Abrió la ventana y contempló la noche.
—El mundo es un bucle interminable —dijo—. Una espiral sin fin, una rueda en la que no cesamos de correr. Tal como has descubierto, tú que has viajado tan lejos para acabar encontrándote en el punto de partida.
Sáfico continuó acariciando el gato azul.
—Entonces, ¿no puedes ayudarme?
Se encogió de hombros.
—Yo no he dicho eso.
Sáfico y el Oscuro Encantador
El camino se ondulaba sobre el mar plomizo.
Al principio, Keiro dejó que el caballo galopara y chilló emocionado por la velocidad y la libertad, pero correr tanto era peligroso, porque el sendero metálico resultaba muy resbaladizo y el agua procedente de la escarcha lo cubría por completo. La niebla se espesó de tal modo que Attia creyó que avanzaban entre nubes que apenas dejaban vislumbrar aquí y allá unas distantes formas oscuras, que podrían haber sido islas o colinas. En una ocasión, un abismo irregular se abrió a un lado del sendero.
Al final, el caballo estaba tan fatigado que apenas podía correr. Al cabo de casi tres horas, Attia se despertó de su duermevela para darse cuenta de que el mar había desaparecido. A su alrededor, la niebla se iba esfumando para revelar una extensión de cactus espinosos y aloes, tan altos que llegaban hasta la cabeza, con sus enormes hojas puntiagudas como navajas. Por allí se adentraba un camino, en cuyos lindes se rizaban y retorcían los arbustos, desprendiendo un humo negro, como si Incarceron acabase de perforar dicho camino pocos minutos antes.
—No dejará que nos perdamos, ¿verdad? —murmuró Keiro.
Bajaron del caballo y montaron un tosco campamento en el límite del bosque. Attia asomó la nariz entre la vegetación, olió la tierra chamuscada, vio los esqueletos de las hojas, como telas de araña de delgadísimo metal. Aunque ninguno de los dos dijo nada, la chica se fijó en que Keiro miraba los matorrales con nerviosismo, y como si la Cárcel se burlara de su miedo, apagó las luces de repente, sin avisar.
Les quedaba muy poco que comer: algo de carne seca y un trozo de queso al que Attia tuvo que raspar el moho, además de dos manzanas robadas de entre las provisiones que Rix tenía para el animal. Mientras masticaba, Attia dijo:
—Estás más loco que Rix.
Keiro la miró.
—¿De verdad?
—¡Keiro, no puedes hacer tratos con Incarceron! Nunca te dejará Escapar, y si le entregamos el Guante…
—No es asunto tuyo —contestó.
Arrojó al suelo el corazón de la manzana, se tumbó y se cubrió con una manta.
—Claro que sí. —Attia miró furiosa la espalda de su compañero—. ¡Keiro!
Pero el joven no contestó, así que Attia tuvo que quedarse sentada, asimilando la rabia, hasta que el cambio en su leve respiración le indicó que Keiro se había quedado dormido.
Lo más sensato habría sido hacer turnos de vigilancia. Sin embargo, Attia estaba demasiado cansada para preocuparse de eso, de modo que los dos conciliaron el sueño al instante, acurrucados entre las mantas mohosas mientras el caballo, que estaba atado, resoplaba muerto de hambre.
Attia soñó con Sáfico. En algún momento de la noche, el Sapient salió del bosque y se sentó junto a ella, removió las cenizas candentes del fuego con un palo largo y Attia se dio la vuelta y se lo quedó mirando. Su melena larga y oscura ensombrecía su rostro. Llevaba el cuello alto de la túnica gastado y deshilachado. Le dijo a Attia:
—La luz se acaba.
—¿Qué?
—¿No notas que se está agotando? ¿No ves que pierde fuerza? —La miró de soslayo—. La luz se nos escapa entre los dedos.
Contempló la mano derecha de Sáfico, que sujetaba el palo carbonizado. Le faltaba el dedo índice y el muñón se había cerrado con varias cicatrices blancas. Attia susurró:
—¿Y adónde va a parar, Maestro?
—A los sueños de la Cárcel. —Removió las brasas y su rostro se iluminó, enjuto y fatigado—. Es todo por mi culpa, Attia. Yo le mostré a Incarceron que existe una Salida.
—Explicádmelo. —Su voz denotaba urgencia; se acurrucó cerca de él—. ¿Cómo lo lograsteis? ¿Cómo escapasteis?
—Todas las Cárceles tienen grietas.
—¿Qué grieta hay aquí?
Él sonrió.
—Es el camino más diminuto y secreto que puedas imaginar. Tan pequeño que ni siquiera la Cárcel sabe que existe.
—Pero ¿dónde está? Y ¿puede abrirse con la Llave, con la Llave que tiene el Guardián?
—La Llave sólo abre el Portal.
De pronto Attia notó el frío provocado por el miedo, pues el Sapient se multiplicó ante sus ojos, una fila entera de maestros como imágenes en un espejo, como la Banda Encadenada con sus tentáculos de carne.
Attia sacudió la cabeza, abrumada.
—Tenemos vuestro Guante. Keiro dice…
—No metáis la mano en la zarpa de una bestia. —Sus palabras se propagaron como un susurro por los matorrales espinosos—. De lo contrario, os obligará a hacer su trabajo. Guarda bien mi Guante, Attia. Hazme ese favor.
El fuego chisporroteó. Las cenizas se alborotaron. Sáfico se convirtió en su propia sombra y desapareció.
Attia debió de conciliar el sueño otra vez, porque parecía que habían transcurrido horas cuando el tintineo del metal la despertó; se sentó y vio que Keiro estaba ensillando el caballo. Quería contarle lo que había soñado, pero le costaba recordarlo. En lugar de hablar, bostezó y levantó la mirada hacia el distante techo de la Cárcel.
Al cabo de un rato preguntó:
—¿Crees que las luces han cambiado?
Keiro tiró de las correas de la montura.
—¿A qué te refieres con que si han cambiado?
—¿No te parecen más débiles?
Keiro la miró y después alzó la vista. Se quedó quieto un momento. Después continuó cargando el caballo.
—Es posible.
—Yo estoy segura.
Las luces de Incarceron siempre habían sido muy potentes, pero ahora parecían mostrar un leve parpadeo. Attia dijo:
—Si es cierto que la Cárcel se está construyendo un cuerpo, va a necesitar unas reservas de energía enormes para fabricarlo. Tendrá que extraer la energía de sus sistemas. Es posible que el Ala de Hielo no sea la única que tenga que cerrar. No hemos visto a nadie desde… aquella criatura. ¿Dónde se han metido todos?
Keiro dio un paso atrás.
—No puedo decir que me preocupe.
—Pues debería.
El joven se encogió de hombros.
—La Norma de la Escoria: preocúpate sólo de ti y de tu hermano de sangre.
—O de tu hermana.
—Ya te lo dije, tú eres temporal.
Más tarde, tras montarse en el caballo detrás de Keiro, Attia preguntó:
—¿Qué pasará cuando lleguemos al lugar al que nos conduce Incarceron? ¿Le entregarás el Guante y ya está?
Notó el resoplido burlón de Keiro a través del jubón rojo tan vistoso que lucía.
—Mira y aprende, perro-esclavo.
—No tienes ni idea. ¡Keiro, escúchame! ¡No podemos ayudarlo a hacer esta barbaridad!
—¿Ni siquiera a cambio de encontrar la Salida?
—Tal vez para ti sirva. Pero ¿qué pasará con todos los demás? Eh, ¿qué ocurrirá con ellos?
Keiro azuzó el caballo para que galopara.
—Nadie dentro de este agujero infernal se ha preocupado jamás por mí —contestó sin inmutarse.
—Finn…
—Ni siquiera Finn. Así que, ¿por qué iba a preocuparme yo por los demás? No son nada para mí, Attia. No existen para mí.
Era inútil discutir con él. Sin embargo, mientras se adentraban en la tundra sombría, Attia se dejó llevar y pensó en el terror de lo que se avecinaba, en el desmantelamiento de la Cárcel, pensó en que las luces se apagarían para no volver a encenderse, en que el frío se extendería. Los sistemas se apoderarían de todo, las rendijas para el alimento se cerrarían. El hielo se acumularía de forma rápida e incesante, por alas enteras, por pasillos, por puentes. Las cadenas se convertirían en masas oxidadas. Las ciudades se congelarían, con sus frías casas desiertas, los puestos del mercado se derrumbarían con las tormentas de nieve, que azotarían con sus aullidos. El aire se contaminaría. ¡Y la gente! Era imposible imaginársela: el pánico, el miedo y la soledad, el salvajismo y la delincuencia que un colapso así podía desencadenar, la lucha sangrienta por sobrevivir. Sería la destrucción de un mundo.
La Cárcel perdería la cabeza pensante y dejaría a sus hijos solos ante su destino.
A su alrededor, la luz se desvaneció convertida en una penumbra verdosa. El sendero, en silencio, estaba cubierto de ceniza, y el ruido de los cascos del caballo quedaba amortiguado por el polvo incinerado. Attia susurró:
—¿De verdad crees que el Guardián está aquí dentro?
—Si es así, las cosas no deben de irle demasiado bien a mi hermano el príncipe. —Sonaba preocupado.
—Suponiendo que siga vivo.
—Ya te lo dije, Finn es capaz de apañárselas en cualquier situación. Olvídate de él. —Keiro perdió la mirada en la penumbra—. Ya tenemos bastantes problemas nosotros.
Ella frunció el entrecejo. Le irritaba la manera en la que Keiro hablaba de Finn. Fingía que no le importaba, que no estaba herido. Algunas veces a Attia le entraban ganas de gritar para hacer patente su ansiedad, pero habría sido inútil. Su única respuesta habría sido una sonrisa burlona y unos hombros encogidos con frialdad. Keiro se había construido una coraza. La lucía con orgullo, como una armadura invisible. Formaba parte de él, igual que su sucio pelo rubio, que sus despiadados ojos azules. Únicamente una vez, cuando la Cárcel les había mostrado la imperfección de Keiro sin piedad, Attia había conseguido ver a través de esa coraza. Y sabía que Keiro jamás perdonaría a Incarceron por haberlo hecho, o por haberse sentido así.
El caballo se detuvo.
Relinchó con las orejas gachas.
Muy atento, Keiro preguntó:
—¿Ves algo?
Unos altos matorrales de brezo se extendían a su alrededor, armados con espinas.
—No —dijo Attia.
Pero sí que oía algo. Un sonido bajo, muy lejano, como un suspiro dentro de una pesadilla.
Keiro también lo había oído. Se dio la vuelta y prestó aún más atención.
—¿Es una voz? ¿Qué dice?
Un leve aliento amortiguado y repetido una y otra vez, la sucesión de dos sílabas.
Attia se quedó inmóvil. Parecía una locura, era imposible. Pero…
—Creo que me está llamando —dijo la chica.
—¡Attia! ¡Attia! ¿Me oyes?
Jared ajustó el transmisor y probó de nuevo. Tenía hambre, pero el panecillo que había en el plato estaba duro y seco. Aun así, era mejor que hartarse de comer en la planta superior en compañía de la reina.
¿Se percataría Sia de su ausencia? Rezaba para que no lo hiciera. La ansiedad hizo que los dedos le temblaran sobre los controles.
Por encima de su cabeza, la pantalla era una masa informe de alambres y circuitos, de cables que entraban y salían de sus conectores. El único sonido que emitía el Portal era aquel murmullo característico. Jared cada vez apreciaba más su silencio. Lo tranquilizaba, de modo que incluso el dolor que aguijoneaba con su afilada punta el corazón del Sapient parecía amortiguarse en esa habitación. En las plantas superiores, el laberinto de la Corte vibraba con intrigas, torre sobre torre, cámara contra cámara, y pasados los establos y los jardines, se hallaba el campo abierto del Reino, amplio y perfecto en su belleza bajo las estrellas.
Él era una mancha negra en el corazón de toda esa belleza. Se sentía culpable, cosa que le hacía trabajar con una concentración todavía más inquieta. Desde el chantaje velado de la reina, desde su ofrecimiento de acceder a los secretos ocultos de la Academia, apenas había logrado conciliar el sueño; permanecía despierto en la estrecha cama, o recorría los jardines tan absorto en la esperanza y el miedo que le costaba horas darse cuenta de lo próximos que se hallaban los espías de Su Majestad.
Por eso, justo antes del banquete, le había enviado una breve nota.
Acepto vuestra oferta. Partiré a la Academia mañana al amanecer.
Jared Sapiens
Cada una de esas palabras había sido una herida, una traición. Ése era el motivo por el que estaba aquí ahora.
Dos hombres lo habían seguido a la Torre de los Sapienti, de eso estaba seguro, pero debido al Protocolo, no habían podido entrar en ella. La Torre que había en palacio era una enorme ala de piedra llena de dependencias para los Sapienti afines a la reina y, a diferencia de la habitación que poseía Jared en el feudo del Guardián, la de la Corte estaba modelada según la Era, una amalgama de planetarios, alambiques de alquimia y libros con tapas de piel, una burla de la sabiduría. Pero era un verdadero laberinto, y durante sus primeros días en la Corte, Jared había descubierto pasadizos y bóvedas ocultas que conducían discretamente a los establos, las cocinas, las lavanderías, las alacenas. Despistar a los hombres de la reina había sido casi un juego de niños.
De todos modos, había tomado precauciones. Llevaba semanas blindando la escalera que bajaba al Portal con sus propios mecanismos. La mitad de las arañas que colgaban de las telarañas de plástico en las mugrientas bodegas eran espías del Sapient.
—¡Attia! ¡Attia! ¿Me oyes? Soy Jared. Por favor, contesta.
Era su última oportunidad. La aparición del Guardián le había demostrado que la pantalla aún funcionaba. Ese repentino fundido artificial no había engañado a Jared: el padre de Claudia había cortado la comunicación en lugar de responder a la pregunta de Finn.
Al principio se le ocurrió buscar a Keiro, pero Attia era una apuesta más segura. Había recopilado las grabaciones de la voz de la muchacha, las imágenes que Claudia y él habían visto con ayuda de la Llave; sirviéndose del mecanismo de búsqueda que en una ocasión había visto utilizar al Guardián, había experimentado durante horas con los complicados datos que poseía. De repente, cuando ya estaba a punto de darse por vencido, el Portal había chisporroteado y había cobrado vida. Confiaba en que el sistema estuviera buscando, rastreando a la chica entre la inmensidad de la Cárcel, aunque se había pasado toda la noche murmurando y, debilitado por la fatiga, ahora Jared ya no podía eludir la sensación de que no iba a lograr encontrarla.
Apuró el agua que le quedaba y después rebuscó en el bolsillo para sacar el reloj del Guardián y colocarlo encima de la mesa. El diminuto dado de plata tintineó sobre la superficie metálica.
El Guardián le había dicho que ese cubo era Incarceron.
Lo hizo girar delicadamente con el dedo meñique.
Tan pequeño.
Tan misterioso.
Una cárcel que podía llevarse colgada de la cadena del reloj.
Lo había sometido a todos los análisis que conocía, pero no había obtenido ninguna lectura. No tenía densidad, ni campo magnético, ni rastro de energía. Ninguno de los instrumentos que poseía había sido capaz de penetrar su silencio de plata. Era un dado de composición desconocida, que dentro encerraba otro mundo.
O eso le había contado el Guardián.
De pronto Jared cayó en la cuenta de que lo único que tenía para corroborarlo era la palabra de John Arlex. ¿Y si no había sido más que una última provocación dirigida a su hija? ¿Y si era mentira?
¿Acaso explicaban esas dudas por qué él, Jared, todavía no se lo había revelado a Claudia? Aunque tenía que contárselo. La joven debía saberlo. El pensamiento de que también tendría que confesarle su trato con la reina lo apresó de repente y lo atormentó.
Repitió:
—¡Attia! ¡Attia! Contéstame. ¡Por favor!
Pero la única respuesta que recibió fue la de una aguda vibración en el bolsillo. Sacó a toda prisa el escáner y soltó un juramento en voz baja. A lo mejor los vigilantes se habían cansado de roncar apoyados contra la puerta de la Torre y habían ido a buscarlo.
Alguien se colaba por las bodegas.
—No deberíamos salirnos del camino —le recriminó Keiro mirando hacia abajo; Attia observaba fijamente los arbustos de la orilla.
—Te digo que lo he oído. Mi nombre.
Keiro frunció el entrecejo y bajó de la montura.
—Por aquí no podemos seguir con el caballo.
—Pues entonces avanzaremos gateando. —Attia se había puesto a cuatro patas, apoyándose en las manos y en las rodillas. En el resplandor verde, una maraña de raíces se expandía bajo las hojas altas.
—Por aquí. ¡Tiene que estar muy cerca!
Keiro vaciló.
—Si nos desviamos, la Cárcel pensará que intentamos darle esquinazo.
—¿Desde cuándo tienes miedo de Incarceron? —Attia levantó los ojos hacia él y Keiro le devolvió una mirada dura, porque la chica parecía saber siempre cuál era el mejor modo de manipularlo. Entonces añadió—: Espera aquí. Iré sola.
Y se adentró arrastrándose por entre las raíces y las hojas.
Con un siseo de irritación, Keiro amarró bien el caballo y se agachó detrás de ella. El manto de hojas formaba una masa de diminuto follaje quebradizo; Keiro notó cómo crujía bajo sus rodillas y le pinchaba los dedos enfundados en los guantes. Las raíces eran enormes, una maraña lisa y serpenteante de metal. Al cabo de un rato se dio cuenta de que eran unos cables gigantes, que entraban y salían de la superficie de la Cárcel, y sustentaban los arbustos formando una especie de túnel. Apenas había espacio para levantar la cabeza, y por encima de su espalda encogida, las zarzas, los espinos y los matorrales de acero le rasgaban y alborotaban el pelo.
—Agáchate más —murmuró Attia—. Túmbate.
Kiro maldijo como un carretero, sin contenerse, cuando su levita encarnada se rasgó a la altura del hombro.
—Por el amor de dios, no hay nada…
—Escucha. —Attia se detuvo, con el pie casi en la cara de él—. ¿Lo oyes?
Una voz.
Una voz cargada de energía estática y crujidos, como si las propias ramas espinosas se hicieran eco de las sílabas repetidas.
Keiro se frotó la cara con una mano sucia.
—Sigue —dijo el chico en voz baja.
Reptaron por el laberinto de puntas afiladas como cuchillos. Attia hundió los dedos en los restos vegetales y se abrió camino. El polen la hacía estornudar; el aire estaba cargado de polvo microscópico. Un Escarabajo correteó, con su sonido metálico, junto al pelo de Attia.
La chica hizo maniobras para esquivar un tronco grueso y vio, como si estuviera entretejida en el bosque de espinos y alambres puntiagudos, la pared de un edificio oscuro.
—Es como en el libro de Rix —susurró Attia.
—¿Otro libro?
—Una bella princesa duerme durante cien años en un castillo en ruinas.
Keiro gruñó y se tiró del pelo para separarlo de las zarzas.
—¿Y qué más?
—Un ladrón entra en el castillo y roba una taza de su tesoro. Ella se convierte en dragón y pelea contra él.
Keiro se deslizó para colocarse junto a Attia. Estaba sin resuello, con el pelo lacio y pegado a la cabeza por culpa de la suciedad y el sudor.
—Soy tonto de remate sólo por escucharte. Y ¿quién gana?
—El dragón. La chica devora al ladrón y entonces…
La energía estática crujió.
Keiro se acurrucó en un hueco polvoriento. Unas parras trepaban por el muro de ladrillo oscuro y satinado. En la base había una puertecilla de madera diminuta, asfixiada por la hiedra.
Detrás de la puerta, la voz crepitó y crujió una vez más:
—¿Quién anda ahí? —susurró.