finn—. Las dos.
Detrás de Attia, Rix preguntó:
—¿Quieres que abra una puerta mágica, Attia? A lo mejor así recupero a mi Aprendiz.
—Ni hablar. —Keiro dedicó una fugaz mirada azul a Finn—. Aquí pagan mejor.
En el último escalón, Jared se dio la vuelta.
—Bueno, Rix. ¿Vamos a ver alguna otra muestra del Arte de la Magia? Haznos una puerta, Rix.
El hechicero soltó una carcajada. Sacó una tiza del bolsillo y la mostró ante el público. La multitud la miró embobada. Entonces Rix se inclinó hasta tocar el suelo y acercó la tiza a la superficie de mármol en la que antes descansaba la estatua. Con cuidado, dibujó la puerta de una mazmorra, de madera antigua, con una ventana embarrada y un gran ojo de cerradura, y con cadenas cruzadas alrededor. Encima de la puerta escribió: «SÁFICO».
—Todos creen que sois Sáfico —le dijo Rix a Jared mientras se ponía de pie—. Pero está claro que no lo sois. Aunque no voy a desmentirlo, podéis confiar en mí. —Se acercó a Attia y le guiñó un ojo—. Es todo una ilusión. Uno de mis libros habla de eso mismo. Un hombre roba el fuego de los dioses y salva a la humanidad con su calor. Los dioses lo castigan inmovilizándolo eternamente con una gruesa cadena. Pero el hombre forcejea y se retuerce, y el día del fin del mundo regresará. En un barco hecho con uñas. —Entonces sonrió a la chica con tristeza—. Te echaré de menos, Attia.
Jared alargó la mano y tocó la puerta de tiza con la punta de una garra de dragón. Al instante se volvió real y se abrió. La puerta se dobló hacia dentro con gran estruendo, dejando un rectángulo de oscuridad en el suelo.
Finn dio un paso atrás, admirado. A sus pies, el suelo también se había hundido. Había un agujero negro y vacío.
Jared condujo a Claudia con amabilidad hasta el borde.
—Vamos, Claudia. Vos estaréis allí y yo aquí. Trabajaremos juntos, igual que hemos hecho siempre.
La chica asintió y miró a su padre. El Guardián dijo:
—Maestro Jared, ¿me permitís hablar un momento con mi hija?
Jared hizo una reverencia y se apartó.
—Haz lo que te dice —le aconsejó el Guardián a Claudia.
—¿Y qué pasará con vos?
Su padre esbozó su gélida sonrisa.
—Mi propósito era que tú fueses reina, Claudia. A eso me he dedicado en cuerpo y alma. A lo mejor ya va siendo hora de que me dedique a cuidar de esto, mi propio reino. El nuevo régimen también necesitará un Guardián. Jared es demasiado permisivo, e Incarceron demasiado severo.
Claudia le dio la razón y luego dijo:
—Decidme la verdad. ¿Qué ocurrió con el príncipe Giles?
El Guardián se quedó callado durante varios segundos. Se acarició la perilla con el pulgar.
—Claudia…
—Decídmelo.
—¿Qué importa eso? —Miró a Finn—. El reino tiene su rey.
—Pero ¿es él?
Sus ojos grises le aguantaron la mirada.
—Si eres mi hija, no me lo preguntes.
Entonces fue ella quien se quedó callada. Durante un momento interminable, se miraron el uno al otro. Luego, manteniendo las formas, el Guardián la tomó de la mano y le dio un beso, y ella hizo una ligera reverencia.
—Adiós, padre —susurró.
—Reconstruye el Reino —dijo él—. Y yo volveré a casa cada cierto tiempo, como solía hacer. A lo mejor a partir de ahora no temes tanto mi regreso.
—Por supuesto que no lo temeré, en absoluto. —Claudia anduvo hasta el borde de la trampilla y le dedicó una última mirada a su padre—. Debéis venir para la Coronación de Finn.
—Y la tuya.
Ella se encogió de hombros. Entonces, miró por última vez a Jared y bajó las escaleras de oscuridad que había al otro lado de la puerta. Pero vieron cómo después subía y entraba en la habitación del Portal, donde Finn la cogió de la mano y la ayudó a salir al Exterior.
—Vamos, muchacha —le dijo Rix a Attia.
—No. —Miraba fijamente la pantalla—. No puedes perder a tus dos Aprendices, Rix.
—Bah, mis poderes se han multiplicado. Ahora puedo hechizar a un ser alado y darle la vida, Attia. Puedo hacer volver a un hombre desde las estrellas. ¡Menudo espectáculo daré por los pueblos! Seré el mejor, siempre. Aunque es cierto que nunca está de más un ayudante…
—Podría quedarme…
Keiro le preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?
—¿Miedo? —Attia levantó la mirada hacia él—. ¿De qué?
—De ver el Exterior.
—¿Y qué más te da?
Él se encogió de hombros, con los ojos azules y fríos.
—Me da igual.
—Vale.
—Pero todos tenemos que arrimar el hombro para ayudar a Finn. Si supieras ser agradecida…
—¿Por qué? Fui yo quien encontró el Guante. Quien te salvó la vida.
Finn intervino:
—Vamos, Attia. Por favor. Quiero que veas las estrellas. A Gildas le habría encantado que lo hicieras.
Attia lo miró a la cara, en silencio y sin mover ni un dedo, y fuera lo que fuese que pensaba, no dejó que se manifestara en la expresión de su rostro. Pero Jared, con los ojos de Incarceron, debió de ver algo, porque se acercó y la cogió de la mano, y ella se dio la vuelta y bajó las escaleras de oscuridad, para entrar en un extraño escalofrío espacial que se retorció de forma que, de repente, los peldaños subían, y cuando la mano de Jared soltó la suya, otra mano bajó para ayudarla a subir, una mano musculosa y llena de cicatrices, con la palma abrasada y una uña de acero.
Keiro dijo:
—No era tan difícil, ¿no?
Attia miró a su alrededor. La habitación era gris y transmitía tranquilidad, emitía un murmullo de débil energía. Al otro lado de la puerta, en un pasillo destrozado, unos cuantos hombres magullados observaban la escena, sentados como podían contra la pared. La miraban como si fuese un fantasma.
En la pantalla del escritorio empezaba a desvanecerse la cara del Guardián.
—No sólo iré a la Coronación, Claudia —dijo—. Sino que espero una invitación para la boda.
Y entonces la pantalla se oscureció, y susurró con la voz de Jared:
—Y yo también.
No había forma de bajar a la planta inferior, así que treparon por los restos de las escaleras hasta el tejado.
Finn sacó el reloj; contempló el cubo durante un buen rato y después se lo dio a Claudia.
—Guárdalo tú.
Claudia abrió la palma para recibir el objeto.
—¿De verdad están aquí dentro? ¿O nunca hemos sabido dónde se encuentra Incarceron?
Pero Finn no tenía la respuesta, así que, mientras agarraba con firmeza el reloj, lo único que podía hacer Claudia era seguir escalando detrás de él.
Los daños provocados en la casa la horrorizaron; rozó con los dedos las cortinas, que se caían a pedazos, y tocó los agujeros de las paredes y ventanas, sin alcanzar a comprenderlo.
—Es imposible. ¿Cómo vamos a lograr recomponer todo esto algún día?
—No podremos —dijo Keiro sin piedad. Se iba abriendo camino por los peldaños de piedra y su voz se hizo eco hacia atrás—. Si Incarceron es cruel, tú eres igual de cruel, Finn. Me enseñas un segundo el paraíso y luego se esfuma.
Finn miró a Attia.
—Lo siento —le dijo en voz baja—. Os pido disculpas a los dos.
Ella se encogió de hombros.
—Espero que las estrellas no se hayan esfumado…
Finn le cedió el paso en el último escalón.
—No —contestó—. Siguen aquí.
Attia salió a las almenas de piedra y se detuvo. Y Finn vio la expresión que iluminó su cara: la sorpresa y la maravilla que recordaba haber sentido él mismo. Attia suspiró cuando clavó la mirada en el cielo.
La tormenta había cesado y el cielo estaba despejado. Brillantes e incandescentes, las estrellas flotaban en todo su esplendor, con sus estructuras secretas, sus distantes nebulosas, y a Attia se le congeló la respiración mientras las contemplaba. Detrás de ella, Keiro abrió los ojos como platos; se quedó inmóvil, conmocionado por la magia.
—Existen. ¡Existen de verdad!
El reino estaba a oscuras. El ejército distante de refugiados se arracimaba junto a unas hogueras, destellos de llamas. Más lejos, el terreno se elevaba en tenues colinas y llegaba a los negros lindes del bosque, un reino sin electricidad, expuesto a la noche, con una elegancia tan marchita y maltrecha como la bandera de raso con el cisne negro que ondeaba, hecha jirones, sobre sus cabezas.
—No sobreviviremos —dijo Claudia negando con la cabeza—. Ya no sabemos cómo sobrevivir.
—Sí sabemos —contestó Attia.
Keiro señaló con el dedo.
—Igual que ellos.
Y Claudia vio, tenues y lejanos, los puntos de luz de las velas encendidas en las cabañas de los pobres, las casuchas que la ira y la rabia de la Cárcel no habían modificado en absoluto.
—Eso también son estrellas —dijo Finn en voz baja.