La ejecución
Te llevaré al buen bosque verde,
para que tu propia mano escoja el árbol.
Vieja balada.
—¡Que Dios sea alabado por habernos dado la facultad de reír y hacer reír a otros, y maldito sea el hombre vil que hace mofa del oficio de bufón! La broma de ahora, que no ha tenido nada de particular, aunque ha divertido a dos príncipes, ha valido más que mil razones de Estado para evitar una guerra entre Francia y Borgoña.
Tal fue la deducción de Le Glorieux cuando, como consecuencia de la reconciliación cuyos detalles hemos dado en el último capítulo, la guardia borgoñesa fue suprimida del castillo de Peronne; la morada del rey, trasladada de la ignominiosa torre del conde Heriberto; y para gran alborozo de franceses y borgoñeses, una demostración visible de confianza y amistad pareció establecerse entre el duque Carlos y su señor soberano. Este último, aunque tratado con arreglo a ceremonial, sabía de sobra que continuaba siendo persona sospechosa, aunque prudentemente aparentaba no percatarse de ello y afectaba estar del todo tranquilo.
Mientras tanto, como frecuentemente sucede en esos casos, mientras las partes principales habían zanjado sus diferencias, uno de los agentes subalternos que había intervenido en sus intrigas estaba experimentando amargamente la verdad de la máxima política que dice que si los grandes necesitan con frecuencia valerse de medios viles, los abandonan a su suerte tan pronto no les son por más tiempo útiles.
Éste fue el caso de Hayraddin Maugrabin, el cual, entregado por los agentes del duque al capitán preboste del rey, vino a parar a manos de sus dos fieles ayudantes, Trois Eschelles y Petit André, para ser despachado sin pérdida de tiempo. Uno a cada lado de él, y seguido por unos pocos soldados y por la chusma (ésta tocando el Allegro, y aquéllos el Penseroso), fue conducido (para usar de una comparación moderna, como Garrick entre la Tragedia y la Comedia) al bosque vecino, donde, para ahorrarse más molestias y ceremonial, los que disponían de su suerte propusieron colgarle del primer árbol a propósito.
No tardaron mucho en encontrar una encina adecuada para sostener tal bellota, como jocosamente dijo Petit André, y colocando al infeliz criminal sobre un banco, bajo una vigilancia conveniente, comenzaron los preparativos para la catástrofe final. En ese momento, Hayraddin, mirando a la multitud, distinguió a Quintín Durward, que, sospechando reconocer el rostro de su infiel guía en el del impostor descubierto, le había seguido, confundido con la plebe, para ser testigo de la ejecución y asegurarse de su identidad.
Cuando los verdugos le dijeron que todo estaba dispuesto, Hayraddin, con mucha calma, pidió un solo favor.
—¿Es algo, hijo mío, que sea compatible con nuestra misión? —dijo Trois Eschelles.
—Así es —dijo Hayraddin—; no trato de salvar la vida.
—Entonces, sí —dijo Trois Eschelles—; pues ya que pareces resuelto a dar crédito a nuestro ministerio y morir como un hombre, sin hacer aspavientos, no me importa ejecutarte diez minutos después, aunque nuestras órdenes son perentorias.
—Sois hasta demasiado generosos —dijo Hayraddin.
—Quizá nos lo puedan echar en cara —dijo Petit André—; pero ¿qué más da? Casi estaría dispuesto a dar mi vida por mozo tan garrido y decidido.
—¿De modo que si necesitas un confesor? —dijo Trois Eschelles.
—¿O un vaso de vino? —dijo su gracioso compañero.
—¿O un salmo? —dijo Tragedia…
—¿O un canto? —dijo Comedia…
—Nada de eso, mis buenos, amables y serviciales amigos —dijo el bohemio—. Sólo ruego hablar unos minutos con aquel arquero de la Guardia escocesa.
Los verdugos dudaron un momento; pero recordando Trois Eschelles que Quintín Durward era tenido en gran estima por el rey Luis, resolvieron permitir la entrevista.
Cuando Quintín, a sus indicaciones, se acercó al condenado criminal, no pudo menos de sorprenderse de su aspecto por muchos méritos que tuviese para ser ahorcado. Los restos de su traje de heraldo, que colgaban hechos jirones por las dentelladas de los perros y los tirones de los hombres que le habían rescatado de la furia de aquéllos, le daban un aspecto a la vez lastimero y risible. Su rostro estaba alterado con manchones de pintura y con algunos restos de una falsa barba que se había colocado para disfrazarse, y se reflejaba una palidez de muerte en sus carrillos y labios; no obstante, fuerte, con valor pasivo, como la mayoría de su tribu, sus ojos, mientras miraban a su alrededor, parecían desafiar la muerte de la que iba a morir.
Quintín se sintió invadido de horror y compasión a medida que se aproximaba al pobre desgraciado, y estos sentimientos se reflejaron en su rostro, pues Petit André exclamó:
—Marche con más decisión, buen arquero. Este caballero no dispone de tiempo suficiente para esperarle si sigue andando como si los guijarros fueran huevos y tuviese temor de romperlos.
—Debo hablar con él en privado —dijo el criminal, reflejando su acento desesperado al pronunciar estas palabras.
—Eso no podemos tolerarlo —dijo Petit André—; te tenemos por una vieja anguila que sabe escabullirse.
—Estoy sujeto con grilletes pies y manos —dijo el criminal—. Podéis vigilarme de cerca, aunque sin oír lo que hablemos; el arquero es servidor de vuestro propio rey. Y si les doy diez florines…
—Empleados en misas, la suma puede aprovechar su pobre alma —dijo Trois Eschelles.
—Gastados en vino o aguardiente, confortarán mi pobre cuerpo —respondió Petit André—. Así es que sean bien recibidos.
—Pagad a los verdugos esa cantidad —dijo Hayraddin a Durward—. Me despojaron de dinero cuando se apoderaron de mí; te será de mucho provecho.
Quintín pagó a los verdugos su gratificación, y, como hombres de honor, se retiraron a cierta distancia, manteniendo, sin embargo, un ojo vigilante sobre los movimientos del criminal. Después de esperar un momento, y al ver que el infeliz no hablaba, Quintín le preguntó:
—¿Y es a esto a lo que has venido a parar al final?
—¡Ay! —contestó Hayraddin—, no se necesita ser astrólogo, ni fisonomista, ni quiromántico, para predecir que tenía que seguir el destino de mi familia.
—¡Llevado a este fin por tu larga carrera de crímenes y traiciones! —dijo el escocés.
—¡No, por la brillante Aldebarán y todas sus hermanas centelleantes! —contestó el bohemio—. Me encuentro en este trance por mi locura en creer que la sangrienta crueldad de un francés podía ser refrenada por lo que ellos tienen por lo más respetable. La vestidura de un sacerdote no hubiera sido para mí un atavío más seguro que el casacón de un heraldo, por muy ostensibles que resulten sus protestas de devoción y caballerosidad.
—Un impostor que es descubierto no tiene derecho a reclamar las inmunidades del disfraz que ha usurpado —dijo Durward.
—¡Descubierto! —dijo el bohemio—. Mi léxico fue tan bueno como el del otro heraldo viejo y tonto; pero pasemos por ello.
—Abusas del tiempo —dijo Quintín—. Si tienes algo que decirme, dilo rápido, y cuida luego un poco de tu alma.
—¿De mi alma? —dijo el bohemio con una odiosa sonrisa—, ¿creéis vosotros que una lepra de veinte años puede curarse en un instante? Si tengo alma, tiene tal historial desde mis diez años, que necesitaría un mes para recordar todos mis crímenes, y otro para contárselos al cura; y si ese espacio de tiempo me fuese concedido, aseguro que lo emplearía en otra cosa.
—¡Infeliz sin conciencia, no blasfemes! Dime lo que tengas que contarme, y te dejo a tu suerte —dijo Durward con mezcla de piedad y horror.
—Tengo que pedir una gracia —dijo Hayraddin—; pero primero la compraré, pues tu tribu, con todas sus protestas de caridad, no da por nada.
—Puedo muy bien decir que tus regalos perecen contigo —contestó Quintín—, pues te encuentras en el mismo borde de la eternidad. Di qué merced pretendes; reserva tu donativo; de nada me serviría; recuerdo bien tus buenos oficios de antaño.
—Te apreciaba —dijo Hayraddin— por lo ocurrido a orillas del Cher, y te hubiera ayudado cerca de una opulenta dama. Llevabas su banda, lo que en parte me confundió, ya que, en verdad, creía que Hameline, con su aparente riqueza, te interesaba más que la otra pájara que Carlos ha atrapado y es probable que no suelte.
—No hables tan inútilmente, infeliz hombre —dijo Quintín—; aquellos empleados se vuelven impacientes.
—Dales diez florines por diez minutos más —dijo el culpable, quien, como la mayoría en su situación, mezclaba con su atrevimiento un deseo de diferir su sino—; te aseguro que te será de gran provecho.
—Aprovecha, pues, bien los minutos así logrados —dijo Durward, que fácilmente hizo un nuevo contrato con los hombres del preboste.
Hecho esto, Hayraddin continuó:
—Sí; te aseguro que deseaba tu bien y que Hameline hubiera resultado una esposa fácil y conveniente. Ella no ha tenido inconveniente en arreglarse con el Jabalí de las Ardenas, aunque su modo de arrullar era de los más brutales, y manda en su guarida como si se hubiese alimentado de bellotas toda su vida.
—Cesa en tu brutal e inoportuna broma —dijo Quintín—, o, una vez más, te digo que te abandono a tu suerte.
—Tienes razón —dijo Hayraddin después de un momento de pausa—; ¡lo que no puede evitarse debe ser visto cara a cara! Vine disfrazado de este modo, alentado por una gran recompensa prometida por De la Marck, y esperando aún una mayor del rey Luis, no para llevar simplemente el mensaje de desafío de que habrás oído hablar, sino para decir al rey un importante secreto.
—Fue un lance arriesgado —dijo Durward.
—Como tal fue pagado y como tal ha resultado —contestó el bohemio—. La señora De la Marck intentó antes comunicar con Luis por medio de Marthon, pero no logró, al parecer, acercarse más que al astrólogo, a quien contó todos los incidentes de la jornada y de Schonwaldt; pero sería muy raro que las noticias de ella llegasen hasta Luis, de no ser en forma de profecía. Pero escucha mi secreto, que es más importante que nada de lo que ella podía contar. Guillermo De la Marck ha reunido una fuerza numerosa dentro de la ciudad y la aumenta a diario por medio de los tesoros del antiguo obispo. Pero no tiene intención de aventurarse en una batalla con la flor de la caballería de Borgoña y menos aún aguantar un sitio en la desmantelada ciudad. Éstos son sus planes: consentirá que el colérico Carlos se sitúe delante de la plaza sin oposición y por la noche hará una salida contra él con todas sus fuerzas. A muchos los tendrá vestidos con armaduras francesas, y éstos gritarán: Francia, San Luis y Denis Mountjoye, como si formaran parte de un fuerte cuerpo de auxiliares franceses guarecido en la ciudad. Esto producirá una gran confusión entre los borgoñeses, y si el rey Luis, con su guardia, acompañantes y los soldados que pueda llevar consigo secunda sus esfuerzos, el Jabalí de las Ardenas no tiene duda del desconcierto que experimentará todo el ejército borgoñés. Ése es mi secreto y te lo transmito como mi testamento. Que lleves adelante o impidas la empresa, que vendas el secreto al rey Luis o al duque Carlos no me interesa; salva o destruye a quien quieras; ¡por mi parte sólo siento que no pueda hacerla estallar como una mina para conseguir la destrucción de todos!
—Es en verdad un secreto importante —dijo Quintín, comprendiendo al instante con qué facilidad podían suscitarse los celos nacionales en un campamento compuesto en parte de franceses y en parte de borgoñeses.
—Ahora que lo sabes —contestó Hayraddin—, no me negarás la merced que he solicitado antes.
—Dime qué deseas —dijo Quintín—. Lo concederé si depende de mí.
—No es una petición difícil; es sólo en favor del pobre Klepper, mi caballo, el único ser viviente que puede echarme de menos. A una milla al Sur le encontrarás pastando junto a una choza abandonada de un carbonero; sílbale así (silbó una nota especial) y llámale por su nombre, Klepper, y acudirá a ti. Aquí está su brida bajo mi traje; es circunstancia feliz que los sabuesos no la encontrasen, pues no obedece a ninguna otra. Quédate con él y cuídale, no digo en recuerdo de su amo, sino porque he puesto a tu disposición la clave de una gran guerra. Nunca te fallará en caso de necesidad; noche y día, bueno o mal tiempo, establos abrigados o el cielo raso, es lo mismo para Klepper. Si hubiera podido franquear las puertas de Peronne y llegar hasta el sitio donde le dejé, no me hubiera visto en este caso. ¿Serás amable con Klepper?
—Te juro que lo seré —contestó Quintín afectado por lo que denotaba un rasgo de ternura en un carácter tan insensible.
—¡Entonces pásalo bien! —dijo el criminal—. No obstante, quédate, quédate; no quiero morir de una manera descortés, olvidando la comisión de una dama. Esta esquela es de la muy tonta señora del Jabalí salvaje de las Ardenas, para su sobrina. Y una palabra más: olvidé de decirte que en el forro de mi silla de montar encontrarás una buena bolsa llena de piezas de oro, por la que arriesgué mi vida en la aventura que me ha costado tan cara. Tómala y te resarcirás de sobra de los florines entregados a estos esclavos sanguinarios; te hago mi heredero.
—Los emplearé en buenas obras y en misas por la salvación de tu alma —dijo Quintín.
—No nombres esa palabra de nuevo —dijo Hayraddin, adoptando su rostro una expresión angustiosa—; no hay, no puede haber, no habrá semejante cosa; ¡es un sueño de los curas!
—¡Desgraciado, qué ser más desgraciado! ¡Piensa mejor! Deja que envíe de prisa por un sacerdote; estos hombres aguardarán aún un poco más; los sobornaré de nuevo —dijo Quintín—. ¿Qué puedes conseguir muriendo con tales ideas e impenitente?
—El ser disuelto entre los elementos —dijo el convencido ateísta oprimiendo sus brazos esposados contra su pecho—; mi esperanza y confianza es que el misterioso cuerpo humano se fundirá en la masa general de la Naturaleza para volver a recombinarse en las otras formas que diariamente suministra a los que a diario desaparecen y vuelven a resurgir bajo formas diferentes; las partículas de agua a los torrentes y aguaceros; las partes terrestres para enriquecer la madre tierra; las partes de aire para retozar en la brisa, y las de fuego para avivar el fuego de Aldebarán y sus hermanas. ¡En esta fe he vivido, y moriré en ella! ¡Fuera!, ¡vete! ¡No me molestes más! ¡He dicho las últimas palabras que oídos mortales pueden escuchar!
Profundamente impresionado con los horrores de su manera de pensar, vio Quintín Durward que era inútil la esperanza de despertar en él sentimiento de su condición equivocada. Se despidió de él, a lo que el criminal sólo contestó con una leve inclinación de cabeza, como aquél que, embebido en sus sueños, dice adiós a los que le distraen de sus pensamientos. Se dirigió hacia el bosque, y fácilmente dio con el sitio donde se encontraba Klepper pastando. El animal acudió a su llamada; pero durante algún tiempo no quiso dejarse coger, resoplando y escapándose cuando se le acercaba la persona extraña para él. Por fin, el conocimiento general que Quintín poseía de las costumbres del animal, y quizá algún detalle especial de las costumbres de Klepper, que había con frecuencia admirado mientras Hayraddin y él viajaron juntos, le capacitaron para apoderarse del caballo y cumplir así el último ruego del bohemio. Mucho antes de volver a entrar en Peronne, el bohemio había ingresado donde la vanidad de su temeroso credo había de tener su fin, experiencia terrible para uno que no había expresado remordimiento por el pasado ni aprensión por el futuro.