La salida (continuación)
Miró y vio los innumerables que por las puertas de la ciudad pasaron.
El Paraíso reconquistado.
Un silencio sepulcral reinó pronto sobre aquella gran hueste que sitiaba a Lieja. Durante largo tiempo los gritos de los soldados, repitiendo sus contraseñas y tratando de unir sus diferentes banderas, sonaron cual aullidos de perros asustados buscando a sus amos. Pero al fin, dominados por el cansancio producido por las fatigas del día, los dispersos soldados se aglomeraron bajo el primer abrigo que encontraron, y los que no encontraron ninguno, se tendieron bajo las paredes, setos y otros objetos similares de protección para esperar la mañana, una mañana que algunos de ellos nunca habían de contemplar. Profundo sueño se apoderó de todos, excepto de aquéllos que hacían una guardia no muy activa junto a los alojamientos del rey y del duque. Los peligros y esperanzas del mañana, aun los planes gloriosos que muchos jóvenes nobles abrigaban respecto al espléndido premio dedicado al que supiese vengar el asesinato del obispo de Lieja, se desvanecían de sus cabezas mientras yacían vencidos por la fatiga y el sueño. Pero no sucedía lo mismo con Quintín Durward. El conocimiento de que él sólo poseía el medio de distinguir a De la Marck en la lucha; el recuerdo por el cual esa información le había sido comunicada, y el feliz augurio que podía derivarse de haber sido ella quien se la había comunicado; el pensamiento que su suerte le había llevado a una crisis de las más peligrosas y dudosas, pero que aún había, al menos, una probabilidad de salir triunfante de ella, le desterró todo deseo de dormir, y agitaba sus nervios con vigor, que desafiaban la fatiga.
Apostado, por orden expresa del rey, en el extremo avanzado, entre el campamento de los franceses y la ciudad, algo distanciado de la derecha del arrabal que hemos mencionado, aguzó la mirada para penetrar las tinieblas que se extendían ante él, y prestó oídos a los menores sonidos que podían anunciar una conmoción en la ciudad sitiada. Pero sus grandes relojes habían dado sucesivamente las tres de la madrugada, y todo continuaba silencioso y tranquilo como una tumba.
Por fin, y cuando Quintín comenzó a pensar que el ataque sería demorado hasta el amanecer, y alborozado al pensar que habría luz bastante para descubrir la barra a la izquierda, a través de la flor de lis de los Orleáns, creyó oír en la ciudad un murmullo como el de abejas perturbadas que defienden sus colmenas. Escuchó; el ruido continuaba, pero era de un carácter tan impreciso, que bien pudiera ser el murmullo del viento soplando entre las ramas de un bosquecillo alejado, o quizá algún arroyo hinchado por las lluvias al desembocar en el perezoso Maes con clamor no usual. Quintín fue detenido por estas consideraciones para dar la alarma en el acto, pues, dada sin fundamento, hubiera sido una grave falta.
Pero cuando el ruido aumentó de intensidad y pareció avanzar al mismo tiempo hacia el puesto que ocupaba, juzgó su deber retroceder tan silenciosamente como pudo y llamar a su tío, que mandaba el pequeño cuerpo de arqueros destinado a ayudarle. Todos se pusieron en pie en un momento y con el menor ruido posible. En menos de un segundo lord Crawford se puso a su cabeza, y, enviando un arquero para dar la voz de alarma al rey y a los que le rodeaban, retiró su pequeña partida a cierta distancia detrás del fuego de su Guardia para que no pudiesen verla a la luz de éste. El sonido, que parecía oírse más cerca cada vez, cesó de pronto; pero oyeron claramente las fuertes pisadas de una gran agrupación de hombres que se aproximaban al suburbio.
—Los perezosos borgoñeses están dormidos en sus puestos —murmuró Crawford—; avanza hacia el arrabal, Cunningham, y despierta a los estúpidos bueyes.
—Manténgase bien a retaguardia cuando vaya —dijo Durward—; por la costumbre que tengo de oír pisadas de hombres, me parece que hay una fuerte agrupación interpuesta entre nosotros y el arrabal.
—Bien dicho, Quintín, experto muchacho —dijo Crawford—; eres un soldado muy aventajado para tus años. Sólo algunos deben haberse detenido mientras otros avanzan. ¡Me gustaría saber hacia dónde se encuentran!
—Avanzaré con cautela, señor —dijo Quintín—, y trataré de traeros noticias.
—Hazlo, buen muchacho; tienes buenos ojos y oídos; pero ten cuidado: no quisiera perderte por nada en este mundo.
Quintín, con su arcabuz preparado, avanzó por terreno que había reconocido cuidadosamente en el crepúsculo de la tarde última, hasta que no sólo tuvo la certeza de encontrarse en las inmediaciones de una gran masa de hombres que se encontraban casi entre el cuartel del rey y los arrabales, sino también que había una pequeña partida adelantada, muy próxima a él. Parecían hablar entre sí en voz baja como inseguros de qué hacer. Por fin, los pasos de dos o tres enfants perdus, niños perdidos, destacados de la pequeña partida, se aproximaron hasta una distancia de él de unas dos picas. Juzgando imposible retirarse sin ser descubierto, Quintín dijo en voz alta:
—Qui vive?, —y fue contestado por:
—Vive Li… li… ege, c’est-à-dire —añadió el que le respondió, corrigiéndose así mismo—: Vive la France!
Quintín, instantáneamente, disparó su arcabuz: un hombre dio un grito y cayó, y él mismo, bajo la repentina aunque imprecisa descarga de cierto número de arcabuces, cuyo fuego graneado a lo largo de la columna demostró que era bastante numerosa, se precipitó atrás hacia la guardia principal.
—¡Admirable hecho, bravo muchacho! —dijo Crawford—. Ahora, arqueros, meteros en el corral: son muy numerosos para luchar con ellos en campo abierto.
Se metieron en el corral y en el jardín, donde encontraron todo dispuesto y al rey preparado para montar a caballo.
—¿Adónde se dirige, señor? —dijo Crawford—. Está más seguro aquí con los suyos.
—No es así —dijo Luis—; debo marchar, en seguida junto al duque. Debe convencerse de nuestra buena fe en este momento crítico, o nos encontraremos a los liejenses y borgoñeses sobre nosotros a un mismo tiempo.
Y saltando a su caballo, ordenó a Dunois que mandase las tropas francesas en el exterior de la casa, y a Crawford, la Guardia de arqueros y otras tropas de confianza, para defender la casa de recreo y sus dependencias. Les mandó que colocasen dos falconetes (piezas de artillería de campaña) que habían sido dejados media milla a retaguardia, y al mismo tiempo que vigilasen bien en sus puestos, pero que no avanzasen en modo alguno por mucho éxito que lograsen; y dadas estas órdenes, cabalgó con una pequeña escolta en dirección al alojamiento del duque.
La demora que permitió se llevasen a cabo estas andanzas era debida a haber Quintín acertado a matar con su disparo al propietario de la casa, que actuaba de guía de la columna designada para atacarla, y cuyo ataque, de haberse efectuado de repente, tenía probabilidades de haber tenido éxito.
Durward, que por orden del rey le acompañó a la morada del duque, encontró a este último en un estado de mal humor que casi le impedía desempeñar sus deberes, nunca más necesarios, pues, además del estruendo de un combate próximo y furioso que tenía ahora lugar en el arrabal, a la izquierda de sus fuerzas; a más del ataque al alojamiento del rey, que se desarrollaba en el centro, una tercera columna de combatientes, aún más nutrida, había salido por una brecha más distante y, marchando por veredas, viñas y pasos conocidos, habían caído sobre el flanco derecho del ejército borgoñés, el cual, alarmado al oír los gritos de guerra Vive la France!, y Denis Montjoie!, que se mezclaban con los de Liège y Rouge Sanglier, y con la idea que éstos inspiraban de traición por parte de sus aliados los franceses, hicieron una resistencia imperfecta y desigual; mientras el duque, soltando juramentos y maldiciendo a su señor soberano y todo lo que le pertenecía, gritó que atacasen con arcos y armas de fuego, todo lo que fuese francés, fuese blanco o negro, aludiendo a las bandas que los soldados de Luis habían recibido órdenes de llevar.
La llegada del rey, acompañado sólo de Le Balafré y Quintín y diez arqueros, restableció la confianza entre Francia y Borgoña. D’Hymbercourt, Crèvecoeur y otros de los jefes borgoñeses, cuyos nombres eran famosos en la guerra, intervinieron con decisión en el conflicto, y mientras algunos jefes se precipitaron para traer tropas más distantes, aun no invadidas por el pánico, otros se mezclaron con las masas aturulladas, impusieron el instinto de disciplina, y mientras el duque se esforzaba en el frente gritando, macheteando y golpeando como un simple soldado, consiguieron poco a poco reanimar a sus hombres y debilitar a los asaltantes con el empleo de la artillería. La conducta, por otra parte, de Luis fue la de un jefe sagaz, tranquilo, dueño de sí, que ni buscaba ni evitaba el peligro, sino que demostraba tal dominio de sí mismo y astucia, que los jefes borgoñeses obedecían con rapidez las órdenes que dictaba.
La escena había llegado al máximo grado de interés y dramatismo. A la izquierda, el arrabal, después de un fiero combate, había sido incendiado, y una faja de llamas ancha y pavorosa no era obstáculo para que aun se disputasen las ruinas que ardían. En el centro, las tropas francesas, aunque luchando con fuerzas muy superiores, mantenían un fuego tan nutrido y constante, que la casita de recreo resultaba iluminada con los relámpagos de los disparos y semejaba un mártir coronado de llamas. A la derecha, la batalla fluctuaba con avances y retrocesos de suerte varia, según que llegasen nuevos refuerzos de la ciudad, o los que se traían procediesen de la retaguardia de las huestes borgoñesas; y la lucha continuó con furia sin igual durante tres mortales horas, que al fin trajeron la aurora, tan deseada por los sitiadores. El enemigo, en aquellos momentos, parecía aminorar sus esfuerzos en la derecha y en el centro, y se oyeron varias descargas de cañón procedentes de la casa de recreo.
—Id —dijo el rey a Le Balafré y a Quintín en el instante en que percibió este sonido—; han podido montar los falconetes, la casita de recreo está a salvo; ¡bendita sea la Virgen María! Decid a Dunois que avance hacia aquí, pero más bien próximo a las murallas de Lieja, con todos los nuestros, exceptuando los que pueda dejar para la defensa de la casa, y que se interponga entre esos torpes liejenses a la derecha de la ciudad, de donde les vienen los refuerzos.
El tío y el sobrino salieron al galope en busca de Dunois y Crawford, quienes, cansados de la guerra defensiva, obedecieron con alegría las disposiciones, y, colocándose al frente de un cuerpo formado por doscientos caballeros franceses, junto con los escuderos y la mayor parte de los arqueros y sus auxiliares, marcharon a través del campo, pisoteando los heridos, hasta que ganaron el flanco del grueso de fuerzas, que tan fieramente atacaban la derecha de los borgoñeses. La luz del día, que aumentaba por momentos, permitió descubrir que el enemigo continuaba saliendo de la ciudad, bien con el fin de continuar la batalla en ese punto, o reemplazar las fuerzas que ahora estaban empeñadas.
—¡Cielos! —dijo el viejo Crawford a Dunois—. Si no estuviese seguro de que eres tú el que cabalga junto a mí, diría que te veía entre aquellos bandidos y ciudadanos, haciendo estragos entre ellos con tu maza; sólo que, de haber sido tú, resultas mayor que de ordinario. ¿Estás seguro de que aquel jefe armado no es tu espectro, tu doble, como lo llaman estos flamencos?
—¡Mi espectro! —dijo Dunois—. No sé lo que quieres decir. Pero allí hay un pícaro con mis armas en la cimera y el escudo, a quien voy a castigar ahora por su insolencia.
—¡En nombre de lo que es noble, señor, deje a mi cargo la venganza! —dijo Quintín.
—¿A ti, joven? —dijo Dunois—. Eso es una pretensión excesiva. No; estas cosas son personales. —Volviéndose después sobre su silla gritó a los que le rodeaban—: ¡Caballeros de Francia: formad en línea, igualar vuestras lanzas! ¡Qué los rayos del sol saliente luzcan entre los batallones de aquellos cerdos de Lieja y puercos de las Ardenas que se disfrazan con nuestras antiguas armaduras!
Los guerreros contestaron con un grito unánime de: «¡Dunois, Dunois! ¡Qué viva muchos años el valiente bastardo! ¡Orleáns, al ataque!». Y con su jefe en el centro, cargaron a pleno galope. Tropezaron con enemigo no tímido. El grueso al que atacaron se componía (excepto algunos oficiales montados) exclusivamente de infantes, quienes, afianzando las conteras de las lanzas contra sus pies y arrodillada la primera línea, la segunda con los cuerpos inclinados y las de atrás presentando las lanzas sobre las cabezas, ofrecían tal resistencia a la rápida carga de los franceses, como la del erizo a su enemigo. Pocos fueron capaces de abrirse camino a través de esa muralla de hierro; pero entre esos pocos figuraba Dunois, que, espoleando su caballo y haciendo que el noble bruto diese un salto de más de doce pies, se abrió fácil camino por en medio de la falange, y se dirigió contra el objeto de su animosidad. Su sorpresa fue grande al ver que Quintín continuaba a su lado y luchaba junto a él: la juventud, el valor temerario y la determinación de obrar o morir habían mantenido al joven de frente con el mejor caballero de Europa, pues como tal era reputado Dunois, y con razón, en aquella época.
Pronto resultaron rotas sus lanzas; pero los contrarios eran incapaces de resistir los golpes de sus largas y pesadas espadas, mientras los caballos y jinetes, provistos de armaduras de acero, recibían poco daño de sus lanzas. Dunois y Durward luchaban con esfuerzos rivales para alcanzar el sitio donde aquél que había usurpado el escudo de armas de Dunois estaba desempeñando el deber de un jefe bueno y valiente, hasta que Dunois, fijándose en la cabeza y colmillos de jabalí —el escudo de armas corriente de Guillermo de la Marck— que ostentaba uno de los enemigos, le gritó a Quintín:
—¡Eres digno de vengar las armas de Orleáns! Te dejo a ti esa tarea. Balafré, ayuda a tu sobrino; ¡qué nadie interfiera la cacería del jabalí a cargo de Dunois!
No cabe duda que Quintín Durward mostró gozosa conformidad con esta división del trabajo, y cada uno arremetió con su adversario aislado, seguido y defendido por detrás por aquellos guerreros que eran capaces de mantenerse a su altura.
Pero en este momento la columna que De la Marck se había propuesto ayudar, cuando su marcha fue detenida por Dunois, había perdido todas las ventajas ganadas durante la noche, mientras los borgoñeses, con la llegada del día, habían comenzado a mostrar las cualidades inherentes a su superior disciplina. La gran masa de enemigos se vio obligada a retirarse y a huir al final, y, cayendo sobre aquéllos que estaban empeñados con los franceses, el resultado fue una confusa marea de combatientes, fugitivos y perseguidores, que se dirigía hacia las murallas de la ciudad, y acabó por penetrar por la amplia e indefensa brecha a través de la cual habían salido.
Quintín hizo todo lo posible para alcanzar el objeto de su persecución, que aún estaba a la vista, esforzándose, con la voz y el ejemplo, en renovar la batalla, sostenida bravamente por una partida escogida de lanzknechts. Le Balafré y varios de sus camaradas acompañaban a Quintín, muy sorprendidos de la extraordinaria valentía desplegada por soldado tan joven. En la misma brecha, De la Marck —pues era en persona— consiguió efectuar una parada momentánea y repeler a algunos de los perseguidores más avanzados. Tenía en su mano una maza de hierro, bajo la cual todo se derrumbaba, y estaba tan cubierto de sangre, que era casi imposible discernir aquellas armas sobre su escudo que tanto habían enojado a Dunois.
Quintín encontró ahora poca dificultad en hacerse con él, pues la situación dominante que tenía y el empleo que hacía de su terrible maza habían tenido por efecto que muchos de los asaltantes buscasen otros puntos más seguros para el ataque que aquel donde actuaba un defensor tan desesperado. Pero Quintín, a quien la importancia inherente a la victoria sobre este formidable antagonista era mejor conocida, se apeó de un salto de su caballo al llegar a la brecha, y dejando al noble animal, regalo del duque de Orleáns, correr suelto a través del tumulto, ascendió las ruinas para medir su espada con el Jabalí de las Ardenas. Éste, como si hubiese adivinado su situación, se volvió hacia Durward con la maza en alto, y estaban a punto de chocar, cuando unos grandes gritos de triunfo y de desesperación anunciaron que los sitiadores entraban en la ciudad por otro punto a retaguardia de aquéllos que defendían la brecha. Reuniendo alrededor suyo, a voces y con toques de trompeta, a los desesperados copartícipes de su desesperada fortuna, De la Marck abandonó la brecha al escuchar aquellos gritos victoriosos y trató de efectuar su retirada hacia una parte de la ciudad, de la que podría escapar, al otro lado del Maes. Los que le seguían más de cerca formaban una masa compacta de hombres bien disciplinados que, como nunca habían dado cuartel, no pensaban ahora pedirlo, y quienes en aquella hora desesperada se preocuparon de formar un frente que ocupaba todo el ancho de la calle por la que lentamente se retiraban, dando cara de vez en cuando, y conteniendo a los perseguidores muchos de los cuales comenzaron a buscar una ocupación más segura, introduciéndose en las casas para saquearlas. Es, por tanto, probable que De la Marck se hubiese podido escapar, ya que su disfraz le ocultaba de aquéllos que se prometían conquistar honra y grandeza con su cabeza, de no haber sido por la tenaz persecución de Quintín, su tío Le Balafré y algunos de sus camaradas. A cada parada que hacían los lanzknechts, tenía lugar un furioso combate entre ellos y los arqueros, y en cada mêlée, Quintín buscaba a De la Marck; pero éste, cuya finalidad en estos momentos era retirarse, parecía dispuesto a evitar el propósito del joven escocés de llevarle a combate aislado. La confusión era general por todas partes. Los chillidos y gritos de las mujeres, los alaridos de los aterrorizados habitantes, ahora sometidos a los extremos de la soldadesca desenfrenada, sonaban horriblemente entremezclados con los gritos de guerra, como la voz de la miseria y desesperación en pugna con la de la furia y violencia para ver cuál de las dos se haría oír más lejos y con más intensidad.
Cuando De la Marck, al retirarse a través de esta escena infernal, había rebasado la puerta de una pequeña capilla de peculiar santidad, los gritos de ¡Francia!, ¡Francia!; ¡Borgoña!, ¡Borgoña!, le dieron a conocer que parte de los sitiadores penetraban por el final de la calle, que era muy estrecha, y que su retirada estaba cortada.
—Camarada —dijo—, lleva contigo todos los hombres. Arremete con aquéllos y trata de abrirte paso entre ellos; me quedo solo. Soy hombre bastante, ahora que me encuentro entre la espada y la pared, para enviar al infierno conmigo a algunos de esos escoceses vagabundos.
Su lugarteniente obedeció, y con la mayoría de los lanzknechts que quedaban vivos se precipitaron al final de la calle con el fin de arremeter a los borgoñeses que avanzaban y abrirse así paso para huir. Unos seis de los mejores hombres de De la Marck permanecieron junto a su amo dispuestos a morir, e hicieron frente a los arqueros, que no eran muchos en número.
—¡Sanglier! ¡Sanglier! ¡Hola, caballeros de Escocia! —dijo el rufián, aunque indomable jefe, agitando su maza—. ¡Quién desea ganar una corona de noble acometiendo al Jabalí de las Ardenas? Tú, joven, me parece que tienes deseo de ello; pero debes ganar antes de llevarla.
Quintín oyó a medias las palabras, pero la acción no podía menos de notarse, y sólo tuvo tiempo para rogar a su tío y camaradas, ya que eran caballeros, a que se quedasen atrás, ya que De la Marck se echó sobré él de un salto como un tigre, dirigiéndole al mismo tiempo un golpe con su maza, que de no ser por la ligereza con que Quintín lo evitó, dando un salto lateral, hubiera sido de resultados fatales.
Después se aproximaron uno a otro, como el lobo y el perro lobo, permaneciendo de espectadores inactivos los camaradas de ambas partes, pues Le Balafré, confiando en su sobrino, pidió a gritos que los dejasen solos.
No estaba injustificada la confianza del experimentado soldado, pues aunque los golpes del desesperado bandolero caían como los del martillo sobre el yunque, los rápidos movimientos y la destreza en el manejo de la espada del joven arquero le capacitaban para esquivarlos y corresponder a ellos con la punta de su menos ruidosa, aunque arma más fatal, y esto tan a menudo y eficazmente, que la gran fuerza de su antagonista comenzó a ceder ante la fatiga, mientras la tierra que pisaba se convertía en un charco de sangre. No obstante, sin abatir su valor y su ira, el Jabalí salvaje de las Ardenas luchaba con tanta energía espiritual como al principio, y la victoria de Quintín parecía dudosa y alejada, cuando una voz femenina, detrás de él, le llamó por su nombre, exclamando:
—¡Ayuda!, ¡ayuda!, ¡por la bendita Virgen!
Volvió la cabeza y percibió a Gertrudis Pavillon, su manto desgarrado por el hombro, arrastrada a viva fuerza por un soldado francés, uno de los varios que, irrumpiendo en la capilla vecina, habían apresado a las aterrorizadas mujeres allí refugiadas.
—Espérame un momento exclamó Quintín dirigiéndose a De la Marck, y saltó para librar a su bienhechora de una situación cuyos peligros preveía.
—No espero a gusto de nadie —dijo De la Marck, blandiendo su maza y comenzando a retirarse, contento, sin duda, de verse libre de asaltante tan formidable.
—Tendrás entonces que entendértelas conmigo —dijo Balafré—; no puedo consentir que resulte frustrado mi sobrino.
Diciendo esto, asaltó en el acto a De la Marck con su espada de doble empuñadura.
Quintín encontró, mientras tanto, que el rescate de Gertrudis no era tarea fácil para acabada en un momento. Su apresador, auxiliado por sus camaradas, rehusaba soltar su presa, y mientras Durward, ayudado por uno o dos de sus paisanos, intentaba obligarle a ello, De la Marck aprovechó la oportunidad que la fortuna le proporcionaba para escabullirse de su alcance, de modo que cuando a la postre se encontró en la calle con la libertada Gertrudis, no había nadie junto a ellos. Olvidando por completo la situación indefensa de su rescatada, se disponía a proseguir la persecución del Jabalí de las Ardenas, cual lebrel en pos del ciervo, cuando, colgándose a él en su desesperación, exclamó ella:
—¡Por el recuerdo de su madre, no me abandone! ¡Ya que es usted un caballero, protéjame hasta la casa de mi padre, que en una ocasión le dio albergue, así como a lady Isabel! ¡Por ella, no me abandone!
Su llamada era angustiosa e irresistible, y despidiéndose mentalmente con gran amargura de todas las alegres esperanzas que habían estimulado su esfuerzo, que le habían sostenido durante aquel sangriento día, y que parecían estar a punto de colmarse, Quintín, como espíritu sin voluntad que obedece a un talismán que no puede resistir, protegió a Gertrudis hasta la casa de Pavillon, y llegó a tiempo de defenderla, y al propio síndico, contra la furia de la soldadesca sin freno.
En el ínterin, el rey y el duque de Borgoña penetraron en la ciudad a caballo y a través de una de las brechas. Estaban ambos con armaduras completas; pero el último, cubierto de sangre desde la pluma hasta la espuela, hizo que su corcel remontase furiosamente la brecha, que Luis salvó con el paso majestuoso de uno que dirige una procesión. Dictaron órdenes para que se suspendiese el saqueo de la ciudad, que ya había comenzado, y para que se reuniesen las tropas dispersas. Los príncipes se dirigieron hacia la iglesia mayor, tanto para proteger a muchos de los distinguidos habitantes que se habían refugiado allí, como para celebrar una especie de consejo militar después de haber oído misa mayor.
Ocupado como los demás oficiales de su rango en reunir a los que estaban a sus órdenes, lord Crawford, a la vuelta de una calle que conducía al Maes, encontró a Le Balafré andando despacio hacia el río, pendiente de su mano por los ensangrentados rizos una cabeza humana, con tanta indiferencia como si llevase una gallina muerta.
—¿Qué es eso, Ludovico? —preguntó su jefe—. ¿Qué haces con esa carroña?
—Es todo lo que ha quedado de un poco de trabajo que mi sobrino proyectó y casi concluyó, y en el que le ayudé —dijo Le Balafré—; un buen individuo que he despachado allá, y que me rogó que arrojase su cabeza en el Maes. Los hombres tienen raros caprichos cuando el viejo Small Back[84] se les agarra, y no hay que olvidar que Small Back debe a su tiempo bailar con todos nosotros la danza.
—¿Y vas a arrojar esa cabeza en el Maes? —dijo Crawford mirando con más atención el fúnebre trofeo.
—Sí, por cierto —dijo Ludovico Lesly—. Si se le niega a un hombre moribundo su deseo, es probable que se vea uno perseguido por su espectro, y me gusta dormir bien por las noches.
—Vas a tener que correr ese albur, hombre —dijo Crawford—, pues ¡vive Dios, que ese trofeo es de mucha importancia! Ven conmigo; ni una palabra más. Ven conmigo.
—En ese particular —dijo Le Balafré— no le hice promesa alguna, pues en verdad que le corté la cabeza antes de que mi lengua pudiese hablar mucho, y ya que no le temí en vida, ¡por San Martín de Tours!, tampoco le temo después de muerto. Además, mi compadre, el alegre fraile de San Martín, me prestará un frasco de agua bendita.
Cuando concluyó la misa mayor en la iglesia catedral de Lieja, y en la aterrorizada población se restableció un poco el orden, Luis y Carlos, con sus nobles a su alrededor, procedieron a escuchar las demandas de aquéllos que tenían algunas que hacer por servicios realizados durante la batalla. Se recibieron primero aquellas referentes al condado de Croye y su hermosa poseedora, y, para desengaño de numerosos reclamantes que se creían seguros del rico premio, parecía que el misterio y la duda envolvían sus diversas pretensiones. Crèvecoeur mostró una piel de jabalí parecida a la que De la Marck usaba de ordinario; Dunois presentó un escudo rajado, con sus armas, y hubo, otros que reclamaban el mérito de haber despachado al asesino del obispo, mostrando muestras similares, ya que la gran recompensa fijada sobre la cabeza de De la Marck había acarreado la muerte a todos los que ostentaban armaduras iguales a la suya. Hubo mucha disputa y alboroto entre los competidores, y Carlos, sintiendo en su fuero interno la precipitada promesa que había colocado la mano y fortuna de su súbdita en semejante azar, tenía esperanzas de poder encontrar medios de evitar todas estas reclamaciones molestas, cuando Crawford se adelantó, arrastrando a Le Balafré tras de sí, el cual, avergonzado y tímido, le seguía, como perro al que se conduce a rastras con una cadena, y exclamó:
—¡Fuera vuestras pieles y hierros pintados! ¡Nadie, excepto el que mató al Jabalí, puede enseñar los colmillos!
Diciendo esto, arrojó al suelo la cabeza ensangrentada, que con facilidad se reconocía como la de De la Marck, por la singular conformación de las mandíbulas, que, en realidad, tenían cierta semejanza con las del animal cuyo nombre llevaba, y fue al instante reconocido por todos los que le habían visto[85].
—Crawford —dijo Luis, mientras Carlos permanecía silencioso, sorprendido desagradablemente—, confío en que es uno de mis fieles escoceses el que ha ganado el premio.
—Es Ludovico Lesly, señor, a quien llamamos Le Balafré —replicó el viejo soldado.
—Pero ¿es noble? —dijo el duque—. ¿Es de sangre azul? De no ser así, nuestra promesa no es válida.
—Es una pieza de madera bastante tosca —dijo Crawford mirando la desmañada y alta figura del arquero—; pero garantizo que es una rama del árbol de Rothes, a pesar de todo, que han sido tan nobles como cualquier casa de Francia o de Borgoña, ya que se ha dicho de su fundador que
Entre el less-lee[86] y el pantano
mató al caballero, y allí le dejó.
—Entonces no hay remedio —dijo el duque—, y la más guapa y rica heredera de Borgoña debe ser la esposa de un rudo soldado mercenario como éste, o morir recluida en un convento, ¡y eso le ha de suceder a ella, la única hija de mi fiel Reinaldo de Croye! Me he precipitado mucho.
Y la preocupación se le conoció en la cara, con gran sorpresa de sus nobles, que rara vez le habían visto dar muestras de arrepentimiento por las consecuencias necesarias de una resolución adoptada.
—Aguarde un instante —dijo lord Crawford—, y será mejor que todas las conjeturas. Escuche lo que este caballero tiene que decir. Habla, hombre, y dinos tu intención —añadió, aparte, a Le Balafré.
Pero este tosco soldado, aunque podía hacer un esfuerzo para hacerse entender lo bastante del rey Luis, a cuya familiaridad estaba acostumbrado, se encontró incapaz de participar su resolución delante de una asamblea tan espléndida como ésta en cuya presencia se encontraba, y después de haberse vuelto hacia el príncipe y comenzado, a guisa de preludio, con una risa ahogada y dos o tres visajes, sólo fue capaz de pronunciar las palabras «Saunders Souplejaw», y después se calló.
—Si su majestad y su alteza —dijo Crawford— me dan permiso hablaré en nombre de mi antiguo camarada y paisano. Deben saber que le ha sido profetizado por un vidente en su tierra que la fortuna de su casa le vendría por casamiento; pero como es, como yo, gran aficionado a la taberna y tiene, en una palabra, gustos y aficiones de cuartel, ha seguido mi consejo, y transmite los derechos adquiridos con la muerte de Guillermo de la Marck, a aquél que logró acorralarle, que es su sobrino materno.
—Respondo de los servicios y prudencia de ese joven —dijo el rey Luis, muy satisfecho de ver que la suerte había designado premio de tanta valía para uno sobre el que ejercía cierta influencia—. Sin su prudencia y vigilancia nos hubiéramos visto derrotados. Fue él el que nos comunicó la salida nocturna de los sitiados
—Le debo entonces —dijo Carlos— alguna reparación por haber dudado de su veracidad.
—Y yo puedo dar fe de su valentía como soldado —dijo Dunois.
—Pero —interrumpió Crèvecoeur—, aunque el tío sea un gentillâtre[87] escocés, eso no implica que el sobrino también lo sea necesariamente.
—Es de la casa de Durward —dijo Crawford—; desciende de Allan Durward, que fue gran mayordomo de Escocia.
—Si se trata del joven Durward —dijo Crèvecoeur—, no tengo nada que decir. La suerte está de su parte muy a las claras para que trate de luchar más con esa señora voluble; pero es extraño, desde el lord al palafrenero, cómo estos escoceses se ayudan mutuamente.
—¡Los montañeses, hombro con hombro! —contestó lord Crawford riéndose de la mortificación que hacía patente el orgullo borgoñés.
—Tenemos aún que averiguar —dijo Carlos pensativo— qué sentimientos alberga la dama respecto a este afortunado aventurero.
—Tengo muchas razones para creer que su alteza la encontrará mucho más razonable que en anteriores ocasiones —dijo Crèvecoeur—. Pero ¿por qué he de censurar a este joven su preferencia? Hay que tener presente que, después de todo, ¡es el valor, la constancia y el buen sentido los que le han puesto en posesión de la Riqueza, el Rango y la Belleza!
Había ya enviado estas cuartillas a la imprenta, poniendo fin a mi historia con una moral de excelente tendencia, para alentar a todos los emigrantes de mi tierra, de pelo rubio, ojos azules, zanquilargos y corazón animoso, que quieran en tiempos agitados abrazar la profesión galante de Caballeros de Fortuna. Pero un amonestador amigo, uno de ésos que gustan del terrón de azúcar que se encuentra en el fondo de la taza de té tanto como del sabor de la planta aromática, me ha hecho una observación e insiste en que debería dar cuenta precisa y detallada de los esponsales del joven heredero de Glen Houlakin y la adorable condesa flamenca, y referir los torneos que se celebraron y cuantas lanzas se rompieron en tan memorable ocasión; que no deje de decir al lector curioso el número de muchachos vigorosos que heredaron el valor de Quintín Durward, y de bellas damiselas en las que se renovaron los encantos de Isabel de Croye. Respondí por correo que los tiempos cambiaron y que las bodas públicas pasaron de moda. En días pretéritos, de los que aún tengo vagos recuerdos, no sólo eran los «quince amigos» de la feliz pareja invitados a presenciar su unión, sino que el poeta de la boda, como en el Ancient Mariner[88], continuaba ocupándose de los novios hasta que la luz de la nueva mañana lucía sobre ellos. La bebida de leche cuajada y mezclada con especias era tomada en la cámara nupcial; era arrojada la media, y la liga de la desposada y disputada en presencia de la feliz pareja a quien Hymen había enlazado. Los autores de aquella época eran dignos de aplauso por describir las costumbres de entonces. No omitían la referencia del menor sonrojo de la novia, ni una mirada enternecedora del novio, ni un diamante en la cabeza de ella, ni un botón en el chaleco bordado de él, hasta que a la postre, con Astrea, «dejaban instalados a los novios en el lecho». Pero qué distante está esto del retraimiento modesto que induce a nuestras novias modernas —¡seres queridos, dulces y vergonzosos!— a esquivar la pompa y publicidad, la admiración y lisonja, y, como Shenstone,
¡Buscar su libertad en una hostería!
Para estas novias, indudablemente, una exposición de las circunstancias de publicidad con las que una boda en el siglo XV era siempre celebrada, debe resultar en extremo desagradable. Isabel de Croye sería clasificada, a juicio de ellas, en nivel inferior a la doncella que ordeña y hace los menesteres más humildes; pues aun ésta, en el pórtico de la iglesia, rechazaría la mano de su novio zapatero si éste propusiese faire des noces[89], como dicen los parisienses, en vez de marchar en lo alto de la diligencia a pasar de incógnito la luna de miel en Deptford o Greenwich. No hablaré, por tanto, más de este asunto, y me zafaré de la boda, como Ariosto de la de Angélica, dejando a quienquiera el añadir más detalles según le sugiera su propia imaginación.
Algún bardo mejor, cantará como en el estado feudal.
El castillo de Braquemont abrió su puerta gótica
cuando su adorable heredera otorgó
al escocés errante su belleza y un condado[90].