La salida
El desgraciado condenado a despedirse de la vida siempre confía en algo,
y cada pena que acongoja su corazón es seguida de nueva esperanza.
La esperanza, como luz de bujía que resplandece, adorna y alegra el camino,
y a medida que la noche se acerca, emite una luz más brillante.
Goldsmith.
Pocos días habían pasado, cuando Luis recibió la noticia, con una sonrisa de venganza satisfecha, que su favorito y consejero el cardenal Balue estaba furioso dentro de una celda de hierro, dispuesta de modo que sólo le permitía gozar de descanso en pocas posturas, de no estar tendido; y en la que, dicho sea de paso, permaneció durante cerca de doce años. Las fuerzas auxiliares que el duque había exigido a Luis que trajese, también habían llegado; y se consoló al ver que su número era el suficiente para proteger su persona contra violencia, aunque demasiado restringida para competir, si hubiese sido ése su propósito, con el gran ejército de Borgoña. Se vio también en libertad, cuando conviniese, a volver a su proyecto de matrimonio entre su hija y el duque de Orleáns, y aunque se percataba de la indignidad de servir con sus pares más nobles bajo las banderas de su propio vasallo y contra el pueblo cuya causa había instigado, no permitió que estas circunstancias le desconcertasen mientras tanto, confiando que algún día podría resarcirse.
—Por casualidad —le dijo a su fiel Oliver— puede uno acertar una vez; pero sólo con paciencia y sabiduría se gana el juego al final.
Con tales sentimientos, en un hermoso día del final de la cosecha el rey montó su caballo, e indiferente de ser contemplado más bien como un elemento del cortejo de un vencedor que como un soberano independiente, rodeado de sus guardias y sus caballeros, Luis salió por la puerta gótica de Peronne para unirse al ejército borgoñés que comenzaba, simultáneamente, su marcha sobre Lieja.
Muchas damas distinguidas que estaban en la plaza esperaban, vestidas con sus mejores galas sobre los baluartes y defensas de la puerta para ver la gallarda exhibición de guerreros que formaban la expedición. Allí había llevado la condesa Crèvecoeur a la condesa Isabel. Ésta acudió de muy mala gana; pero la orden perentoria de Carlos fue que la que había de otorgar la palma en el torneo tenía que ser vista por los caballeros que iban a contender.
Cuando se apretujaban bajo el arco se veían muchos pendones y escudos, adornados con nuevas leyendas, expresivas de la firme resolución de los que las llevaban de llegar a ser competidores para alcanzar premio tan magnífico.
Aquí aparecía pintado un caballo partiendo raudo para la meta; allí una flecha apuntada al blanco; un caballero llevaba un corazón sangrando como indicación de su pasión; otro una calavera y una corona de laurel mostrando su determinación de ganar o morir. Muchas más divisas había, y algunas tan intrincadas y obscuras, que podían desafiar al más ingenioso intérprete. Cada caballero, como también debe suponerse, hacía caracolear su corcel y adoptaba posturas bizarras sobre la silla en el momento de pasar ante el grupo de hermosas damas y damiselas, que les animaban con sus sonrisas y el agitar de pañuelos y velos. Los arqueros de la Guardia, seleccionados de la flor de la nación escocesa, arrancaban aplausos generales por la gallardía y esplendor de su aspecto.
Había uno entre estos extranjeros que se aventuró a realizar una demostración de conocimiento de lady Isabel, que aún no había sido intentada ni aun por los más nobles de la nobleza de Francia. Fue Quintín Durward, quien, al pasar junto a las damas, a su altura, presentó a la condesa de Croye, en la punta de su lanza, la carta de su tía.
—¡Por mi honor —dijo el conde de Crèvecoeur—, eso es una verdadera insolencia de un indigno aventurero!
—No le juzgue así, Crèvecoeur —dijo Dunois—; tengo motivos para creer en su caballerosidad, y en favor de esa dama precisamente.
—Habláis sin fundamento —dijo Isabel ruborizándose y algo resentida—; es una carta de mi desdichada tía. Escribe con optimismo, aunque su situación debe de ser terrible.
—Sepamos lo que dice la esposa del Jabalí —dijo Crèvecoeur—. La condesa Isabel leyó la carta, en la que la tía parecía decidida a sacar el mejor partido de un mal paso, y consolarse por su matrimonio precipitado e indecoroso, con la idea de haberse casado con uno de los más bravos hombres de su época, que acababa de conquistar con su valor un principado. Rogaba a su sobrina que no juzgase a Guillermo (como le llamaba) por lo que le dijesen los demás y que esperase hasta conocerle personalmente. Tenía quizá sus faltas, pero eran de esas propias de caracteres que ella siempre había admirado. Guillermo era más bien aficionado al vino, pero también lo fue sir Godfrey, abuelo de ella; también era algo sanguinario y cruel en su modo de ser, como lo había sido el hermano de ella, Reinold, de grato recuerdo; era descortés para hablar; pocos alemanes eran de otro modo, y un poco voluntarioso y absoluto; pero ella amaba esas condiciones en todos los hombres que mandaban. Seguía la carta insistiendo sobre lo mismo y concluía con el ruego y esperanza de que Isabel lograría, por medio del portador, escapar de la tiranía de Borgoña e ir con su querida tía, que regía la corte de Lieja, en la que cualesquiera pequeñas diferencias referentes a sus mutuos derechos de sucesión al condado podían ser arregladas casando a Isabel con el conde Eberson, un caballero más joven, es cierto, que su marido, pero que ella (lady Hameline) podía decir por la experiencia era un inconveniente que podía sobrellevarse más fácilmente de lo que Isabel imaginaba[82].
Al llegar a este punto se calló la condesa, haciendo la abadesa la observación que había ya leído bastante relativo a vanidades humanas, y exclamando el conde de Crèvecoeur:
—¡Vete, lárgate, maldita bruja! Este plan es una añagaza como el queso que se pone en una ratonera.
La condesa de Crèvecoeur protestó de la violencia de su marido.
—Lady Hameline —dijo— debe de haber sido engañada por De la Marck con una apariencia de cortesía.
—¡Apariencias de cortesía en él! —dijo el conde—. Eso es imposible. Lo mismo podía esperarse de un jabalí salvaje de verdad; es como si intentases colocar panes de oro sobre una vieja y mohosa armadura de hierro. No; por muy tonta que sea, no es tan gansa como para enamorarse de un zorro que la ha atrapado, y eso en su propia madriguera. Pero vosotras sois iguales todas las mujeres; las bellas palabras os atraen, y me atrevo a afirmar que mi linda prima, aquí presente, está impaciente por unirse a su tía en su falso paraíso y a casarse con el jabato.
—Lejos de estar dispuesta a cometer semejante locura —dijo Isabel—, deseo que se haga venganza con los asesinos del excelente obispo, porque al mismo tiempo se verá libre mi tía del dominio de ese villano.
—¡Ah! ¡Esas palabras son dignas de un Croye! —exclamó el conde, y no se dijo nada más concerniente a la carta.
Pero mientras Isabel leía a sus amigos la carta de su tía, debe observarse que no juzgó necesario recitar cierta posdata en la que la condesa Hameline daba noticias de sus ocupaciones e informaba a su sobrina que había tenido que suspender el bordado a su marido de un abrigo en que figuraban las armas de Croye y de De la Marck enlazadas, porque su Guillermo había decidido, con fines políticos, vestir a otros con armaduras análogas a la suya en la primera acción que ocurriese, y él adoptar las armas de Orleáns, con una barra a la izquierda, o sea las de Dunois. También se encontró en la otra mano con una esquela, cuyo contenido no juzgó la condesa necesario mencionar; la esquela sólo contenía estas palabras: «Si no oye pronto de mí, y precisamente por la trompeta de la Fama, júzgueme muerto, pero no indigno».
Un pensamiento, hasta ahora rechazado como del todo imposible, comenzaba Isabel a acariciar con doble interés. Como hembra que rara vez fracasa en sus intenciones, se las arregló de modo que antes de que las tropas se pusiesen en marcha, Quintín Durward recibió de mano desconocida la carta de lady Hameline, señalada con tres cruces bajo la posdata y con estas palabras añadidas: «El que no tuvo miedo de las armas de Orleáns cuando eran ostentadas por su bravo propietario, no puede temerlas cuando sean llevadas por un tirano y asesino». Miles de veces fue besada esta insinuación y oprimida contra el pecho del joven escocés, pues le guiaba por la senda donde el Honor y el Amor encuentran su recompensa, y le hacían conocer un secreto desconocido para los demás, con el que podía distinguir a aquél, cuya muerte era lo único que podía dar pábulo a sus esperanzas y cuya carta prudentemente resolvió encerrar en su pecho.
Pero Durward comprendió la necesidad de actuar de otro modo respecto a la información comunicada por Hayraddin, ya que la salida que De la Marck se proponía hacer, de no tomar las medidas oportunas, podía llevar consigo la destrucción del ejército sitiador, dado lo difícil que era en el tumultuoso arte militar de la época el rehacerse de una sorpresa nocturna. Después de pensar la cosa, resolvió no comunicar la noticia, sino personalmente, y a ambos príncipes, cuando estuviesen juntos, quizá porque pensase que el mencionar un proyecto tan bien forjado y que tantas esperanzas encerraba, pudiera ser una fuerte tentación a la inconstante probidad del monarca y contribuyese a ayudar, más bien que repeler, la salida proyectada. Determinó por eso esperar una ocasión para revelar el secreto cuando Luis y Carlos se encontrasen, lo cual, y al no ser ninguno de ellos aficionado a las restricciones que la presencia del otro imponía, no era probable que ocurriese.
Mientras tanto, continuaba la marcha, y los confederados penetraron pronto en los territorios de Lieja. Aquí los soldados borgoñeses, por lo menos parte de ellos, constituidos por aquellas bandas que habrán merecido el título de ecorcheurs o desolladores, mostraron en el trato que dieron a los habitantes, con el pretexto de vengar la muerte del obispo, que tenían bien ganado aquel honroso título, mientras su conducta perjudicaba grandemente la causa de Carlos, ya que los agraviados habitantes, que de otro modo se hubieran mostrado pasivos en la contienda, se proveían de armas para defenderse, obstaculizando su marcha con el aislamiento de partidas sueltas, y penetrando en la ciudad antes de la llegada del ejército principal, aumentando con ello el número y la desesperación de los que habían resuelto defenderla. Los franceses, pocos en número, y ésos los soldados más escogidos del país, se mantenían, según las órdenes del rey, cerca de los respectivos estandartes y observaban la más estricta disciplina; contraste que aumentó las sospechas de Carlos, que no pudo por menos de observar que las tropas de Luis se conducían más bien como amigas de los de Lieja, que como aliadas de los de Borgoña.
Por fin, sin experimentar seria oposición, llegó el ejército al rico valle del Maes y ante la grande y populosa ciudad de Lieja. El castillo de Schonwaldt lo encontraron del todo destruido, y se encontraron que Guillermo de la Marck, cuyo único talento era de índole militar, había encerrado todas sus fuerzas en la ciudad y estaba decidido a evitar el encuentro con las tropas de Francia y Borgoña en campo abierto. Pero los invasores no tardaron en experimentar el peligro que siempre existe en atacar una gran ciudad, aunque abierta, si sus habitantes están dispuestos a defenderla desesperadamente.
Una parte de la vanguardia borgoñesa, pensando que, dado el estado de las murallas desmanteladas y con brechas, sólo precisaba entrar en Lieja a placer, penetraron por uno de los arrabales a los gritos de: «¡Borgoña, Borgoña! ¡Matad, matad; todo es nuestro! ¡Recordad a Luis de Borbón!». Pero como marchasen en desorden por las estrechas calles y anduviesen algo desperdigados para dedicarse al pillaje, un gran grupo de los habitantes, que salieron inopinadamente de la ciudad, cayó furiosamente sobre ellos e hicieron una gran carnicería. De la Marck se aprovechó de las brechas en las murallas, que permitían a los defensores salir por diferentes puntos, y tomando estos caminos separados en el arrabal disputado, atacaron de frente, flanco y retaguardia a la vez, a los asaltantes, quienes, atontados por la naturaleza de la resistencia furiosa, inesperada y multiplicada, apenas podían defenderse con las armas. La noche, que avanzaba, contribuyó a la confusión.
Cuando llegó la noticia de lo que ocurría a oídos de Carlos, se enfureció, y no bastó para tranquilizarle la oferta de Luis de enviar los guerreros franceses a los arrabales para rescatar a la vanguardia borgoñesa y facilitar su salida. Rechazando este ofrecimiento, quiso ponerse a la cabeza de su propia Guardia para salvar a los comprometidos en el imprudente avance; pero D’Hymbercourt y Crèvecoeur le rogaron encomendase el servicio a ellos, y, marchando al lugar de acción por dos puntos, adoptadas las medidas para ayudarse mutuamente, estos dos famosos capitanes lograron rechazar a los de Lieja y salvar la vanguardia, que, además de los prisioneros, perdió no menos de ochocientos hombres, de los cuales ciento eran guerreros. Los prisioneros, sin embargo, no eran numerosos, habiendo sido rescatados la mayoría de ellos por D’Hymbercourt, que ahora procedió a ocupar el arrabal disputado y a colocar guardias enfrente de la ciudad, de la que estaban separadas por un espacio abierto o explanada de cuatrocientas o quinientas yardas, que estaba libre de edificios, con fines defensivos. No había foso entre el arrabal y la ciudad, siendo el terreno rocoso en aquel lugar. Una puerta daba frente al arrabal, por la que podían hacerse salidas fácilmente, y la muralla estaba agujereada por dos o tres de esas brechas que el duque Carlos había abierto después de la batalla de Saint Tron, y que habían sido rápidamente reparadas con simples barricadas de madera. D’Hymbercourt situó dos culebrinas apuntando a la puerta, y otras dos enfrente de la brecha principal, para repeler cualquier salida de la ciudad, y después se incorporó al ejército borgoñés, que encontró en gran desorden.
Lo sucedido fue que el cuerpo principal y la retaguardia del numeroso ejército del duque habían continuado el avance, mientras la deshecha y rechazada vanguardia se retiraba, y ambas chocaron, con gran confusión por ambas partes. La obligada ausencia de D’Hymbercourt, que desempeñaba los deberes de mariscal de campo, aumentó el desorden, y, para remate, la noche se presentó obscura como boca de lobo: cayó una copiosa lluvia, y el terreno sobre el que el ejército sitiador debía tomar posiciones se puso lleno de barro, y resultó cruzado por varios arroyuelos. Apenas es posible formarse idea de la confusión que prevaleció en el ejército borgoñés, resultando jefes separados de sus soldados y soldados separados de sus estandartes y oficiales. Todo el mundo, desde las altas categorías a las más ínfimas, buscaba albergue y acomodo donde individualmente lo encontraba, mientras los heridos y los cansados que habían tomado parte en el encuentro pedían en vano abrigo y consuelo, y aquéllos que desconocían el desastre hacían presión para tener su parte en el saqueo de la plaza, que no dudaban continuaba alegremente.
Cuando D’Hymbercourt regresó, se encontró con que tenía que realizar una tarea de suma dificultad, y amargado, por añadidura, por los reproches de su soberano, que no quiso hacerse cargo del deber, aún más necesario, que había estado desempeñando. El temperamento del valiente soldado comenzó a manifestarse ante los reproches sin fundamento del duque.
—Fui allá a restablecer el orden en la vanguardia —dijo—, y dejé el grueso a las órdenes de su alteza; y ahora, a mi regreso, me encuentro con que no disponemos de frente, flanco ni retaguardia: tan grande es la confusión.
—Parecemos un barril de arenques —contestó Le Glorieux—, que es lo que más se asemeja a un ejército flamenco.
La salida del bufón hizo reír al duque, y evitó quizá que prosiguiese el altercado entre él y el general.
Con gran dificultad se consiguió una casita de recreo, o casa de campo, propiedad de algún rico ciudadano de Lieja, una vez expulsados los que la ocupaban, para que se acomodasen el duque y sus servidores más inmediatos, y la autoridad de D’Hymbercourt y Crèvecoeur logró establecer una guardia en su proximidad, de unos cuarenta hombres armados, que encendieron fuego, hecho con las vigas de otras casas, que echaron abajo con ese fin.
Un poco a la izquierda de esta villa, y entre ella y el arrabal, que, como hemos dicho, estaba enfrente de la puerta de la ciudad y ocupado por la vanguardia borgoñesa, había otra villa, rodeada de un jardín y un corral, y que tenía dos o tres pequeños campos o recintos en la espalda. En ésta estableció el rey de Francia su cuartel general. No pretendía ser un soldado, aparte de que su indiferencia natural por el peligro y su mucha sagacidad le calificaban para ser considerado como tal; pero procuraba siempre emplear los más hábiles en esa profesión, y colocaba en ellos la confianza que merecían. Luis y sus inmediatos acompañantes ocupaban esta segunda villa, y parte de su Guardia escocesa fue colocada en el corral, donde había abrigos para guarecerles de la intemperie; el resto estaba colocado en el jardín. Los demás soldados franceses estaban alojados en lugar cercano, y bien montado el servicio de vigilancia, con puestos de alarma, para el caso de tener que aguantar un ataque.
Dunois y Crawford, ayudados por varios viejos oficiales y soldados, entre los que Balafré se distinguía por su actividad, procuraban, derribando muros, abriendo aberturas en setos, llenando zanjas y otros menesteres por el estilo, facilitar las comunicaciones de las tropas entre sí y la combinación ordenada de todas en caso de necesidad.
Mientras tanto, el rey juzgaba propio acudir, sin mayor ceremonia, al alojamiento del duque de Borgoña para asegurarse cómo se iba a actuar y qué cooperación se esperaba de él. Su presencia dio lugar a una especie de consejo de guerra, en el que Carlos, de otro modo, no podía haber soñado.
Fue entonces cuando Quintín Durward rogó encarecidamente ser admitido por tener algo de importancia que comunicar a los dos príncipes. Logró esto sin gran dificultad, y grande fue el asombro de Luis cuando le oyó decir con calma y claridad el propósito de Guillermo de la Marck de hacer una salida al campo de los sitiadores, bajo los uniformes y estandartes de los franceses. A Luis le hubiera probablemente agradado más el enterarse en privado de noticia tan importante; pero como ésta había sido relatada públicamente, en presencia del duque de Borgoña, sólo hizo la observación «que, falsa o verdadera, semejante noticia les interesaba más de cerca a ellos».
—¡Ni una pizca! —dijo el duque—. Si hubiese existido el propósito que anuncia este joven, no me hubiera sido comunicado por un arquero de la Guardia escocesa.
—Sea como sea —contestó Luis—, le ruego, querido primo, se entere que, para prevenir las desagradables consecuencias de tal ataque, de desencadenarse de repente, mandaré que mis soldados lleven bandas blancas sobre sus armaduras. Dunois, encárgate de que así se haga en seguida; esto es —añadió—, si nuestro hermano y general lo aprueba.
—No veo objeción alguna —replicó el duque—, si los caballeros franceses no temen el riesgo de que se les aplique en el porvenir el título de Caballeros de la Manga de Camisa.
—Sería un título bien aplicado, amigo Carlos —dijo Le Glorieux—, considerando que una mujer es la recompensa para el más valiente.
—Bien dicho, Sagacidad —dijo Luis—. Primo, buenas noches; iré a armarme. De camino sea dicho, ¿qué sucedería si conquistase a la condesa con mi mano?
—Su majestad —dijo el duque con la voz alterada— tendría entonces que hacerse un flamenco de verdad.
—No puedo —contestó Luis en tono de sincera confianza— serlo más de lo que ya lo soy, y me gustaría convencerte de ello.
El duque se limitó a dar las buenas noches al rey en un tono que se asemejaba al resoplido de un caballo tímido que se sobresalta al recibir la caricia del jinete cuando se dispone a montarle y sigue acariciándolo para que permanezca quieto.
—Podría perdonarle toda su doblez —dijo el duque a Crèvecoeur—; pero no puedo perdonarle el suponerme capaz de cometer la gran tontería de resultar engañado por sus manifestaciones.
Luis también tuvo sus confidencias con Oliver le Dain cuando volvió a su alojamiento.
—Este escocés —dijo— es tal mezcla de astucia y sencillez, que no sé lo que hacer con él. Pasques dieu! ¡Juzga de su imperdonable locura al exponer el plan del honrado De la Marck delante del duque, de Crèvecoeur y de todos los demás en vez de decírmelo al oído, y proporcionarme, por lo menos, la oportunidad de ayudar u oponerme a él!
—Es mejor que así sea, señor —dijo Oliver—; hay muchos en su séquito actual que sentirían escrúpulos para asaltar a los de Borgoña sin ser retados, o para aliarse con De la Marck.
—Tienes razón, Oliver. Existen en el mundo semejantes tontos, y no tenemos tiempo para reconciliar sus escrúpulos con una pequeña dosis de interés propio. Debemos ser hombres de verdad, Oliver, y buenos aliados de Borgoña, esta noche al menos; el tiempo nos dará ocasión de resarcirnos. Ve, di que ningún hombre se desarme, ¡y deja que ataquen, en caso de necesidad, con tanto afán sobre aquéllos que gritan Francia y Saint Denis, cual si gritasen Demonio e Infierno! Yo mismo dormiré con la armadura puesta. Di a Crawford que coloque a Quintín Durward en el extremo de nuestra línea de centinelas, próximo a la ciudad. Que sufra el primer ataque de la salida que nos ha anunciado; si la suerte le apoya, mejor para él. Pero ten cuidado especial con Martins Galeotti, y cerciórate que permanece a retaguardia, en sitio donde goce de seguridad absoluta; es demasiado atrevido, y, como un tonto, quiere ser filósofo y manejar la espada. Cuida de todas estas cosas, Oliver, y buenas noches. ¡Qué protejan mis sueños Nuestra Señora de Clery y San Martín de Tours[83]!