Según dicen, Sáfico no volvió a ser el mismo después de la Caída. Su mente quedó magullada. Se sumergió en la desesperación, en las profundidades de la Cárcel. Reptó por los Túneles de la Locura. Se refugió en lugares oscuros, con hombres peligrosos.
Leyenda de Sáfico
El callejón era tan estrecho que Attia podía apoyarse contra una pared y dar una patada a la pared opuesta.
Esperó en la penumbra, muy atenta, mientras su aliento se condensaba en los ladrillos que refulgían. El resplandor de unas llamas en la esquina provocaba destellos rojizos en los muros.
Los gritos subieron de volumen, el bramido inconfundible de una muchedumbre exaltada. Oyó aullidos de emoción, carcajadas repentinas. Silbidos y pataleos. Aplausos.
Lamió una gota de condensación que le había resbalado por los labios y probó su salitre, sabedora de que tendría que enfrentarse a ellos. Había llegado demasiado lejos, había buscado durante demasiado tiempo, para rendirse ahora. Era inútil sentirse nimia y asustada. Por lo menos, si deseaba Escapar en algún momento. Se irguió, se acercó al final del callejón y asomó la cabeza.
Cientos de personas se habían arracimado en la plazuela iluminada con antorchas. Se apiñaban de espaldas a ella, y el fuerte hedor a sudor y otros olores corporales era sobrecogedor. Algo retiradas de la multitud, unas cuantas ancianas alargaban el cuello para intentar ver. Los tullidos se agazapaban en las sombras. Los niños se subían a los hombros de sus compañeros, o trepaban por los tejados de las enclenques casas. Unos chabacanos puestos ambulantes de lona ofrecían comida caliente, y el aroma intenso de las cebollas y la grasa dorándose en el asador hicieron que Attia salivara de hambre.
La Cárcel también mostraba interés. Justo por encima de ella, bajo los aleros de paja mugrienta, uno de sus diminutos Ojos rojos espiaba la escena con curiosidad.
Un grito de emoción de la muchedumbre alentó a Attia a erguir los hombros; dio un paso adelante y salió de la calleja con decisión. Unos perros se peleaban por los despojos; los rodeó y pasó por delante de un portal umbrío. Alguien se deslizó por detrás de ella; Attia se dio la vuelta, blandiendo el cuchillo en la mano.
—Ni se te ocurra.
El rufián retrocedió, con los dedos extendidos y una sonrisa. Estaba flaco y sucio, y le quedaban pocos dientes.
—Tranquila, guapa. Me he equivocado.
Observó cómo el pícaro se deslizaba entre la multitud.
—Ya lo creo —murmuró Attia.
Después enfundó el arma y se abrió paso detrás de él.
Hacerse un hueco no era tarea fácil. Los asistentes estaban muy apretados y expectantes, pues no querían perderse nada de lo que ocurría ante sus ojos; gruñían, reían y suspiraban al unísono. Varios niños harapientos correteaban entre los pies de la gente, y recibían patadas y pisotones. Attia empujó y maldijo, se coló por los huecos, agachó la cabeza para pasar por debajo de algunos codos. Ser pequeña tenía sus ventajas. Y necesitaba llegar a la primera fila. Necesitaba verlo.
Sin resuello y amoratada, se escabulló entre dos hombretones y por fin pudo respirar un poco de aire fresco.
Estaba cargado de humo. Las teas crepitaban por todas partes; ante ella habían acordonado una zona embarrada.
Sentado en el escenario, solo, había un oso.
Attia lo miró con atención.
La piel negra del oso parecía roñosa, tenía los ojos pequeños y de aspecto salvaje. Una cadena tintineaba alrededor de su cuello y, bien escondido entre las sombras, el amaestrador sujetaba el otro extremo: un hombre calvo con el bigote largo y la piel resplandeciente por el sudor. A su lado tenía un tambor, que golpeaba rítmicamente a la vez que daba tirones secos a la cadena.
Poco a poco, el oso se levantó sobre los cuartos traseros y empezó a bailar.
Más alto que un hombre, con pasos extraños y pesados, se puso a dar vueltas, mientras de la boca amordazada le goteaba saliva y las cadenas dejaban marcas ensangrentadas en su pelaje.
Attia frunció el entrecejo. Sabía perfectamente cómo se sentía el animal.
Se llevó la mano al cuello, donde los verdugones y los hematomas de la cadena que había soportado en otro tiempo habían palidecido hasta dejar tenues marcas.
Igual que el oso, ella también había estado encadenada. De no haber sido por Finn, todavía lo estaría. O, lo que era más probable, a estas alturas ya estaría muerta.
«Finn».
Pronunciar su nombre era como recibir un puñetazo. Le dolía pensar en su traición.
El tambor sonó más fuerte. El oso dio un salto, y el público rugió cuando el animal arrastró con torpeza la cadena. Attia observaba el espectáculo con cara seria. Entonces, detrás del oso, vio el cartel. Estaba pegado a la pared húmeda, el mismo cartel con el que habían empapelado toda la aldea, esas frases que la perseguían allá donde mirara.
Estropeado y húmedo, medio pelado por las esquinas, el anuncio invitaba alegremente:
Attia negó con la cabeza, incrédula. Después de llevar dos meses buscando por pasadizos y alas vacías, por pueblos y ciudades, por llanuras pantanosas y entramados de celdas blancas, después de buscar sin descanso un Sapient, un Nacido en la Celda, alguien que supiera de Sáfico, lo único que había encontrado era un espectáculo mediocre en un callejón olvidado.
La muchedumbre aplaudía y pataleaba. La apartaron a empujones. Cuando volvió a abrirse paso a codazos y recuperó la posición, vio que el oso había vuelto la cabeza hacia su amaestrador, quien intentaba tirar de él, muy concentrado, para introducirlo en la oscuridad con la ayuda de un palo largo. Los hombres que rodeaban a Attia se burlaron del cuidador.
—¡La próxima vez anímate a bailar con él! —bromeó uno de ellos.
Una mujer soltó una risita.
Los del fondo elevaron la voz y pidieron más, algo nuevo, algo diferente; sonaban impacientes y feroces. Los aplausos se volvieron cada vez más lentos. Entonces se agotaron, convertidos en silencio.
En el espacio vacío que quedaba entre las antorchas se erguía una silueta.
Había aparecido de la nada, se había materializado entre las sombras y la luz de las llamas hasta volverse sólido. Era un hombre alto que vestía una túnica negra, la cual resplandecía de un modo extraño gracias a cientos de lentejuelas diminutas; cuando levantó los brazos, sus mangas anchas cayeron a ambos lados. El cuello de la túnica era alto y ceñido a la garganta; en la penumbra, parecía joven, y tenía el pelo oscuro y largo.
Todos enmudecieron. Attia notó que la multitud se quedaba boquiabierta por la sorpresa.
Era la viva imagen de Sáfico.
Todo el mundo sabía qué aspecto tenía Sáfico; existían miles de retratos, grabados, descripciones de él. Era el Alado, el Hombre de los Nueve Dedos, el Único que había escapado de la Cárcel. Igual que Finn, había prometido regresar. Attia tragó saliva, nerviosa. Le temblaban las manos. Las apretó con fuerza.
—Amigos —el mago hablaba en voz baja; la gente aguzó el oído—. Bienvenidos a mi repertorio de maravillas. Creéis que vais a ver ilusiones ópticas. Creéis que voy a engañaros con espejos y cartas falsas, con artilugios ocultos. Pero yo no soy como los demás magos. Yo soy el Oscuro Encantador, y os mostraré la auténtica magia. La magia de las estrellas.
Al unísono, la multitud suspiró.
Porque había levantado la mano derecha y en ella lucía un guante, de tela oscura, en el que se destacaban unos destellos de luz blanca que crepitaban sin cesar. Las teas ancladas en los muros que lo rodeaban se encendieron como bengalas y luego se sumieron en la oscuridad. Una de las mujeres que había detrás de Attia murmuró aterrada.
Attia cruzó los brazos. Observaba con escepticismo, empeñada en no dejarse impresionar. ¿Cómo lo había hecho? ¿De verdad llevaba el Guante de Sáfico? ¿Cómo podía seguir entero? Y ¿albergaría todavía algún extraño poder? Sin embargo, mientras lo contemplaba, las dudas empezaron a escapársele de los dedos.
El espectáculo era fantástico.
El Encantador tenía al público embobado. Cogía objetos, los hacía desaparecer para recuperarlos luego; hacía surgir palomas y Escarabajos del aire; hechizó a una mujer para que se durmiera y la hizo elevarse poco a poco, sin apoyo alguno, hasta quedar suspendida en la humeante oscuridad acre. Sacó mariposas de la boca de un niño muerto de miedo; hizo aparecer monedas de oro por arte de magia y las arrojó a las manos desesperadas de los asistentes, que las atraparon al vuelo; abrió una puerta trazada en el aire y entró por ella, cosa que llevó a la muchedumbre a vitorear y gritarle que volviera, y cuando lo hizo, apareció por la parte posterior del público y se paseó tranquilamente entre el alboroto general. Todos estaban tan absortos y maravillados que temían tocarlo.
Cuando pasó junto a Attia, la chica notó el roce de su túnica contra el brazo; le entró un cosquilleo en la piel y todo el vello de su cuerpo se levantó como presa de la energía estática. El hombre la miró de reojo con sus ojos brillantes, que se toparon con los de Attia.
Desde algún lugar indeterminado, una mujer gritó:
—¡Curad a mi hijo, Sabio! Curadlo.
Levantó a un bebé en volandas, y todos fueron pasándolo de mano en mano para acercarlo al mago.
El Encantador se dio la vuelta y elevó una mano.
—Más tarde. Ahora no. —Su voz rebosaba autoridad—. Ahora me dispongo a agrupar todos mis poderes. Voy a leer la mente. Estoy a punto de entrar en la muerte y volver a la vida.
Cerró los ojos.
Las antorchas volvieron a bajar de intensidad.
Solo en la oscuridad, el Encantador susurró:
—Percibo demasiado dolor. Percibo demasiado miedo.
Cuando levantó la vista hacia ellos, parecía abrumado por la cantidad de personas que lo observaban, casi temeroso de la gesta que se disponía a emprender. Lentamente, dijo:
—Quiero que tres personas se acerquen a mí. Pero deben ser únicamente quienes deseen que se desvelen sus temores más profundos. Sólo quienes deseen desnudar su alma ante mi mirada.
Unas cuantas manos surgieron entre las cabezas. Varias mujeres gritaron. Al cabo de un momento de duda, Attia también levantó la mano.
El Encantador se aproximó a la multitud.
—Aquella mujer —ordenó, y una de las mujeres fue empujada hacia él, abrumada y tambaleándose—. Y él.
Se refería a un hombre alto que ni siquiera se había prestado voluntario, pero que fue arrastrado por quienes lo rodeaban para que saliera al escenario. El hombre soltó una maldición y se quedó de pie en el escenario con expresión extraña, como si lo sobrecogiera el terror.
El Encantador se dio la vuelta. Su mirada se movía inexorablemente entre los rostros de la muchedumbre. Attia contuvo la respiración. Notaba la mirada inquietante del mago en su cara, como un soplo de calor. Se desplazó, volvió a mirarla. Los ojos de ambos se encontraron por un turbio segundo. Poco a poco, el mago levantó la mano y apuntó con un dedo largo en dirección a Attia, y la multitud gritó histérica al ver que, igual que a Sáfico, le faltaba el dedo índice de la mano derecha.
—Tú —susurró el Encantador.
Attia respiró hondo para recuperar la calma. El corazón le daba martillazos de terror. La muchacha tuvo que obligarse a avanzar hacia el espacio reservado como escenario, umbrío y lleno de humo. Pero era primordial mantener la tranquilidad, no manifestar el miedo. No demostrar que era diferente de los demás.
Los tres elegidos se pusieron en fila y Attia se percató de que la mujer que tenía al lado temblaba de la emoción. El Encantador se paseó entre ellos, escudriñando con los ojos las tres caras. Attia le aguantó la mirada con el mayor desafío que pudo expresar. Nunca conseguiría leerle la mente; estaba segura. Ella había visto y oído cosas que ese hombre no podía ni imaginar. Había visto el Exterior.
El mago tomó a la mujer de la mano. Al cabo de un momento, con mucha delicadeza, le dijo:
—Lo echas de menos.
La mujer se lo quedó mirando muy asombrada. Un mechón de pelo le cayó sobre la frente surcada de arrugas.
—¡Ay! Ya lo creo, Maestro. Ya lo creo.
El Encantador sonrió.
—No tengas miedo. Está a salvo en la paz de Incarceron. La Cárcel lo guarda en su memoria. Su cuerpo permanece intacto en una de las celdas blancas.
La mujer se estremeció y sollozó de alegría, le besó las manos.
—Gracias, Maestro. Gracias por revelármelo.
La multitud bramó su aprobación. Attia se permitió esbozar una sonrisa irónica. ¡Qué tontos eran! ¿Es que no se daban cuenta de que ese hombre que se hacía llamar mago no le había revelado nada nuevo a la mujer? Había probado suerte y había dicho unas cuantas palabras vacías, y se lo habían tragado de principio a fin.
El Encantador había elegido a sus víctimas a conciencia. El hombre alto tenía tanto miedo que habría dicho cualquier cosa; cuando el Encantador le preguntó cómo estaba su madre enferma, tartamudeó:
—Va mejorando, señor.
La multitud aplaudió.
—Claro que sí.
El Encantador sacudió la mano tullida para pedir silencio.
—Y ésta es mi profecía. Antes de Lucencendida, su fiebre habrá disminuido. Se sentará y te llamará, amigo mío. Vivirá otros diez años. Veo a tus nietos sentados en sus rodillas.
El hombre se quedó sin palabras. Attia sintió desprecio al ver lágrimas en sus ojos.
La multitud murmuró. Quizá su respuesta denotara cierto escepticismo esta vez, porque cuando se acercaba a Attia, el Encantador se dio la vuelta de forma repentina y se enfrentó a los ojos expectantes.
—¡Qué fácil es hablar sobre el futuro!, pensaréis algunos. —Levantó su rostro joven y se encaró con ellos—. ¿Cómo vamos a saber, estaréis pensando, si este hombre tiene razón o no? Y tenéis motivos para dudar. Sin embargo, el pasado, amigos míos, el pasado es otra cosa. Así que ahora os hablaré del pasado de esta chica.
Attia se puso tensa.
Tal vez él percibiera su miedo, porque una leve sonrisa curvó sus labios. Se la quedó mirando y sus ojos se vidriaron poco a poco, se volvieron distantes, oscuros como la noche. Luego, levantó la mano enguantada y le tocó la frente.
—Veo un viaje largo —susurró el mago—. Muchos kilómetros, muchos días de fatigante caminar. Te veo acurrucada como una bestia. Veo una cadena alrededor de tu cuello.
Attia tragó saliva. Le entraron ganas de apartarse bruscamente. En lugar de hacerlo, asintió, y la multitud permaneció en silencio.
El Encantador la tomó de la mano, la atrapó entre las suyas y Attia notó que los dedos enfundados en el guante eran largos y huesudos. La voz del hombre sonaba perpleja:
—Veo cosas extrañas dentro de tu mente, muchacha. Te veo trepando por una escalera muy alta, huyendo de una gran Bestia, volando en un barco de plata sobre ciudades y torres. Veo a un chico. Se llama Finn. Te ha traicionado. Te ha abandonado y, a pesar de que prometió volver a buscarte, temes que no lo haga nunca. Lo amas, y a la vez lo odias. ¿Acaso no es cierto?
A Attia le ardía la cara. Le temblaba la mano.
—Sí —contestó en un suspiro.
La multitud estaba anonadada.
El Encantador la observaba como si su alma fuese transparente; sabía que ella no era capaz de apartar la mirada. Attia notó que al mago le ocurría algo: una extrañeza se había apoderado de su rostro, por detrás de los ojos. Las lentejuelas de su túnica resplandecieron. El guante era como un témpano de hielo alrededor de los dedos de Attia.
—Estrellas —dijo él sin aliento—. Veo las estrellas. Y debajo, un palacio dorado, con las ventanas iluminadas por la luz de las velas. Lo veo a través del ojo de la cerradura de una puerta oscura. Está lejos, muy lejos. En el Exterior.
Asombrada, Attia lo miró fijamente. El mago la agarraba tan fuerte que le dolía la mano pero, aun así, era incapaz de moverse. La voz del hombre se convirtió en un susurro.
—Hay una forma de Escapar. ¡Sáfico la encontró! El ojo de la cerradura es diminuto, más pequeño incluso que un átomo. Y el águila y el cisne extienden sus alas para protegerlo.
Attia tenía que moverse, romper ese hechizo. Desvió la mirada. La multitud se apretujaba contra las vallas del escenario improvisado. El amaestrador del oso, siete malabaristas, los bailarines de la troupe, todos estaban igual de inmóviles que el público.
—Maestro —susurró Attia.
Los ojos del Encantador centellearon. Y dijo:
—Buscas a un Sapient que te muestre el camino hacia el Exterior. Yo soy ese hombre.
Su voz ganó vigor; se dirigió a la multitud:
—El camino que tomó Sáfico atraviesa la Puerta de la Muerte. ¡Yo conduciré allí a la muchacha y la devolveré a este lugar!
Los asistentes rugieron de emoción. El hechicero cogió a Attia de la mano y la condujo hasta el centro del espacio lleno de humo. Sólo una de las antorchas seguía ardiendo entre parpadeos. Había un diván. Le indicó con gestos que se tumbara en él.
Aterrada, Attia levantó las piernas.
Uno de los asistentes chilló, pero fue acallado al instante.
La gente estiraba el cuello para ver mejor; la rodeó un fuerte olor a sudor caliente.
El Encantador elevó la mano enfundada en el guante negro.
—La Muerte —dijo—. Le tenemos miedo. Haríamos cualquier cosa por evitarla. Y sin embargo, la Muerte es una puerta que se abre en ambos sentidos. Ahora veréis con vuestros propios ojos cómo reviven los muertos.
El diván era duro. Attia se agarró a los laterales. Para eso precisamente estaba allí.
—Observad —dijo el Encantador.
Se dio la vuelta y la multitud murmuró, porque en la mano llevaba una espada. La había hecho aparecer de la nada; poco a poco la desenfundó en la oscuridad y la hoja resplandeció con una fría luz azul. La levantó y, por increíble que parezca, kilómetros por encima de ellos, en el remoto techo de la Cárcel, centelleó un relámpago.
El Encantador levantó la mirada; Attia entrecerró los ojos.
El trueno retumbó como una carcajada.
Por un instante, todos prestaron atención al trueno, tensos por el miedo a que la Cárcel interviniese, temerosos de que las calles se desvanecieran, de que el cielo se derrumbase, de que el gas y las luces los acribillaran.
Pero Incarceron no intervino.
—Mi Padre, la Cárcel —dijo el Encantador sin tardanza—, nos observa y da su aprobación.
Se dio la vuelta.
Unos grilletes metálicos colgaban del diván; el mago los ajustó alrededor de las muñecas de Attia. Después le pasó una correa por el cuello y otra por la cintura.
—No te muevas ni un centímetro —le dijo. Sus brillantes ojos exploraron la cara de Attia—. O el peligro que correrás será extremo.
Se volvió hacia la multitud.
—Observad —les alentó—. La liberaré. ¡Y la haré regresar!
Levantó la espada, con ambas manos en la empuñadura y la punta del filo suspendida sobre el pecho de Attia. Ella quería gritar, suspirar, chillar «¡no!», pero su cuerpo permaneció inmóvil y mudo, toda su atención fija en la punta de la espada, resplandeciente y afilada como una cuchilla.
Antes de que pudiese tomar aliento, se la clavó en el corazón.
Eso era la muerte.
Era cálida y pegajosa, y llegaba a ella en oleadas, que la barrían como ráfagas de dolor. No había aire que respirar, ni palabras que pronunciar. Era algo que se le atragantaba en la garganta.
Y luego todo se volvió puro y azul, tan vacío como el cielo que había visto en el Exterior, y Finn estaba allí, junto con Claudia. Los vio sentados en tronos dorados y ambos se volvieron para mirarla.
Y Finn dijo:
—No me he olvidado de ti, Attia. Volveré a buscarte.
Ella sólo fue capaz de emitir una palabra y, cuando la pronunció, descubrió la sorpresa en los ojos de él.
—Mentiroso.
Abrió los ojos.
Notó como si se le destaparan los oídos, como si los sonidos regresasen desde un lugar muy lejano; la muchedumbre bramaba y vitoreaba con entusiasmo, y entonces fue liberada de las correas y los grilletes. El Encantador la ayudó a incorporarse. Bajó la mirada y vio que la sangre que manchaba su ropa se iba secando, desvaneciéndose, y que la espada que él aún sostenía en la mano estaba limpia; comprobó que era capaz de ponerse en pie. Respiró hondo y enfocó la vista; vio que había personas subidas a los edificios y los tejados, colgadas de los toldos, asomadas a las ventanas, notó que la tormenta de aplausos seguía y seguía, una avalancha de adoración y vítores.
Entonces, el Oscuro Encantador la agarró fuerte de la mano para obligarla a hacer una reverencia con él, y sus dedos enguantados sujetaron la espada por encima de todas las cabezas, y los malabaristas y bailarines se deslizaron con discreción para recoger la lluvia de monedas que empezó a caer como infinitas estrellas fugaces.
Cuando todo hubo terminado, cuando la multitud empezó a disgregarse, Attia se encontró de pie en un rincón de la plaza, arropándose el cuerpo con los brazos. Un dolor amortiguado le quemaba dentro del pecho. Unas cuantas mujeres se agruparon junto a la puerta por la que había entrado el Encantador, con sus niños enfermos en brazos.
Attia exhaló el aire lentamente. Se sentía agarrotada y tonta. Se sentía como si una gran explosión la hubiese ensordecido, dejándola aturdida.
Rápido, antes de que nadie se diese cuenta, giró sobre sus talones y se escabulló entre los toldos de los puestos ambulantes, pasó junto al lecho del oso, atravesó el maltrecho campamento de los feriantes. Uno de ellos la vio, pero continuó sentado junto a la hoguera que habían encendido, cocinando unos delgados filetes de carne.
Attia abrió una portezuela bajo un tejado con voladizo y se coló dentro.
La habitación estaba a oscuras.
Había un hombre sentado delante de un espejo con manchas iluminado por una única vela parpadeante. Levantó la cabeza para verla reflejada en él.
Mientras Attia lo observaba, el hombre se quitó la peluca negra, desdobló el dedo que supuestamente le faltaba, se limpió el maquillaje que disimulaba su rostro arrugado y arrojó la túnica harapienta al suelo.
Entonces el mago apoyó los codos en la mesa y le dedicó una sonrisa en la que faltaban algunos dientes.
—Una actuación excelente —dijo el hechicero.
Attia asintió:
—Ya te dije que podía hacerlo.
—Bueno, pues me has convencido, bonita. El trabajo es tuyo, si todavía lo quieres.
Se metió una bola de ket en la mejilla y empezó a masticar.
Attia miró alrededor. No vio ni rastro del Guante.
—Claro —contestó—. Por supuesto que lo quiero.