Capítulo XXIX

Recriminación

Tu tiempo no ha concluido aún,

el diablo a quien sirves aún no te ha abandonado.

Ayuda a los amigos que se afanan por él,

como el hombre ciego fue ayudado por el guía,

que prestó su hombro sobre caminos buenos y malos

hasta que llegó al borde del precipicio,

y entonces le arrojó al vacío.

Antigua Comedia.

Obedeciendo el mandato, o más bien la súplica, de Luis —pues estaba éste en circunstancias en que, aunque monarca, sólo podía rogar a Le Glorieux que fuese en busca de Martins Galeotti—, el bufón no encontró dificultad alguna para realizar su comisión, dirigiéndose, desde luego, a la mejor taberna de Peronne, de la que él mismo era casi parroquiano, ya que era un gran admirador de esa especie de licor que reducía los cerebros de los demás hombres al nivel del suyo.

Encontró, o más bien vio, al astrólogo en un rincón del salón público de beber —estufa, como es llamado en Alemania y Flandes, del principal mueble que tiene—, sentado, en coloquio íntimo con una hembra en traje singular, de estilo morisco o asiático, la que, cuando Le Glorieux se acercó a Martins, se levantó como disponiéndose a partir.

—Éstas —dijo la forastera— son noticias en las que puede tener confianza absoluta —y, al decir esto, desapareció entre la multitud de comensales que estaban sentados por grupos en las diversas mesas del local.

—Primo filósofo —dijo el bufón presentándose—, el cielo, tan pronto libra a un centinela, envía otro para ocupar su sitio. Marchado un tonto, aquí viene otro para guiarle a las habitaciones de Luis de Francia.

—¿Y eres tú el mensajero? —dijo Martins mirándole con repentina aprensión y descubriendo, desde luego, su condición de bufón, aunque menos insinuada que de costumbre, como antes hicimos observar, por su apariencia externa.

—Sin duda —contestó Le Glorieux—; y cuando el Poder envía a la Locura a rogar que se acerque la Sabiduría, hay una indicación segura para saber de qué pie cojea el paciente.

—¿Y si yo rehúso el ir al ser citado a hora tan tardía por semejante mensajero? —dijo Galeotti.

—En ese caso le llevaríamos —dijo Le Glorieux—. En la puerta hay media docena de vigorosos alabarderos, que para ese efecto me ha proporcionado Crèvecoeur, pues ha de saber que mi amigo Carlos de Borgoña y yo no hemos arrebatado la corona a nuestro pariente Luis, que ha sido lo bastante asno de poner en nuestro poder, sino que nos hemos limitado a limarla y recortarla un poco, y, aunque reducida al tamaño de una lentejuela, aun es de oro puro. En otros términos: aun ejerce dominio sobre su gente, usted incluido, y el cristianísimo rey se encuentra en el antiguo zaguán comedor del castillo de Peronne, al que usted, como su súbdito, está ahora obligado a comparecer.

—Le acompaño, señor —dijo Martins Galeotti, y acompañó a Le Glorieux viendo quizá que no había escape posible.

—Ay, señor —dijo el tonto a medida que iban hacia el castillo—; hace bien, porque tratamos a nuestro pariente como se suele tratar a un viejo león famélico en su jaula, arrojándole de vez en cuando una ternera para que sus viejas mandíbulas hagan ejercicio.

—¿Quiere decir —dijo Martins— que el rey trata de infligirme un castigo corporal?

—Eso lo puede adivinar usted mejor que yo —dijo el bufón—; pues aunque la noche está nublada, apostaría a que puede ver las estrellas a través de las nubes. No sé de qué se trata, si bien mi madre me solía decir que me acercase con cautela a una rata vieja en una ratonera, pues nunca como entonces estaba dispuesta a morder con ganas.

El astrólogo no hizo más preguntas, y Le Glorieux, conforme a la costumbre de los de su clase, continuó charlando, mezclando el sarcasmo con las tonterías, hasta que entregó al filósofo a la guardia montada en la puerta del castillo de Peronne, donde pasó de centinela en centinela hasta ser admitido en la torre de Heriberto.

Las insinuaciones del bufón no fueron perdidas para Martins Galeotti, y vio algo que pareció confirmarlas en la mirada y modales de Tristán, cuya manera de dirigirse a él, mientras le acompañaba a la cámara del rey, era humillante, hosca y siniestra. Observador atento de lo que pasaba en la tierra, así como entre los cuerpos celestes, no se le escapó la polea y la cuerda, y como ésta se movía, dedujo que alguien que había estado ocupado en prepararla había sido interrumpido en su trabajo por su repentina llegada. Todo esto lo vio, y recurrió a toda su sutileza para evitar el inminente peligro, resuelto, si encontraba imposible el soslayarlo, a defenderse hasta el final contra quien le asaltase.

Esto resolvió, y con un paso y mirada que correspondían a la determinación que había tomado, Martirs se presentó ante Luis, a un tiempo imperturbable por el fracaso de sus predicciones, y no acobardado por la cólera del monarca y sus consecuencias probables.

—¡Qué todo buen planeta sea favorable a vuestra majestad! —dijo Galeotti con una inclinación de estilo casi oriental—. ¡Qué toda constelación maligna aparte sus influencias de mi real amo!

—Creía —replicó el rey— que cuando mirases esta habitación, cuando pensases dónde está situada y de qué modo guardada, tu sabiduría consideraría que mis estrellas propicias han resultado falsas, y que toda conjunción maligna ha dado de sí lo peor. ¿No estás avergonzado, Martins Galeotti, de verme en este lugar y prisionero cuando recuerdes por consejo de quién fui inducido a venir aquí?

—¿Y no estás tú avergonzado, mi real señor? —replicó el filósofo—. Tú, cuyo adelanto en ciencia era tan notable, tu recelo tan rápido, tu perseverancia tan incesante ¿No estás avergonzado de amilanarte al primer revés de la fortuna, como un pusilánime al primer chasquido de armas? ¿No te propusiste participar de esos misterios que elevan a los hombres sobre las pasiones, las penas, las adversidades, las tristezas de la vida, estado sólo posible de lograr con la firmeza del antiguo estoico, y te encoges ante la primera presión de la adversidad y pierdes el premio glorioso para el que partiste, desviándote asustado de tu camino, como caballo de carrera espantado por peligros irreales y vagos?

—¡Irreales y vagos! ¡No tienes dos dedos de frente! —exclamó el rey—. ¿Es irreal este calabozo? Las armas de los guardias de mi detestado enemigo borgoñés, cuyo crujido puedes oír en la puerta, ¿son cosas vagas? ¿Cuáles, traidor, son los peligros reales, si no lo son la prisión, el destronamiento y el peligro de la vida?

—La ignorancia, la ignorancia, hermano, y el prejuicio —contestó el sabio con gran firmeza— son los únicos peligros reales. Créeme; los reyes, en la plenitud de su poder, cuando se encuentran sumergidos en la ignorancia y el prejuicio, son menos libres que los sabios en un calabozo cargados de cadenas. Hacia esta verdadera felicidad me compete el guiarte; a ti corresponde escuchar mis instrucciones.

—¿Y es a semejante libertad filosófica a la que tus lecciones tienden a guiarme? —dijo el rey amargamente—. ¡Me gustaría que en Plessis me hubieras aclarado que el dominio tan pródigamente prometido era un imperio sobre mis pasiones; que el éxito del que debía estar seguro se refería a mi progreso en filosofía, y que podía llegar a ser tan sabio y erudito como un vagabundo charlatán de Italia! ¡Podía seguramente haber logrado este dominio mental a un precio más moderado que el de la pérdida de la más bella corona de la Cristiandad y el de llegar a ser un ocupante de un calabozo en Peronne! Márchate, y no pienses en escapar a un justo castigo. ¡Hay un cielo sobre nosotros!

—No te abandono a tu suerte —replicó Martins— hasta que haya justificado ante tus ojos, aunque estén obscurecidos, aquella mi reputación, piedra más brillante que la más brillante en tu corona, que será el asombro del mundo siglos después que todo el linaje de los Capetos yazca olvidado en el osario de Saint Denis.

—Habla —dijo Luis—; tu descaro no puede hacerme cambiar mi opinión respecto a ti. Sin embargo, como nunca más juzgaré como rey, no quiero censurarte sin oírte. Habla, pues, aunque lo mejor que puedes hacer es decir la verdad. Confiesa que soy un incauto; tú, un impostor; tu pretendida ciencia, un sueño, y que los planetas que brillan sobre nosotros tienen tan poca influencia sobre nuestro destino como sus imágenes, al ser reflejadas por el río, tienen poder para modificar su curso.

—¿Y cómo conoces tú —contestó el astrólogo atrevidamente— la influencia secreta de aquellas luminarias benditas? Hablas de la ineficacia de éstas para influir en las aguas, cuando sabes que aun la más débil, porque está más próxima a este desgraciado mundo nuestro, tiene bajo su dominio no a cursos de agua tan modestos como el Somme, sino a las mareas del poderoso Océano, que menguan y crecen a medida que su disco aumenta y disminuye, y están bajo su influencia, como esclavo que aguarda la orden de una sultana. Y ahora, Luis de Valois, contesta a tu vez a mi parábola. Confiesa que eres como el pasajero tonto que se encoleriza con su piloto porque no puede llevar al barco a puerto sin experimentar alguna vez la fuerza adversa de los vientos y de las corrientes. Pude indicarte el probable resultado de tu empresa como próspero, pero el cielo tiene poder para conducirte hasta el final; y si el camino es áspero y peligroso, ¿depende de mí el suavizarlo o hacerlo más seguro? ¿Dónde has dejado aquélla sabiduría que nos enseña que los caminos del destino están a menudo dispuestos en favor nuestro, aunque en oposición a nuestros deseos?

—Me recuerdas una falsedad palmaria —dijo el rey rápidamente—. Me pronosticaste que aquel escocés realizaría su empresa con fortuna para mi interés y honor, y ya sabes que ha terminado de tal modo que ha llevado al paroxismo al Toro Loco de Borgoña, que quiere vengarse en mí. Ésta es una falsedad evidente; no tienes en esto escape; no puedes sacar a relucir ningún remoto cambio favorable de la marea, para que, como un idiota, permanezca sentado en la orilla del agua esperando el resultado final de los acontecimientos. Aquí te ha engañado tu ciencia. Intentaste hacer una predicción que ha resultado completamente falsa.

—Que ha resultado verdad —contestó el astrólogo con valentía—. No deseo mayor triunfo de la ciencia sobre la ignorancia que el que esa predicción y su resultado proporcionan, Te dije que sería leal en el desempeño de una honrosa comisión. ¿No lo ha sido? Te dijo que sería escrupuloso antes de ayudar a una empresa mala. ¿No ha resultado ser así? Si lo dudas, pregunta al bohemio Hayraddin Maugrabin.

El rey se puso rojo de vergüenza y cólera al oír esto.

—Te pronostiqué —continuó el astrólogo— que la conjunción de los planetas, bajo la que emprendió su comisión, auguraba peligros para su persona. ¿Y no ha encontrado peligros en su camino? Te dije que auguraba beneficio para el que le enviaba, y de esto pronto tendrás la prueba.

—¡Pronto tendré la prueba! —exclamó el rey—. ¿No toco ya el resultado con la prisión y la desgracia?

—No —contestó el astrólogo—, aun no es el final: tu propia boca confesará antes de mucho el beneficio que has recibido dada la manera como el mensajero se portó en el desempeño de su comisión.

—Esto es demasiada, demasiada insolencia —dijo el rey—: Querer a la vez engañarme e insultarme. Pero no creas que mis pesares quedarán sin venganza. ¡Hay un cielo sobre nosotros!

Galeotti se volvió para partir.

—Detente aún —dijo Luis—: Defiendes bien tu impostura. Contéstame a una pregunta, y piensa bien antes de contestar: ¿puede tu pretendida habilidad asegurar la hora de tu muerte?

—Sólo refiriéndome al sino de otro —dijo Galeotti.

—No comprendo tu respuesta —contestó Luis.

—Has, pues, de saber, rey —dijo Martins—, que sólo esto puedo decir con certeza referente a mi muerte: que tendrá lugar precisamente veinticuatro horas antes de la de vuestra majestad[73].

—¡Cómo! ¿Qué dices? —dijo Luis alterándose de nuevo su rostro—. Espera, espera, no te vayas; aguarda un momento. ¿Dices que mi muerte seguirá de cerca a la tuya?

—En el espacio de veinticuatro horas —repitió Galeotti con firmeza—, si es que hay una chispa de verdad en esas brillantes y misteriosas inteligencias, que hablan cada una según su recorrido, aunque sin lengua. Deseo a vuestra majestad una noche tranquila.

—Detente, detente; no te vayas —dijo el rey cogiéndole del brazo y apartándole de la puerta—. Martins Galeotti, he sido un buen amo para ti; te he enriquecido; he hecho de ti mi amigo, mi compañero, el instructor de mis estudios. Sé franco conmigo, te lo ruego: ¿Me será propicia esta misión del escocés? ¿Y está la medida de nuestras vidas tan estrechamente ligada? Confiesa, mi buen Martins, que hablas según la superchería de tu oficio. Confiesa, te lo ruego, y no sufrirás mal alguno por parte mía. Me encuentro prisionero, privado probablemente de un reino; para uno en mi caso, la verdad vale tanto como reinos, y es a ti, mi querido Martins, a quien debo mirar en busca de esta inestimable joya.

—Y se la he presentado ya a vuestra majestad —dijo Galeotti—, a riesgo de que, llevado de pasión brutal, la emprenda conmigo y me haga pedazos.

—¿Quién, yo, Galeotti? —replicó Luis con suavidad—. ¡Ay! ¡Qué poco me conoces! ¿No estoy cautivo, y en esta condición, de qué me serviría mi cólera sino para demostrar mi impotencia? Dime, pues, sinceramente: ¿Me has embaucado? ¿O es tu ciencia verdad y me hablas con sinceridad?

—Vuestra majestad me dispensará si le contesto —dijo Martins Galeotti— que sólo el tiempo, el tiempo y los acontecimientos, convencerán a la incredulidad. No olvide el puesto de confianza que he tenido en la mesa de consejos del renombrado conquistador Matías Corvinus de Hungría, aun en el propio gabinete del emperador, cuando le reitero la verdad de lo que le pronostiqué. Si no me quiere creer, sólo tengo que mencionar la marcha de los acontecimientos. Un día o dos de paciencia probarán o desaprobarán lo que he asegurado referente al joven escocés, y no me importará morir en la rueda y que me quebranten uno a uno mis miembros, si vuestra majestad no resulta beneficioso, y en alto grado, por la conducta intrépida de Quintín Durward. Pero si hubiese de morir con semejantes torturas, sería conveniente que vuestra majestad buscase un sacerdote, pues desde el momento en que exhale mi último suspiro sólo le quedarán veinticuatro horas para su confesión y penitencia.

Luis continuó sujetando el brazo de Galeotti, mientras le conducía a la puerta, y pronunció, al tiempo de abrirla, en alta voz:

—Mañana hablaremos más de esto. Vete en paz, mi erudito padre. ¡Vete en paz! ¡Vete en paz!

Repitió estas palabras tres veces, y, temeroso aún de que el capitán preboste pudiese equivocar su propósito, condujo al astrólogo al zaguán, agarrándole fuertemente por su traje, como si temiese que le separasen de él y le matasen ante su vista. No le soltó hasta que hubo repetido una y otra vez: «Vete en paz», y hecho una señal particular al capitán preboste para que suspendiese todo procedimiento contra la persona del astrólogo.

De este modo, la posesión de algún informe secreto, unido al valor audaz y rapidez de pensar, salvó a Galeotti del peligro más inminente, y de este modo resultó Luis el más sagaz, así como el más vengativo de los monarcas de la época, defraudado en su venganza por la influencia de la superstición sobre un temperamento egoísta y un espíritu para el cual la conciencia de sus muchos crímenes hacía que el temor de la muerte fuese peculiarmente terrible.

Experimentó, sin embargo, mucha mortificación al verse obligado a renunciar a su proyectada venganza, y la desilusión parecía ser compartida por sus satélites, que habían de haber realizado la ejecución. Sólo Le Balafré, perfectamente indiferente a la cuestión, tan pronto como fue hecha la señal de contraorden, dejó la puerta en la que había estado apostado, y en pocos minutos quedó dormido.

El capitán preboste, mientras el grupo se disponía a echarse para reposar en el zaguán, después que el rey se retiró a su alcoba, continuó mirando al astrólogo con la mirada de un mastín que vigila un pedazo de carne que el cocinero ha apartado de sus mandíbulas, mientras sus ayudantes se comunicaban entre sí, en breves sentencias, sus sentimientos peculiares.

—¡El pobre nigromántico —murmuró Trois Eschelles, con aire de espiritual unción y conmiseración, a su camarada Petit André— ha perdido la mejor ocasión de expiar algunas de sus viles brujerías al no morir por medio del cordón del bendito San Francisco! Y era mi intención dejar el cómodo lazo alrededor de su cuello para ahuyentar al enemigo malo de su infeliz cuerpo.

—¡Y yo —dijo Petit André— he perdido la más rara oportunidad de saber cómo un peso de doscientas treinta y ocho libras estiraría un cordel triple! ¡Hubiera sido un glorioso experimento para mi cordón, y el simpático muchacho hubiera muerto tan fácilmente!

Mientras proseguía este diálogo en voz baja, Martins, que se había situado en el lado opuesto de la gigantesca piedra del hogar, alrededor de la cual estaban todos reunidos, les miró de través con una mirada de recelo. Primero puso su mano en su coleto, y quedó satisfecho al comprobar que el puño de un puñal muy afilado, de doble corte, que siempre llevaba consigo, estaba a conveniente alcance de su mano, pues, como hemos ya dicho, era, aunque algo abultado, un hombre poderoso y atlético, y expedito y activo en el empleo de su arma. Satisfecho con que este fiel instrumento estuviese listo, sacó después de su pecho un rollo de pergamino, escrito en caracteres griegos y lleno de signos cabalísticos, reunió leña en el hogar e hizo una hoguera, con la que pudo distinguir la cara y actitud de todos los que estaban sentados o echados: el sueño profundo y pesado del soldado escocés, que yacía sin movimiento, con su rostro basto, tan inmóvil como si lo hubieran fundido en bronce; la cara pálida y ansiosa de Oliver, que unas veces parecía dormido y otras abría sus ojos y levantaba de prisa su cabeza, como si le pinchase alguna interna angustia o le despertase algún sonido lejano; el aspecto descontento, salvaje, de perro de presa, del preboste, que parecía

Frustrado en su deseo

poco satisfecho y deseoso aun de matar

Mientras en el fondo destacaban las facciones hipócritas de Trois Eschelles, cuyos ojos miraban a lo alto, como si estuviese rezando sus oraciones, y los gestos descarados de Petit André, que se divertía imitando los gestos y muecas de su camarada antes de entregarse al sueño.

Entre estos rostros vulgares e innobles se destacaba, con gran ventaja, la majestuosa figura, hermoso rostro y facciones dominantes del astrólogo, que podía haberse tomado por uno de esos antiguos magos, aprisionado en una cueva de ladrones, y dispuesto a invocar un espíritu para conseguir su liberación. Y aunque no se hubiese distinguido más que por la belleza de su barba flotante, que descendía sobre el misterioso rollo que mantenía en su mano, podía perdonársele a uno el sentir que un apéndice tan noble hubiese sido otorgado al que había puesto su talento, erudición y las ventajas de la elocuencia al servicio vil de un petardista y un impostor.

Así pasó la noche en la torre del conde Heriberto, del castillo de Peronne. Cuando la primera luz de la aurora penetró en la antigua cámara gótica, el rey citó a Oliver a su presencia, y éste, que encontró al monarca sentado con su bata de noche, quedó asombrado de la alteración que una noche de mortal ansiedad había puesto en su mirada. Hubiera intentado manifestar su ansiedad por ello; pero el rey le hizo callar, manifestando los diversos procedimientos por los que anteriormente había intentado lograr amigos en la corte de Borgoña, y los cuales fue encargado Oliver de proseguir tan pronto le fuese permitido reanudar sus andanzas en el exterior. Y nunca resultó ese astuto ministro más sorprendido con la claridad de la inteligencia del rey y su íntimo conocimiento de todos los resortes que mueven las acciones humanas, como en esta memorable consulta.

Unas dos horas después, Oliver logró permiso del conde de Crèvecoeur para salir y realizar las comisiones que su amo le había confiado; y Luis, mandando llamar al astrólogo, en quien parecía haber renovado su fe, celebró con él, análogamente, una larga consulta, cuya consecuencia pareció ser el darle más ánimo y confianza de la que en un principio mostró, de tal suerte, que se vistió y recibió los cumplidos de Crèvecoeur con una calma que no pudo por menos de sorprender al noble borgoñés, tanto más cuanto había oído decir que el duque había pasado varias horas en un estado de ánimo que parecía hacer muy difícil la salvación del rey.