Capítulo XXXV

Un premio al honor

Es halagador para la belleza

el conquistarla con la punta de la espada.

El Conde Palatino.

Cuando Quintín Durward regresó a Peronne se celebraba un consejo, en cuyo resultado estaba más interesado de lo que podía sospechar, y el cual, aunque constituido por personas de un rango con el que una persona del suyo apenas podía suponerse que tuviese comunidad de intereses, tuvo, no obstante, la más extraordinaria influencia a su fortuna.

El rey Luis, que después del episodio del enviado de De la Marck no había omitido oportunidad para cultivar el interés que había recobrado a los ojos del duque, le había consultado, o mejor dicho, había escuchado su opinión sobre el número y calidad de las tropas, con las que, como auxiliar del duque de Borgoña, había de tomar parte en su expedición combinada sobre Lieja. Vio claramente el deseo de Carlos de que acudiesen a su campamento sólo aquellos franceses que por su pequeño número y calidad superior pudiesen más bien ser considerados como huéspedes que como auxiliares; pero siguiendo el consejo de Crèvecoeur, asintió tan pronto a todo lo que el duque propuso como si hubiese surgido de su propio magín.

El rey no dejó de resarcirse de su conformidad, dando suelta a su temperamento vengativo contra Balue, cuyos consejos le habían llevado a depositar tanta confianza en el duque de Borgoña. Tristán, que llevaba las órdenes para desplazar sus fuerzas auxiliares, tenía además el encargo de llevar al cardenal al castillo de Loches y encerrarle allí en una de esas celdas de hierros, que se dice él mismo había inventado.

—Déjele que pruebe sus propios inventos —dijo el rey—; es un hombre de la santa Iglesia; no debemos derramar su sangre; pero, Pasques dieu!, su obispado, en los diez años venideros, tendrá una frontera inexpugnable. Procura que las tropas vengan en seguida.

Quizá con esta rápida condescendencia esperaba Luis evitar la condición más desagradable con la que el duque había hecho más difícil su reconciliación. Pero si tenía esa esperanza era porque olvidaba la manera de ser de su primo, pues nunca vivió hombre más tenaz en su propósito que Carlos de Borgoña, y menos que nada era capaz de dejar que se incumpliese una estipulación con la que pretendía vengarse de una supuesta injuria.

Tan pronto fueron circuladas las órdenes oportunas para reunir las fuerzas que habían de ser seleccionadas para actuar de auxiliares, Luis fue llamado por su primo para dar consentimiento público a los esponsales del duque de Orleáns e Isabel de Croye. El rey accedió con un gran suspiro y pidió a continuación que se celebrase una pequeña consulta fundada en la necesidad de que el duque expusiese sus deseos.

—Este detalle no ha sido olvidado —dijo el duque de Borgoña—, Crèvecoeur ha notificado la noticia a monsieur y Orleáns, y le encuentra (extraño es decirlo) tan poco afecto al honor de casarse con una novia de estirpe real, que ha accedido a la propuesta de matrimonio con la condesa de Croye, considerándola como la proposición más amable que un padre podía hacer a su hijo.

—Es muy desagradecido y desagradable —dijo Luis—; pero todo será como quieras si logras que se verifique la boda con consentimiento de ambos.

—No temas que así no sea —dijo el duque—; y pocos minutos después de haber propuesto el asunto, el duque de Orleáns y la condesa de Croye, la última acompañada, como la anterior ocasión, por la condesa de Crèvecoeur y la abadesa de las Ursulinas, fueron citados a la presencia del príncipe y oyeron de boca de Carlos de Borgoña, sin que interviniese Luis, que estaba sentado en silencio, que su enlace había sido proyectado por deseo expreso de ambos príncipes para confirmar la perpetua alianza que en el porvenir debería reinar entre Francia y Borgoña.

—El duque de Orleáns tuvo que contenerse bastante para no exteriorizar la alegría que experimentó al escuchar esta proposición que la delicadeza la hubieran hecho impropia de ser expresada en Presencia de Luis, y fue preciso su temor habitual de este monarca para refrenar su deleite y limitarse a contestar «que su deber le impelía a hacer en esta cuestión la voluntad de su soberano».

—Querido Primo de Orleáns —dijo Luis con gravedad—; ya que debo hablar en ocasión tan poco agradable, no necesito recordarte que el sentimiento de tus méritos me habían inducido a proponer tu casamiento en el seno de mi familia. Pero ya que mi primo Carlos cree que otra clase de boda es el más seguro pacto de amistad entre sus dominios y los míos, amo lo bastante a ambos para no sacrificarles a mis propias esperanzas y deseos.

—El duque de Orleáns se puso de rodillas y besó por primera vez con sinceridad de adhesión la mano que el rey, con rostro de desagrado, le extendió. Éste, lo mismo que la mayoría de los presentes, vieron en el consentimiento contra su voluntad de este redomado hipócrita a un rey que abandona su proyecto favorito y somete sus sentimientos paternales a las necesidades del Estado y a los intereses de su país. Aún Carlos se conmovió, mientras Orleáns experimentaba una gran satisfacción. Si hubiese sabido lo mucho que el rey le maldecía en su fuero interno, y los pensamientos de venganza futura que le agitaban, es probable que no se hubiese alegrado tanto.

Carlos se dirigió después a la joven condesa y le anunció, desde luego, la boda proyectada como asunto que no admitía duda ni dilación, añadiendo que era una consecuencia demasiado favorable vista su conducta pasada.

—Mis señores duque y soberano —dijo Isabel sacando fuerzas de flaqueza—, acato sus órdenes y me someto a ellas.

—Bien, bien —dijo el duque interrumpiéndola—, arreglaremos el resto. Su majestad —continuó dirigiéndose a Luis— ha tomado parte esta mañana en una cacería de jabalíes; ¿qué le parecería si esta tarde nos dedicásemos a perseguir a los lobos?

La joven condesa comprendió la necesidad de tomar una decisión.

—Su alteza equivoca mi intención —dijo, hablando tímidamente aunque en voz lo bastante alta para llamar la atención del duque—. Mi sometimiento —continuó— sólo se refiere a aquellas tierras y bienes que los antepasados de su alteza me dieron y que cedo a la casa de Borgoña si mi soberano cree que mi desobediencia en este asunto me hace indigna de conservarlas.

—¡Por San Jorge! —dijo el duque golpeando furiosamente el suelo con el pie—. ¿Sabe esta mentecata en presencia de quién está y con quién habla?

—Mi señor —replicó ella sin acoquinarse— me encuentro delante de mi soberano, que tengo por justo. Si me despoja de mis tierras, me quita todo lo que la generosidad de sus antepasados me dio y quebranta los únicos lazos que nos unen. Mi propósito es dedicarme al Cielo en el convento de las Ursulinas, bajo la guía de esta su santa madre abadesa.

Apenas puede concebirse la rabia y asombro del duque, de no imaginarnos la sorpresa de un halcón contra quien una paloma golpease sus alas desafiándolo.

—¿La santa madre la recibirá sin una dote? —dijo con voz de sorna.

—Aunque con ello resulte perjudicado el convento en el primer momento —dijo lady Isabel—, confío en los nobles amigos de mi casa que ayudarían a la huérfana de Croye.

—¡Todo eso es falso! —dijo el duque. Es un vil pretexto para encubrir alguna pasión secreta e indigna. ¡Señor de Orleáns, ella será suya, pues yo, con mis manos, la arrastraré al altar!

La condesa de Crèvecoeur, mujer de espíritu noble, confiada en el ascendiente de su marido cerca del duque, no pudo permanecer callada por más tiempo.

—Señor —dijo—, su apasionamiento le lleva a emplear un lenguaje verdaderamente indigno. No puede disponerse a la fuerza de la mano de ninguna dama.

—Y no es propio de un príncipe cristiano —añadió la abadesa— el oponerse a los deseos de un alma piadosa que, desengañada con las persecuciones del mundo, desea llegar a ser la esposa del cielo.

—Tampoco puede mi primo el de Orleáns —dijo Dunois— aceptar con honor una proposición a la que la dama ha hecho tan públicamente sus objeciones.

—Si me fuese concedido —dijo Orleáns, en cuyo espíritu la belleza de Isabel había hecho profunda impresión— algún plazo para hacer patentes mis pretensiones ante la condesa de un modo más conveniente…

—Señor —dijo Isabel, cuya firmeza estaba ahora sostenida por el apoyo que recibía de los que la rodeaban—, no tendría ningún objeto; mi espíritu está decidido a rechazar esta alianza, aunque exceda en mucho de mis méritos.

—No tengo tiempo —dijo el duque— para esperar que estos caprichos cambien con la siguiente fase de luna. Señor de Orleáns, aprenderá la condesa en este momento que la obediencia es una cualidad necesaria.

—No en lo que dependa de mí, señor —contestó el príncipe, que comprendía que no podía con honor aprovecharse de la terca disposición del duque—; basta para un hijo de Francia el haber sido rechazado franca y públicamente. No puede llevar adelante sus pretensiones.

El duque lanzó una mirada furiosa a Orleáns y otra a Luis, y leyendo en el rostro del último, a pesar de sus grandes esfuerzos para disimular sus sentimientos, una mirada de triunfo secreto, se puso fuera de sí.

—¡Escriba —dijo al secretario— mi sentencia de confiscación y prisión contra esta dama! ¡Qué se la conduzca a la zuchthaus, a la penitenciaría, a que conviva con aquellas cuyas vidas las hacen rivales de su descaro!

Hubo un murmullo general.

—Señor duque —dijo el conde de Crèvecoeur hablando en nombre de todos—, esto debe pensarse mejor. Nosotros, vuestros fieles vasallos, no podemos sufrir esa deshonra para la nobleza y caballerosidad de Borgoña. Si la condesa ha faltado, que sea castigada, pero en la forma que corresponda a su rango y al nuestro, que estamos ligados a su casa por vínculos de sangre y alianza.

El duque se calló un momento y miró con fijeza a su consejero con la mirada de un toro que, separado de su manada, no sabe si obedecer el requerimiento del vaquero o precipitarse sobre él para lanzarle por el aire.

La prudencia, sin embargo, prevaleció sobre su furia. Se percató del sentimiento que dominaba en el consejo, se asustó de las ventajas que Luis podía lograr al ver que existían disensiones entre sus vasallos, y probablemente —pues era de carácter más bien violento que maligno— se sintió avergonzado de su proposición deshonrosa.

—Tienes razón, Cèvecoeur —dijo—, he hablado con mucha precipitación. Que su suerte sea fijada según las reglas de la caballerosidad. Su huida a Lieja ha sido la señal del asesinato del obispo. Aquél que mejor vengue ese crimen y nos traiga la cabeza del Jabalí salvaje de las Ardenas nos pedirá la mano de ella; y si ella le niega el derecho, podemos, por lo menos, concederle sus feudos, dejando al arbitrio del individuo el otorgarle lo que le parezca bien para retirarse a un convento.

—¡De ningún modo! —dijo la condesa—. ¿Es que olvida que soy la hija del conde Reinold, del fiel y antiguo valiente servidor de su padre? ¿Me asignaría el papel de recompensa al que mejor maneje la espada?

—Vuestra abuela —dijo el duque— fue conquistada en un torneo; vos seréis disputada en una mêlée real. Sólo que en recuerdo del conde Reinold, el ganador deberá ser un caballero de cuna intachable y escudo sin mácula; con ese requisito, y por muy pobre que sea el que ciña la espada vencedora, tendrá la preferencia a su mano. ¡Lo juro por San Jorge, por mi corona ducal y por la Orden que ostento! Señores —añadió volviéndose a los nobles presentes—, esto está, al menos, según creo, en conformidad con las normas de Caballería.

Las protestas de Isabel fueron sofocadas por las muestras jubilosas de asentimiento general, sobre las que se percibió la voz del anciano lord Crawford, que se lamentaba que el peso de sus años le impidiese contender para el logro de premio tan hermoso. El duque quedó satisfecho con el aplauso general y su carácter comenzó a suavizarse como río crecido cuando vuelve a su cauce natural.

—¿Hemos de limitarnos a ser espectadores de este asunto —dijo Crèvecoeur— los que por suerte tenemos ya dama? Mi honor lo consiente, pues tengo un voto que cumplir respecto a ese bruto con colmillos, ese De la Marck.

—Bien dicho, Crèvecoeur —dijo el duque—, gánala, y ya que no puedes llevártela, traspásala a quien quieras, al conde Esteban, tu sobrino si quieres.

—¡Gracias, señor! —dijo Crèvecoeur—. Haré todo lo que pueda en el combate, y si tengo la suerte de ganar, Esteban probará su elocuencia contra la señora abadesa.

—Confío —expuso Dunois— que los caballeros de Francia no resultarán excluidos de esta disputa.

—En modo alguno, bravo Dunois —contestó el duque—, aunque no fuera más que por verle hacer un gran esfuerzo. Pero —añadió— aunque no haya inconveniente en que lady Isabel se case con un francés, será necesario que el conde de Croye se haga súbdito de Borgoña.

—Basta, basta —dijo Dunois—; en mi escudo no figurará nunca la corona de Croye… Viviré y moriré francés. Pero aunque pierda las tierras, intentaré dar un golpe en favor de la dama.

Le Balafré no se atrevió a hablar alto ante aquella concurrencia, pero se dijo a sí mismo:

—¡Ahora, Saunders Souplejan, es tu hora! Siempre dijiste que la fortuna de nuestra casa sería lograda por matrimonio, y nunca tuviste semejante ocasión para probarla como en la actualidad.

—Nadie piensa en mí —dijo Le Glorieux—, que estoy seguro de arrebatar el premio a todos vosotros.

—Tienes razón, mi sabio amigo —dijo Luis—; cuando una mujer está por medio, el mayor tonto es el que resulta siempre más favorecido.

Mientras los príncipes y sus nobles bromeaban así sobre la suerte de Isabel, la abadesa y la condesa de Crèvecoeur trataban en vano de consolarla una vez que la habían sacado de la sala del Consejo. La primera le aseguraba que la Sagrada Virgen miraría con desagrado todo intento de apartar una verdadera mujer con vocación del altar de Santa Úrsula, mientras la condesa de Crèvecoeur le prodigaba consuelos más materiales, diciéndole que ningún caballero verdadero que pudiese triunfar se aprovecharía contra su voluntad de la recompensa ideada por el duque, y que quizá el competidor victorioso podría ser uno que le fuese simpático a ella. El amor podría venir después, y débil y vaga como era la esperanza que encerraba esta insinuación, las lágrimas de la condesa Isabel fluían con más placidez mientras pensaba en ello[81].