IX. Plegaria de Luis XI.

Mientras separaba estos pasajes en la vieja crónica manuscrita no pude menos de sorprenderme de que una inteligencia tan despierta como ciertamente era la de Luis XI, pudiese alucinarse por una especie de superstición, de la que se juzgaría incapaz al salvaje más estúpido; pero los términos de la plegaria del rey, en una ocasión similar, conocidos de Brantome, son de un contenido verdaderamente extraordinario. Se trata de aquella plegaria que, escuchada por un tonto o bufón, fue hecha pública por él, y arrojó luz sobre un acto de fratricidio que nunca podía haberse sospechado. El modo como fue contada la historia por el cortesano corrompido, que podía mofarse de todo lo que era criminal, así como de lo que era libertino, es digno de que lo sepa el lector, pues tales acciones son raras veces hechas donde no existen hombres con corazones de piedra, capaces de hacer de ellas asuntos de burla.

Entre las numerosas tretas para disimular ficciones y sutilezas de valor que practicó en su tiempo el buen rey (Luis XI), figura la muerte que infligió a su hermano el duque de Guyena, en ocasión en que el duque no tenía la menor idea de semejante intención, y mientras el rey le hacía las mayores demostraciones de afecto de su vida. Se mostró tan afectado con su muerte, ocultando el hecho con tanta destreza, que nunca se hubiera sabido si el rey no hubiese tomado a su servicio un tonto que había servido antes a su hermano. Mas sucedió que estando Luis entregado a sus devotas plegarias y oraciones en el altar mayor de Nuestra Señora de Clery, a quien llamaba su buena patrona, y no habiendo próxima a él más persona que el tonto, que, sin él saberlo, podía escuchar lo que decía, se dedicó de lleno a sus piadosas oraciones:

«—¡Ah mi buena Señora, mi amable dueña, mi única amiga!, que eres mi único recurso, te ruego que supliques a Dios para que me favorezca, y que seas mi abogada junto a él para que me perdone la muerte de mi hermano, de quien dispuse fuese envenenado por ese condenado abad de San Juan. Confieso mi falta a ti, mi buena ama y patrona. Pero ¿qué otra cosa pude hacer? Él estaba perpetuamente promoviendo desórdenes en mi reino. Haz que sea perdonado, mi buena Señora, y ya sé qué recompensa te daré».

Esta confesión singular no escapó al bufón, que echó en cara al rey su fratricidio delante de todos los presentes en una comida, y Luis fue incapaz de contradecirle, lo que aumentó la maledicencia.