La indagatoria
Preferiría que mi corazón sintiese tu amor,
a que mis ojos descontentos viesen tu amabilidad.
Animo, prima, ánimo; tu corazón está alegre, me consta;
demuestra altivez, aunque tu rodilla…
Rey Ricardo II.
Al primer toque de la campana que citaba a consejo a los grandes nobles de Borgoña, junto con los pocos pares franceses que pudieron estar presentes en esa ocasión, el duque Carlos, seguido de parte de su séquito, armados de partesanas y hachas de combate, penetró en el zaguán de la torre de Heriberto, en el castillo de Peronne. El rey Luis, que esperaba la visita, se levantó y dio dos pasos hacia el duque y luego permaneció de pie con aire digno, que a pesar de la modestia de su traje y la familiaridad de sus modales corrientes, sabía muy bien cómo adoptar cuando lo juzgaba necesario. En la presente crisis, la compostura de su porte ejerció un efecto visible en su rival, que trocó el paso precipitado y decidido conque penetró en la habitación en otro más adecuado a un gran vasallo que entraba a la presencia de su señor supremo. Aparentemente, el duque había adoptado la resolución interna de tratar a Luis, al principio al menos, con las formalidades debidas a su alto rango, pero al mismo tiempo era visible que al obrar así tuvo que ejercer no poco dominio sobre la vehemente impaciencia de su temperamento natural y sobre sus sentimientos de rencor y la sed de venganza que hervía en su pecho. Por ello, aunque se esforzó en emplear en cierto modo un lenguaje cortés y reverente, un color se le iba y otro se le venía; su voz era bronca y desigual; sus piernas temblaban, como si demostrase impaciencia por la traba impuesta a sus movimientos; se mordió el labio hasta que le saltó la sangre, y todos sus movimientos y miradas demostraban que el príncipe más apasionado que se ha conocido estaba bajo el dominio de uno de sus más violentos paroxismos de furia.
El rey observó este acceso de pasión con mirada tranquila o imperturbable, pues aunque sugería de las miradas del duque un anticipo de la amargura de la muerte, que temía como mortal pecador, estaba, sin embargo, resuelto, como piloto hábil y prudente, a no abandonar el timón mientras hubiera una probabilidad de salvar la nave por un derrotero acertado. Por eso, cuando el duque, en tono bronco y cortado, dijo algo sobre la insuficiencia de su acomodo, contestó con una sonrisa que no podía quejarse ya que le había resultado la torre de Heriberto una residencia mejor que a uno de sus antecesores.
—¿Entonces le han contado la tradición? —dijo Carlos—. Sí, aquí fue asesinado; pero fue porque rehusó tomar la cogulla y concluir sus días en un monasterio.
—Tanto peor para él —dijo Luis mostrando desinterés—, ya que alcanzó el tormento de ser mártir sin tener el mérito de ser un santo.
—Vengo —dijo el duque—, a rogar a su majestad que asista a un alto consejo en el que se han de deliberar asuntos de importancia respecto al bienestar de Francia y Borgoña. Ahora sabrá de ellos, esto es, si tal es su gusto…
—Mi querido primo —dijo el rey—, no apure la cortesía hasta el punto de rogar lo que puede sin inconveniente mandar. A consejo, ya que ése es el deseo de su alteza. Corto es mi séquito —añadió mirando a la pequeña comitiva que se disponía a acompañarle—; pero vos, primo, luciréis por ambos.
Guiados por Toisón d’Or, jefe de los heraldos de Borgoña, los príncipes dejaron la torre del conde Heriberto y penetraron en el patio del castillo, que, según pudo observar Luis, estaba lleno de la guardia personal y soldados del duque, espléndidamente ataviados y dispuestos en orden marcial. Cruzando el patio entraron en el salón de los consejos, que estaba situado en un lugar mucho más moderno del edificio del que habitaba Luis, y que había sido dispuesto a toda prisa para la solemnidad de un consejo público. Dos sillones presidenciales estaban dispuestos bajo el mismo dosel, estando el destinado al rey unos dos pies más alto que el del duque; unos veinte nobles de los más principales se sentaban en el orden debido, a cada lado de los sillones, bajo el dosel, y así, cuando ambos príncipes estaban sentados, la persona para cuyo juicio, por decirlo así, el consejo se había reunido, resultaba en el sitio más elevado y aparecía como presidente de la reunión.
Fue quizá para salvar esta situación y los escrúpulos que podía suscitar por lo que el duque Carlos, habiendo inclinado ligeramente la cabeza hacia el sillón real, abrió de pronto la sesión con las siguientes palabras:
—Mis buenos vasallos y consejeros; no es desconocido para vosotros qué clase de disturbios se han originado en nuestros territorios, tanto en época de mi padre como ahora, por la rebelión de los vasallos contra los superiores y de los súbditos contra sus príncipes. Y últimamente hemos tenido la más terrible prueba de la altura a la que han llegado estos males con la escandalosa fuga de la condesa Isabel de Croye y su tía lady Hameline, que se refugiaron en una potencia extranjera, renunciando con ello a la lealtad con nosotros e implicando la confiscación de sus feudos; y en otro caso más deplorable y terrible, con el asesinato sacrílego y sangriento de nuestro querido hermano y aliado el obispo de Lieja, y la rebelión de esa traidora ciudad, que sólo fue ligeramente castigada por su última insurrección. Me he enterado que estos tristes acontecimientos deben ser imputados no meramente a incompetencia y locura de las mujeres y a engreimiento de ciudadanos comodones, sino a injerencia de un poder forastero, de un poderoso vecino, de quien si las buenas acciones merecen algún pago, Borgoña no podía haber esperado más que la amistad más sincera y devota. Si esto resultase ser verdad —dijo el duque—, ¿qué consideraciones nos detendrían —teniendo los medios a nuestro alcance— para no tomar aquellas medidas que puedan cortar de raíz la fuente de donde nos provienen estos males?
El duque había comenzado su discurso con bastante calma, pero había elevado la voz al concluirlo, y la última sentencia fue dicha en un tono que hizo temblar a todos los consejeros y produjo un acceso pasajero de palidez en el rostro del rey. Recobró, sin embargo, al instante su sangre fría y se dirigió a su vez al consejo en un tono que denotaba tanta compostura y tranquilidad, que el duque, aunque deseaba interrumpirle o detenerle, no encontró oportunidad para hacerlo.
—¡Nobles de Francia y Borgoña —dijo—, caballeros del Espíritu Santo y del Toisón de Oro! Puesto que un rey tiene que defender su causa como persona acusada, no puede desear jueces más distinguidos que la flor de la nobleza y de los caballeros. Mi primo el de Borgoña no ha esclarecido la contienda entre ambos, ya que su cortesía le ha impedido explicarla en términos concretos. Yo, que no tengo motivos para guardar esa delicadeza —cuya condición me autoriza a no emplearla—, pido permiso para hablar con más claridad. Es a Nos, señores míos —a Nos, su soberano señor, su pariente, su aliado—, al que circunstancias desgraciadas, pervirtiendo el claro juicio de mi primo, le han inducido a hacer los odiosos cargos de seducir sus vasallos quebrantando su fidelidad, excitando a la rebelión al pueblo de Lieja y estimulando al proscrito Guillermo de la Marck a cometer el más cruel y sacrílego asesinato. Nobles de Francia y Borgoña, debo apelar a las circunstancias en que ahora me encuentro por estar en completa contradicción con semejante acusación; ¿pues es de suponer que pensando de un modo racional me hubiera entregado confiadamente en poder del duque de Borgoña mientras practicaba una traición en contra suya, que no podía por menos de descubrirse, y que una vez descubierto debía colocarme, como ahora lo estoy, a disposición de un príncipe justamente exasperado? La locura de uno que se sentase tranquilamente a descansar sobre una mina, después de haber encendido la mecha que había de causar la explosión instantánea, hubiera sido sabiduría comparada con la mía. No dudo que entre los causantes de esas horribles traiciones de Schonwaldt ha habido villanos que han hecho uso de mi nombre; ¿pero he de ser responsable si no les he autorizado para obrar así? ¿Si dos necias mujeres, disgustadas por unos motivos románticos de desagrado, buscaron refugio en mi corte, ha de deducirse que lo hicieron por consejo mío? Resultará, cuando se investigue el caso, que ya que la caballerosidad y el honor me impedían enviarlas prisioneras a la corte de Borgoña —lo que creo, caballeros, que nadie que lleve el collar de estas Ordenes se atreverá a sugerir—, me aproximé lo más posible a esta solución colocándolas bajo la protección del venerable padre en el Señor, que ahora es un santo en el cielo. Al llegar aquí pareció Luis muy afectado y se llevó un pañuelo a los ojos. Bajo la protección, digo, de un individuo de mi propia familia, y aún más ligado con la de Borgoña, cuya situación, cuyo puesto elevado en la Iglesia y cuyas numerosas virtudes le calificaban para ser el protector de esas infelices viajeras por una temporada y el mediador entre ellas y su soberano señor. Por eso digo que las únicas circunstancias que parecen suscitar en mi hermano de Borgoña indignas sospechas contra mí, son tales que pueden explicarse de una manera digna y honrosa; y añade, además, que ni una sola partícula de prueba digna de crédito puede aducirse para defender los cargos injuriosos que han inducido a mi hermano a modificar su trato amistoso con quien venía a él confiando de lleno en la amistad que le han inducido a trocar su salón de fiestas en un tribunal de justicia y sus habitaciones hospitalarias en una prisión.
—Mi lord, mi lord —dijo Carlos hablando tan pronto como el rey se calló—, sólo puedo explicarme su presencia aquí en ocasión que tan desgraciadamente coincide con la realización de sus proyectos, suponiendo que aquéllos que tienen por costumbre imponerse a otros, a veces egregiamente, se engañan a sí mismos. El ingeniero resulta a veces muerto por la explosión de su propio petardo. Para lo que resulte, confío en esta solemne información. ¡Qué hagan pasar a la condesa Isabel de Croye!
Cuando la joven dama fue introducida, sostenida a un lado por la condesa de Crèvecoeur, que había recibido órdenes de su marido para ese efecto, y al otro por la abadesa de las Ursulinas, Carlos exclamó con su habitual aspereza de Voz y modales:
—Encantadora princesa; vos, que apenas tuvisteis aliento para contestarnos cuando la expusimos nuestras justas y razonables demandas, habéis tenido bastante arranque para hacer tan largo recorrido como jamás hizo una cierva perseguida, ¿qué piensa del bonito trabajo que ha hecho entre dos grandes príncipes y dos poderosos países, que casi han estado a punto de ir a la guerra por su linda cara?
La publicidad de la escena y la violencia de las palabras de Carlos dominaron del todo la resolución que Isabel había formado de arrojarse a los pies del duque o implorarle que tomase posesión de sus fincas y le permitiese retirarse a un claustro. Permaneció inmóvil, como una hembra aterrorizada ante una tormenta, que oye el retumbar del trueno a su alrededor y teme a cada nuevo estallido el rayo que la ha de matar. La condesa de Crèvecoeur, una mujer de espíritu igual a su cuna, y a la belleza, que conservaba aun en sus años maduros, juzgó necesario intervenir:
—Señor duque —dijo—, mi prima está bajo mi protección. Conozco mejor que su alteza cómo debe tratarse a las mujeres, y saldremos en el acto de su presencia si no emplea un tono de lenguaje más en consonancia con nuestro rango y sexo.
El duque soltó una carcajada.
—Crèvecoeur —dijo—, tu timidez ha hecho de tu condesa una dama altiva; pero eso no me interesa. Proporciona un asiento a aquella sencilla joven, a la que, en vez de contrariedad alguna, deseo ver enaltecida y honrada. Siéntese, señorita, y díganos qué espíritu malo se apoderó de vos para huir de su país natal y abrazar la carrera de dama aventurera.
Con mucho sentimiento, y no sin varias interrupciones, confesó Isabel que estando absolutamente determinada a no aceptar una boda que le propuso el duque de Borgoña, había alimentado la esperanza de obtener protección de la corte de Francia.
—Y la protección subsiguiente del monarca francés —dijo Carlos—. ¡De eso, sin duda, estabais bien segura!
—Desde luego, me creía segura —dijo la condesa Isabel—; de otro modo no hubiera tomado un paso tan decidido. Carlos miró a Luis con una sonrisa de inexpresable amargura, que el rey soportó con la mayor firmeza, y sólo su labio se puso más descolorido que de ordinario.
—Pero mi información concerniente a las intenciones del rey Luis hacia nosotras —continuó la condesa después de una breve pausa— provenían de mi infeliz tía, lady Hameline, y sus opiniones estaban formadas a base de las aseveraciones o insinuaciones de personas que después he descubierto son los traidores más viles y los miserables más pérfidos del mundo.
Entonces dijo en pocas palabras lo que sabía de la traición de Marthon y de Hayraddin Maugrabin, y añadió que «no tenía duda que Maugrabin el mayor, de nombre Zamet, el informante primero de su huida, era capaz de todo género de traición, así como de asumir el papel de agente de Luis sin autoridad para ello».
Hubo una pausa y la condesa prosiguió después su historia, muy resumida, desde la época en que dejó los territorios de Borgoña, en compañía de su tía, hasta el asalto de Schonwaldt; y por último, su entrega voluntaria al conde de Crèvecoeur. Todos permanecieron mudos después que ella concluyó su breve e interrumpida historia, y el duque de Borgoña clavó sus obscuros ojos en el suelo, como uno que busca un pretexto para dar justificación a su cólera, pero que no encuentra ninguno suficientemente plausible a sus propios ojos.
—El topo —dijo al fin mirando alto— serpentea su obscuro camino subterráneo bajo nuestros pies con tal arte, que nosotros, aunque conocedores de sus movimientos, no podemos trazarlos en modo alguno. Desearía saber por qué motivo el rey Luis ha dado hospitalidad a estas damas en su corte de no haber ido allí por invitación expresa suya.
—Por motivos de compasión —contestó el rey— las recibí en privado; pero aproveché la primera oportunidad para colocarlas bajo la protección del difunto obispo, su aliado, y que era (¡Dios le haya perdonado!) mejor juez que yo o cualquier príncipe secular para reconciliar la protección debida a las fugitivas, con el deber que un rey debe a su aliado de cuyos dominios han huido. Deseo preguntar sin rodeos a esta joven dama si la acogida que les hice fue cordial, o si, por el contrario, no lo fue, hasta el punto de hacerles sentir haber hecho de mi corte su sitio de refugio.
—Tan lejos fue de ser cordial —contestó la condesa—, que me indujo, por lo menos, a dudar hasta qué punto era posible que su majestad hubiese hecho la invitación de que se nos había hablado por aquéllos que se llamaban sus agentes, ya que, suponiendo que ellos hubiesen sólo procedido con arreglo a su autorización, sería difícil de reconciliar la conducta de su majestad con la que debía esperarse de un rey y un caballero.
La condesa volvió sus ojos al rey mientras hablaba y le lanzó una mirada que parecía ser un reproche, pero el pecho de Luis estaba acorazado contra semejante artillería. Por el contrario, moviendo lentamente sus manos extendidas y mirando a su alrededor, pareció hacer una apelación a todos los presentes respecto al testimonio a favor suyo que suponía la contestación de la condesa.
Carlos, mientras tanto, le miraba de un modo que parecía decir que aunque no hablaba estaba más lejos que nunca de estar satisfecho, y después dijo con brusquedad a la condesa:
—Me parece, joven dama, que en este asunto de sus andanzas ha olvidado mencionar ciertos pasajes de amor —¿eh? ¿Otra vez se sonroja?—, en los que ha intervenido cierto caballero del bosque que ha hecho perder vuestro sosiego. Hasta mí han llegado esas noticias y debemos ahora ocuparnos de ello. ¿Dígame, rey Luís, no sería oportuno, antes que esta Elena de Troya comprometiese a más reyes, no sería mejor el procurarla un matrimonio que le conviniese?
El rey Luis, aunque sabedor de la propuesta desagradable que era probable se hiciese a continuación, asintió en silencio a lo que Carlos dijo, pero la condesa, en cambio, recobró valor por lo extremado de su situación. Se desprendió del brazo de la condesa de Crèvecoeur, en el que hasta ahora se había apoyado, avanzó tímidamente con aire digno y, arrodillándose delante del trono del duque, le habló así:
—Noble duque de Borgoña, mi señor soberano, reconozco mi falta por haber abandonado sus dominios sin su permiso y aceptaré de buen grado cualquier castigo que quiera imponerme. Pongo mis tierras y castillos a disposición suya, y sólo espero de su bondad, y en nombre de mi padre, que conceda a la última hembra del linaje de Croye, de sus pingües rentas, la suficiente para poder ser admitida en un convento durante el resto de su vida.
—¿Qué piensa, señor, de la petición que nos hace esta joven? —dijo el duque dirigiéndose a Luis.
—Que se trata de un movimiento del alma —dijo el rey— que sin duda proviene de esa gracia que no debe contrariarse.
—Los humildes y los bajos serán exaltados —dijo Carlos—. Levántese, condesa Isabel; abrigamos ciertos planes respecto a vos que son mejores de los que vos misma habéis planeado. No intentamos secuestrar vuestros bienes ni rebajar sus honores, sino al contrario, aumentar mucho ambos.
—Ay, mi señor —dijo la condesa continuando de rodillas—, es precisamente esa bondad bien intencionada la que temo más que el disgusto de su alteza, ya que me obliga…
—¡San Jorge de Borgoña! —dijo el duque Carlos—, ¿hemos de estar contrariados o nuestras disposiciones discutidas a cada momento? Basta, joven, y retírese por ahora, cuando tengamos tiempo de pensar en ti dispondremos las cosas de modo que Teste Saint Griz!, tendrás que obedecernos o te sucederá algo peor.
No obstante esta seria respuesta, la condesa Isabel permaneció a sus pies, y le hubiera obligado probablemente, con su pertinacia, a decir algo, aun más severo de no haber intervenido la condesa de Crèvecoeur, que conocía mejor el humor del príncipe, ayudando a levantarse a su joven amiga y acompañándola fuera del hall.
Fue ahora llamado Quintín Durward, y se presentó ante el rey y el duque con ese desparpajo, distante por igual de una reserva vergonzosa y un atrevimiento descarado, que tan bien sienta a un joven bien nacido y bien educado, que rinde homenaje al que le merece, pero sin permitir deslumbrarse o azorarse por la presencia de aquéllos a quien se le debe rendir. Su tío le había proporcionado los medios para equiparse con las armas y uniforme de arquero de la Guardia escocesa y su porte y belleza resultaban realzados con el uniforme militar. Su extrema juventud también predisponía a los consejeros en su favor, tanto más cuanto nadie podía creer fácilmente que el sagaz Luis hubiese escogido a una persona tan joven como confidente de intrigas políticas, y de este modo el rey logró en éste, como en otros casos, una ventaja considerable por esta elección singular de circunstancias, tanto de edad como de educación. A una indicación del duque, a la que Luis dio su beneplácito, Quintín comenzó el relato de su viaje con las damas de Croye hasta las proximidades de Lieja, dando cuenta de las instrucciones recibidas del rey Luis, las que eran que debía acompañarlas para que llegasen sin contratiempo al castillo del obispo.
—¿Y tú obedeciste mis órdenes? —dijo el rey.
—Las obedecí, señor —replicó el escocés.
—Omites una circunstancia —dijo el duque—. Fuiste asaltado en el bosque por dos caballeros andantes.
—No me corresponde recordar o proclamar ese incidente —dijo el joven ruborizándose ingenuamente.
—Pero es de mi incumbencia el no olvidarlo —dijo el duque de Orleáns—. Este joven ha desempeñado varonilmente su misión y mostrado una lealtad que no olvidaré en mucho tiempo. Ven a mis habitaciones, arquero, cuando se termine esta sesión y verás que no he olvidado tu bravo comportamiento, que me alegra ver es igualado por tu modestia.
—Y ven al mío —dijo Dunois—. Tengo un casco para ti, ya que pienso te debo uno.
Quintín inclinó ligeramente la cabeza y prosiguió la sesión. A una indicación del duque Carlos mostró las instrucciones escritas que había recibido para el viaje.
—¿Seguiste literalmente estas instrucciones, soldado? —dijo el duque.
—No, alteza —replicó Quintín—. En ellas se me indicaba, como puede observar, cruzar el Maes cerca de Namur, mientras yo seguí la orilla izquierda, por ser el camino más directo y seguro hasta Lieja.
—¿Y por qué hiciste esa modificación? —dijo el duque.
—Porque empecé a tener sospecha de la fidelidad de mi guía —contestó Quintín.
—Ahora fíjate bien en las preguntas que te voy a hacer —dijo el duque—. Replica verazmente a ellas y no temas el resentimiento de nadie. ¡Pero si titubeas al dar tus respuestas, te colgaré vivo de una cadena de hierro sujeta en la torre del mercado, donde implorarás por largo tiempo la muerte antes de que ésta venga a aliviarte!
Siguió un profundo silencio. Por fin, después de dar tiempo al joven para que considerase las circunstancias en que estaba colocado, el duque preguntó a Durward quién había sido su guía, quién se lo había proporcionado y por qué motivo había llegado a sospechar de él. A la primera de estas preguntas contestó Quintín Durward nombrando a Hayraddin Maugrabin, el bohemio; a la segunda, que el guía había sido recomendado por Tristán l’Hermite, y para contestar al tercer punto, mencionó lo que había ocurrido en el convento franciscano, cerca de Namur; cómo el bohemio había sido expulsado de la santa casa, y cómo, celoso de su conducta, lo había espiado y sorprendido en una cita con uno de los secuaces de Guillermo de la Marck, en la que se enteró de un plan para sorprender a las damas que estaban bajo su protección.
—Ahora, oye con atención —dijo el duque—, y una vez más recuerda que tu vida depende de tu veracidad. ¿Mencionaron estos villanos tener autorización de este rey —me refiero al propio Luis de Francia— para efectuar este plan de sorprender la escolta y llevarse a las damas?
—Si esos infames individuos hubieran dicho eso —replicó Quintín—, no los hubiera creído conociendo la intención del rey, que era opuesta a la de ellos.
Luis, que había escuchado todo el tiempo con la máxima atención, no pudo evitar de respirar a sus anchas cuando oyó la respuesta de Durward, a la manera de uno que experimenta que le han quitado del pecho un gran peso. El duque apareció de nuevo desconcertado y de mal humor, y volviendo a la carga, preguntó a Quintín si no oyó decir a estos hombres, durante su conversación, que los planes que meditaban contaban con el beneplácito del rey Luis.
—Repito que no oí nada que pueda autorizarme para decir eso —contestó el joven, que, aunque convencido en su fuero interno del consentimiento del rey en la traición de Hayraddin, juzgaba contrario a su deber el manifestar sus sospechas en el asunto—; y si hubiese oído a esos hombres tales aseveraciones, de nuevo, repito, no hubiese dado ningún valor a su testimonio enfrente de las instrucciones recibidas del rey.
—Eres un mensajero fiel —dijo el duque con una risa burlona—, y me atrevo a decir que, al obedecer las instrucciones del rey, has frustrado sus esperanzas de un modo que le hubiese dolido, de no ocurrir acontecimientos posteriores que han hecho aparecer como un buen servicio tu inquebrantable fidelidad.
—No le comprendo, señor —dijo Quintín Durward—, todo lo que sé es que mi amo, el rey Luis, me envió para proteger a estas damas, y que lo hice en la medida de mis fuerzas, tanto en el viaje a Schonwaldt, como en los siguientes hechos que tuvieron lugar. Juzgué honrosas las instrucciones del rey, y las ejecuté al pie de la letra; si hubiesen sido de índole distinta, no le hubieran convenido a uno de mi nombre o de mi país.
—Fier comme un Ecossais[77] —dijo Carlos, que, aunque desilusionado con el tono de la respuesta de Durward, no era tan injusto como para echarle en cara su arrojo.
—Pero escucha con atención, arquero: ¿qué instrucciones fueron ésas que te hicieron recorrer las calles de Lieja, según algunos fugitivos de Schonwaldt me han informado, a la cabeza de los amotinados, que después asesinaron tan cruelmente a su príncipe temporal y padre espiritual? ¿Y qué arenga fue la que pronunciaste después de cometido aquel asesinato, en la que, como agente de Luis, asumiste autoridad entre los villanos que acababan de perpetrar tan gran crimen?
—Mi señor —dijo Quintín—, hay muchos que pueden testificar que no asumí el carácter de enviado de Francia en la ciudad de Lieja, sino que me fue atribuida tal misión por los clamores insistentes del mismo pueblo, que rehusó dar crédito a mis protestas en contra. Esto se lo dije a los que estaban al servicio del obispo, cuando me pude escapar de la ciudad, y les recomendé que fijasen su atención en la seguridad del castillo, lo que podía haber prevenido la calamidad y el horror de la siguiente noche. Es verdad que en el momento de gran peligro me aproveché de la influencia que el carácter que se me atribuía me daba para salvar a la condesa Isabel, para proteger mi vida y para refrenar todo lo que me fue posible esa inclinación a la matanza que se había despertado en aquella terrible ocasión. Repito, y lo sostengo a costa de mi vida, que no tenía ninguna comisión del rey de Francia respecto al pueblo de Lieja, y mucho menos instrucciones para instigarles al motín; y que, finalmente, cuando me aproveché del carácter que se me atribuyó, fue como si hubiese encontrado un escudo que me protegiese en un momento de apuro, y lo utilicé para la defensa mía y de otros, sin averiguar si tenía derecho a los blasones heráldicos que ostentaba.
—Y con ello, mi joven compañero y prisionero —dijo Crèvecoeur, incapaz de permanecer silencioso por más tiempo—, actuó con un buen sentido y un espíritu noble, y su acción no puede envolver ninguna censura para el rey Luis.
Hubo un murmullo de asentimiento entre los nobles reunidos, que sonó alegremente en los oídos del rey Luis, y molestó, en cambio, no poco a Carlos. Miró a su alrededor con ojos de cólera, y los sentimientos, expresados de un modo tan unánime por tantos de sus más preclaros vasallos y sus más sabios consejeros, no lo hubieran impedido el dar rienda suelta a su carácter violento y despótico de no haber Des Comines, que previo el peligro, anunciado de pronto la llegada de un heraldo procedente de la ciudad de Lieja.
—¿Un heraldo de los tejedores y fabricantes de clavos? —exclamó el duque—. Admitirle en el acto. ¡Por Nuestra Señora que he de saber por este heraldo algo más de las esperanzas y proyectos de sus patronos que lo que este guerrero escocés-francés parece deseoso de contarme!