X. Martins Galeotti.

La muerte de Martins Galeotti estaba en cierto modo ligada con Luis XI. El astrólogo estaba en Lyon, y al enterarse de que el rey se aproximaba a la ciudad montó a caballo para salir a su encuentro. Al desmontarse precipitadamente para presentarle sus respetos se cayó con violencia, lo que, junto con su extrema corpulencia, fue causa de su muerte en 1478.

Pero el recurso agudo o ingenioso para librarse de una muerte instantánea no tiene que ver con la historia de este filósofo. La misma, o casi la misma historia, se cuenta de Tiberio, que preguntó a un adivino, Thrasullus, si sabía el día de su muerte, y recibió por contestación que tendría lugar tres días después de la del emperador. Después de esta respuesta, en vez de ser arrojado sobre las rocas al mar, como había sido la primera intención del tirano, se le guardaron bastantes consideraciones por el resto de su vida. Taciti Anual, lib. VI, cap. 22.

Las circunstancias en las que Luis XI recibió una respuesta análoga de un astrólogo son las siguientes: El adivino en cuestión había predicho que una hembra favorita, a quien el rey tenía gran afecto, moriría dentro de una semana. Como acertase en su predicción, el rey se disgustó mucho, como si hubiese dependido del astrólogo el evitar el peligro predicho. Envió por el filósofo, y mandó colocar una partida para asesinarle cuando se retirara de la presencia real. Habiendo sido preguntado por el rey respecto a su suerte, confesó que notaba signos de inminente peligro. Vuelto a preguntar por el mismo respecto al día de su propia muerte, tuvo la suficiente astucia para contestar que tendría lugar precisamente tres días antes de la de su majestad. Como es natural, se tomaron las medidas para que escapase a su destino fatal, y fue después muy protegido por el rey, como hombre de ciencia positiva e íntimamente ligado con los destinos reales.

Aunque casi todos los historiadores de Luis le representan como un embaucado de la gran impostura que era la astrología, esta credulidad no podía estar muy arraigada si es cierta la siguiente anécdota referida por Bayle:

«En una ocasión deseaba Luis ir de cacería, y, dudoso del tiempo, preguntó a un astrólogo que vivía junto a él si haría buen tiempo. El sabio, consultando al astrolabio, le contestó afirmativamente. A la entrada del bosque se encontró el cortejo real con un carbonero, que manifestó a algunos criados del séquito su sorpresa porque el rey hubiese pensado en cazar en un día que amenazaba tempestad. La predicción del carbonero resultó ser la verdadera. El rey y su cortejo salieron de la partida bien calados, y habiéndose enterado Luis de lo que había dicho el carbonero, mandó que compareciese el hombre ante él.

—¿Cómo estuviste más acertado, mi amigo —dijo— en predecir el tiempo que este hombre sabio?

—Soy un ignorante, señor —contestó el carbonero—; nunca estuve en la escuela, y no sé leer ni escribir. Pero dispongo de un astrólogo para mi servicio, que echo a pelear con cualquiera en la cuestión de predecir el tiempo. Es, con perdón, el asno que lleva mi carbón, que siempre que se aproxima el mal tiempo pone tiesas las orejas, camina más despacio de lo usual y trata de refregarse contra las paredes; y fue por estos signos por lo que predije la tormenta de ayer.

El rey se echó a reír, despidió al bípedo astrólogo y asignó al carbonero una pequeña pensión para mantener al cuadrúpedo, jurando que en el porvenir nunca se fiaría de ningún otro astrólogo más que del asno del carbonero».

Aunque haya alguna verdad en esta historia, la credulidad de Luis no era de ésas que desaparecen con el fracaso aquí mencionado. Se dice que creyó en la predicción de Angelo Cattho, su médico, y el amigo de Comines, que predijo la muerte de Carlos de Borgoña en el mismo instante y hora en que tuvo lugar la batalla de Morat. Ante esta afirmación, Luis ofreció una reja de plata al altar de San Martín, que mandó poner más tarde con un gasto de cien mil francos. Es bien sabido, además, que era el esclavo abyecto y devoto de su médico. Coctier o Cothier, uno de sus médicos, además del sueldo fijo de diez mil coronas, sacaba a su enfermo real grandes sumas en tierras y dinero, y encima de todo esto, el obispado de Amiens para su sobrino. Tenía sobre Luis una influencia ilimitada, tratándole con la mayor irrespetuosidad e insolencia.

—Sé —le dijo al rey enfermo— que el mejor día me despedirá, como a tantos otros. ¡Pero, por Dios, más le valiera prevenirse, pues no vivirá ocho días después de haber hecho eso!

Es innecesario insistir por más tiempo en los temores y supersticiones de un príncipe a quien el amor mezquino por la vida le inducía a someterse a tales indignidades.