La entrevista
Sostén tu verdad, joven soldado.
Gentil doncella, Mantén tu promesa de matrimonio;
deja a la edad sus sutilezas,
y a la política vieja su amasijo de falsedades;
pero sed cándidos como el cielo de la mañana,
antes de que el sol absorba los vapores que le enturbian.
El Juicio.
En la peligrosa e importante mañana que precedió al encuentro de los dos príncipes en el castillo de Peronne, Oliver le Dain prestó a su amo el servicio de un agente activo y hábil, despertando el interés por Luis en todos los distritos, tanto con presentes como con promesas; de modo que cuando la cólera del duque se inflamase, todos a su alrededor apareciesen interesados en apagar, y no aumentar, la conflagración. Se deslizó de tienda en tienda, de casa en casa, haciendo amigos; pero no en el sentido apostólico, sino con el espíritu de la codicia. Como se había dicho de otro activo agente político, «su dedo estaba en la palma de todo hombre, su boca se acercaba al oído de todo hombre»; y por varias razones, algunas de las cuales ya hemos insinuado, se aseguró el favor de muchos nobles borgoñeses que tenían algo que esperar o temer de Francia, o quienes pensaban que si el poder de Luis quedaba muy reducido, su propio duque era probable que siguiese el camino de la autoridad despótica, al que naturalmente se inclinaba su corazón, con un paso decidido y sin obstáculo.
Cuando Oliver sospechaba que su presencia o razones podían ser menos aceptables, utilizaba la de otros servidores del rey, y fue de este modo como obtuvo, por mediación del conde de Crèvecoeur, una entrevista entre lord Crawford, acompañado por Le Balafré, y Quintín Durward, el que, desde su llegada a Perenne, había sido detenido en una especie de honroso confinamiento. Se adujeron asuntos privados para solicitar esta entrevista; pero es probable que Crèvecoeur, que estaba temeroso de que su amo montase en cólera e hiciese algún acto violento y deshonroso con Luis, no sintiese el proporcionar una oportunidad a Crawford de dar algunos consejos al joven arquero, que podían ser de utilidad para su amo.
La entrevista entre los paisanos fue cordial y aun afectuosa.
—Eres un joven singular —dijo Crawford acariciando la cabeza del joven Durward lo mismo que un abuelo puede hacer con la de un descendiente—. Es cierto que has tenido tan buena fortuna como si hubieses nacido bajo un buen signo.
—Todo proviene de haber logrado tan joven un puesto de arquero —dijo Le Balafré—. Nunca se habló tanto de mí querido sobrino, porque llegué a los veinticinco años antes de ser hors de page.
—Y fuiste un paje monstruoso, de mal aspecto, Ludovico —dijo el viejo jefe—, con una barba como un ogro y una espalda como el viejo Wallace Wight.
—Temo —dijo Quintín, con la vista baja— gozar durante poco tiempo de esa preferencia, ya que es mi propósito abandonar el servicio de arquero de la Guardia.
Le Balafré se quedó casi mudo de asombro, y las antiguas facciones de Crawford expresaron disgusto. El primero, por fin, murmuró estas palabras:
—¡Abandonar el servicio! ¡Dejar tu puesto en los arqueros escoceses! ¡Quién iba a pensarlo! ¡Y yo que no cedería mi puesto para que me hiciesen condestable de Francia!
—Calla, Ludovico —dijo Crawford—; este joven sabe mejor cómo acomodar su marcha al viento que nosotros los viejos. Su viaje le ha proporcionado algunos cuentos curiosos que contar sobre el rey Luis, y se está volviendo borgoñés para sacar su pequeña ventaja al referirlos al duque Carlos.
—¡Si así fuese —dijo Le Balafré—, cortaría su cuello con mi propia mano sin reparar en que es el hijo de mi hermana!
—Pero antes debes averiguar, querido pariente, si merezco ser tratado así —contestó Quintín—; y usted, mi lord, sepa que no soy un chismoso: ni preguntas ni torturas me arrancarán una palabra en perjuicio del rey Luis que haya llegado a mi conocimiento mientras he estado a sus órdenes. Mi juramento de fidelidad me obliga a guardar silencio. Pero no continuaré en ese servicio del rey, en el cual, además del peligro de la lucha franca con mis enemigos, estoy expuesto a los peligros de una emboscada por parte de mis amigos.
—¡Si pone reparos en caer en una emboscada —dijo el obtuso Le Balafré mirando con tristeza a lord Crawford—, me temo, señor, que todo ha concluido con él! Yo mismo he tenido treinta ataques por sorpresa, y he tendido dos veces una emboscada, ya que ésta constituye una práctica favorita en el modo de hacer la guerra de nuestro rey.
—Así es, Ludovico —contestó lord Crawford—; sin embargo, estate tranquilo, pues me parece que entiendo este asunto mejor que tú.
—Ruego a Nuestra Señora que así sea —contestó Ludovico—; pero me hiere en lo más íntimo el pensar que el hijo de mi hermana pueda temer una emboscada.
—Joven —dijo Crawford—, comprendo en parte tu modo de pensar. ¿Has encontrado mala fe en el camino que recorriste por encargo del rey, y crees tener razón en inculparle como autor de ella?
—He sido amenazado con doblez al realizar la comisión del rey —contestó Quintín—; pero he tenido la buena suerte de eludirla. Dejo a Dios y a la conciencia del rey el saber si su majestad es inocente o culpable de lo ocurrido. Me alimentó cuando era un muerto de hambre; me acogió cuando era forastero vagabundo. Nunca colmaré su adversidad con acusaciones que puedan ser injustas, ya que sólo las escuché de las bocas más viles.
—¡Mi querido niño! —dijo Crawford tomándole en sus brazos—. ¡Piensas como un escocés!
—Ya que mi lord Crawford ha abrazado a mi sobrino —dijo Ludovico Lesly—, le abrazaré yo también, aunque quisiera imbuirte que el servicio de emboscada es tan necesario para un soldado como lo es para un sacerdote el estar en condiciones de leer su breviario.
—Cállate, Ludovico —dijo Crawford—; eres un asno, mi amigo, y no sabes la bendición que el Cielo te ha enviado con este bravo muchacho. Y ahora dime, Quintín: ¿ha recibido el rey algún consejo tuyo y sabe tus planes? Pues el pobre hombre necesita, en su apuro, saber lo que tiene que pensar. ¡Si se hubiese traído consigo la brigada completa de guardias! Pero hágase la voluntad del Señor. ¿Sabe algo de tu propósito crees?
—No podría decirlo, en verdad —contestó Quintín—; pero comuniqué a su erudito astrólogo, Martins Galeotti, mi resolución de permanecer callado en todo lo que pudiese indisponer al rey con el duque de Borgoña. Las cosas que yo sospecho no las comunicaré, con perdón, ni aun a su señoría, y con el filósofo mostré aún menos deseos de aclararme.
—¡Ay! —contestó lord Crawford—. Oliver me dijo que Galeotti predijo con firmeza lo referente a la línea de conducta que debías seguir, y me alegra encontrar que lo hizo con mejor fundamento que las estrellas.
—¡Él predecir! —dijo Le Balafré riendo—. Las estrellas nunca le dijeron que el honrado Ludovico Lesly acostumbraba a ayudar a su prójima a gastar los buenos ducados que él le arrojaba al regazo.
—¡Calla, Ludovico! —dijo el capitán—. ¡Calla, valiente bestia! Si no respetas mis canas porque he sido un gran juerguista, respeta la juventud e inocencia del joven, y no volvamos a hablar de asunto tan poco a propósito.
—Su señoría puede decir lo que le plazca —contestó Ludovico Lesly—; pero, por mi honor, el adivino Saunders Souplejan, mi vecino de Glen Houlakin, valía doble que Galeotti o Gallipotty, o como quiera que le llamen. Predijo que todos los hijos de mi hermana morirían el mismo día, y lo dijo en el mismo momento en que nacía el más joven, que es este Quintín, que algún día, sin duda, morirá para que se cumpla la profecía. Todos, menos él, han desaparecido. Y Saunders me anunció un día que yo acabaría medrando por casamiento, lo que, sin duda, ocurrirá a su debido tiempo, aunque todavía no haya sucedido; cuándo y cómo no puedo adivinarlo, ya que no me preocupo por el estado matrimonial, y Quintín es muy joven todavía. También predijo Saunders…
—Basta —dijo lord Crawford—; de no ser la predicción muy oportuna, debes concluir de hablar, mi buen Ludovico, pues tanto tú como yo debemos ahora dejar a tu sobrino, rezando a la Virgen para que fortalezca su entendimiento, pues éste es un caso en el que una palabra de más puede hacer más daño del que pudiese reparar todo un Parlamento de París. Que Dios te bendiga, joven, y no te precipites para abandonar nuestro Cuerpo, pues actualmente se preparan buenos golpes a todas luces y ninguna emboscada.
—También te deseo bendiciones por mi parte, sobrino —dijo Ludovico Lesly—, pues ya que dejas satisfecho a nuestro más noble capitán, también lo estoy yo, como si se tratara del cumplimiento del deber.
—Un momento, mi lord —dijo Quintín, y condujo a sitio algo apartado de su tío a lord Crawford—. No debo olvidar de decirle que hay otra persona que, habiéndose enterado por mí de estas circunstancias, que es indispensable permanezcan ahora ocultas para la salvación del rey, puede muy bien no pensar que la misma obligación de guardar el secreto que me obliga como soldado del rey que soy, y por haber sido amparado por él, la liga también a ella.
—¡A ella! —replicó Crawford—. ¡Si hay alguna mujer conocedora del secreto, Dios tenga compasión de nosotros: estamos todos perdidos!
—No lo crea, mi lord —replicó Durward—, y utilice su influencia con el conde de Crèvecoeur para permitirme una entrevista con la condesa Isabel de Croye, que es la persona que conoce mi secreto, y no dudo que la convenceré para que permanezca silenciosa, como sin duda lo seré yo, en todo lo que pueda ser motivo de encolerizar al duque contra el rey Luis.
El viejo soldado reflexionó un rato, miró al techo, después al suelo, moviendo la cabeza, y por fin dijo:
—Hay algo en todo esto que no comprendo. ¡La condesa Isabel de Croye, una entrevista con una dama de su alcurnia y riqueza, y tú, un pobre joven escocés, seguro de entenderte con ella! Muy confiado te encuentro, mi joven amigo, a no ser que hayas aprovechado bien el tiempo durante el viaje. Pero ¡por la cruz de San Andrés!, hablaré con Crèvecoeur, y como éste teme que el duque Carlos pueda excitarse contra el rey hasta hacer una locura, espero accederá a tu deseo, ¡aunque vive Dios que es bien cómico!
Diciendo esto, y encogiéndose de hombros, salió de la habitación el viejo lord, seguido por Ludovico Lesly, que, acomodando su aspecto al de su jefe, trató aún, sin saber la causa de su sorpresa, aparecer tan misterioso e importante como el mismo Crawford.
A los pocos minutos volvió Crawford, pero sin su subalterno Le Balafré. El anciano parecía estar de buen humor, riendo y comportándose de manera que desentonaba con sus facciones serias, y al mismo tiempo movía la cabeza como si hubiese ocurrido algo que no podía censurar y que encontraba en extremo cómico.
—¡Paisano —dijo—, no se te escaparán las damas guapas por falta de arranque en ti! Crèvecoeur se tragó tu proposición, como si hubiese bebido una copa de vinagre, y juró por todos los santos de Borgoña que si no se tratase del honor de los príncipes y de la paz de los reinos, nunca hubieras tú visto ni aun la huella en el terreno del pie de la condesa Isabel. Si no poseyera una dama, y guapa, hubiera pensado que deseaba romper una lanza en favor de ella. Quizá piense en su sobrino, el conde Esteban. ¡Una condesa! ¡No te contentas con poco! Mas volvamos al asunto: tu entrevista debe ser breve. Pero supongo que sacarás el mejor partido posible del poco tiempo. ¡Ja, ja, ja!
Rojo como la grana, a la vez ofendido y desconcertado por las deducciones descorteses del viejo soldado, y vejado de ver desde qué aspecto tan absurdo era vista su pasión por toda persona de experiencia, siguió Durward en silencio a lord Crawford al convento de Ursulinas, donde estaba alojada la condesa, en cuyo salón de recibir encontró al conde de Crèvecoeur.
—Así, pues, joven apuesto —dijo éste con seriedad—, parece que debes ver una vez más a la hermosa compañera de tu romántica expedición.
—Sí, señor conde —contestó Quintín con firmeza—, y además la tengo que ver sola.
—Eso nunca sucederá —dijo el conde de Crèvecoeur—. Te pongo de testigo a lord Crawford. Esa joven dama, hija de mi antiguo amigo y compañero de armas, la más rica heredera de Borgoña, ha confesado una especie…, ¿qué iba a decir?; en resumen, ella es una tonta, y su soldado, aquí presente, un mequetrefe presuntuoso. En una palabra, no deben verse a solas.
—En ese caso no hablaré una sola palabra con la condesa en su presencia —dijo Quintín muy decidido—. Me ha dicho usted más de lo que yo, a pesar de mi presunción, podía esperar.
—Bien dicho, mi amigo —dijo Crawford—, ha sido usted imprudente en su conversación, y ya que acude a mí, le aconsejaría, puesto que existe una sólida reja en este salón, que se confiase en ésta y que dejase en libertad sus lenguas.
Diciendo esto, arrastró fuera a Crèvecoeur, que le siguió de mala gana, y echó varias miradas de cólera al joven arquero al dejar la habitación.
Un momento después penetró la condesa Isabel por el otro lado de la reja, y tan pronto vio solo a Quintín en el salón, se detuvo y miró al suelo por espacio de medio minuto.
—¿Por qué he de ser desagradecida —dijo— porque otros tienen injustas sospechas? Mi amigo, mi protector puedo decir: tanto me he visto rodeada por la traición. ¡Mi único amigo fiel y constante!
Al decir estas palabras, alargó su mano a través de la reja y consintió que se la retuviese hasta que la hubo cubierto de besos, mezclados con lágrimas. Sólo dijo:
—Durward, si nos encontrásemos de nuevo no permitiría esta locura.
Si se considera que Quintín la había defendido de tantos peligros; que, en realidad, había sido su único protector celoso y fiel, quizá mis bellas lectoras aunque fuesen condesas y herederas, perdonarían esa libertad.
Mas la condesa separó su mano, al fin, y, retrocediendo un paso al otro lado de la reja, preguntó a Durward, en tono que denotaba bastante perturbación, qué merced le tenía que pedir.
—Ya sé que tiene que hacerme un ruego, pues me lo comunicó el viejo lord escocés que vino aquí hace poco con mi primo Crèvecoeur. «Que sea razonable, dijo, y tal que la pobre Isabel puede concederlo con honra, ya que espero no abusará mucho de mis escasas fuerzas». Pero ¡no hable muy alto ni diga —añadió mirando a su alrededor con timidez— nada que, de ser escuchado, pudiese perjudicarnos a ambos!
—No tema, noble señora —dijo Quintín con tristeza—, no es aquí donde puedo olvidar la distancia que el hado ha colocado entre nosotros, ni exponerla a la censura de su orgulloso pariente como el objeto del amor más sincero para uno, más pobre y menos poderoso; no quizá menos noble que ellos mismos. Que sea eso como el sueño de una noche para todos, menos para un pecho, donde, aunque sea sueño, lo llenará con todas las realidades existentes.
—¡Silencio, silencio! —dijo Isabel—; por usted, por mí, no hable de ese tema. Dígame más bien qué es lo que quiere saber de mí.
—Que perdone a uno —replicó Quintín— que, con sus miras egoístas, se ha conducido como si fuera enemigo suyo.
—Perdono a todos mis enemigos —contestó Isabel—; pero ¡oh Durward!, ¿de qué lances no me ha protegido su valor y sangre fría? Aquel hall sangriento, el buen obispo; no supe hasta ayer todos los horrores que presencié sin darme cuenta.
—No piense en ellos —dijo Quintín, que advirtió cómo el color que había subido a su mejilla durante la entrevista se tornaba en densa palidez—. No mires hacia atrás, sino sólo hacia adelante, como lo necesitan aquéllos que recorren un camino peligroso. Escúcheme. El rey Luis no merece de parte de usted más que la de ser denunciado como el político voluntarioso e insidioso, que realmente es. Pero el inculparle ahora como el incitador de su huida, aun más, como el autor de un plan para arrojarle a usted en manos de De la Marck, traería consigo en estos momentos su muerte o destronamiento, y, en todo caso, la más sangrienta guerra entre Francia y Borgoña de las entabladas entre ambos países.
—Estos peligros no ocurrirán en lo que de mí dependa si pueden ser prevenidos —dijo la condesa Isabel—, y su más ligera insinuación sería bastante para renunciar a mi venganza si ésta fuese pasión preferida de mí. ¿Es posible que recordase yo más las injurias del rey Luis que los servicios insubstituibles de usted? ¿Cómo puede esto compaginarse? Cuando sea citada ante mi soberano el duque de Borgoña, debo, o permanecer callada, o decir la verdad. Lo primero sería contumacia, y, por otro lado, no le gustaría que inventase una historia falsa.
—Seguramente que no —dijo Durward—; pero deje su declaración limitada, en lo que a Luis se refiere, a lo que sepa positivamente como verdad, y cuando mencione lo que otros han dicho, cualquiera que sea su verosimilitud, que sea sólo como una noticia, y no preste su asentimiento a lo que, aunque pueda ser creído por usted, no le conste personalmente como verdad. El Consejo de Borgoña reunido no puede rehusar a un monarca la justicia que en mi país se hace a la persona más modesta bajo el peso de una acusación. Deben considerarle inocente hasta que pruebas directas y suficientes demuestren su culpabilidad. De modo que lo que no le conste positivamente deberá ser demostrado por prueba distinta a la de saberlo sólo de oídas.
—Creo que le comprendo —dijo la condesa Isabel.
—Me explicaré mejor —dijo Quintín—; y comenzaba a aclararlo con más de un ejemplo cuando sonó la campana del convento.
—Eso es una indicación —dijo la condesa— de que debemos separarnos, ¡separarnos para siempre! No me olvide, Durward; yo nunca le olvidaré… sus servicios leales…
No pudo hablar más, pero extendió de nuevo su mano, que él llevó a sus labios, y no se sabe cómo fue, pero al tratar de apartar su mano, la condesa se acercó tanto a la reja, que Quintín se animó a decirle adiós en los labios.
La joven dama no le regañó —quizá no hubo tiempo—, pues Crèvecoeur y Crawford, quienes habían presenciado todo por un agujero, y también quizá escuchado, se precipitaron en la habitación; el primero todo enfurecido, y el segundo riendo y echando hacia atrás al conde.
—¡A su cuarto, señorita; a su cuarto! —exclamó el conde a Isabel, que, echándose el velo, se retiró a toda prisa—, que será cambiado por una celda a pan y agua. Y a ti, gentil joven, que eres tan descarado, te anuncio que llegará un día en que los intereses de los reyes y reinos no estarán ligados a personas como tú, y entonces conocerás la sanción por tu audacia en levantar tus miserables ojos…
—¡Silencio! ¡Silencio! Ya ha dicho bastante; conténgase, conténgase —dijo el anciano—, y a ti, Quintín, te ordeno que te calles y marches a tu domicilio. No hay motivo para ese lenguaje, señor conde de Crèvecoeur; se lo puedo decir ahora que no nos oye. Quintín Durward es tan caballero como el rey, y sólo no es tan rico, como dicen los españoles. Es tan noble como yo, y yo soy el jefe de mi casa. ¡Calle!, ¡calle!, no debe hablar delante de mí de sanciones.
—Mi lord, mi lord —dijo Crèvecoeur con impaciencia—, la insolencia de estos mercenarios extranjeros es proverbial y debería recibir más bien repulsa que aliento de usted, que es el jefe de ellos.
—Señor conde —contestó Crawford—, he desempeñado mi mando en estos cincuenta años sin recibir consejo ni de franceses ni de borgoñeses, y proyecto continuar así, contando con usted mientras lo conserve.
—Bien, bien, mi lord —dijo Crèvecoeur—; no quiero que crea le faltó al respeto; su nobleza, así como su edad, le disculpan su impaciencia, y respecto a estos jóvenes, estoy contento de olvidar el pasado, ya que procuraré que nunca más se vuelvan a ver.
—No lo haga cuestión cerrada, Crèvecoeur —dijo el anciano lord riendo—; se dice que hasta las montañas se pueden encontrar, ¿y por qué no criaturas mortales que poseen piernas y vida y amor para poner esas piernas en movimiento? Aquel beso, Crèvecoeur, parecía muy tierno.
—Se esfuerza de nuevo en alterar mi paciencia —dijo Crèvecoeur—, pero no se saldrán con la suya. ¡Escuche! Citan a asamblea en el castillo; una reunión temible, de la que sólo Dios sabe lo que resultará.
Puedo predecir respecto a ese resultado —dijo el viejo lord escocés—, que si se violenta la persona del rey, aunque somos pocos sus amigos y rodeados de sus enemigos, no caerá solo ni sin ser vengado; y aseguro que sólo sus órdenes terminantes me han impedido tomar medidas para estar prevenido contra ese resultado.
—Lord Crawford —dijo el borgoñés—, el anticiparse a semejante peligro es la manera segura de dar ocasión a él. Obedezca las órdenes de su real amo y no dé pretexto para violencia presumiendo una ofensa anticipada, y encontrará que transcurrirá el día más tranquilamente de lo que ahora presume.