El heraldo
Ariel.— ¡Escucha! ¡Cómo rugen!
Próspero.— Deja que sean cazados con seguridad.
La Tempestad.
No poca curiosidad se produjo en la asamblea para ver al heraldo que los insurgentes de Lieja se aventuraban a enviar a príncipe tan altanero como el duque de Borgoña en momentos en que tan indignado se encontraba con ellos, pues no hay que olvidar que en este período los heraldos sólo eran enviados por unos príncipes soberanos a otros de la misma categoría en ocasiones solemnes, y que la nobleza inferior empleaba a los persevantes o prosevantes[78], oficiales de categoría inferior al heraldo. También debe, de paso, hacerse observar que Luis XI, un burlón habitual de todo lo que no prometía un poder positivo o ventaja substancial, era en especial un menospreciador de los heraldos y la heráldica, «rojo, azul y verde con todos sus golpes de trompeta», a lo que el orgullo de su rival Carlos, que era de género muy distinto, le daba no poca ceremoniosa importancia.
El heraldo, que fue conducido a la presencia de los monarcas, iba vestido con un tabardo o casaca, bordado con las armas de su señor, en el que la cabeza de jabalí era muy visible en el blasón, el cual, en opinión de los técnicos, era más de relumbrón que exacto. El resto de su traje: —que más bien era chillón— estaba sobrecargado de encajes, bordados y adornos de toda especie, y el penacho de plumas que llevaba era tan alto, que parecía barrer el techo de la habitación. En una palabra, el esplendor, de ordinario llamativo, del trajo heráldico estaba caricaturizado y exagerado. La cabeza de jabalí no sólo se repetía en cada parte de su traje, sino que su gorro estaba contorneado en esa misma forma, y era representado con una lengua y colmillos ensangrentados, o, para decirlo en el lenguaje propio, tenía gules endentados; y había algo en la apariencia del hombre que parecía implicar una mezcla de atrevimiento y aprensión, como persona que ha emprendido una comisión peligrosa y sabe que sólo la audacia puede hacer que salga de ella con bien. Algo de la misma mezcla de temor y descaro se percibía en el modo como presentaba sus respetos, y demostraba asimismo una torpeza grotesca, no corriente entre aquéllos que están acostumbrados a ser recibidos en presencia de príncipes.
—¿Quién eres, por Belcebú! —fue el saludo con el que Carlos el Temerario recibió a este singular enviado.
—Soy Rouge Sanglier —contestó el heraldo—, el oficial de armas de Guillermo de la Marck, por la gracia de Dios y la elección del Capítulo, príncipe obispo de Lieja.
—¡Ah! —exclamó Carlos; pero, conteniendo su pasión, le hizo signo de que prosiguiese.
—Y por su esposa, la honorable condesa Hameline de Croye, conde de Croye y lord de Bracquemont.
La gran sorpresa del duque Carlos, al apreciar el atrevimiento con que estos títulos eran anunciados en su presencia, pareció dejarle mudo; y el heraldo, imaginándose sin duda que había hecho una impresión favorable al anunciar su personalidad, procedió a proclamar su misión:
—Annuntio vobis gaudium magnum —dijo—: A vos, Carlos de Borgoña y conde de Flandes, hago saber, en nombre de mi amo, que bajo favor de dispensa de nuestro Santo Padre de Roma, que se espera actualmente, y nombrando un substituto adecuado ad sacra, propone ejercer, desde luego, el cargo de príncipe obispo y mantener los derechos del conde de Croye.
El duque de Borgoña, en ésta y otras pausas del discurso del heraldo, sólo exclamaba: «¡ah!», u otra interjección similar, sin dar respuesta alguna, y el tono de la exclamación era el de uno que, aunque sorprendido, desea escuchar todo lo que ha de ser dicho antes de comprometerse en respuesta alguna. Con el asombro de todos los presentes se contuvo de hacer sus gesticulaciones usuales abruptas y violentas, permaneciendo con la uña de su pulgar contra sus dientes, que era su actitud favorita cuando prestaba atención, y manteniendo sus ojos fijos en el suelo, como si no desease traicionar la pasión que podía resplandecer en ellos.
El enviado, por consiguiente, prosiguió, arrogante y descocado, en la comunicación de su mensaje.
—En el nombre, por tanto, del príncipe obispo de Lieja y conde de Croye vengo en requerirle a vos, duque Carlos, para que desista de esas pretensiones y usurpaciones que ha hecho sobre la libre e imperial ciudad de Lieja, en connivencia con el difunto Luis de Borbón, indigno obispo de ella.
—¡Ah! —exclamó de nuevo el duque.
—También el de devolver las insignias del pueblo, que arrebató violentamente de la ciudad, hasta el número de treinta y seis; el restaurar las brechas en las murallas, y reconstruir las fortificaciones que tiránicamente desmantelasteis, y reconocer a mi amo, Guillermo de la Marck, como príncipe obispo, legalmente elegido en un Capítulo libre de canónigos, del que muestro el proceso verbal.
—¿Has concluido? —dijo el duque.
—Aun no —replicó el enviado—; tengo que requerir a su alteza, de parte del mencionado noble y venerable príncipe, obispo y conde, para que retire, desde luego, las guarniciones del castillo de Bracquemont y de otras plazas fuertes pertenecientes al condado de Croye, las que han sido colocadas allí, bien en nombre de su alteza o en el de Isabel, que se titula condesa de Croye, hasta que se decida por la Dieta imperial si los feudos en cuestión no han de pertenecer más bien a la hermana del difunto conde, mi respetada lady Hameline, que a su hija, en respeto del jus emphyteusis[79].
—Tu señor es muy erudito —replicó el duque.
—No obstante —continuó el heraldo—, el noble y venerable príncipe y conde está decidido, una vez liquidados los motivos de disputa entre Borgoña y Lieja, a asignar a lady Isabel una dote en consonancia con su rango.
—Es generoso y considerado —dijo el duque en el mismo tono—. ¿Has concluido ya? —continuó dirigiéndose al heraldo.
—Una palabra más —contestó Rouge Sanglier— de mi noble y venerado lord, ya mencionado, referente a su digno y fiel aliado el cristianísimo rey…
—¡Ah! —exclamó el duque, sorprendido y en un tono más descompuesto del hasta ahora empleado; pero, conteniéndose, siguió prestando atención.
—Cuyo cristianísimo rey se rumorea que vos, Carlos de Borgoña, habéis colocado en prisión, faltando a vuestro deber como vasallo de la corona de Francia y a la fidelidad que debe observarse entre los soberanos cristianos. Por cuya razón, mi noble y venerado señor, citado por boca mía, le encarga ponga, desde luego, en libertad a su real y cristianísimo aliado, o, de lo contrario recibir el desafío que estoy autorizado a pronunciar.
—¿Has concluido ya? —dijo el duque.
—Ya he concluido —contestó el heraldo—, y espero la respuesta de su alteza, esperando que será tal que ahorrará la efusión de sangre cristiana.
—Ahora, ¡por San Jorge de Borgoña! —dijo el duque; pero antes que pudiese proseguir, se levantó Luis y adoptó un tono tan digno y autoritario, que Carlos no pudo interrumpirle.
—Con su aquiescencia, Carlos de Borgoña —dijo el rey—, reclamo prioridad para contestar a este insolente individuo. Señor heraldo o quienquiera que seas: lleva la noticia al perjuro proscripto y asesino Guillermo de la Marck que el rey de Francia se presentará ante Lieja con el fin de castigar el sacrílego asesinato de su difunto y amado pariente Luis de Borbón, y que se propone ahorcar a De la Marck por tener la insolencia de denominarse su aliado y poner su nombre real en boca de uno de sus despreciables mensajeros.
—Añade de mi parte —dijo Carlos— que es impropio de un príncipe el enviar a un ladrón y asesino vulgar. ¡Y márchate! Quédate, sin embargo. Ningún heraldo se marchó nunca de la corte de Borgoña sin tener motivo para llorar. ¡Largesse! ¡Qué sea azotado hasta que le duelan los huesos!
—No olvide su alteza —dijeron juntos Crèvecoeur y D’Hymbercourt— que es heraldo y, por tanto, goza de privilegio.
—Sois vosotros, señores —replicó el duque—, tan ingenuos, que creéis que el traje hace al heraldo. Veo por el blasón de ese individuo que es un mero impostor. Que se adelante Toisón d’Or y le interrogue en mi presencia.
No obstante su natural desfachatez, el enviado del Jabalí salvaje de las Ardenas se puso ahora pálido, a pesar de ciertos toques de pintura que se había dado en el rostro. Toisón d’Or, el heraldo principal, como hemos dicho en otra ocasión, del duque, y rey de armas dentro de sus dominios, se adelantó con la solemnidad de uno que sabe su oficio y preguntó a su supuesto hermano en qué colegio había estudiado la ciencia que profesaba.
—Fui instruido como persevante en el Colegio Heráldico de Ratisbona —contestó Rouge Sanglier—, y recibí el diploma de Ehrenhold de esa misma sociedad erudita.
—No puede haberla adquirido en sitio más digno —contestó Toisón d’Or, inclinándose aún más de lo que antes lo había hecho—. Y sí voy a conferenciar con usted sobre los misterios de nuestra sublime ciencia, para cumplimentar las órdenes de su alteza serenísima el duque, no es con esperanza de dar, sino de recibir ciencia.
—Prosigue —dijo el duque impaciente—. Prescinde de ceremonias y pregúntale algunas cuestiones que pongan de relieve su habilidad.
—Sería injusto preguntar a un discípulo del digno Colegio de Armas de Ratisbona si comprende los términos usuales de los blasones —dijo Toisón d’Or—; pero ¿puedo, sin ofensa, rogar a Rouge Sanglier que diga si conoce los términos más misteriosos y secretos de la ciencia, por la que los más eruditos hacen emblemáticamente y se expresan entre sí en parábola lo mismo que los demás dicen en lenguaje corriente?
—Entiendo una clase de heráldica lo mismo que otra —contestó atrevidamente Rouge Sanglier—, pero puede suceder que no tengamos los mismos términos en Alemania que los que se emplean en Flandes.
—¡Ay!, eso lo dice usted —replicó Toisón d’Or—, nuestra noble ciencia, que es la propia bandera de la nobleza, es la misma en todos los países cristianos, y conocida también de los sarracenos y moros. Le ruego, pues, describa qué armadura proyectaría según la moda celestial, esto es, según los planetas.
—Blasónela usted a su gusto —dijo Rouge Sanglier—; no estoy dispuesto a hacer tales gracias de mono por mandato, lo mismo que se hace subir a un mono por una escala.
—Enséñale la armadura y que la blasone a su modo —dijo el duque—, y si fracasa, le prometo que su espalda va a quedar blasonada de varios colores: azul y rojo entre ellos.
—Aquí —dijo el heraldo de Borgoña sacando de su bolsillo un trozo de pergamino— hay un rollo, en el que algunas consideraciones me indujeron a dibujar una armadura antigua según mi modesto modo de ver. Ruego a mi hermano que, si es verdad que pertenece al honorable Colegio de Armas de Ratisbona, la descifre en lenguaje conveniente.
Le Glorieux, que parecía sentir gran placer en esta discusión, se había por entonces colocado junto a los dos heraldos.
—Te ayudaré, buen amigo —dijo a Rouge Sanglier, que miraba desesperanzado el pergamino—. Éste, caballeros y señores, representa al gato mirando por la ventana de la lechería.
Esta salida provocó la risa, lo que fue, en cierto modo, ventajoso para Rouge Sanglier, ya que indujo a Toisón d’Or, indignado por esta falsa interpretación de su dibujo, a explicarlo como representativo de la armadura adoptada por Childebert, rey de Francia, después que había hecho prisionero a Gandemar, rey de Borgoña, y que representaba una onza o tigre gato, emblema de un príncipe cautivo, detrás de una reja.
—Si el gato —dijo Le Glorieux— se asemeja a Borgoña, ocupa en la actualidad el lado debido de la reja.
—Es verdad, buen amigo —dijo Luis riendo, mientras el resto de la concurrencia, y aun el mismo Carlos, parecía desconcertado con broma tan atrevida—; te debo una moneda de oro por haber trocado algo que parecía un asunto serio en el juego divertido en que confío termine.
—Silencio, Le Glorieux —dijo el duque—; y tú, Toisón d’Or, que eres demasiado erudito para ser comprendido, retírate, y alguno de vosotros que se haga cargo de ese bribón. Escucha, villano —dijo en tono agrio—: ¿Conoces la diferencia entre oro y plata, de no ser en forma de moneda acuñada?
—¡Por Dios, sed benévolos conmigo! ¡Noble rey Luis, hablad por mí!
—Habla por ti mismo —dijo el duque—. En una palabra, ¿eres o no heraldo?
—¡Sólo para esta ocasión! —confesó el individuo, descubierto.
—¡Por San Jorge! —dijo el duque mirando a Luis de soslayo—, no conocemos rey ni caballero, excepto uno, que haya prostituido tanto la noble ciencia en la que se apoya la realeza y la nobleza, excepto aquel rey que envió a Eduardo de Inglaterra un criado disfrazado de heraldo[80].
—Tal estratagema —dijo Luis riendo o simulando reír— sólo pudo ser justificada en una corte en la que no había heraldos en aquel entonces y cuando la necesidad era urgente. Pero aunque esto podía pasar en un obtuso isleño, nadie sino uno, con los sesos e inteligencia de un jabalí salvaje, podía haber pensado en hacer ese fraude con la corte de Borgoña.
—¡Aquí! —dijo el duque con fiereza—. ¡Arrástrenle al mercado público! ¡Azótenle con cintas de cuero y látigos de perro hasta que el tabardo se le caiga a pedazos! ¡Al Rouge Sanglier! ¡Haloo, haloo!
Cuatro o cinco grandes sabuesos, parecidos a los pintados en las escenas de caza, en las que Rubens y Schneiders trabajaron juntos, se apercibieron de las notas con que terminó el duque, y comenzaron a ladrar y aullar, como si el jabalí acabase de surgir de su guarida.
—¡Por Cristo! —dijo el rey Luis queriendo aprovecharse del humor de su peligroso primo—. ¡Ya que el asno se ha puesto encima la piel del jabalí, le echaré los perros para hacerle salir de ella!
—¡Bien, bien! —exclamó el duque Carlos, concordando la idea exactamente con su disposición de ánimo en esta ocasión—. ¡Así se hará! ¡Desatad los sabuesos! Le correremos desde la puerta del castillo hasta la puerta de Levante.
—Confío en que vuestra alteza me tratará como a una bestia de caza —dijo el individuo, sacando el mejor partido del asunto— y me permitirá disfrutar de alguna ventaja.
—Eres una sabandija —dijo el duque—, y no tienes derecho a sacar ninguna ventaja, según lo que dice el libro de cacería; sin embargo, hubieras tenido sesenta yardas de ventaja si no hubiera sido por tu descaro sin igual. ¡Afuera, señores, afuera! Veremos este juego.
E interrumpiéndose tumultuosamente el consejo, todos se precipitaron, los dos príncipes por delante, para gozar del pasatiempo humano que había sugerido el rey Luis.
El Rouge Sanglier resultó ser un deportista excelente; pues, preso de terror y con media docena de fieros sabuesos en pos de él, enardecidos por el sonido de los cuernos y las exclamaciones de los cazadores, corrió como el viento, y de no haber estado impedido con su traje de heraldo (el peor posible para un corredor), hubiera escapado sin que le alcanzasen los perros, y hasta los esquivó una o dos veces de un modo que mereció la aprobación de los espectadores. Ninguno de éstos, ni aun el mismo Carlos, estaba tan encantado con el entretenimiento como el rey Luis, que, en parte por consideraciones políticas, y en parte por gozar de un modo natural con la vista del sufrimiento humano cuando se exhibía cómicamente, se reía hasta saltársele las lágrimas, y en sus arrebatos de alegría se agarró a la casaca de armiño del duque como para sostenerse, mientras el mismo, no menos divertido, apoyó su brazo en el hombro del rey, dando lugar a un cuadro de familiaridad y de simpatía mutua, muy distinto de las condiciones en que últimamente se encontraban.
Al fin, la velocidad del falso heraldo no pudo librarlo por más tiempo de los colmillos de sus perseguidores: lo cogieron, lo derribaron y lo hubieran probablemente destrozado si el duque no hubiera exclamado:
—¡Separarlos, separarlos! ¡Apartarlos de él! Ha hecho tan buena carrera, que aunque ha resultado acorralado, no quiero que le hagan daño.
Varios empleados se dedicaron a quitarle los perros, y pronto se los vio atando a unos y persiguiendo a otros, que corrían por las calles agitando triunfantes los fragmentos destrozados del traje pintado y de los bordados arrancados del tabardo, que el desgraciado heraldo se había puesto en hora desdichada.
En este momento, y mientras el duque estaba muy entretenido con lo que pasaba delante de él, para importarle lo que se decía detrás, Oliver le Dain, deslizándose detrás del rey Luis, le murmuró al oído:
—Es el bohemio Hayraddin Maugrabin. No convendría que viniese a hablar con el duque.
—Debe morir —contestó Luis en el mismo tono—; los muertos no cuentan cuentos.
Un instante después, Tristán l’Hermite, a quien Oliver le dio la idea, se adelantó hasta el rey y el duque, y dijo en su estilo áspero:
—Con permiso de su majestad y de su alteza, esta pieza de caza es mía, y la reclamo. Está señalada con mi sello: la flor de lis está marcada en su hombro, como todos pueden ver. Es un villano conocido, y ha matado a súbditos del rey, robado en iglesias, violado vírgenes, matado ciervos en los parques reales.
—Basta, basta —dijo el duque Carlos—; por muchos conceptos pertenece a mi primo. ¿Qué quiere su majestad que se haga con él?
—Si se le pone a mi disposición —dijo el rey—, le daría una lección, al cabo, en la ciencia heráldica, en la que es tan ignorante; basta con explicarle prácticamente el significado de un campo con un lazo corredizo colgando.
—No para ser llevado por él, sino para llevarle a él. Que se doctore en esas cuestiones bajo la dirección de su compadre Tristán, que es un gran profesor en tales misterios.
Así contestó el duque, soltando la carcajada a la vista de su propia agudeza, la que fue tan cordialmente coreada por Luis, que su rival no pudo por menos de mirarle amablemente, mientras le decía:
—¡Ah, Luis, Luis! ¡Quisiera Dios que fueses un monarca tan fiel como eres compañero alegre! A veces pienso en el tiempo feliz en que acostumbrábamos a estar juntos.
—Puedes volver a él cuando quieras —dijo Luis—; te concederé las cosas que me pidas en mi condición actual, y te juro que las cumpliré por la sagrada reliquia que siempre llevo conmigo, y que es un fragmento de la cruz verdadera.
Diciendo esto, tomó una pequeña reliquia dorada, que estaba suspendida de su cuello, debajo de su camisa, por una cadena del mismo metal, y habiéndola besado devotamente, continuó:
—Nunca se hizo un falso juramento sobre esta reliquia sin que fuese vengado dentro del año.
—Sin embargo —dijo el duque—, es la misma sobre la que juraste amistad cuando dejaste Borgoña, y poco después enviaste al bastardo de Rubempré para asesinarme o secuestrarme.
—Querido primo, estás resucitando antiguos agravios —dijo el rey—; te aseguro que estás engañado en este particular. No fue sobre esta reliquia por lo que juré entonces, sino sobre otro fragmento de la verdadera cruz que obtuve del Gran Señor, cuya virtud se debilitó, sin duda, por haber morado entre los infieles. Además, ¿no estalló la guerra del Bien Público dentro del año, y no fue un ejército borgoñés, acampado en Saint Denis, puesto en fuga por todos los grandes feudatarios de Francia, y no fui yo obligado a ceder Normandía a mi hermano? ¡Oh Dios, líbranos de perjurio en testimonio como éste!
—Bien, primo —contestó el duque—, creo que te puede haber aprovechado la lección recibida. Y ahora, sin habilidades ni dobleces, ¿cumplirás tu promesa y me ayudarás a castigar este asesinato de De la Marck y los de Lieja?
—Marcharé contra ellos —dijo Luis— con la oriflama desplegada.
—Eso es más —dijo el duque— de lo que es necesario o puede ser aconsejable. La presencia de tu Guardia escocesa y de doscientas lanzas escogidas servirían para demostrar que estás libre. Un gran ejército podía…
—¿Hacer que lo fuera de hecho, quieres decir, mi querido primo? —dijo el rey—. Bien; tú decidirás el número de mis acompañantes.
—Y para liquidar de una vez la cuestión: ¿accederás a la boda de la condesa Isabel de Croye con el duque de Orleáns?
—Querido primo —dijo el rey—, apuras los límites de mi cortesía. El duque es el novio prometido de mi hija Juana. Sé generoso; deja esta cuestión, y hablemos más bien de las poblaciones del Somme.
—Mi consejo te hablará de este extremo —dijo Carlos—. Por mi parte, me interesa más la reparación de las injurias que la adquisición de territorios. Te has entrometido con mis vasallos, y debes dar una reparación dentro del seno de tu familia; de otro modo, nuestra conferencia queda interrumpida.
—Si tuviese que decir que hacía esto voluntariamente —dijo el rey—, nadie me creería; por consiguiente, mi querido primo, juzgarás de mi deseo de complacerte cuando te diga que, en el caso de que él y ella consientan y se logre una dispensa del Papa, no seré yo obstáculo para esta boda por mucho que contraríe mis deseos.
—Todo, además, puede ser arreglado por nuestros ministros —dijo el duque—, y una vez más somos primos y amigos.
—¡Que Dios sea alabado —dijo Luis—, ya que teniendo en su mano los corazones de los príncipes, los inclina misericordiosamente a la paz y la clemencia, y previene la efusión de sangre humana! Oliver —añadió aparte a ese favorito que siempre se encontraba a su alrededor—, escucha: dile a Tristán que se dé prisa en tratar con ese renegado bohemio.