Cada hombre y cada mujer ocuparán su lugar y estarán satisfechos con él. Porque si no existe el cambio, ¿qué podrá perturbar nuestras apacibles vidas?
Decreto del rey Endor
—¡Claudia!
Finn rodó hacia un lado sin pensarlo en cuanto vio el fogonazo de un trabuco; el árbol que había junto a él quedó truncado por una ráfaga en diagonal.
—¡Baja!
¿Es que no sabía cómo actuar ante una emboscada? El caballo de Claudia estaba aterrorizado; Finn respiró hondo y corrió para buscar refugio, agarrando el caballo de ella por las bridas al pasar.
—¡Baja de una vez!
Claudia saltó y ambos cayeron al suelo. Al instante se ocultaron entre los arbustos y se tumbaron sobre el estómago, sin resuello. A su alrededor, el bosque atronaba con la lluvia de agua y flechas.
—¿Estás herida?
—No. ¿Y tú?
—Magulladuras, nada más.
Claudia se apartó un mechón de pelo mojado de los ojos.
—No me cabe en la cabeza. Sia sería incapaz de ordenar algo así. ¿Dónde están?
Finn observaba los árboles con la mirada fija.
—Por allí, detrás de ese matorral, tal vez. O subidos a las ramas.
Eso la alarmó. Claudia se retorció como pudo para ver mejor, pero la lluvia la cegaba. Se ovilló todavía más, enterrando las manos en la profundidad de la maleza, con el intenso hedor del follaje en descomposición pegado a la cara.
—¿Y ahora qué?
—Tenemos que organizarnos. —La voz de Finn sonó firme—. ¿Armas? Yo tengo una espada y un cuchillo.
—Llevo una pistola en el zurrón del caballo. —Pero el animal ya se había marchado despavorido. Claudia miró de soslayo a Finn—. ¿Esto te divierte?
Finn se echó a reír, algo insólito en él.
—Le da vidilla a las cosas. Aunque cuando estaba en Incarceron, solíamos ser nosotros quienes preparaban las emboscadas.
Un relámpago parpadeó. Su resplandor iluminó el bosque y la lluvia cayó con más furia, siseando entre los helechos.
—Puedo intentar arrastrarme hasta ese roble —murmuró Finn al oído de la chica—. Y rodearlo…
—A lo mejor hay un ejército al otro lado.
—Un hombre. A lo mejor dos, pero no más.
Finn retrocedió procurando que no lo vieran y los arbustos murmuraron con el roce de su cuerpo. Al instante, dos flechas se clavaron en la copa del árbol que tenían encima. Claudia suspiró.
Finn se quedó de piedra.
—Bueno, a lo mejor sí hay más.
—Son los Lobos de Acero —susurró Claudia.
Finn permaneció en silencio un momento. Después dijo:
—No pueden ser ellos. Me habrían matado anoche.
Claudia lo miró fijamente entre la cortina de agua y flechas.
—¿Qué?
—Dejaron esto junto a mi cabeza.
Sacó la daga, y la empuñadura con forma de lobo feroz goteó entre sus dedos.
Entonces, al mismo tiempo, ambos se dieron la vuelta. Por el bosque se aproximaban unas voces siseantes.
—¿Los ves?
—Todavía no.
Claudia se inclinó hacia delante.
—Creo que nuestro enemigo sí los ha visto. —Finn se percató de unos leves movimientos en las ramas—. Me parece que se retiran.
—Mira.
Un carromato traqueteaba por el sendero, cargado de manera precaria con heno recién segado. La lona suelta que lo cubría ondeaba al viento. Un hombre musculoso caminaba junto al carro y otro iba conduciendo. Sendas capuchas de arpillera les cubrían la cara, y llevaban las botas incrustadas de barro.
—Campesinos —dijo Claudia—. Nuestra única opción.
—Puede que los arqueros todavía estén…
—Vamos.
Antes de que Finn pudiese detenerla, Claudia salió de su escondite.
—¡Esperad! ¡Por favor, parad!
Los hombres se la quedaron mirando. El grandullón blandió un pesado garrote en el aire cuando vio a Finn detrás de la chica, espada en mano.
—¿Qué es esto? —preguntó con desconfianza.
—Nuestros caballos se asustaron y huyeron al galope. Por culpa de los relámpagos.
Claudia temblaba bajo la lluvia y se arropaba con el abrigo.
El campesino corpulento sonrió.
—Seguro que habéis tenido que abrazaros muy fuerte para protegeros, ¿no?
Claudia se irguió y recuperó la compostura, consciente de que estaba empapada y de que el pelo, hecho una maraña, no dejaba de chorrearle agua. Entonces dijo con voz fría y autoritaria:
—Mirad, necesitamos que alguien vaya a buscar nuestros caballos, y necesitamos…
—Los ricos siempre necesitan cosas. —El garrote repicó contra las manos enrojecidas y ásperas del campesino—. Y nosotros siempre tenemos que bailar al son que tocan, pero no será así eternamente. Un día no muy lejano…
—Ya basta, Rafe. —La voz provenía del carromato, y Claudia vio que el conductor se había bajado la capucha. Tenía la cara arrugada y el cuerpo encorvado. Parecía viejo, pero su tono de voz sonó bastante contundente—. Móntate, moza. Os llevaremos a las cabañas y luego iremos a buscar esos caballos.
Con un «¡ea!» casi inaudible, azuzó al buey y la pesada bestia avanzó a paso lento. Claudia y Finn se acurrucaron al cobijo de la montaña de heno, y unas briznas se desprendieron y acabaron aterrizando sobre sus cabezas. Por encima de los árboles, el cielo había empezado a clarear. La lluvia terminó de forma repentina y un rayo de sol se abrió paso, iluminando los distantes pasadizos del bosque. La tormenta se despidió tan rápido como había llegado.
Finn miró atrás. El camino embarrado estaba vacío. Un mirlo empezó a cantar en la quietud.
—Se han marchado —murmuró Claudia.
—O nos siguen. —Finn volvió la cabeza—. ¿A qué distancia quedan las cabañas?
—Están ahí cerca, mozo, ahí cerca. No os asustéis. No dejaré que Rafe os robe, aunque seáis de la Corte. Porque os codeáis con la reina, ¿verdad?
Claudia abrió la boca indignada, pero Finn dijo:
—Mi novia trabaja para la condesa de Harken. Es su doncella.
Claudia lo miró fijamente con ojos asombrados, pero el arrugado conductor asintió.
—¿Y tú?
Finn se encogió de hombros.
—Soy mozo de cuadra. Cogimos un par de caballos, hacía muy buen día… Pero nos hemos metido en un lío impresionante. Seguro que nos dan una somanta de palos.
Claudia lo miraba perpleja. Finn tenía el rostro tan compungido que parecía que él mismo creyera la historia; algo dentro del muchacho se había transformado en un segundo y ahora era un sirviente aprensivo, con su mejor levita estropeada por el barro y la lluvia.
—Bueno, bueno. Todos hemos sido jóvenes… —El viejo le guiñó un ojo a Claudia—. Quién pudiera volver a tener vuestra edad…
Rafe soltó una risotada divertida.
Claudia apretó los dientes, pero intentó poner cara de pena. Tenía tanto frío y estaba tan calada que no le costó demasiado.
Cuando el carromato traqueteó al pasar por una compuerta rota, Claudia murmuró en voz baja a Finn:
—¿Qué pretendes hacer?
—Tenerlos de nuestra parte. Si supieran quiénes somos…
—¡Darían un brinco para ayudarnos! Podríamos pagarles…
Finn la miró con extrañeza.
—Algunas veces, Claudia, creo que no entiendes nada de nada.
—¿Qué tengo que entender, vamos a ver? —espetó ella.
Finn señaló con la cabeza hacia delante.
—Sus vidas. Mira eso.
Llamarlas cabañas era un acto de generosidad. Dos barracones torcidos y escuálidos aparecían en medio de la nada al final del camino. El tejado de paja estaba lleno de agujeros, y las paredes de adobe y caña estaban reforzadas con vallas improvisadas. Unos cuantos niños harapientos salieron corriendo y se los quedaron mirando en silencio, y cuando Claudia se acercó a ellos, vio lo flacos que estaban, oyó que el más pequeño tosía y se dio cuenta de que el mayor tenía las piernas combadas por el raquitismo.
El carromato avanzó un poco más hasta detenerse al abrigo de las casuchas. Rafe gritó a los niños que fueran a buscar los caballos, y enseguida se dispersaron. Luego agachó la cabeza para entrar por una de las puertas, demasiado baja. Claudia y Finn esperaron a que el más anciano de los dos bajara del carromato. La joroba que sobresalía de su espalda se hizo todavía más evidente cuando el hombre se puso de pie y quedó apenas a la altura del hombro de Finn.
—Por aquí, mozo de cuadra y doncella de la condesa. No tenemos gran cosa, pero por lo menos sí tenemos un fuego encendido.
Claudia frunció el entrecejo. Bajó tras el anciano los peldaños que nacían del marco de madera.
Al principio, lo único que vio Claudia al entrar fue el fuego. El interior de la cabaña estaba a oscuras. Después, el hedor fue subiendo y la golpeó con toda su fuerza. Olía tan mal que la chica suspiró y se quedó paralizada, e hizo falta una palmada de Finn en la espalda para que lograra seguir caminando. La Corte también tenía su ración de malos olores, pero no había nada parecido a aquello; la peste a excremento y orín de animal mezclados con leche agria, los restos de huesos cubiertos de moscas que crujían en la paja que pisaban… Y por encima de todo, el olor dulce e intenso de la humedad, como si la casucha entera estuviera excavada en la roca, bajo tierra, como si se reblandeciera por acción del agua, con sus postes de madera podridos y repletos de escarabajos.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, Claudia distinguió el escaso mobiliario: una mesa, unos toscos taburetes, una cama encajonada en la pared. Había dos ventanas, pequeñas y protegidas con listones de madera, y una rama de hiedra se colaba por las rendijas de una de ellas.
El anciano le acercó un taburete.
—Siéntate, moza, y sécate. Tú también, muchacho. Me llamo Tom. La gente me llama Viejo Tom.
Claudia no quería sentarse. Estaba segura de que en la paja habría pulgas. La pobreza extrema de aquel lugar le revolvía el estómago. Pero aun así se sentó y extendió las manos en dirección al mísero hogar encendido.
—Pon más leña, mozo.
Tom caminó arrastrando los pies hasta la mesa.
—¿Vives solo? —preguntó Finn, mientras echaba unos palos secos al fuego.
—Mi mujer murió hace unos cinco años. Pero algunos de los críos de Rafe duermen aquí. Tiene seis, y una madre enferma que cuidar…
Claudia distinguió algo en el sombrío vano de la puerta; al cabo de un momento se dio cuenta de que era un cerdo, que olfateaba la paja de la habitación contigua. Debía de ser la cuadra. Sintió un escalofrío.
—¿Por qué no pones cristales en las ventanas? El viento es matador.
El anciano se echó a reír y sirvió una cerveza muy clara.
—Pero eso iría contra el Protocolo, ¿no? Y debemos cumplir el Protocolo, aunque nos mate.
—Hay maneras de evitarlo —dijo Finn en voz baja.
—Para nosotros no. —Les acercó unos cuencos de cerámica—. A lo mejor para la reina sí, porque los que dictan las normas pueden saltárselas, pero para los pobres, no. Para nosotros la Era no es una pantomima, aquí no jugamos a vivir en el pasado suavizando las cosas desagradables. Aquí es de verdad. No tenemos varitas mágicas antiarrugas, mozo, ni la envidiable electricidad, ni metacrilato… La pintoresca miseria por la que le gusta pasearse a la reina cuando monta a caballo es donde nosotros vivimos. Vosotros jugáis a vivir en la historia. Nosotros la sufrimos.
Claudia dio un trago a la cerveza amarga. En su fuero interno, reconoció que ya lo sabía. Jared se lo había enseñado y ella había visitado a los pobres del feudo del Guardián, gobernados por el estricto régimen de su padre. Una vez, un nevoso día de enero, al ver a unos pedigüeños desde el carruaje, le había preguntado a su padre si no podían hacer algo más por ellos. El Guardián había sonreído con esa sonrisa distante, se había alisado los guantes oscuros.
—Son el precio que tenemos que pagar, Claudia, a cambio de la paz. A cambio de la tranquilidad de nuestra época.
En ese momento la embargó un frío brote de rabia al recordarlo. Pero no dijo nada. Fue Finn quien preguntó:
—¿Lo dices con rencor?
—Sí. —El anciano bebió y golpeteó con la pipa en la mesa—. Bueno, tengo poco de comer pero…
—No tenemos hambre.
Finn se había dado cuenta de la respuesta evasiva del hombre, pero la voz de Claudia lo interrumpió antes de continuar.
—¿Puedo preguntarte otra cosa, Viejo Tom? ¿Qué es esto?
Se había quedado plantada delante de una estampa pequeña que había en el rincón más oscuro de la habitación. Un rayo de sol la iluminó; era un rudimentario retrato de un hombre con la cara ensombrecida y el pelo oscuro.
Tom se quedó de piedra. Parecía consternado. Por un instante, Finn pensó que iba a gritar para pedirle ayuda a su corpulento vecino. Entonces continuó dando golpecitos con la pipa para sacarle el polvo.
—Es el Hombre de los Nueve Dedos, moza.
Claudia dejó el cuenco en la mesa.
—Tiene otro nombre.
—Un nombre que se dice entre susurros.
Claudia buscó la mirada del anciano.
—Sáfico.
El anciano la miró primero a ella, y después a Finn.
—Así que en la Corte también sabéis cómo se llama. Me sorprendes, señorita doncella de la condesa.
—Sólo lo saben los sirvientes —se apresuró a decir Finn—. Pero conocemos muy pocas cosas sobre él. Salvo que Escapó de Incarceron.
Le tembló la mano con la que sujetaba el cuenco. Se preguntó qué diría el anciano si supiera que Finn había hablado con el propio Sáfico en visiones.
—¿Que Escapó? —El anciano negó con la cabeza—. No lo había oído nunca. Sáfico apareció de la nada con el resplandor de un relámpago cegador. Poseía grandes poderes mágicos… Dicen que convertía las piedras en pasteles, y que bailaba con los niños. Prometió renovar la luna y liberar a los Presos.
Claudia se quedó mirando a Finn. Se moría de ganas de saber más cosas, pero si hacían demasiadas preguntas, el anciano acabaría por dejar de hablar.
—¿Dónde apareció exactamente?
—Hay quien dice que en el Bosque. Otros dicen que en una cueva lejana, en el norte, donde todavía se ve un círculo carbonizado en medio de la montaña. Pero ¿quién va a tragarse algo así?
—¿Dónde está ahora? —preguntó Finn.
El anciano lo penetró con la mirada.
—¿No lo sabes? Intentaron liquidarlo, por supuesto. Pero se convirtió en cisne. Cantó su última melodía y voló hacia las estrellas. Un día regresará y terminará con la Era para siempre.
La pestilente habitación se quedó en silencio. Únicamente se oía el crepitar del fuego. Claudia no miró a Finn. Cuando su amigo volvió a abrir la boca, su pregunta hizo que Claudia se atragantara.
—Bueno, viejo, entonces, ¿qué sabes sobre los Lobos de Acero?
Tom palideció.
—No sé nada.
—¿Ah no?
—Ni los nombres.
—¿Por qué? ¿Porque planean la revolución, igual que tu vecino el deslenguado? ¿Porque quieren matar a la reina y al príncipe, y destruir el Protocolo? —Finn asintió—. En ese caso, haces bien en guardar silencio. Supongo que ellos te habrán dicho que cuando eso ocurra, la Cárcel se abrirá y ya no existirá el hambre. ¿Te lo crees?
El jorobado le desafió con una mirada serena desde el otro lado de la mesa.
—¿Y tú? —susurró.
Siguió un silencio tenso que se truncó por las patadas y el estruendo de los cascos, por el grito de un niño.
Tom se puso de pie lentamente.
—Los hijos de Rafe han encontrado vuestros caballos. —Miró a Claudia y luego otra vez a Finn antes de decir—: Me parece que aquí ya se han dicho demasiadas cosas. Mozo, tú no eres un sirviente. ¿Eres un príncipe?
Finn sonrió con amargura.
—Soy un Preso, viejo. Igual que tú.
Se montaron en los caballos y regresaron cabalgando tan rápido como les fue posible. Claudia les había dado a los niños todas las monedas que llevaba en los bolsillos. Ninguno de los dos tenía ganas de hablar. Finn estaba atento por si les tendían otra emboscada, Claudia todavía reflexionaba acerca de las injusticias de la Era, acerca de su aceptación ingenua de las riquezas. ¿Por qué tenía que ser rica? Había nacido en Incarceron. De no haber sido por las ambiciones del Guardián, todavía continuaría allí.
—Claudia, mira —dijo Finn.
Finn tenía los ojos fijos en los árboles, y cuando la chica levantó la vista, alarmada por su voz, vio una alta columna de humo que se elevaba.
—Parece un incendio.
Ansiosa, espoleó al caballo. Cuando emergieron del bosque y galoparon por debajo de la barbacana, el olor acre aumentó. El humo llenaba los patios interiores del palacio y, desde su veloz montura, oyeron el crujido del viento entre las llamas. Un ejército frenético de palafreneros, mozos y sirvientes corrían, sacaban del establo a los caballos y las aves de presa que graznaban, mientras otros llenaban cubos de agua en el pozo.
—¿Dónde es? —preguntó Claudia mientras bajaba del caballo.
Sin embargo, ya había visto dónde se había producido el incendio. Toda la planta baja del Ala Este estaba en llamas, los criados arrojaban muebles y cortinas por los ventanales, la gran campana repicaba sin cesar y unas bandadas de palomas nerviosas revoloteaban en el aire caliente.
Alguien se le acercó y al momento oyó la voz de Caspar:
—Qué pena, Claudia. Después de todo lo que se había esforzado nuestro querido Jared…
Las bodegas. ¡El Portal! Claudia suspiró y corrió detrás de Finn. Él ya estaba junto a una de las puertas, y un humo negro le azotaba la cara; las llamas resplandecían con furia en el edificio. Lo agarró, pero él la apartó. Entonces volvió a agarrarlo y le chilló que retrocediera. Finn se dio la vuelta, con la cara blanca por la conmoción.
—¡Keiro! ¡Es la única forma que tenemos de llegar a él!
—Se acabó —dijo ella—. ¿Es que no lo ves? La emboscada era para apartarnos de aquí. Han sido ellos.
Finn siguió la mirada de Claudia y miró hacia atrás.
La reina Sia estaba asomada a un balcón, con un pañuelo de encaje blanco pegado a la cara. Detrás de ella, tranquilo y ajeno a todo aquello, con los ojos puestos en la amalgama ruinosa de piedra y fuego, estaba el Impostor.
—¡Han destruido el Portal! —gritó Claudia llena de preocupación—. Y no sólo está Keiro. Han encerrado a mi padre en el Interior.