Los heraldos de la Edad Media, como los feciales de los romanos, estaban investidos de un carácter que casi se tenía como sagrado. El golpear a un heraldo era un crimen que traía consigo un castigo capital, y el falsear el carácter de un empleado tan augusto era un acto de traición hacia esos hombres, a los que se tenía por depositarios de los secretos del monarca y del honor de los nobles. Aun un príncipe tan poco escrupuloso como Luis XI no dudaba en practicar tal imposición cuando deseaba ponerse en comunicación con Eduardo IV de Inglaterra.
Practicando ese conocimiento del género humano, en el que era tan eminente, escogió, como agente a propósito para ese oficio, a un simple camarero. Disfrazó a este hombre, cuya destreza le era conocida, de heraldo, con todas las insignias de su oficio, y le envió en calidad de tal a unas negociaciones con el ejército inglés. Dos cosas son notables en esta transacción. Primero, que la estratagema, aunque de naturaleza tan fraudulenta, no parece haber sido indispensable, ya que todo lo que el rey Luis pudo ganar con ella fue el no comprometerse con el envío de un mensajero más respetable. La otra circunstancia digna de tenerse en cuenta es que Comines, aunque relata el hecho con mucha amplitud, resulta tan complacido con la argucia del rey al escoger y su destreza en aleccionar a este falso heraldo, que olvida toda observación sobre el atrevimiento y fraude de la imposición, así como sobre el gran riesgo de ser descubierta. De ambas circunstancias deducimos que el carácter solemne que los heraldos trataban de arrogarse a sí mismos había ya comenzado a perder importancia entre los hombres de estado y hombres del gran mundo.
Aun Perne, bastante celoso de la dignidad de los heraldos, parece imputar en cierto modo esta intrusión en sus derechos a la necesidad. «He oído a algunos —dice—, aunque con bastante vergüenza, aprobar la acción de Luis XI, del reino de Francia, que tan poco caballerosamente se conducía con su honor y con sus armas, hasta el punto de apenas tener en su corte a oficial alguno. Y por eso, cuando Eduardo IV, rey de Inglaterra, penetró en Francia con un ejército enemigo y se estableció delante de la ciudad de San Quintín, el mismo rey francés, por no disponer de un heraldo que llevase su manera de pensar al rey inglés, se vio forzado a sobornar a un vulgar criado, y a improvisar un estandarte con un agujero en su centro, para pasar por él la cabeza de este absurdo heraldo, y echárselo sobre los hombros, en vez de una cota acorazada francesa, que era lo indicado. Y así apareció este correo, equipado a toda prisa como oficial improvisado, con instrucciones verbales de su soberano para ofrecer la paz a nuestro rey».
—Bien —replicó Torcuato, el otro interlocutor del diálogo—; esa falta no ha sido aún cometida por ninguno de nuestros reyes ingleses, ni nunca lo será, a mi juicio. Blazen of Gentry, por Perne, 1586, pág. 161.
En este curioso libro, el autor, aparte de algunas afirmaciones en favor de la cota blindada, que casi son indignas de ser repetidas, nos informa que los Apóstoles eran caballeros de sangre, y muchos de ellos descendían de ese digno conquistador Judas Macabeo; pero con el transcurso del tiempo y con la persecución, consecuencia de las guerras, la pobreza se cebó en sus descendientes, y se vieron éstos obligados a desempeñar oficios serviles. Resultan, por tanto, los cuatro doctores y padres de la Iglesia (Ambrosio, Agustín, Jerónimo y Gregorio) caballeros, tanto de sangre como de armas (pág. 98). Aparte la copia que posee el autor de este raro opúsculo, muestra un caso curioso de la irritabilidad nacional y profesional de un heraldo escocés. Esta persona se llamaba Tomás Drysdale, heraldo de Islay, y adquirió el volumen en 1619. Pareció haberlo leído con paciencia y provecho hasta que llegó al siguiente pasaje, en Perne, que establece la diferencia entre coronas soberanas y feudatarias: «Existe también un rey que es feudatario del Estado y majestad de otro rey, al que considera su superior señor, como es el caso de Escocia con nuestro Imperio inglés». Esta afirmación irritó la sangre escocesa del heraldo de Islay, que, olvidándose que el libro había sido impreso hacía cerca de cuarenta años, y que el autor era probable que estuviese muerto, escribió en el margen con gran cólera: Es un traidor y un embustero, y reto a combate al que diga que los reyes escoceses fueron alguna vez feudatarios de Inglaterra.