Incertidumbre
Nuestros consejeros vacilan como la frágil barca
que da vueltas al encontrarse con corrientes opuestas.
Vieja Comedia.
Si la noche pasada por Luis fue bastante ansiosa y agitada, la que correspondió al duque de Borgoña, que nunca tuvo dominio sobre sus pasiones, y les permitía, por el contrario, un dominio sin trabas e ilimitado sobre sus acciones, fue aún más movida.
Según la costumbre de la época, dos de sus consejeros principales y más favoritos, D’Hymbercourt y Des Comines compartieron con él su alcoba, habiéndose preparado lechos para ellos junto a la cama del príncipe. Nunca mejor que en esta noche fue necesaria su ayuda, ya que, enloquecido por la pena, por la pasión, por el deseo de venganza y por el sentimiento del honor que le impedía ejercitarla sobre Luis en la presente ocasión, se asemejaba el espíritu de Carlos a un volcán en erupción, que despide fuera todo los diversos contenidos de la montaña mezclados y fundidos en una masa ígnea.
Rehusó quitarse su traje ni hacer preparación alguna para dormir y pasó la noche en una serie de accesos violentos de pasión. En algunos de sus paroxismos hablaba sin cesar con sus acompañantes de un modo tan rápido e incoherente que éstos temían realmente se hubiera vuelto loco, tomando como tema el mérito y bondad de corazón del asesinado obispo de Lieja; y recordando todos los casos de mutua amabilidad, afecto y confianza que había habido entre ambos, sufrió tal ataque de pena que se echó sobre la cama con la cara hacia ella y parecía que iba a ahogarse con las lágrimas y lamentos que trataba de contener. Levantándose después de la cama, dio rienda suelta a otro ataque más furioso y atravesó la habitación de prisa, profiriendo amenazas incoherentes y juramentos de venganza aun más incoherentes, a la vez que golpeando el suelo con el pie, según su costumbre, invocaba a San Gregorio, San Andrés y a los demás santos de su devoción para ponerles de testigos que tomaría venganza sangrienta en De la Marck, en el pueblo de Lieja y en él, que era el autor de todo. Esta última amenaza, pronunciada más encubiertamente que las otras, se refería, sin duda, a la persona del rey; y una de las veces el duque expresó su determinación de enviar por el duque de Normandía, hermano del rey, y con quien Luis estaba de malas, con el fin de que el monarca cautivo cediese, bien la corona misma o algunas de sus prerrogativas y pertenencias más valiosas.
Transcurrieron otro día y noche en el mismo estado de cosas, o más bien con las mismas rápidas transiciones de pasión, pues el duque apenas comía o bebía, ni se cambiaba de traje, y, en general, se conducía como uno a quien la cólera podía llevarle a la locura. Poco a poco se fue apaciguando y comenzó a tener, de vez en cuando, consultas con sus ministros, en las que se proponía mucho y no se resolvía nada. Comines nos asegura que una de las veces estuvo preparado un correo con el fin de avisar al duque de Normandía, y, en ese caso, la prisión del monarca francés hubiera venido a ser, como en casos similares, un breve tránsito para su tumba.
Otras veces, cuando Carlos había agotado su furia, se quedaba sentado adoptando sus facciones una seria y rígida inmovilidad, como uno que medita alguna hazaña desesperada y se encuentra aún incapaz de tomar una resolución. E indudablemente hubiera bastado poco más que una insidiosa insinuación por parte de cualquiera de los consejeros que le acompañaban para haber impulsado al duque a alguna acción desesperada. Pero los nobles de Borgoña, dado el carácter sagrado inherente a la persona de un rey, y a un lord Paramount, y teniendo en cuenta la palabra empeñada cuando Luis se entregó a ellos, estaban casi unánimemente inclinados a recomendar medidas moderadas; y los argumentos que D’Hymbercourt y Des Comines se habían aventurado alguna que otra vez a insinuar durante la noche eran, en las horas de más reflexión de la mañana siguiente, repetidos y expuestos por Crèvecoeur y otros. Era posible que su celo a favor del rey no fuese del todo desinteresado. Muchos, como hemos dicho, habían ya experimentado la liberalidad del rey; otros poseían, bien fincas o tenían intereses en Francia, que le colocaban un poco bajo su influencia; y es cierto que el tesoro, que había sido transportado en cuatro mulos cuando el rey penetró en Peronne, se hizo mucho más ligero en el curso de estas negociaciones.
Al tercer día, el conde de Campobasso recurrió a su ingenio italiano para venir en ayuda de Carlos, y de mucho le sirvió a Luis que no lo hubiese manifestado durante el primer acceso de furia del duque. Apenas llegó, se convino una reunión de los consejeros del duque para considerar las medidas que debían adoptarse en esta crisis singular.
En esta ocasión, Campobasso expuso su opinión, apoyada en la fábula del viajero, la víbora y la zorra; y recordó al duque el consejo que la zorra dio al hombre, de que debía aplastar a su enemigo mortal, ahora que la suerte le había puesto a su disposición. Des Comines, que vio brillar los ojos del duque al escuchar una proposición que su propio temperamento violento le había sugerido ya más de una vez, se precipitó a afirmar la posibilidad de que Luis no hubiese tenido participación muy directa en la sanguinaria acción que se había cometido en Schonwaldt; que tenía medios para rechazar los cargos que se le imputaban y quizá hacer expiar a otro los alborotos que sus intrigas habían ocasionado en los dominios del duque y en los de sus aliados; y que un acto de violencia perpetrado en la persona del rey era seguro que acarrearía, tanto sobre Francia como sobre Borgoña, una serie de desgraciadas consecuencias, entre las que no era la menos de temer la de que Inglaterra podía aprovecharse de las conmociones y discordias civiles, que necesariamente tendrían que producirse, para volverse a posesionar de Normandía y Guyena y renovar esas temibles guerras que sólo, y con dificultad, se habían terminado por la unión de Francia y Borgoña contra su común enemigo. Finalmente, confesé que no recomendaba la liberación sin condiciones de Luis, y que el duque debía sacar partido de su condición actual para establecer un tratado honroso y equitativo entre los dos países, con tales seguridades de parte del rey que resultase difícil quebrantar su palabra o perturbar en el porvenir la paz interior de Borgoña. D’Hymbercourt, Crèvecoeur y otros significaron su reprobación de las medidas violentas propuestas por Campobasso y su opinión, que en materia de tratados podían lograrse ventajas más permanentes y de un modo más honroso para Borgoña que con una acción que la deshonraría con un quebrantamiento de palabra y una falta de hospitalidad.
El duque escuchó estas razones con la mirada fija en el suelo y el entrecejo tan fruncido que las cejas casi formaban un solo arco continuo. Pero cuando Crèvecoeur dijo que no creía que Luis supiese o fuese cómplice del terrible acto de violencia cometido en Schonwaldt, Carlos levantó la cabeza y, lanzando una mirada fiera a su consejero, exclamó:
—¿También tú, Crèvecoeur, has oído el tintineo del oro francés? Me parece que suena tan alegre en mis consejos como las campanas de Saint Dennis. ¿Se atreve nadie a decir que Luis no es el instigador de estos feudos en Flandes?
—Señor —dijo Crèvecoeur—, mi mano ha estado siempre más acostumbrada al acero que al oro; y tan alejado estoy de pensar que Luis está libre de la acusación de haber promovido los disturbios en Flandes, que no hace mucho, en presencia de toda su corte, le eché en cara su incumplimiento de palabra y le desafié en nombre vuestro. Pero aunque sus intrigas han sido, sin duda, la causa original de estas conmociones, estoy tan distante de creer que autorizase la muerte del arzobispo, que tengo entendido que uno de sus emisarios protestó en público de ello, y puedo enseñarle al hombre si su alteza tiene gusto de verle.
—Ese es mi gusto —dijo el duque—. ¡San Jorge! ¿Puede nadie dudar que deseo obrar en justicia? Aun en el mayor acceso de mi cólera se me tiene por juez justo y recto. Yo mismo veré al de Francia; yo mismo le diré mis quejas y yo mismo le señalaré la reparación que exigimos y pedimos. Si resultase inocente de este asesinato, la expiación por otros crímenes será más leve. Si ha sido culpable, ¿quién se atrevería a negar que una vida de penitencia en algún monasterio retirado no sería una condena merecida y de las más misericordiosas? ¿Quién —añadió, enardeciéndose a medida que hablaba—, quién se atreverá a censurar un desquite tan rápido y expedito? Que acuda su testigo. Estaremos en el castillo una hora antes del mediodía. Anotaremos algunas cláusulas que tendrá que cumplir, ¡o infeliz de él! Concluid el consejo y marcharos. Me cambiaré de traje, ya que éste no es el más indicado para visitar a mi más afable soberano.
Haciendo hincapié marcado en la última frase, se levantó el duque y salió de la habitación.
—La salvación de Luis, y lo que es peor, el honor de Borgoña, dependen de la manera de arrojar los dados —dijo D’Hymbercourt a Crèvecoeur y a Des Comines—. Apresúrate a ir al castillo, Des Comines; tú posees una lengua más expedita que Crèvecoeur o yo. Explícale a Luis la tormenta que se aproxima; él sabrá mejor cómo conducirse y confío que ese soldado de la Guardia no dirá nada que pueda empeorar las cosas; ¿pues quién sabe cuál puede haber sido la secreta comisión que le estaba encomendada?
—El joven —dijo Crèvecoeur— es atrevido, aunque más prudente y cauto de lo que sus años parecen indicar. En todo lo que me dijo demostró solicitud por los sentimientos del rey como a un príncipe a quien se sirve. Confío que se comportará igual en la presencia del duque. Iré a buscarle, y también a la joven condesa de Croye.
—¡La condesa! Nos dijiste que la habías dejado en el monasterio de Santa Brígida.
—Ay, pero me vi obligado —dijo el conde— a enviar por ella siguiendo las órdenes del duque, y ha sido traída hasta aquí en una litera, siendo incapaz de viajar de otro modo.
Estaba en un estado de gran zozobra, tanto por la incertidumbre de la suerte reservada a su parienta lady Hameline, como por la melancolía que envolvía la suya, culpable como había sido de una delincuencia feudal al apartarse de la protección de su señor, el duque Carlos, que no es la persona más indicada para ver con indiferencia lo referente al incumplimiento de sus derechos señoriales.
La noticia de que la joven condesa estaba en poder de Carlos añadió nuevas y puntiagudas espinas a las reflexiones de Luis. Sabía que explicando las intrigas por las que él había inducido a lady Hameline y a ella a ir a Peronne, ésta podía aportar aquella prueba que él había suprimido con la ejecución de Zamet Maugrabin, y sabía bien cómo semejante prueba de su injerencia en los derechos del duque de Borgoña proporcionaría a la vez motivo y pretexto para que Carlos se aprovechase lo más posible de su presente trance.
Luis hablaba de estos asuntos con gran ansiedad con el señor Des Comines, cuyo talento agudo y político se acomodaba mejor al temperamento del rey que el carácter marcial y brusco de Crèvecoeur o la altivez feudal de D’Hymbercourt.
—Estos soldados de mano de hierro, mi buen amigo Comines —dijo a su futuro historiador—, no deberían nunca penetrar en el gabinete del rey, sino ser dejados con las alabardas en la antecámara. Sus manos están en realidad hechas para nuestro servicio; pero el monarca, que los emplea en algo mejor que para actuar de yunques de las espadas y mazas de sus enemigos, se pone a la altura del tonto que regaló a su querida un látigo de perro en vez de una gargantilla. Es con personas como tú, Felipe, cuyos ojos están dotados de esa aguda y rápida visión que penetra más allá de la superficie externa de los asuntos, con los que un príncipe debe compartir su mesa de consulta, su gabinete —¿qué más?—, los secretos más ocultos de su alma.
Des Comines, espíritu tan despierto, se vio naturalmente satisfecho al contar con la aprobación del príncipe más sagaz de Europa, y no supo disimular lo suficiente su satisfacción interior para que Luis dejase de percatarse de haberle hecho alguna impresión.
—¡Quisiera —continuó— tener tal servidor o más bien ser digno de tener uno de esa clase! No me hubiera entonces visto en esta infortunada situación, la que, sin embargo, apenas tendría motivo para deplorar si pudiese descubrir el medio de asegurarme los servicios de un estadista de tanta experiencia.
Des Comines dijo que todas sus facultades, tales como eran, estaban al servicio de su cristianísima majestad, respetando siempre su alianza con su legítimo señor el duque Carlos de Borgoña.
—¿Y soy yo capaz de seducirle a incumplir esa alianza? —dijo Luis patéticamente—. ¡Ay! ¿No estoy ahora en peligro por haber puesto demasiada confianza en mi vasallo? No, Felipe Des Comines, continúa al servicio de Carlos de Borgoña, y le servirás mejor haciendo un arreglo con Luis de Francia. Al obrar así nos servirás a ambos, y uno, al menos, quedará agradecido. Me consta que sus haberes en esta corte apenas exceden de los del Grand Falconer, ¡y con ello, los servicios del más sabio consejero de Europa están puestos al nivel, o más bien por debajo, de los de un individuo que alimenta y cura halcones! Francia tiene amplias tierras; su rey dispone, de mucho oro. Permíteme, mi amigo, que rectifique esta escandalosa desigualdad. Los medios no están lejanos; permíteme que los emplee.
El rey sacó un pesado saco de dinero; pero Des Comines, más delicado de sentimientos que la mayoría de los cortesanos de su época, rehusó la oferta, declarándose perfectamente satisfecho con la liberalidad de su príncipe nativo y asegurando a Luis que su deseo de servirle no podía ser aumentado con la aceptación del regalo que había propuesto.
—¡Hombre singular! —exclamó el rey—. Permítame que abrace al único cortesano de este tiempo, a la vez capaz e incorruptible. La sabiduría debe apreciarse más que el oro de ley, y créeme, confío en tu amabilidad, Felipe, en este apuro más que en la ayuda comprada de muchos que han recibido mis donativos. Me consta que no aconsejarás a tu amo a que abuse de la oportunidad que la fortuna y, para hablar claro, Des Comines, mi propia locura le han proporcionado.
—Abusar, de ningún modo —contestó el historiador—, pero sí con toda certeza usar de ella.
—¿Cómo y en qué grado? —dijo Luis—. No soy tan burro que espere librar sin algún rescate, pero que sea éste razonable, a razones que siempre esté dispuesto a escuchar en París o en Plessis, así como en Peronne.
—Ah, pero si me lo permite su majestad —replicó Des Comines—, la razón en París o Plessis acostumbraba a hablar en un tono de voz tan bajo y humilde, que no siempre lograba alcanzar una audiencia de su majestad; en Peronne se apropia la trompeta de la Necesidad y su voz se hace dominante o imperativa.
—Hablas en sentido muy metafórico —dijo Luis, incapaz de refrenar una emoción de displicencias—; soy hombre obtuso, torpe, señor Des Comines. Te ruego abandones tus metáforas y hables claro. ¿Qué espera el duque de mí?
—No soy portador de ninguna proposición, señor —dijo Des Comines—; el duque explicará pronto su intención; pero se me ocurren algunas cosas como proposiciones posibles, para las que debe estar preparado su majestad. Como, por ejemplo, la cesión final de estas poblaciones del Somme.
—Esperaba tanto como eso —dijo Luis.
—Que renuncie a los de Lieja y a Guillermo de la Marck.
—De tan buen grado como rechazo al infierno y a Satanás —dijo Luis.
—Se exigirá una amplia seguridad, en rehenes o con ocupación de fortalezas, o de otro modo, para que Francia se abstenga en lo futuro de promover rebelión entre los flamencos.
—Es algo nuevo —contestó el rey— que un vasallo exija fianzas a su soberano, pero pasemos también por ello.
—Un infantazgo adecuado e independiente para vuestro ilustre hermano, el aliado y amigo de mi amo —Normandía o Champaña—. El duque ama la casa de vuestro padre, mi soberano.
—Está bien —contestó Luis—; acabará, mort Dieu!, por hacer a todos reyes. ¿No está aún vacía su cartera de sugestiones?
—No enteramente —contestó el consejero—; se exigirá de seguro que su majestad se abstenga de hostigar, como lo ha hecho últimamente, al duque de Bretaña, y que no discuta por más tiempo el derecho que él y otros grandes feudatarios tienen de acuñar moneda, de nombrarse a sí mismos duques y príncipes por la gracia de Dios…
—En una palabra: hacer otros tantos reyes de mis vasallos. Señor Des Comines, ¿quieres hacer de mí un fratricida? Recuerdas bien a mi hermano Carlos; tan pronto fue duque de Guyena cuando murió. ¿Y qué le quedará al descendiente y representante de Carlomagno después de ceder estas ricas provincias, excepto el ser ungido con aceite en Reims y tomar su comida bajo un gran dosel?
—Disminuiremos la preocupación de su majestad en ese particular dándole un compañero en esa solitaria exaltación —dijo Felipe Des Comines—. El duque de Borgoña, aunque no reclama ahora el título de rey independiente, desea, sin embargo, verse libre en el porvenir de las abyectas señales de sujeción a la corona de Francia que se le exigen; es su propósito cerrar su corona ducal con un arco imperial y rematarla con un globo, emblema de que sus dominios son independientes.
—¿Y cómo se atreve el duque de Borgoña, el vasallo jurado de Francia? —exclamó Luis levantándose de pronto y mostrando un grado no corriente de emoción—. ¿Cómo se atreve a proponer esas condiciones a su soberano cuando por todas las leyes europeas suponen un secuestro de su feudo?
—Esa opinión de secuestro sería difícil en este caso demostrarla —contestó Des Comines con calma—. Su majestad sabe que la estricta interpretación de la ley feudal se está haciendo anticuada aun en el Imperio, y que el superior y el vasallo intentan mejorar su situación uno respecto al otro en cuanto tienen poder y oportunidad. La injerencia de su majestad con los vasallos del duque en Flandes resultará una disculpa de la conducta de mi amo, suponiéndole que insista en que al aumentar Flandes su independencia, Francia resultará en lo futuro desprovista de ningún pretexto para obrar como hasta ahora.
—¡Comines, Comines! —dijo Luis levantándose de nuevo y recorriendo la habitación con aire pensativo—. Ésta es una terrible lección sobre el tema Vae victis! ¿No quieres dar a entender que el duque insistirá en estas duras condiciones?
—Por lo menos, desearía que su majestad esté en condiciones de discutirlas todas.
—Sin embargo, la moderación, Des Comines, la moderación en el éxito es —nadie lo sabe mejor que yo— necesaria para sacar la máxima ventaja.
—He observado que el mérito de la moderación es más apto para ser alabado por la parte que pierde. El ganador tiene en más estima la prudencia que le avisa que no deje oportunidad sin cultivar.
—Bien, reflexionaremos sobre ello —replicó el rey—; pero por lo menos, ¿has llegado al final de la irrazonable exacción del duque? No puede quedar nada, o si queda, pues así lo parece indicar la expresión de tu rostro, ¿qué es ello? ¿Qué puede ser en verdad? A no ser que sea mi corona, ¡qué estas demandas previas, si son concedidas, la privarán de todo su lustre!
—Señor —dijo Des Comines—, lo que queda por mencionar es una cosa en parte —en realidad, en gran medida— dentro del poder del duque, aunque tiene intención de invitar a su majestad a dar su asentimiento, pues le toca muy de cerca a su persona.
—Pasques dieu! —exclamó el rey impaciente—. ¿Qué es ello? Habla, señor Des Comines. ¿He de enviarle a mi hija en calidad de concubina, o qué otra deshonra quiere atraer sobre mí?
—Ninguna deshonra, mi soberano; pero el primo de su majestad, el ilustre duque de Orleáns…
—¡Ah! —exclamó el rey—. Pero Des Comines prosiguió sin hacer caso de la interrupción.
… habiendo puesto su afecto en la joven condesa Isabel de Croye, espera el duque que su majestad accederá por su parte, así como él por la suya, en dar su consentimiento a este matrimonio, y junto con ello dotar a la noble pareja con tales dominios que, unidos a los de la condesa, puedan constituir un patrimonio adecuado para un hijo de Francia.
—¡Jamás, jamás! —dijo el rey, manifestando esa emoción que últimamente había llegado a dominar con mucha dificultad y paseando con una prisa alborotada que formaba el mayor contraste con el dominio de sí mismo que generalmente mostraba—. ¡Jamás, jamás! ¡Qué traigan tijeras y corten mi pelo como el del tonto de la parroquia, a quién tanto me parezco! ¡Qué pidan me recluya a un monasterio o que abran mi sepultura! ¡Qué traigan hierros candentes para chamuscar mis ojos, hacha o acónito, lo que quieran; pero Orleáns no quebrantará la palabra ofrecida a mi hija ni se casará con otra mientras viva!
—Su majestad —dijo Des Comines—, antes de oponerse tan abiertamente a lo propuesto, debe considerar su falta de poder para impedirlo. Todo hombre sabio, cuando ve que una roca cede, se aparta del vano intento de impedir su caída.
—Pero un hombre bravo —dijo Luis— encontrará, al fin, su tumba bajo ella. Des Comines, considera la gran pérdida, la funesta destrucción que tal matrimonio aportaría a mi reino. Recuerda que sólo tengo un hijo varón, débil, y este Orleáns es el siguiente heredero; considera que la Iglesia ha consentido esta unión de Orleáns con mi hija Juana, lo que uniría tan felizmente los intereses de ambas ramas de la familia; piensa en todo esto, y piensa también que este enlace ha sido la idea favorita de toda mi vida; que la he planeado, he luchado por ella, la he vigilado, he rogado por ella y he pecado por ella. ¡Felipe Des Comines, no podré soportarlo! ¡Piensa hombre, piensa!, compadéceme en esta cuestión; el cerebro rápido puede fácilmente encontrar algún substituto a este sacrificio; algo que ofrecer en vez del sacrificio de ese proyecto que me es querido como el único hijo del Patriarca le fue a él. ¡Felipe, apiádate de mí! Tú, al menos, sabrás que para hombres de discernimiento y previsión, la destrucción de un plan largo tiempo acariciado, y por el que han sufrido mucho, es mucho más doloroso que la pena pasajera de los demás hombres, cuyos afanes son la satisfacción de alguna pasión temporal; tú, que sabes cómo simpatizar con la pena legítima y más profunda, producto de la prudencia frustrada y de la sagacidad defraudada ¿no te harás cargo de mi sentimiento?
—¡Mi señor y rey! —replicó Des Comines—. Simpatizo con su desgracia siempre que el deber a mi amo…
—¡No le menciones! —dijo Luis, obrando, o apareciendo por lo menos obrar, bajo un irresistible y obstinado impulso que hizo desaparecer el dominio usual que mantenía sobre sus palabras—. Carlos de Borgoña es indigno de que le seas adicto. El que puede insultar y pegar a sus consejeros, el que puede distinguir al más sabio y fiel de ellos con el oprobioso nombre de Tête botté.
La prudencia de Felipe Des Comines no le impedía poseer un alto concepto de su importancia personal, y se quedó tan sorprendido con las palabras pronunciadas por el rey, que sólo pudo replicar repitiendo las palabras Tête botté
—¡Es imposible que mi señor el duque pueda haber así calificado al servidor que ha estado junto a él desde que podía montar un caballo noble! ¿Y además delante de un monarca forastero? ¡Eso es imposible!
Luis se percató en seguida de la impresión que había hecho, y evitando tanto un tono de condolencia, que hubiera parecido insultante, como uno de simpatía, que podía haber tenido sabor de afectación, dijo con sencillez y al mismo tiempo con dignidad:
—Mis desgracias me han hecho olvidar mi cortesía; de lo contrario no te hubiera hablado de lo que podía ser desagradable de oír. Pero me has acusado de haber dicho una cosa imposible; esto afecta a mi honor y parecería que aceptaba el reproche si no contase las circunstancias en que el duque, riendo a mandíbula batiente, pronunció ese nombre ofensivo, que no repetiré para no ofender a tus oídos. Fueron así: «Estabas tú, Felipe Des Comines, en una cacería con el duque de Borgoña, tu amo, y cuando éste se apeó del caballo, concluida la caza, pidió tu ayuda para sacarse las botas de montar. Leyendo en tus miradas, quizá, algún resentimiento natural por este trato menospreciable, te ordenó que te sentases a tu vez y te hizo el mismo servicio que acababa de recibir de ti. Mas ofendido por haberle interpretado al pie de la letra, tan pronto sacó una de tus botas te golpeó brutalmente con ella en la cabeza hasta que fluyó la sangre, protestando de la insolencia de un súbdito que había tenido la presunción de aceptar semejante servicio de manos de su soberano; y desde entonces él, o su privilegiado bufón Le Glorieux, tienen la costumbre de distinguirte con el absurdo y ridículo nombre de Tête botté, que es uno de los motivos de diversión más corrientes en el duque[74]».
Mientras hablaba Luis de este modo, experimentó el doble placer de atormentar en lo más vivo a la persona con quien hablaba, costumbre que le producía goce, aunque no existiese, como en el caso presente, la excusa de que obraba en puro desquite y de observar que, por fin, había sido capaz de encontrar un punto vulnerable en el carácter de Des Comines que podía desplazarle gradualmente de los intereses de Borgoña a los de Francia. Pero aunque el profundo resentimiento que el ofendido cortesano sintió por su amo le indujo en el porvenir a cambiar el servicio de Carlos por el de Luis, sin embargo, en el momento actual, se contentó con hacer algunas indicaciones generales de su amistosa inclinación por Francia, que él bien sabía podían ser interpretadas por el rey. Y en verdad que hubiera sido injusto el ofender la memoria del excelente historiador con la deserción de su amo en esta ocasión, aunque ahora estaba seguramente invadido de sentimientos más favorables a Luis que cuando penetró en la habitación.
Se contuvo para no reír al escuchar la anécdota que Luis había referido, y luego dijo:
—No creía que una broma sin importancia pudiese haberla retenido el duque en su magín hasta el punto de juzgarla digna de repetirla. Algo hubo de eso de sacar botas, ya que su majestad sabe que el duque es aficionado a bromas pesadas; pero ha sido muy exagerado en su recuerdo. Dejémoslo pasar.
—Conformes —dijo el rey—, no merece la pena de haber distraído nuestra atención ni por un minuto. Y ahora, señor Des Comines, espero serás lo bastante francés para darme tu mejor consejo en estos asuntos difíciles. Tienes, me consta bien, la clave del laberinto, y sólo falta que quieras darla a conocer.
—Su majestad puede pedir mi mejor consejo y servicio —replicó Des Comines—, con la condición de cumplir siempre mi deber con mi amo.
—Esto era casi lo mismo que el cortesano había dicho antes; pero ahora lo repitió en un tono tan diferente, que mientras Luis interpretó la primera declaración en el sentido de que el deber reservado a Borgoña era lo primero que había que considerar, ahora vio claro que el énfasis estaba invertido y que su interlocutor daba más peso a su promesa de aconsejar que a una restricción que sólo parecía impuesta para cubrir las apariencias. El rey volvió a sentarse, y sentó a Des Comines a su lado, escuchando al mismo tiempo al estadista, como si hablase un oráculo. Des Comines habló en ese tono bajo y solemne que indica a la vez gran sinceridad y alguna prevención, y con tanta lentitud al mismo tiempo, que parecía deseoso que el rey pesase y considerase cada palabra pronunciada como teniendo una significación peculiar y determinada.
—Las cosas —dijo— que he sometido a la consideración de su majestad, aunque suenen ásperas a sus oídos, son para reemplazar proposiciones más violentas que se han dicho en los consejos del duque; desde luego mucho más hostiles para su majestad. Y apenas necesito recordar a su majestad que las sugestiones más directas y más violentas encuentran la más fácil acogida en nuestro amo, que prefiere las medidas breves y peligrosas, a las que son seguras; pero al mismo tiempo exigen un rodeo.
—Recuerdo —dijo el rey— haberle visto atravesar un río, corriendo el riesgo de ahogarse, aunque había un puente distante sólo unas doscientas yardas.
—Así es, señor; y el que arriesga su vida por dar gusto a un momento de impetuosa pasión, preferirá, bajo un impulso análogo, la satisfacción de su voluntad al aumento de su poder verdadero.
—Exacto —replicó el rey—; un tonto se agarra antes a la apariencia que a la realidad de la autoridad. Sé que todo esto se aplica a Carlos de Borgoña. Pero, mi querido amigo Des Comines, ¿qué deduces de estos antecedentes?
—Sencillamente esto, señor —contestó el borgoñés—: Que así como su majestad había visto a un experto pescador de caña dominar a un pez, grande y de peso, y sacarle a la postre a tierra por un hilo delgado, el cual pez hubiera roto un aparejo diez veces más fuerte, de haber el pescador tirado de él con el hilo, en vez de soltarle lo bastante para dar juego a sus bruscos escarceos, del mismo modo su majestad, haciendo al duque estas concesiones, en las que cifra sus ideas del honor y la satisfacción de su venganza, puede impedir que se realicen muchas de las otras proposiciones desagradables que le he insinuado, y las que —incluso, debo decírselo con franqueza a su majestad, algunas con las cuales Francia resultaría especialmente debilitada— se borrarían de su memoria y su atención; y dejadas para conferencias posteriores y futura discusión, pueden fácilmente ser eludidas.
—Te comprendo, mi buen señor Des Comines; pero al asunto —dijo el rey—. ¿A cuáles de esas felices proposiciones está tan aferrado el duque que la contradicción le haría ser poco razonable e intratable?
—A cualquiera, o a todas ellas, si me lo permite decir su majestad, en las que pudiera contradecírsele. Esto es precisamente lo que su majestad debe evitar; y volviendo a mi anterior ejemplo, debe estar vigilante, dispuesto a soltar al duque la bastante cuerda cuando se debata bajo el impulso de la rabia. Su furia, ya bastante abatida, se gastará por sí sola si no se le lleva la contraria, y entonces le encontrará más amigo y tratable.
—Sin embargo —dijo el rey reflexionando— debe de haber algunas demandas especiales que sean preferidas por mi primo. Si las conociese yo, señor Des Comines…
—Su majestad haría de la más banal de sus demandas la más importante, con sólo oponerse a ella —dijo Des Comines—; sin embargo, señor, lo más que puedo decir, es que toda esperanza de convenio desaparecerá, si su majestad no renuncia a Guillermo de la Marck y a los de Lieja.
—Ya he dicho que no los reconoceré —dijo el rey—, y bien que lo merecen por mi parte: los villanos han comenzado su revuelta en un momento que me podía haber costado la vida.
—El que da fuego a un reguero de pólvora —replicó el historiador—, no puede menos de esperar una rápida explosión de la mina. Pero el duque Carlos debe esperar de su majestad algo más que una mera desautorización de su causa, pues ha de saber que pedirá a su majestad su ayuda para sofocar una insurrección, y su real presencia para ser testigo del castigo que infligirá a los rebeldes.
—Eso apenas es compatible con mi honor, Des Comines —dijo el rey.
—El rehusar a ello apenas será compatible con la salvación de su majestad —replicó Des Comines—. Carlos está decidido a mostrar al pueblo de Flandes que ninguna esperanza ni promesa de ayuda por parte de Francia les librará, en sus motines, de la rabia y venganza de Borgoña.
—Pero, señor Des Comines, hablaré con franqueza —contestó el rey—, ¿no podíamos diferir la cuestión si estos bribones de Lieja saben sostenerse contra el duque Carlos? Los mozos son numerosos y decididos. ¿No podrían sostener la población contra él?
—Con la ayuda de los mil arqueros de Francia que su majestad les prometió, podían haber hecho algo; pero…
—¿Que yo se los prometí? —dijo el rey—. ¡Ah, mi buen Des Comines! Te equivocas al decir eso.
—… Pero sin ellos —continuó Des Comines sin parar mientes en la interrupción—, y ya que su majestad no juzgará ahora quizá conveniente el proporcionarlos, ¿qué esperanza les queda a los vecinos, aunque se mantengan firmes en su ciudad, cuando en sus murallas están aún sin reparar las grandes brechas hechas por Carlos después de la batalla de Saint Tron, de tal modo que las lanzas de Hamault, Brabante y Borgoña pueden avanzar en un frente de veinte hombres?
—¡Los idiotas imprevisores! —dijo el rey—. Al haber descuidado de este modo su salvación no merecen mi protección. Pasaré por ello. No discutiré por culpa de ellos.
—El otro extremo me temo que llegue más al fondo del corazón de su majestad —dijo Des Comines.
—¡Ah! —replicó el rey—. ¿Te refieres a esa boda infernal? No consentiré en el quebrantamiento del contrato entre mi hija Juana y mi primo el de Orleáns; sería arrebatar para mí y la posteridad el cetro de Francia, pues ese joven enfermizo, el delfín, es un vástago marchito que se agostará sin dar fruto. Esta boda entre Juana y Orleáns ha sido mi pensar de día, mi ensueño de noche. ¡Te digo, Des Comines, que no puedo renunciar a ella! Además, es inhumano el exigirme que con mi propia mano destruya a la vez mi plan político y la felicidad de una pareja nacida el uno para el otro.
—¿Están, pues, tan enamorados? —preguntó Des Comines.
—Uno de ellos, al menos —dijo el rey—, y precisamente por el que debo estar más interesado. Pero sonríes, Des Comines; no crees en la fuerza del amor.
—Al contrario —dijo Des Comines—; soy tan poco incrédulo en ese particular, que le iba a preguntar si no le decidiría en cierto modo a dar su asentimiento al matrimonio propuesto entre el duque de Orleáns e Isabel de Croye el saber que la condesa gusta tanto de otro, que es probable que nunca haya boda.
El rey Luis suspiró.
—¡Ay! —dijo—. ¿De dónde has sacado, mi bueno y querido amigo, ese consuelo? ¡Que ella gusta de otro! Aun suponiendo que Orleáns detestase a mi hija Juana, y de no haber sido por esta malhadada fatalidad, él necesitaba haberse casado con ella; así es que puedes conjeturar que pocas probabilidades existen de que esta otra damisela sea capaz de rehusarle aun con una presión similar, y siendo él, además, un hijo de Francia. ¡Ah, no, Felipe! No hay temor de que ella se obstine en no admitir los galanteos de ese pretendiente. Varium et mutabile[75], Felipe.
—Su majestad puede, en este caso, tasar en poco el valor obstinado de esta señorita. Proviene de una raza muy voluntariosa, y le he oído decir a Crèvecoeur que se ha enamorado románticamente de un joven escudero que le ha prestado muchos servicios en el camino.
—¡Ah! —dijo el rey—. ¿Un arquero de mi Guardia que se llama Quintín Durward?
—El mismo, según tengo entendido —dijo Des Comines—. Fue hecho prisionero junto con la condesa cuando viajaban casi solos los dos.
—¡Qué sean alabados, Nuestro Señor y Nuestra Señora, y monseñor San Martín y monseñor San Julián —dijo el rey—, y gloria y prez para el erudito Galeotti, que supo leer en las estrellas que el porvenir de este joven estaba ligado con el mío! Si la doncella le es tan afecta que resulta refractaria al deseo de Borgoña, este Quintín me será de utilidad realmente extraordinaria.
—Creo, señor —contestó el borgoñés—, que, según el informe de Crèvecoeur, hay alguna probabilidad de que se muestre obstinada; además, sin duda, el noble duque, no obstante lo que su majestad dijo por vía de insinuación, no renunciará voluntariamente a su hermosa prima, con la que hace tiempo se encuentra comprometido.
—¡Bah! —contestó el rey—. Pero tú nunca has visto a mi hija Juana. ¡Una lechuza, hombre! ¡Un completo mochuelo, de quién estoy avergonzado! Pero que sea un hombre sabio y se case con ella, y le daré permiso para que se vuelva loco de amor con la dama más bella de Francia. Y ahora, Felipe, ¿me has revelado todo lo que piensa tu amo?
—Lo he participado, señor, todos los detalles en los que, al presente, piensa hacer más hincapié. Pero su majestad sabe bien que el carácter del duque es como un torrente arrollador, que sólo pasa sin hacer daño cuando no encuentra obstáculo a su marcha; y lo que puede inducirle a volverse furioso es imposible adivinarlo. Si se encontraran de pronto pruebas más serias de los manejos de su majestad (perdone la frase, cuando de tan poco tiempo dispongo para escogerla) con los de Lieja y Guillermo de la Marck, el resultado podría ser terrible. Hay extrañas noticias de esta parte: dicen que La Marck se ha casado con Hameline, la condesa de Croye de más edad.
—Esa vieja tonta estaba tan deseosa de casarse, que hubiera aceptado la mano de Satanás —dijo el rey—; pero que ese La Marck, aunque bestia, se haya casado con ella, me sorprende algo.
—También se dice —continuó Des Comines que un enviado o heraldo de La Marck se aproxima a Peronne; esto es probable que ponga frenético al duque. Confío en que no tendrá cartas, o algo parecido, entregadas por su majestad.
—¿Cartas a un Jabalí Salvaje? —contestó el rey—. No, no, señor Des Comines; no soy tan tonto como para echar margaritas al puerco. El poco trato que tuve con el bruto animal fue por intermedio de un mensaje, en los que siempre utilicé esclavos y vagabundos de tan baja estofa, que su declaración no sería creída en un juicio de robo de gallinas.
—Entonces sólo puedo recomendar —dijo Des Comines despidiéndose— que su majestad permanezca en guardia, se guíe por los acontecimientos y, sobre todo, evite emplear ningún lenguaje o argumento con el duque que convenga más a su dignidad que a su situación actual.
—Si mi dignidad —dijo el rey— se encontrase molesta, lo que rara vez ocurre mientras hay intereses más profundos en qué pensar, tengo un remedio especial para ese caso. Basta con mirar cierto gabinete en ruinas y pensar en la muerte de Carlos el Simple, y esto me curará con tanta eficacia como un baño frío cura una fiebre. ¿Y ahora, mi amigo y consejero, debes marcharte? Bien, señor Felipe Des Comines; el tiempo llegará en que te cansarás de leer lecciones de política de Estado al Toro de Borgoña, que es incapaz de comprender tu menor argumento. Si para entonces vive Luis de Valois, tienes un amigo en la corte de Francia. Te confieso, mi Felipe, que sería una bendición para mi reino si alguna vez te logro, ya que a una profunda visión de los asuntos del Estado unes una conciencia capaz de sentir y discernir entre el bien y el mal. Ayudadme, pues, Nuestro Señor y Señora, y monseñor San Martín; Oliver y Balue tienen corazones tan duros como piedra de molino, y mi vida está embargada por el remordimiento y la penitencia a causa de los crímenes que me hacen cometer. Tú, señor De Comines, poseedor de la sabiduría de los tiempos presentes y pasados, puedes enseñar cómo se llega a ser grande sin dejar de ser virtuoso.
—Dura tarea que pocos han resuelto —dijo el historiador—, pero que está al alcance de príncipes que se esfuercen por ella. Mientras tanto, señor, esté preparado, pues el duque conferenciará ahora con vos.
Luis siguió a Felipe con la vista cuando abandonó la habitación, y por fin soltó una carcajada.
—Habló de pescar. ¡Le he enviado a casa hecho una trucha convenientemente halagada! ¡Y se considera virtuoso porque no aceptó dinero alguno, y se contentó con halagos y promesas, y el placer de vengar una afrenta de su vanidad! Bien; se encuentra más pobre por haber rehusado el dinero, y no por eso tiene más honra. Debe ser mío, porque es el que más vale de todos ellos. ¡Ahora a entretenerme con cacería más noble! Tengo que hacer frente a este leviatán de Carlos, que se dirige nadando hacia acá, hendiendo el piélago ante él. Como marinero acobardado, debo arrojar un tonel al agua para divertirlo. ¡Pero quizá algún día encuentre la oportunidad de clavarle un arpón en las entrañas[76]!