Es bien sabido que esta extraordinaria variedad de la raza humana existe en casi el mismo primitivo estado, hablando la misma lengua, en casi todos los reinos de Europa y adaptándose en ciertos aspectos a las costumbres de los pueblos que les rodean; pero permaneciendo separados de ellos por ciertas distinciones materiales, que conservan todos, y manteniendo con ello sus pretensiones para ser considerados como raza distinta. Su primera aparición en Europa tuvo lugar al principio del siglo XV, en que aparecieron en diferentes comarcas europeas varias tribus de este pueblo singular. Afirman ser de ascendencia egipcia, y sus facciones atestiguan que son de origen oriental. El relato hecho por esta gente especial es que se le señaló como penitencia viajar durante un cierto número de años. Esta justificación fue probablemente escogida como la más conforme con las supersticiones de los países que visitaban. Su aspecto, sin embargo, y sus costumbres contradecían bastante la afirmación de que viajaban por un motivo religioso.
Sus vestiduras y adornos eran a un tiempo vistosos y pobres; los que actuaban de capitanes y jefes de cualquier tribu usaban trajes de los colores más vivos, como escarlata o verde claro; iban bien montados; presumían de poseer el título de duques y condes, y se daban mucha importancia. El resto de la tribu era más miserable en su alimento y presencia: se alimentaban, sin titubear, de animales que habían muerto de enfermedad, e iban cubiertos con harapos sucios y escasos, que apenas bastaban para cubrir sus desnudeces. Sus facciones eran positivamente orientales, aproximándose a las de los hindús.
Sus costumbres eran tan depravadas, como su aspecto era pobre y miserable. Los hombres eran, por lo general, ladrones, y las mujeres, de carácter muy abandonado. Las pocas artes que estudiaban con éxito eran de carácter indolente y ligero. Practicaban el trabajo en hierro, pero nunca en gran escala. Muchos eran buenos deportistas, buenos músicos, y maestros, en una palabra, de todas esas artes triviales cuya práctica se diferencia poco de la simple vagancia. Pero su ingenuidad nunca se transformó en laboriosidad. Dos o tres peculiaridades parecen haberlos caracterizado en todos los países. Sus pretensiones de poder leer el porvenir, por quiromancia y por astrología, les logró a veces respeto, pero a menudo les hizo aparecer como hechiceros; y, por último, la acusación universal de que habían aumentado su horda robando niños les hizo objeto de duda y execración. De esto resultó que la pretensión declarada por estos vagabundos de ser peregrinos en acto de penitencia, aunque en un principio se admitió y en muchos casos les logró la protección de los Gobiernos de las comarcas por las que viajaban, fue más adelante no creída en absoluto, y se les consideró como incorregibles bribones y vagos; en casi todas partes incurrían en sentencia de destierro, y en donde se les toleraba permanecer, eran más bien objeto de persecución que de protección por la ley.
Existe un informe curioso y exacto de su llegada a Francia en el diario de un doctor en Teología, que se ha conservado y publicado por el erudito Pasquier. A continuación aparece un extracto: «En 27 de agosto de 1427 llegaron a París doce penitentes, penanciers, como ellos se titulaban a sí mismos, integrados por un duque, un conde y diez hombres, todos a caballo, y que se llamaban buenos cristianos. Eran del bajo Egipto, y afirmaban que, no hacía mucho, los cristianos habían sometido su país y los habían obligado a abrazar el cristianismo bajo pena de muerte. Aquéllos que se bautizaron eran grandes señores en su país, y tenían allí un rey y una reina. Poco tiempo después de su conversión, los sarracenos invadieron el país y los obligaron a renunciar al cristianismo. Cuando el emperador de Alemania, el rey de Polonia y otros príncipes cristianos se enteraron de esto, cayeron sobre ellos y obligaron a todos, grandes y chicos, a abandonar el país e ir al Papa, en Roma, que les impuso siete años de penitencia, durante los cuales tenían que andar errantes por el mundo, sin acostarse en cama.
Llevaban ya cinco años de correrías cuando llegaron a París, primero los principales y después el resto, unos ciento o ciento veinte; número a que habían quedado reducidos (según su propia confesión) los mil o mil doscientos que salieron de su país, ya que los restantes murieron, con su rey y reina. Fueron alojados por la Policía a alguna distancia de la ciudad, en Chapel Saint Denis. Casi todos tenían sus orejas agujereadas, y llevaban dos aros de plata en cada una, que, según decían, eran adornos estimados en su país. Los hombres eran morenos, y su pelo, rizado; las mujeres, notablemente morenas, y sus únicos trajes, una larga y vieja pieza de tela, atada sobre los hombros con una cuerda, y bajo ella un miserable corpiño. En una palabra, eran las criaturas más pobres y miserables que hasta ahora se habían visto en Francia; y no obstante su pobreza, había entre ellas mujeres que, mirando las palmas de las manos de las gentes, les decían su suerte y, lo que era peor, aligeraban los bolsillos de las personas de su dinero, que trasvasaban al suyo, mientras contaban sus adivinanzas con aire de misterio, etc».
A pesar del ingenioso informe de ellos mismos hecho por estos gitanos, el obispo de París ordenó a un fraile, llamado Le Petit Jacobin, que predicase un sermón, excomulgando a todos los hombres y mujeres que recurriesen a estos bohemios para averiguar el futuro, y que para ello mostrasen sus manos. Partieron de París para Pontoise en el mes de septiembre.
Pasquier observa, a propósito de este singular viaje, que, a pesar de que la historia de la penitencia tiene el sabor de una estratagema, esta gente recorrió Francia en todos sentidos, bajo la vigilancia y con el conocimiento de los magistrados, durante más de cien años, y no fue hasta 1561 cuando se promulgó en el reino una sentencia de destierro en contra de ellos.
La llegada de los egipcios (como este pueblo singular fue llamado) a varias partes de Europa corresponde con el período en que Timur, o Tamerlane, invadió Indostán, proponiendo a los nativos la elección entre el Corán y la muerte. Poca duda cabe de que estos caminantes se compusieron en un principio de las tribus indostánicas que, desplazadas y huyendo de los sables de los mahometanos, adoptaron esta vida errante sin saber bien adonde se dirigían. Es natural suponer que la tribu, tal como ahora existe, esté muy mezclada con europeos, pues muchos de éstos se han criado desde pequeños entre ellos y aprendido todas sus prácticas.
Es prueba de esto que cuando están en íntimo contacto con los campesinos de su alrededor hacen un misterio de su idioma. Existen pocas dudas, sin embargo, de que es un dialecto del indostaní, de los tipos descritos por Grellman, Hoyland y otros que han escrito sobre el asunto. Pero el autor, aparte de la autoridad personal de estos escritores, ha tenido ocasión de apreciar que un individuo, sólo por simple curiosidad, y revistiéndose de paciencia y asiduidad para aprovechar cuantas oportunidades se ofreciesen, se ha capacitado para conversar con cualquier gitano a quien se encuentra, o como el magnífico Hal, de beber con cualquier calderero remendón, hablándole en su idioma. El asombro experimentado por esos vagabundos al encontrar un forastero que participa de su misterio ocasiona escenas muy cómicas. Es de esperar que este caballero publicará los conocimientos que posee de un asunto tan singular.
Existen muchas razones prudentes para demorar la publicación de este descubrimiento en la actualidad, pues aunque mucho más reconciliados con la sociedad desde que han dejado de ser objeto tan constante de persecución legal, los gitanos son aún gente feroz y vengativa.
Pero, a pesar de ser éste el caso, no puedo dejar de añadir, con mis observaciones durante cerca de cincuenta años, que las costumbres de estas tribus vagabundas están muy mejoradas; que he conocido individuos de entre ellos que han ingresado en la sociedad civilizada y son personas respetables, y que ha sufrido una gran alteración su estado de limpieza y modo general de vivir.