Una vez, Incarceron se transformó en dragón, y un Preso entró a hurtadillas en su guarida. Hicieron una apuesta. Se propondrían acertijos el uno al otro y, quien no supiera la respuesta a alguno de ellos, perdería. Si perdía el hombre, entregaría su vida. A cambio, la Cárcel se ofreció a mostrarle una forma secreta de Escapar. Pero en cuanto el hombre accedió, oyó la risa burlona de la Cárcel.
Jugaron durante un año y un día. Las luces no se encendieron en ningún momento. No se retiraron los muertos. No se repartió comida. La Cárcel desoyó las súplicas de sus Internos. Ese hombre era Sáfico. Cuando le tocó el turno de proponer un acertijo, preguntó:
—¿Cuál es la Llave que abre el corazón?
Incarceron pensó y pensó un día entero. Dos días. Tres días. Entonces dijo:
—Si alguna vez supe la respuesta, la he olvidado.
Sáfico en los Túneles de la Locura
Los feriantes se marcharon de la aldea muy temprano, antes de Lucencendida.
Attia los esperó en el exterior de los maltrechos muros, detrás de un pilar de ladrillo del que todavía colgaban unos gigantescos grilletes, tan oxidados que parecían hechos de polvo rojo. Cuando las luces de la Cárcel azotaron con su amargo parpadeo, vio que siete carromatos bajaban ya por la rampa, con la jaula del oso atada a uno de ellos, y el resto cubiertos con artilugios de tela estrellada. Conforme se acercaban, Attia creyó ver que los ojillos del oso se entrecerraban, fijos en ella. Los siete malabaristas idénticos iban caminando junto al desfile de carros y se pasaban bolas unos a otros creando complejas filigranas.
Attia se dio impulso y subió al asiento, al lado del Encantador.
—Bienvenida a la troupe —le dijo él—. La sensación de esta noche tendrá lugar en una aldea a dos horas de aquí, al otro lado de los túneles. Un sitio perdido e infestado de ratas, pero he oído que tienen buenos montones de plata. Tendrás que bajarte mucho antes de que lleguemos. Recuerda, Attia, bonita. Nunca jamás deben verte con nosotros. No nos conoces.
Attia lo miró a la cara. Bajo el crudo brillo de los focos carecía de la juventud que destilaba el personaje disfrazado del escenario. Su piel estaba marcada de costras y su pelo cobrizo era lacio y grasiento. Le faltaban la mitad de los dientes, probablemente, a causa de alguna pelea. Pero sus manos eran firmes a la par que delicadas con las riendas. Los dedos diestros de un mago.
—¿Cómo quieres que te llame? —murmuró Attia.
Él sonrió.
—Los hombres como yo cambian de nombre igual que de chaqueta. He sido Silentio el Visionario Silencioso, y Alixia el Brujo Tuerto de Demonia. Un año fui el Forajido Ambulante, y el año siguiente, el Elástico Descastado del Ala de la Ceniza. Lo del Oscuro Encantador es para cambiar de imagen. Me da cierta dignidad, creo yo.
Sacudió las riendas; el buey rodeó pacientemente un socavón que había en el sendero metálico.
—Pero seguro que tienes un nombre verdadero.
—¿Tú crees? —Le sonrió—. ¿Como Attia? ¿A eso llamas «verdadero»?
Enfadada, arrojó su hatillo de posesiones a los pies del carromato.
—Pues sí, por qué no.
—Llámame Ismael —dijo el hombre, y luego se echó a reír, con una carcajada gutural y repentina que la sobresaltó.
—¿Qué?
—Lo he sacado de un libro ilustrado que leí una vez. Es la historia de un hombre obsesionado con un gran conejo blanco. Lo persigue por un agujero, pero el conejo se lo come y lo lleva en el estómago durante cuarenta días.
Perdió la mirada en la monótona llanura de metal inclinado, en sus escasos arbustos puntiagudos.
—Adivina mi nombre. Venga, es un acertijo, Attia, bonita.
Ella frunció el entrecejo en silencio.
—¿Me llamo Adrax o Malevin o Korrestan? ¿Me llamo Tom Tat Tot o Rumpelstilskin? ¿Me llamo…?
—Olvídalo —cortó ella.
Ahora el hombre la miraba con un punto de locura; la penetraba con unos ojos que no le gustaban en absoluto. La sobresaltó cuando se levantó del asiento de madera y chilló:
—¿Me llamo Edric el Salvaje, el que cabalga el viento?
El buey siguió avanzando, imperturbable. Uno de los siete malabaristas idénticos corrió hacia él.
—¿Va todo bien, Rix?
El mago guiñó un ojo. Como si hubiera perdido el equilibrio, se sentó a plomo.
—Vaya, ya se lo has dicho. Y para ti soy el Maestro Rix, dedos de mantequilla.
El hombre se encogió de hombros y miró a Attia. Discretamente, se dio unos golpecitos con el dedo en la sien, puso los ojos en blanco y continuó caminando.
Attia arrugó la frente. Al principio pensaba que iba colocado de ket, pero a lo mejor se había topado con un lunático de verdad. Había infinidad de locos en Incarceron. Nacidos en la Celda con medio cerebro o desquiciados. Ese pensamiento la llevó a Finn, y se mordió el labio. Pero fuera lo que fuese este Rix, había algo curioso en él. ¿De verdad tenía el Guante de Sáfico, o no era más que un elemento para la función? E incluso si el Guante era el auténtico, ¿cómo iba a robárselo Attia?
De pronto el hombre se quedó callado, taciturno. Parecía cambiar de humor con suma facilidad. Ella tampoco habló, sino que contempló el deslucido paisaje de la Cárcel.
En esta Ala la luz proyectaba un brillo abrasador y mudo, como si algo se quemara justo donde se perdía la vista. Además, aquí el techo estaba tan alto que no se distinguía, aunque mientras los carromatos deambulaban por el sendero, tuvieron que sortear el final de una enorme cadena que colgaba desde arriba; Attia levantó la mirada, pero la otra punta se per día en las mugrientas volutas de humo que semejaban nubes.
Una vez había volado entre las nubes, en un barco de plata, con amigos, con una Llave. Pero igual que Sáfico, había caído muy bajo.
Ante ella se elevaba una sucesión de colinas, con siluetas extrañas y recortadas.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Rix se encogió de hombros.
—Son los Dados. No hay forma de sortearlos por el exterior. El camino sigue por debajo. —La miró de soslayo—. Bueno, y ¿cómo es que una ex esclava ha acabado en nuestra troupe?
—Ya te lo dije. Tengo que comer. —Se mordió una uña y añadió—: Y siento curiosidad. Me gustaría aprender unos cuantos trucos.
Él asintió con la cabeza.
—Tú y todos. Pero mis secretos morirán conmigo, hermana mía. Palabra de Mago.
—¿No vas a enseñarme?
—Sólo el Aprendiz sabrá mis secretos.
No le interesaba demasiado el tema, pero necesitaba descubrir cosas sobre el Guante.
—¿Te refieres a tu hijo?
La sonora carcajada del hombre hizo que Attia diera un salto.
—¡Hijo! ¡Es probable que tenga unos cuantos pululando por la Cárcel! No. Cada mago le enseña la labor de toda su vida a una sola persona: su Aprendiz. Y esa persona sólo aparece una vez en la vida. Podrías ser tú. Podría ser cualquiera. —Se inclinó hacia ella y le guiñó un ojo—. Y lo reconoceré por lo que diga.
—¿Como una especie de contraseña?
El mago se inclinó hacia atrás en muestra de exagerado respeto.
—Exactamente, a eso me refiero. A una palabra, una frase, algo que sólo yo conozco. Algo que mi anciano maestro me enseñó. Un día, oiré a alguien pronunciar esa palabra. Y a ese alguien será a quien enseñe.
—¿También le entregarás tus accesorios mágicos? —preguntó Attia sin perder la calma.
Los ojos del hombre se clavaron en ella. Tiró de las riendas; el buey mugió y se detuvo con repentina torpeza.
La mano de Attia corrió a tocar el cuchillo.
Rix se volvió hacia ella. Haciendo oídos sordos de los gritos de los demás feriantes, que iban detrás, la observó con sus ojos afilados y cargados de sospecha.
—Ahora lo entiendo —le dijo—. Quieres mi Guante.
Ella se encogió de hombros.
—Si fuera el verdadero…
—Claro que es el verdadero.
Attia soltó un bufido.
—Ya, claro. Y te lo dio Sáfico.
—Con tu burla pretendes conseguir que te cuente mi historia. —Rix sacudió las riendas y el buey volvió a avanzar lentamente—. Bueno, pues te la contaré, pero porque quiero. No es ningún secreto. Hace tres años, estaba en un ala de la Cárcel que se conoce como Túneles de la Locura.
—¿Existen?
—Existen, pero no tengas prisa por entrar en ellos. En las profundidades de uno, conocí a una anciana. Estaba enferma, agonizando en la vera del camino. Le di un trago de agua. A cambio, me contó que, cuando era niña, había visto a Sáfico. Se le había aparecido en una visión, mientras dormía en una extraña habitación inclinada. Se había arrodillado junto a ella, se había quitado el Guante de la mano derecha y lo había deslizado bajo los dedos de la niña. «Guárdalo bien hasta que regrese», le dijo.
—Estaba loca —dijo Attia sin inmutarse—. Todos los que entran allí acaban locos.
Rix volvió a soltar esa risa histérica.
—¡Exacto! Yo mismo no he vuelto a ser el que era desde que pasé por los Túneles. Y no la creí cuando me lo dijo. Pero sacó un Guante de entre sus harapos y lo atrapé entre mis dedos. «Llevo toda la vida escondiéndolo», me susurró. «Y la Cárcel lo busca con todas sus fuerzas, os lo aseguro. Sois un gran mago. Con vos estará a salvo».
Attia se preguntó qué parte de toda la historia sería cierta. Desde luego, la última frase no.
—Así que lo guardaste a buen recaudo.
—Muchos han intentado robármelo. —Volvió a mirarla de reojo—. Pero nadie lo ha conseguido.
Era evidente que tenía sus sospechas. Attia sonrió y atacó:
—Anoche, en la actuación de la plaza, ¿de dónde sacaste toda esa historia sobre Finn?
—Me la contaste tú, bonita.
—Yo te conté que había sido esclava y que Finn… me había rescatado. Pero lo que dijiste sobre la traición, sobre el amor… ¿De dónde lo sacaste?
—Ah. —Hizo una filigrana en el aire con los dedos, como si creara una torre—. Te leí la mente.
—Bobadas.
—Ya lo viste. El hombre, la mujer que lloraba.
—¡Ah, claro! Lo vi… —Dejó que la sorna inundara sus palabras—. ¡Tomarles el pelo con esas chorradas! «Está a salvo en la paz de Incarceron». ¿Cómo eres capaz de mirarte a la cara?
—La mujer quería oír eso. Y en tu caso, es verdad que amas y odias a ese Finn. —El brillo volvió a sus ojos. Entonces su rostro se derrumbó—. ¡Pero el rugido del trueno! Reconozco que me dejó de piedra. Nunca me había pasado eso. ¿Te vigila Incarceron, Attia? ¿Le interesas por algo en especial?
—Nos vigila a todos —espetó ella.
Por detrás, una vocecilla chilló:
—¡Rápido, Rix!
La cabeza de una giganta asomaba por la tela estrellada.
—¿Y esa visión de un minúsculo ojo de cerradura? —Attia tenía que saberlo.
—¿A qué cerradura te refieres?
—Dijiste que eras capaz de ver el Exterior. Las estrellas, dijiste, y un gran palacio.
—¿Ah sí? —Sus ojos denotaron sorpresa. Attia ignoraba si era fingida o no—. No me acuerdo. Algunas veces, cuando llevo puesto el Guante, creo que hay algo que de verdad se apodera de mi mente.
Sacudió las riendas. Attia quería preguntarle más cosas, pero él dijo:
—Te propongo que bajes y estires las piernas. No tardaremos en llegar a los Dados, y entonces todos tendremos que mantener los ojos bien abiertos.
Era un desplante. Enfadada, Attia saltó del carro.
—¡Ya era hora! —espetó la giganta.
Rix sonrió con esa boca sin dientes.
—Gigantia, querida. Vuelve a dormir.
Azuzó al buey. Attia dejó que el carromato se le adelantara traqueteando; de hecho, dejó que pasaran todos, con sus laterales pintados de colores brillantes, con las ruedas de radios rojos y amarillos, con sartenes y cazuelas entrechocando en la parte inferior… Al final del grupo, caminaba un burro atado con una cuerda larga al que unos cuantos chiquillos seguían con desgana.
Anduvo tras ellos, con la cabeza gacha. Necesitaba tiempo para pensar. Su único plan, cuando había oído los rumores de un mago que aseguraba tener el Guante de Sáfico, había sido encontrarlo y robárselo. Si Finn la había abandonado, intentaría hacer cualquier cosa para encontrar la salida por sí misma. Por un instante, mientras sus pies avanzaban por el camino metálico, se permitió revivir la amarga tristeza de esas horas padecidas en la celda del Fin del Mundo, la burla de Keiro y su compasión, y su:
—No va a volver. Mentalízate.
En ese momento se había vuelto contra él:
—¡Lo prometió! ¡Es tu hermano!
Incluso ahora, dos meses más tarde, el desdén con el que se había encogido de hombros Keiro y su respuesta aún la sobrecogían.
—Ya no lo es. —Keiro se había detenido junto a la puerta—. Finn es un experto mentiroso. Su especialidad es conseguir que la gente sienta pena por él. No pierdas el tiempo. Ahora tiene a Claudia, y su precioso reino. No volveremos a verlo.
—¿Adónde vas a ir tú ahora?
Keiro había sonreído.
—A buscar mi propio reino. ¡Atrápame si puedes!
Entonces había desaparecido, corriendo por el pasadizo en ruinas.
Pero ella había esperado.
Había esperado sola en aquella celda silenciosa y llena de despojos durante tres días, hasta que la sed y el hambre habían podido con ella. Tres días de negarse a creer, de dudas, de rabia. Tres días imaginándose a Finn fuera, en el mundo en el que habitaban las estrellas, en algún palacio de mármol fantástico, con gente que se arrodillaba ante él. ¿Por qué no había regresado? Seguro que había sido culpa de Claudia. Seguro que ella lo había engatusado, lo había hechizado, le había hecho olvidar. O eso, o la Llave se había roto o se había perdido.
Sin embargo, ahora le costaba horrores seguir pensando de ese modo. Dos meses era mucho tiempo. Y había otro pensamiento que circulaba por su mente, que reptaba cuando Attia estaba cansada o deprimida. Que estaba muerto. Que sus enemigos del exterior lo habían asesinado.
Aunque la noche anterior, en ese momento de muerte fingida, lo había visto.
Alguien gritó delante de ella.
Attia levantó la mirada y vio, erigiéndose ante el grupo, los Dados.
Eran exactamente eso. Un cúmulo infinito de dados, más grandes que las montañas, con sus caras blancas que desprendían un brillo apagado, como si un gigante hubiese colocado un montoncito de terrones de azúcar en medio del camino, unos dados cuyos suaves agujeros podían confundirse con seises y cincos. En algunos puntos, matojos puntiagudos y raquíticos luchaban por crecer; y en las hondonadas y valles, un modesto musgo se aferraba al suelo como la hiedra. No había caminos que llevaran hasta allí. Las colinas cúbicas debían de ser tan duras como el mármol, y tan lisas que resultaba imposible escalarlas. Así pues, el sendero continuaba por un túnel excavado en la base.
Los carromatos se detuvieron. Rix se levantó y dijo:
—Oídme todos.
De repente, varias caras empezaron a asomar desde el interior de los carros, todos esos rostros deformados, grandones, arrugados, élficos, de los monstruos de feria. Los siete malabaristas se arracimaron. Incluso el cuidador del oso retrocedió.
—Corre el rumor de que la banda de forajidos que actúa por estos caminos es avariciosa, pero muy tonta. —Rix sacó una moneda del bolsillo y la lanzó al aire. Se desvaneció ante sus ojos—. Así que debería resultarnos fácil pasar por aquí. Si hay… algún obstáculo, ya sabéis todos qué tenéis que hacer. Abrid bien los ojos, amigos míos. Y recordad: el Arte de la Magia es el arte de la ilusión.
Hizo una reverencia muy marcada y volvió a sentarse. Asombrada, Attia vio cómo los siete malabaristas distribuían espadas y cuchillos, y unas bolas pequeñas de color azul y rojo. Luego, cada uno de ellos se montó junto a uno de los conductores. Los carromatos se apiñaron, en una apretada formación.
A regañadientes, Attia trepó detrás de Rix, su guardián.
—¿De verdad pensáis enfrentaros a una panda de Escoria con unos cuchillos retráctiles y unas espadas falsas?
Rix no contestó. Se limitó a sonreír con la boca desdentada.
Cuando vio la tenebrosa entrada del túnel, Attia desenvainó su cuchillo y se arrepintió tremendamente de no tener un trabuco de chispa a mano. Esos comediantes estaban locos, y ella no tenía intención de acompañarlos a la muerte.
La penumbra del túnel se fue incrementando ante el grupo de feriantes. Al cabo de un momento, una densa oscuridad se cernió sobre ellos.
Todo desapareció. No, no todo. Con una amarga sonrisa, Attia se dio cuenta de que, si alargaba el cuello hacia atrás, podía ver el letrero del carromato que seguía al suyo, y que destacaba gracias a la brillante pintura luminosa: «La única e inigualable Exquisitez Ambulante». Las ruedas desprendían chispas verdes. No se veía nada más. El túnel era angosto; desde el techo, el ruido de los ejes traqueteantes reverberaba formando un eco de truenos.
Cuanto más se adentraban en el túnel, más se preocupaba Attia. No existía sendero alguno sin dueño; y quien fuera que reinara en este túnel, sin duda les había tendido una emboscada. Levantó la mirada e intentó distinguir las formas del techo, para ver si alguno de sus atacantes estaba agazapado en una pasarela o colgado de una red, pero aparte de la tela de una araña gigante, no vio nada más.
Salvo, por supuesto, los Ojos.
Saltaban a la vista en la oscuridad. Los pequeños Ojos rojos de Incarceron la observaban a intervalos, como diminutos destellos de inquietud. Recordó los libros de imágenes que había visto, imaginó qué pensaría de ella la curiosa Cárcel, viéndola así, tan pequeña como un grano de arena, mirando a lo alto desde un carromato.
«Mírame —pensó con amargura—. ¿Te acuerdas de mí? Te he oído hablar. Sé que existe una manera de Escapar de ti».
—Ahí están —murmuró Rix.
Attia se lo quedó mirando. Y entonces, con un estrépito que la hizo saltar, una reja cayó ante ellos en la oscuridad; y otra cayó por detrás. Se levantaron nubes de polvo; el buey bramó cuando Rix lo obligó a parar tirando de las riendas. Las ruedas de los carros crujieron al detenerse en una temblorosa fila.
—¡Saludos! —El grito provenía de la oscuridad que se cernía ante ellos—. Bienvenidos a la puerta del peaje de los Carniceros de Thar.
—Siéntate con la espalda erguida —musitó Rix—. Y haz lo que yo te mande.
El hechicero bajó de un salto, una sombra larguirucha en la oscuridad. Al instante, un rayo de luz lo iluminó. Se cubrió los ojos para protegerse.
—Estamos más que dispuestos a pagar al gran Thar lo que nos pida.
Una sonora carcajada. Attia levantó la vista. Estaba segura de que algunos de ellos los miraban desde arriba. Por instinto llevó la mano al cuchillo, al recordar cómo los Comitatus la habían capturado mediante una red voladora.
—Limitaos a decirnos, gran hombre, ¿cuál es el peaje? —Rix sonaba nervioso.
—Oro, mujeres o metales. Lo que prefieras, comediante.
Rix hizo una reverencia y dejó que el alivio se colara en su voz.
—Entonces, acercaos y coged lo que queráis, señores. Lo único que os pido es que nos dejéis los objetos necesarios para nuestro arte.
Attia susurró:
—Pero es que vas a dejarles que…
—Calla —le ordenó el Encantador. Y luego le preguntó al malabarista—: ¿Cuál de todos eres?
—Quintus.
—¿Y tus hermanos?
—Listos, jefe.
Alguien salió de la oscuridad ante el brillo rojo de los Ojos de Incarceron. Attia lo vio como un destello: una cabeza calva, hombros anchos, el brillo de metal que forraba todo su cuerpo… Tras él, formando una línea siniestra, otras siluetas.
A ambos lados, unas luces verdes centellearon con un siseo.
Attia fijó la mirada; incluso Rix perjuró.
El jefe de la banda era un medio hombre.
La mayor parte de su cráneo calvo era una placa de metal, una de sus orejas no era más que un ovillo de cables entremezclados con filamentos de piel.
En la mano sostenía un arma terrible, mitad hacha, mitad cuchilla de carnicero. Todos los hombres que tenía tras él iban rapados, como si ésa fuera la marca de la tribu.
Rix tragó saliva. Entonces alargó una mano y dijo:
—Somos gente pobre, Señor del Ala. Apenas tenemos unas monedillas de plata y unas cuantas piedras preciosas. Tomadlas. Tomad lo que queráis. Dejadnos únicamente nuestros patéticos artilugios.
El medio hombre extendió un brazo y agarró a Rix por la garganta.
—Hablas demasiado.
Sus secuaces ya estaban trepando por todos los carromatos, apartando a los malabaristas, metiendo la cabeza por las telas de lona. Algunos de ellos salieron en menos de un segundo.
—Por los dientes del demonio —murmuró uno—. Esto son bestias, no personas.
Rix sonrió con sumisión al Señor del Ala.
—La gente paga por ver cosas feas. Eso les hace sentir más humanos.
«Solemne tontería», pensó Attia, mientras observaba la cara mugrienta de Thar.
El Señor del Ala entrecerró los ojos.
—Entonces, nos pagarás con monedas.
—La cantidad que queráis.
—¿Y con mujeres?
—Por supuesto, señor.
—¿Incluso con vuestros hijos?
—Elegid los que prefiráis.
El Señor del Ala esbozó una sonrisita.
—Eres un cobarde apestoso.
La cara de Rix denotaba que estaba en apuros. El hombre lo soltó con asco. Dirigió una mirada a Attia:
—¿Y qué pasa contigo, chata?
—Tócame —dijo Attia sin inmutarse— y te arranco la cabeza.
Thar gruñó:
—Vaya, eso es lo que me gusta. Agallas. —Dio un paso al frente y tocó con el dedo el filo del cuchillo que blandía—. Bueno, cobarde, dime: ¿qué son esos… artilugios?
Rix palideció.
—Cosas que usamos en la actuación.
—¿Y por qué son tan valiosos?
—No lo son. A ver, me refiero a… —Rix tartamudeó—. Para nosotros, sí, pero…
El Señor del Ala pegó la cara contra la del mago.
—Entonces no te importará que les eche un vistazo, ¿no?
Rix parecía acongojado. «Él se lo ha buscado», pensó Attia con amargura.
El Señor del Ala lo empujó para abrirse paso. Alargó el brazo hacia el carro, arrancó la tapa de la cavidad que quedaba escondida debajo del reposapiés del conductor y sacó una caja.
—No. —Rix se mordió los labios agrietados—. ¡Señor, por favor! Llevaos todo lo que tenemos, ¡menos eso! Sin esa quincalla no podemos actuar…
—Me han contado —Thar hizo saltar el cerrojo de la caja con aire pensativo— más de una historia sobre ti. Algo sobre un Guante.
Rix se quedó callado. Parecía paralizado por el pánico.
El medio hombre quitó con violencia la tapa de la caja y miró dentro. Metió una mano y sacó un pequeño objeto negro.
Attia contuvo la respiración. El guante parecía diminuto en la pezuña de aquel hombre; estaba desgastado y tenía más de un remiendo, y en el dedo índice había unas marcas oscuras que en otra época podían haber sido manchas de sangre. Attia hizo un movimiento; el hombre la miró a la cara y ella se quedó petrificada.
—Vaya —dijo el rufián con avaricia—. El Guante de Sáfico.
—Por favor. —Rix había perdido todo su aplomo—. Cualquier cosa menos eso.
El Señor del Ala sonrió con sorna. Con una lentitud burlona, empezó a introducir sus dedos rollizos en el guante.